Capítulo 45

Había casi cuarenta kilómetros hasta la casa de Hal Moores, en Chimney Ridge, y en la lenta y desvencijada furgoneta de Harry Terwilliger, el viaje duró más de una hora. Fue un viaje extraño, y aunque tengo la impresión de que aún recuerdo cada instante de él —cada giro, cada bache, cada momento de miedo (las dos ocasiones en que nos cruzamos con camiones)— soy incapaz de describir lo que sentí allí sentado al lado de John Coffey, ambos envueltos, como un par de indios, en las viejas mantas que Harry había tenido el detalle de llevar.

Creo que ante todo me sentía perdido; era esa dolorosa y terrible sensación que experimenta un niño cuando descubre que se ha equivocado de rumbo, cuando el paisaje le resulta extraño y no consigue encontrar el camino a casa. Era de noche y estaba con un prisionero; no cualquier prisionero, sino uno que había sido condenado a muerte por el asesinato de dos niñas. Si nos cogían, mi convicción de que era inocente no serviría de nada. Nos enviarían a la cárcel a los tres; quizá incluso a Dean Stanton. Si no ocurría, habría arrojado por la borda toda una vida de trabajo sólo por una horrible ejecución y porque creía que el gigantón desmañado que viajaba a mi lado podría curar el inoperable tumor cerebral de una mujer. Sin embargo, al mirar a John contemplar las estrellas me di cuenta con desolación de que ya no estaba seguro de ello y de que tal vez nunca lo había estado. Mi infección urinaria parecía lejana y poco importante, como suele ocurrir con los acontecimientos dolorosos del pasado (mi abuela decía que si las mujeres pudieran recordar el dolor del parto de su primer hijo, nunca tendrían el segundo). En cuanto a Cascabel, era posible, incluso probable, que nos hubiéramos equivocado sobre la gravedad de su estado. O quizá que John (quien obviamente tenía poderes hipnóticos, eso yo no lo dudaba) nos hubiera hecho ver algo distinto de la realidad.

También estaba el problema de Hal Moores. El día en que lo sorprendí en su despacho, me encontré con un hombre débil y lloroso, pero no creía que ésa fuese su auténtica personalidad.

Pensé que el verdadero Hal Moores era aquel que en una ocasión había roto la muñeca de un preso que había intentado apuñalarlo; el hombre que me había dicho con frío cinismo que los sesos de Delacroix se freirían independientemente de quien dirigiera la ejecución. ¿Acaso creía que nos dejaría entrar sin más en su casa?, ¿que permitiría que un asesino de niños condenado a muerte tocara a su esposa? A medida que avanzábamos, mis dudas empeoraban como una enfermedad. No entendía por qué había hecho lo que había hecho ni por qué había convencido a los demás de que me acompañaran en aquel insensato viaje nocturno, y ya no creía que tuviéramos la menor posibilidad de salir impunes… ni una sola oportunidad en la faz de la tierra, como solían decir los viejos en esos tiempos.

Sin embargo, no hice nada para detener la operación, aunque podría haberlo hecho. Las cosas no se volverían irreparables hasta que llegáramos a casa de Hal Moores. Algo —quizá las vibraciones de júbilo del gigantón sentado junto a mí— me impidió dar un golpe en el techo de la furgoneta y ordenar a Harry que girase y pusiera rumbo a la penitenciaría cuando todavía estábamos a tiempo.

Ése era mi estado de ánimo cuando pasamos de la autopista a la comarcal 5, y de la comarcal 5 a la carretera de Chimney Ridge. Unos quince minutos después, un tejado nos ocultó la vista de las estrellas, y supe que habíamos llegado.

Harry pasó de la segunda a la primera marcha (creo que sólo puso la cuarta una vez en todo el trayecto). El motor protestó, haciendo temblar la furgoneta, como si también ella temiera lo que nos esperaba.

Harry subió por el sendero de grava de la casa de los Moores y aparcó la ruidosa furgoneta detrás del elegante Buick negro del alcaide. Frente a nosotros, ligeramente a la derecha, había una preciosa casa estilo Cape Cod. Cualquiera hubiera dicho que esa clase de construcción estaba fuera de lugar en un terreno montañoso como el nuestro, pero no era así. Había salido la luna (su sonrisa parecía un poco más gruesa aquella madrugada) y a su luz advertí que el jardín, siempre impecable, ahora estaba descuidado. Nadie había retirado las hojas secas. En circunstancias normales, ése era trabajo de Melly, pero aquel otoño Melly no estaba en condiciones de rastrillar las hojas, y lo cierto es que nunca vería otro otoño. Ésa era la realidad, y yo había estado loco al pensar que aquel idiota de mirada ausente podía cambiar las cosas.

Quizá aún no fuera tarde para salvarnos. Me incorporé y la manta cayó de mis hombros. Me inclinaría, daría un golpe en la ventanilla del conductor y diría a Harry que debíamos marcharnos de allí antes de que…

John Coffey me cogió del antebrazo con una de sus enormes manazas y me hizo sentar con la misma facilidad con que yo lo habría hecho con un niño de dos años.

—Mire, jefe —dijo, señalando—. Hay alguien levantado.

