Capítulo 48

Sentado en la galería de Georgia Pines, con la estilográfica de mi padre en la mano, perdí la noción del tiempo evocando la noche en que Harry, Bruto y yo sacamos a Coffey del bloque y lo llevamos a casa de Melinda Moores, en un desesperado intento por salvarle la vida. Ya he contado que drogamos a William Wharton, quien se consideraba una especie de segunda versión de Billy el Niño; he escrito que inmovilizamos a Percy con la camisa de fuerza y lo encerramos en la celda de seguridad que había al fondo del pasillo. También he hablado de nuestro extraño viaje nocturno, aterrador y emocionante a un tiempo, y del milagro que ocurrió al final. Fuimos testigos del modo en que John Coffey rescataba a una mujer que, más que a un paso de la tumba, parecía enterrada en ella.

Mientras escribía apenas tenía conciencia de la vida en Georgia Pines. Los viejos se fueron a cenar y después marcharon en tropel hacia el «centro de esparcimiento» (sí, podéis reíros) para recibir la dosis nocturna de televisión por cable. Creo recordar que mi amiga Elaine me ofreció un bocadillo, que agradecí y comí, aunque no podría decir de qué era ni cuándo me lo llevó.

Estaba en 1932, los tiempos en que los bocadillos los llevaba el viejo Tuu–Tuu en su carrito; a cinco centavos los de mortadela y a diez los de carne enlatada.

Percibí un silencio creciente alrededor de mí mientras las reliquias que aquí viven se preparaban para otra noche de sueño ligero e inquieto, y oí a Mickey —que quizá no sea el mejor celador, pero sí el más amable— cantar Red River Valley con su voz de barítono mientras distribuía las medicinas de la noche: Dicen que te marchas del valle… Echaremos de menos tus deslumbrantes ojos y tu dulce sonrisa… Una vez más la canción me hizo pensar en Melinda y en lo que le dijo a John después del milagro: «Soñé contigo. Soñé que los dos vagábamos en la oscuridad y finalmente nos encontrábamos.»

Georgia Pines se sumió en el silencio, la medianoche llegó y pasó, y yo seguí escribiendo.

Llegué al punto en que Harry nos recordó que, si bien habíamos conseguido devolver a John a la prisión sin que nos descubrieran, aún quedaba por resolver el problema de Percy.

—La noche no habrá acabado hasta que nos hayamos ocupado de él —dijo.

Entonces el cansancio de un largo día de escribir con la pluma de mi padre pudo más que yo.

La dejé —sólo por un instante, me dije, lo suficiente para flexionar los dedos y devolverles la vida—, apoyé la frente sobre el antebrazo y cerré los ojos para descansar. Cuando volví a abrirlos y levanté la cabeza, el sol de la mañana resplandecía al otro lado de las ventanas. Consulté el reloj y vi que eran más de las ocho. Durante al menos seis horas había dormido como un borracho, con la cabeza sobre los brazos. Pensé en bajar a la cocina, coger una tostada y dar mi caminata matutina, pero entonces miré las páginas desperdigadas sobre la mesa y decidí posponer un poco el paseo. Lo que tenía que hacer podía esperar, y en aquel momento no me sentía con ánimos de jugar al escondite con Brad Dolan.

En lugar de salir a andar, acabaría la historia. A veces es mejor seguir adelante, por mucho que el cuerpo y la mente protesten. En ocasiones es la única forma de avanzar. Y lo que más recuerdo de esa mañana es mi desesperación por librarme del acuciante fantasma de John Coffey.

«De acuerdo —me dije—, un poco más. Pero antes…»

Bajé al lavabo situado al fondo del pasillo de la segunda planta y, mientras orinaba, miré por casualidad el detector de humos del techo. Eso me recordó a Elaine, que el día anterior había distraído a Dolan para que yo pudiera dar mi paseo y cumplir con mi pequeña tarea. Sonreí y terminé de mear.

Cuando regresé a la galería me sentía mejor (mucho más cómodo en las zonas bajas).

Alguien, sin duda Elaine, había dejado una tetera al lado de las páginas escritas. Bebí con avidez una taza y luego otra antes incluso de sentarme. Luego volví a ocupar mi lugar, saqué el capuchón a la estilográfica y reanudé mi trabajo.

