La mujer que ocupaba el dormitorio, reclinada contra el cabezal de la cama y mirando con los ojos en blanco al gigante que había entrado en su nublado campo de visión, no se parecía en absoluto a la Melly Moores que yo conocía desde hacía veinte años; ni siquiera se parecía a la Melly Moores que Janice y yo habíamos visitado poco antes de la ejecución de Delacroix. La mujer de la cama era como una niña enferma disfrazada de bruja para la fiesta de Halloween. Su piel pálida era una masa arrugada, fruncida encima del ojo derecho, como si intentara hacer un guiño. De ese mismo lado, la boca estaba torcida hacia abajo y un diente amarillento sobresalía por encima del macilento labio inferior. El pelo le rodeaba el cráneo como una nube fina e irregular.
La habitación apestaba a los desechos que en circunstancias normales nuestros cuerpos eliminan con decoro. El orinal que había junto a la cama estaba casi lleno de una sustancia biliosa y amarillenta. Horrorizado, pensé que habíamos llegado demasiado tarde. Apenas unos días antes, Melinda era un ser reconocible: a pesar de su enfermedad, seguía siendo la misma. Desde entonces, el tumor que tenía en la cabeza debía de haber ganado terreno con escalofriante rapidez.
Ya no creía que John Coffey pudiese ayudarla.
Cuando John entró, lo miró con miedo, con auténtico horror, como si hubiera reconocido a un médico capaz de coger el tumor y extirparlo, como cuando uno echa sal a una sanguijuela para que se suelte. Entendedme, no puedo afirmar que Melly Moores estuviera poseída, y soy consciente de que, teniendo en cuenta mi estado, es lógico desconfiar de todas mis observaciones sobre aquella noche. Sin embargo, nunca he descartado del todo la posibilidad de una posesión demoníaca. Os aseguro que en sus ojos había una expresión cercana al pánico. Creo que en ese punto podéis confiar en mi criterio; el miedo es una emoción que he visto demasiadas veces para confundirla.
Pero fuera lo que fuese, desapareció rápidamente para ser reemplazado por un interés intenso, irracional. Aquella boca indescriptible tembló y esbozó algo parecido a una sonrisa.
—¡Qué grande! —dijo con la voz de una niña que acababa de recuperarse de una infección de garganta. Sacó las manos, tan blancas como su cara, de debajo de la colcha y aplaudió—. ¡Bájate los pantalones! Toda mi vida he oído hablar de la polla de los negros, pero nunca he visto una.
Detrás de mí, Moores dejó escapar un gemido de desesperación.
John Coffey no prestó la menor atención a lo que decía. Por unos segundos permaneció inmóvil, como para observarla a distancia, y luego se acercó a la cama iluminada sólo por la lámpara de la mesilla de noche. La luz formaba un círculo sobre la colcha blanca, subida hasta el cuello de puntillas del camisón de Melinda. Junto a la cama, en las sombras, reconocí un sofá que solía estar en la sala. A medias sobre el sofá y el suelo, había una manta que Melly había tejido en sus buenos tiempos. Era evidente que allí dormía o dormitaba Hal antes de que lo despertáramos.
Cuando John se acercó, la expresión de Melinda experimentó el tercer cambio. De repente vi a la Melly de siempre, cuya bondad había significado tanto para mí durante muchos años y mucho más para Janice, cuando quedó sola y deprimida después de que los niños abandonaran el nido.
Melly seguía atenta, pero ahora su interés parecía lúcido, consciente.
—¿Quién eres? —preguntó con voz clara, sensata—. ¿Y por qué tienes tantas cicatrices en los brazos y las manos? ¿Quién te ha hecho tanto daño?
—No lo recuerdo, señora —dijo John Coffey con voz humilde mientras se sentaba en la cama.
Melinda sonrió lo mejor que pudo. La parte derecha de su boca tembló, aunque no se enderezó. Tocó una cicatriz blanca, curva como una cimitarra, en el dorso de la mano izquierda de John.
—Eso es una bendición. ¿Sabes?
—Sí. Creo que si uno no recuerda quién le ha hecho daño, puede dormir mejor por las noches —dijo John Coffey con acento sureño.
Melinda rió, y en aquella habitación hedionda su voz sonó tan pura como la plata. Hal, que ahora estaba a mi lado, respiraba agitadamente, pero no intentó interferir. Cuando Melly rió, contuvo el aliento por un instante y me cogió del hombro. Apretó lo suficiente para hacerme un moratón (al día siguiente lo comprobé), pero en ese momento ni siquiera lo sentí.
—¿Cómo te llamas? —preguntó.
John Coffey, señora.
—Suena parecido a café.
—Sí, pero se escribe diferente.
Melinda, tendida sobre las almohadas, reclinada sin llegar a estar sentada, lo miró con atención y John le devolvió la mirada. La luz de la lámpara formaba un círculo alrededor de ellos como si fueran una pareja de actores en un escenario: el enorme negro con uniforme de presidiario y la moribunda mujer blanca. Melinda lo miraba a los ojos, fascinada.
—¿Señora?
—¿Sí, John Coffey? —Las palabras salían como suspiros y nos llegaban como si se deslizaran en el aire maloliente. Sentí una contracción en los músculos de los brazos, la espalda y las piernas.
Noté la presión de la mano del alcaide en mi brazo como si todo sucediera en algún lugar lejano, y con el rabillo del ojo vi a Harry y a Bruto abrazados, como niños perdidos en la noche. Algo iba a suceder. Algo importante. Cada uno de nosotros lo presentía a su manera.
John Coffey se inclinó sobre Melinda. Los muelles de la cama protestaron, las ropas de cama crujieron, y la luz fría de la luna se filtró por el paño superior de la ventana. Los ojos inyectados en sangre de Coffey examinaron la cara de la mujer.
—Lo veo dijo, aunque no hablaba con ella (al menos eso me pareció) sino consigo mismo—. Lo veo y puedo ayudar. Quédese quieta… Quédese muy quieta.
Se inclinó más y más. Por un instante, su cara enorme se detuvo a pocos centímetros de la de Melly. Levantó una mano con los dedos abiertos, como si indicase que había que esperar… esperar… y luego siguió bajando la cara. Sus labios anchos y suaves se apretaron contra los de ella, obligándola a abrirlos. Por un instante alcancé a ver uno de los ojos de Melly, mirando más allá de Coffey con una expresión similar a la sorpresa. Luego John movió la brillante calva y no vi nada más.
Se oyó un silbido agudo mientras Coffey inhalaba el aire desde lo más profundo de los pulmones de Melinda. Aquello sólo duró un par de segundos; luego el suelo se movió bajo nuestros pies, la casa entera se sacudió alrededor de nosotros. No fueron imaginaciones mías, pues todos lo sintieron y lo comentaron más tarde. Fue como una onda expansiva. En la sala, algo cayó al suelo con estrépito. Más tarde comprobaríamos que se trataba del reloj de péndulo. Hal Moores lo llevó a reparar, pero nunca volvió a funcionar más de quince minutos seguidos.
Cerca de nosotros, se oyó un crujido seguido de un tintineo: el paño de la ventana por donde se filtraba la luz de la luna se rompió. Un cuadro de un barco cruzando uno de los siete mares se soltó y cayó al suelo, donde el cristal se hizo añicos.
Percibí un olor extraño y vi que salía humo de los pies de la colcha blanca que cubría a Melinda. Junto al bulto que formaba su pie derecho, un trozo de tela se ennegrecía. Como si de un sueño se tratase, me solté de la mano de Moores y me acerqué a la mesilla de noche. Allí había un vaso de agua, rodeado de tres o cuatro frascos de pastillas que habían caído durante el temblor.
Cogí el vaso y derramé el agua en el sitio donde salía humo. Se oyó el silbido del vapor.