Cuando empezaba a meterme en la historia, noté una sombra sobre mí. Alcé la cabeza, con un nudo en el estómago. Era Dolan, que se interponía entre las ventanas y mi persona.

—Me extrañó que no salieras a caminar esta mañana, Paulie —dijo con una sonrisa—, de modo que decidí venir a ver qué ocurría. Ya sabes, para asegurarme de que no estuvieras enfermo.

—Tienes un corazón de oro —dije. Mi voz sonaba natural (al menos por el momento), pero mi corazón latía desbocado. Sentí miedo, y no era una sensación nueva. Dolan me recordaba a Percy Wetmore, a quien nunca había temido, pero cuando conocí a Percy, él era muy joven.

—Me han dicho que te has pasado la noche aquí, escribiendo, Paulie. Eso no está bien. Los viejos chochos como tú necesitan un buen descanso para mantenerse en forma.

—Percy… —empecé, pero advertí que su sonrisa desaparecía para dar paso a una mueca de asombro y me corregí—: Brad, ¿qué tienes contra mí?

Por un instante me miró con expresión de perplejidad, quizá incluso con inquietud, pero luego volvió a sonreír.

—Es probable que no me guste tu cara, vejete. ¿Qué escribes? ¿Tu testamento?

Dio un paso al frente, estirando el cuello, pero yo cubrí con una mano la página que estaba escribiendo mientras con la otra intentaba juntar las demás, arrugándolas en las prisas por ocultarlas de su vista.

—No, no, no —dijo, como si hablara con un niño—. Eso no te servirá de nada, cariño. Si Brad quiere mirar, lo hará. No lo dudes ni por un instante.

Cerró sobre mi muñeca su mano joven y espantosamente fuerte y apretó. Parecía una dentadura que se hundiese en mi mano, y gemí.

—Suelta —conseguí decir.

—Cuando me dejes ver —replicó. Aunque ya no sonreía, su cara tenía una expresión divertida, la que suele reflejarse en los rostros de quienes disfrutan haciendo daño—. Déjame ver, Paulie.

Quiero saber qué escribes.

—Mi mano dejó a la vista parte de la página superior, donde contaba el viaje de regreso por el túnel con John—. Quiero ver si tiene algo que ver con el sitio donde…

—Déjelo en paz.

La voz sonó como un latigazo en un día seco y caluroso… y por la forma en que Brad Dolan se sobresaltó cualquiera hubiera dicho que su culo era el destino de aquel latigazo. Me soltó la mano, que cayó de nuevo sobre la página, y ambos volvimos la mirada hacia la puerta.

Allí estaba Elaine Connelly, con un aspecto más fresco y vigoroso de lo habitual. Llevaba unos tejanos que destacaban sus caderas delgadas y sus largas piernas, y tenía un lazo azul en el pelo. En sus manos artríticas cargaba una bandeja con zumo de naranja, huevos revueltos, una tostada y más té. Sus ojos destellaban.

—¿Qué hace? dijo Brad—. Paul no puede comer aquí arriba.

—Puede y va a hacerlo —replicó ella con el mismo tono autoritario y áspero. Nunca la había oído hablar así, pero en ese momento, me alegré de hacerlo. Busqué indicios de miedo en su mirada; lo que encontré, en cambio, fue furia—. Y usted va a marcharse de aquí y va a dejar de molestar como si fuese una cucaracha; qué digo una cucaracha, una rata.

Dolan dio un paso hacia ella, con una mezcla de ira e inquietud. Me pareció una combinación peligrosa, pero Elaine no se inmutó.

—Creo que sé quién hizo saltar la alarma contra incendios —dijo Brad—. Una vieja zorra con garras en lugar de manos. Ahora lárguese de aquí. Paulie y yo no hemos acabado nuestra charla.

—Su nombre es Paul Edgecombe —repuso ella—, y si vuelve a llamarlo Paulie, le prometo que sus días en Georgia Pines estarán contados, señor Dolan.

—¿Quién se ha creído que es? —preguntó Brad, que intentaba reír, sin conseguirlo.

—Creo —respondió Elaine con calma—, que soy la abuela del actual presidente de la cámara de representantes de Georgia. Un hombre que adora a sus parientes, señor Dolan. Sobre todo a sus parientes mayores.