John Coffey siguió besando a Melinda de forma íntima, vehemente, inhalando y exhalando, con una mano todavía tendida y la otra apoyada en la cama, sosteniendo su enorme peso. Con los dedos abiertos, aquella mano parecía una estrella de mar marrón.
De repente, Melly arqueó la espalda. Agitó una mano en el aire, abriendo y cerrando espasmódicamente los dedos. Comenzó a patalear en la cama. Entonces se oyó un grito. Tampoco esta vez fueron imaginaciones mías; todos lo oyeron. A Bruto le sonó como un lobo o un coyote cuya pata acaba de caer en un cepo. A mí me pareció un águila, tal como se las oía entonces, cuando cruzaban las rías brumosas, con las alas abiertas.
Fuera, el viento sopló con suficiente fuerza para sacudir la casa por segunda vez, y eso sí que fue extraño, porque hasta entonces no había mucho viento.
John Coffey se apartó de Melinda y advertí que la cara de la mujer se había alisado. La parte derecha de su boca ya no estaba torcida hacia abajo. Sus ojos habían recuperado el tamaño normal y parecía diez años más joven. John la miró con aprobación por un par de segundos y luego empezó a toser.
Volvió la cabeza para no toserle en la cara, perdió el equilibrio (lo que no era de extrañar, teniendo en cuenta su tamaño y que estaba sentado con medio trasero fuera de la cama) y se desplomó, lo que hizo que la casa temblara por tercera vez. John cayó de rodillas, agachó la cabeza y comenzó a toser como un tuberculoso.
«Ahora saldrán los bichos —pensé—. Los toserá y esta vez serán muchos.»
Pero no fue así. Siguió tosiendo con profundas arcadas, y sólo se detenía el tiempo suficiente para volver a coger aire. Su cara oscura como el chocolate se volvió gris. Bruto se acercó, alarmado, se arrodilló a su lado y rodeó con un brazo su corpulenta espalda.
Como si aquel movimiento de Bruto hubiera roto un hechizo, Moores se acercó a la cama y se sentó en el mismo sitio donde lo había hecho Coffey. Parecía totalmente indiferente a la presencia del gigante negro que no paraba de toser. Aunque Coffey estaba de rodillas junto a sus pies, Moores sólo tenía ojos para su esposa, que lo miraba con expresión de asombro. Mirarla era como mirarse en un espejo sucio que alguien acababa de limpiar.
—¡John! —gritó Bruto—. ¡Escúpelo! ¡Escúpelo como haces siempre!
John siguió tosiendo. Tenía los ojos húmedos,. aunque sus lágrimas no eran de dolor sino de esfuerzo. Al toser, despedía una fina lluvia de saliva, pero eso era todo.
Bruto le dio un par de golpes en la espalda y luego me miró.
—¡Se está ahogando! Lo que quiera que le haya sacado a ella está ahogándolo.
Di un paso al frente, pero antes de que pudiera acercarme, John se apartó a gatas hacia un rincón de la habitación, siempre tosiendo y aspirando con fuerza. Apoyó la frente contra el papel pintado de la pared e hizo una horrorosa arcada, como si quisiera vomitar la membrana que recubría su garganta. Pensé que eso bastaría para sacar los bichos, pero no había señales de ellos.
De cualquier modo, su tos pareció calmarse un poco.
—Estoy bien, jefe —dijo con la frente apoyada sobre las rosas silvestres del papel. Todavía tenía los ojos cerrados y no entiendo cómo supo que estaba allí, pero lo sabía—. Estoy bien. De verdad. Atienda a la señora.
Lo miré dubitativo y me volví hacia la cama. Hal acariciaba la frente de Melly, y yo descubrí algo extraordinario encima de ella: algunos mechones de su cabello habían recuperado el color negro.
—¿Qué ha pasado? —preguntó. Mientras la miraba, el color volvió a sus mejillas, como si hubiera cogido prestadas un par de rosas del papel pintado—. ¿Cómo he llegado aquí? Estábamos en el hospital de Indianola, ¿no es cierto? El médico iba a hacerme radiografías para examinar mi cerebro.
—Calla —dijo Hal—. Calla, cariño. Eso ya no importa.
—¡Pero no lo entiendo! —dijo casi en un gemido—. Nos detuvimos en un puesto de la carretera, me compraste un ramillete de flores y ahora… ahora estoy aquí. ¡Está oscuro! ¿Has cenado, Hal? ¿Por qué estoy en la habitación de huéspedes? —Sus ojos se posaron en Harry, como si no lo vieran (supongo que debido a que estaba impresionada) y luego en mí—. ¿Paul? ¿Me han hecho las radiografías?
—Sí —dije—. Todo estaba bien.
—¿No encontraron ningún tumor?
—No —respondí—. Dijeron que los dolores de cabeza desaparecerían pronto.
A su lado, Hal rompió a llorar. Melinda se incorporó y lo besó en la sien. Luego dirigió la mirada al rincón.
—¿Quién es ese negro? ¿Qué hace en el rincón?
Me volví y vi que John intentaba levantarse. Bruto lo ayudó y John lo consiguió con un último impulso. Sin embargo, permaneció de cara a la pared, como un niño castigado. Seguía tosiendo, pero los espasmos eran cada vez más débiles.
John —dije—. Vuélvete, grandullón, y mira a la señora.
Se volvió lentamente. Su cara seguía cenicienta y él parecía diez años mayor, como un hombre poderoso que, exhausto, acaba de perder una batalla. Mantenía la mirada fija en las zapatillas de la prisión y cualquiera hubiera dicho que deseaba tener un sombrero en las manos, para estrujarlo.
—¿Quién eres? —preguntó Melinda otra vez—. ¿Cómo te llamas?
John Coffey, señora —dijo.
—Suena parecido a café, pero se escribe diferente —respondió ella de inmediato.
Hal se sobresaltó. Melinda lo advirtió y le dio una palmada en la mano, sin desviar la mirada del negro.
—He soñado contigo dijo con tono pensativo—. Soñé que tú y yo caminábamos en la oscuridad. Nos encontrábamos. —John Coffey no respondió—. Nos encontrábamos en la oscuridad —repitió-. Levántate, Hal. Me tienes acorralada.
Hal se levantó y vio con incredulidad que su mujer levantaba la colcha.
—Melly, no puedes…
—No seas tonto —repuso ella bajando las piernas de la cama—. Claro que puedo.
—Se alisó el camisón, se desperezó y se levantó.
—¡Dios mío! —murmuró Hal—. ¡Dios santísimo! ¡Mírala!
Melinda se acercó a John Coffey. Bruto se apartó con expresión atónita. La mujer cojeó al dar el primer paso, apoyó el peso en la pierna derecha en el segundo, pero al tercero caminó perfectamente. Recordé a Bruto entregándole el carrete de colores a Delacroix y diciendo:
«Arrójalo. Quiero ver cómo corre.» Cascabel había cojeado entonces, pero la noche siguiente, la de la ejecución de Del, estaba como nuevo.
Melly estrechó a John entre sus brazos. Coffey permaneció inmóvil por un instante, dejándose abrazar, y luego alzó una mano y le acarició la cabeza. Lo hizo con infinita ternura. Su cara seguía gris y parecía gravemente enfermo.
Melinda se apartó y lo miró a la cara.
—Gracias —dijo.
—De nada, señora.
La mujer se volvió y caminó hacia Hal, que la rodeó con los brazos.
—Paul… —Era Harry. Tendió la muñeca izquierda y señaló el reloj. Eran casi las tres. A las cuatro y media amanecería, y si queríamos devolver a Coffey a Cold Mountain antes de que eso ocurriera, teníamos que marcharnos pronto. Yo quería hacerlo. En parte, porque cuanto más se prolongaba aquella locura menos posibilidades teníamos de salir impunes, por supuesto. Pero también quería tener a John en un sitio donde pudiera llamar a un médico sin violar la ley. Volví a mirarlo, y pensé que podría necesitarlo.