La sonrisa desapareció de la cara de Dolan con la misma rapidez con que borran las letras de una pizarra cuando se la limpia con una esponja húmeda. Creí advertir una expresión de incredulidad en su rostro, como si pensara que Elaine estaba engañándolo, pero también de temor ante la posibilidad de que aquello fuera cierto; la conclusión lógica era que se trataba de un hecho fácil de verificar, de modo que lo que ella decía debía de ser verdad.

De repente me eché a reír, y aunque fue una risa apagada, me sonó bien. Recordé la cantidad de veces que en los viejos tiempos Percy Wetmore nos había amenazado con sus parientes. Ahora, por primera vez en mi larga vida, la amenaza se repetía… aunque en esta ocasión en mi favor.

Brad Dolan me dirigió una mirada cargada de furia y volvió a concentrarse en Elaine.

—No bromeo —dijo ella—. Al principio me pareció mejor dejarlo en paz. Era lo más sencillo; teniendo en cuenta mi edad. Pero no pienso quedarme de brazos cruzados mientras alguien amenaza y acosa a un amigo. Ahora márchese de aquí sin rechistar.

Los labios de Dolan se movieron como los de un pez. Era evidente que se moría por decir algo (quizá esa palabra que rima con «ruta», o esa otra que rima con «gorra»). Sin embargo, no lo hizo. Me echó una última mirada y se encaminó hacia el pasillo.

Dejé escapar un suspiro largo y tembloroso, mientras Elaine se sentaba delante de mí.

—¿Es verdad que tu nieto es presidente de la cámara de representantes de Georgia? —pregunté.

—Sí.

—Y entonces ¿qué haces aquí?

—Tiene un cargo lo bastante importante para lidiar con una rata como Dolan —dijo con una sonrisa—, pero no es rico. Además, me gusta estar aquí. Disfruto con la compañía.

—Lo tomo como un cumplido —dije, y era cierto.

—¿Te encuentras bien, Paul? Pareces muy cansado.

—Tendió la mano por encima de la mesa y me apartó el pelo de la frente y los ojos. Sus dedos estaban retorcidos, pero el contacto con su piel era fresco y maravilloso. Cerré los ojos por un instante y cuando volví a abrirlos, había tomado una decisión.

—Estoy bien —dije—. Casi he terminado. ¿Quieres leerlo, Elaine? —Le ofrecí las páginas que había juntado con torpeza. Quizá no estuvieran en orden, pues Dolan me había asustado. de verdad, pero estaban numeradas y ella podría ordenarlas con rapidez.

Me miró con aire pensativo, sin coger las páginas que le ofrecía. Sin embargo, preguntó: —¿Ya está todo?

—No acabarás con esto hasta la tarde —dije—. Y eso si lo soportas.

Esta vez sí cogió las páginas y las miró.

—Tienes muy buena letra —observó—, aunque es evidente que estás cansado. No tendré problemas para leerlo.

—Cuando hayas terminado de leer estas páginas, habré acabado de escribir —dije—. El resto podrás leerlo en media hora. Y entonces… si quieres, te enseñaré algo.

—¿Algo que tiene que ver con tus paseos matutinos?

Asentí con la cabeza.

Permaneció pensativa durante un rato que me pareció muy largo, y por fin recogió las páginas.

—Saldré al jardín trasero —dijo—. Hay mucho sol.

—Y el dragón ha sido vencido —añadí—. Esta vez por la princesa.

Elaine sonrió, se inclinó y me besó en la ceja, en ese sitio sensible que siempre me hace estremecer.

—Eso espero —respondió—, pero sé por experiencia que los dragones como Brad Dolan son difíciles de vencer.

—Vaciló por un instante—. Buena suerte, Paul. Espero que puedas superar lo que sea que te atormenta.

—Yo también lo espero —dije, y pensé en John Coffey. «No pude evitarlo», había dicho aquel grandullón. «Lo intenté, pero era demasiado tarde.»

Comí los huevos que Elaine me había traído, bebí el zumo y dejé la tostada para después.

Luego cogí la estilográfica y comencé a escribir, confiado en que fuera la última vez.

Sólo un poco más.