Los Moores estaban sentados en el borde de la cama, abrazados. Se me ocurrió pedir a Hal que me acompañara a la sala para intercambiar unas palabras en privado, pero me di cuenta de que, por mucho que suplicara, no conseguiría moverlo de donde estaba. Quizá consiguiera apartar los ojos de ella cuando amaneciese, pero no antes.
—Hal —dije—. Tenemos que irnos.
Asintió sin mirarme. Estudiaba el color de las mejillas de su esposa, la curva natural de sus labios, el nuevo color negro de su cabello.
Le di una palmada en el hombro, lo bastante fuerte para atraer su atención por un momento.
—Hal, nunca estuvimos aquí.
—¿Qué?
—Que nunca estuvimos aquí —repetí—. Hablaremos más tarde, pero por el momento, eso es todo lo que necesitas saber: no hemos estado aquí.
—Sí; de acuerdo… —Hizo un esfuerzo visible por prestar atención a lo que le decía—. Lo habéis sacado de la prisión. ¿Conseguiréis devolverlo allí?
—Quizá. Eso creo. Ahora debemos marcharnos.
—¿Cómo supiste que podía hacer esto? —preguntó, pero a continuación sacudió la cabeza, como si comprendiese que no era el momento de hablar de ello—. Paul… gracias.
—No me las des a mí —dije—, sino a John.
Miró a John Coffey y tendió una mano, como había hecho yo el día en que Harry y Percy lo acompañaron al bloque.
—Gracias, muchísimas gracias.
John se limitó a mirar la mano. Entonces Bruto le dio un codazo, no precisamente sutil, y el negro estrechó la mano que le tendían. Arriba, abajo, de nuevo al centro.
—De nada —dijo con una voz ronca que me recordó la de Melly cuando había aplaudido y le había pedido que se bajara los pantalones—. De nada —repitió estrechando la misma mano que, si las cosas seguían el curso previsto, cogería la pluma para firmar su orden de ejecución.
Harry volvió a señalar su reloj, esta vez con impaciencia.
—¿Preparado, Bruto? —pregunté.
—Hola, Bruto —dijo Melinda con voz alegre, como si acabase de reparar en su presencia—. Me alegro de verte. ¿Os gustaría tomar una taza de té? ¿Y a ti, Hal? Puedo hacerlo.
—Volvió a levantarse—. He estado enferma, pero ya me encuentro bien. Hacía años que no me sentía tan bien.
—Gracias, señora Moores, pero tenemos que irnos —respondió Bruto—. Hace rato que John debería haberse acostado.
—Sonrió como para indicar que era una broma, pero la expresión con que miró a John estaba tan llena de ansiedad como mi corazón.
—Bueno… si estáis seguros…—Sí, señora. Vamos, John Coffey —dijo tirando del brazo de Coffey, y éste lo siguió.
—¡Un minuto! —Melinda se soltó de las manos de Hal y corrió como una niña hacia donde estaba John. Volvió a abrazarlo. Luego se llevó las manos al cuello y se quitó una fina cadena de la que colgaba una medalla de plata. Se la ofreció a John, que lo miraba sin comprender—. Es san Cristóbal —dijo—. Quiero que la aceptes y que siempre la lleves contigo. Te protegerá. Por favor, póntela.
John me miró, preocupado, y yo miré a Hal, que primero abrió las manos y luego asintió.
—Cógela, John —dije—. Es un regalo.
John la cogió, se pasó la cadena por el grueso cuello y la medalla de san Cristóbal cayó sobre la pechera de su camisa. Había dejado de toser, pero su cara se veía más gris y enferma que nunca.
—Gracias, señora —dijo.
—No —respondió Melinda—. Gracias a ti. Gracias a ti, John Coffey.