Seguí la dirección de su dedo y sentí un vuelco… aunque no en el corazón, sino en el estómago. Había una luz en una de las ventanas traseras. Seguramente correspondería a la habitación donde Melinda pasaba la mayor parte del día y de la noche. Ya no podía subir escaleras, como tampoco podía retirar las hojas secas caídas durante la última tormenta.

Habían oído la furgoneta, por supuesto, la maldita furgoneta de Harry Terwilliger, cuyo motor rugía a través de un tubo de escape desprovisto de algo tan elemental como un silenciador.

Aunque, por otra parte, era probable que los Moores no durmieran muy bien últimamente.

Se encendió una luz más cercana en la parte delantera de la casa (la de la cocina), luego la del salón y por fin la del vest'bulo. Observé la marcha de aquellas luces como un hombre reclinado contra un muro de cemento, fumando su último cigarrillo, habría observado el avance de un pelotón de fusilamiento. Sin embargo, no admití que ya era demasiado tarde hasta que el motor de la Farmall exhaló su último suspiro, se abrieron las puertas y la grava crujió bajo las pisadas de Bruto y Harry.

John se había puesto de pie y tiraba de mí. En la penumbra, su cara parecía llena de vida y entusiasmo. «¿Por qué no? —me pregunté— ¿Por qué no iba a estar entusiasmado? Después de todo es un idiota.»

Bruto y Harry estaban de pie hombro con hombro al lado de la furgoneta, como un par de niños en medio de una tormenta eléctrica, y advertí que parecían tan asustados, confusos y nerviosos como yo. Eso hizo que me sintiera peor.

John bajó. Él no necesitaba saltar para hacerlo, le bastaba con dar un paso. Lo seguí, con las piernas entumecidas y el corazón oprimido por una sensación de angustia. Habría caído de bruces al suelo si Coffey no me hubiese cogido del brazo.

—Esto es un error —murmuró Bruto—. ¡Dios mío, Paul! ¿Cómo pudo ocurrírsenos algo así?

—Ya es demasiado tarde —dije. Empujé una delas caderas de Coffey y el negro se movió obedientemente, hasta ponerse al lado de Harry. Entonces cogí a Bruto del codo, como si fuese mi pareja de baile, y lo conduje hacia las luces de la casa—. Déjame hablar a mí, ¿entendido? —Volví la cabeza—. Harry, quédate con él junto a la furgoneta hasta que os llame. No quiero que Moores lo vea hasta que yo esté preparado.

Aunque dije eso, sabía que nunca iba a estar preparado.

Cuando Bruto y yo llegamos al pie de la escalera de entrada, la puerta se abrió con suficiente fuerza para golpear el llamador de cobre contra la placa, y apareció Hal Moores, vestido con un pantalón de pijama azul y una camiseta de tirantes. Su pelo gris estaba enmarañado, con algunos mechones de punta. Era un hombre que se había ganado muchos enemigos durante su carrera, y lo sabía. En la mano derecha tenía la escopeta que solía estar colgada encima de la chimenea con el caño inusualmente largo apuntando al suelo. Era la clase de arma conocida como Ned Buntline Special, había pertenecido a su abuelo y ahora (según comprobé con un nuevo vuelco del estómago) estaba amartillada.

—¿Quién demonios viene a las dos y media de la madrugada? —preguntó y no noté el menor indicio de miedo en su voz. Al menos por el momento, sus temblores habían desaparecido. La mano que sostenía el arma estaba firme como una roca—. Respondan o… —Levantó la escopeta.

—¡Deténgase, alcaide! —Bruto alzó las manos con las palmas abiertas hacia Moores. Nunca le había oído una voz semejante. Fue como si los temblores de las manos del alcaide hubieran ido a parar a la garganta de Howell—. Somos nosotros… Paul y yo. ¡Somos nosotros!

Subió el primer peldaño para que la luz del portal le iluminara la cara y yo lo seguí. Hal Moores miró primero a uno y luego a otro, y su expresión de furiosa determinación se trocó en asombro.

—¿Qué hacéis aquí? No sólo es noche cerrada, sino que ambos estáis de guardia. Lo sé porque tengo la lista de turnos colgada en mi estudio. Así que ¿qué diablos…? No habrá un motín, ¿verdad? —Miró más allá de nosotros y aguzó la vista—. ¿Quién está en esa furgoneta?

«Déjame hablar a mí», le había dicho a Bruto, pero ahora que había llegado el momento de hablar, era incapaz de abrir la boca. Aquella tarde, de camino al trabajo, había ensayado cuidadosamente lo que iba a decir cuando llegara aquel momento y me había parecido que no sonaba demasiado descabellado. No era normal (nada de lo que sucedía era normal), pero sí lo bastante lógico para darnos la oportunidad de entrar y explicarnos. Para darle a John la oportunidad de actuar. Sin embargo, las palabras ensayadas se habían perdido en un mar de confusión. Ideas e imágenes —Del quemándose, el ratón moribundo, Tuu agitándose en la Freidora y gritando que era un pavo asadodaban vueltas en mi cabeza como arena en un remolino.

Creo que existe el bien en el mundo, y que de un modo u otro llega a nosotros procedente de un Dios bondadoso. Pero también creo que existe otra fuerza, tan real como el Dios a quien he rezado toda mi vida, y que esa fuerza se empeña en desbaratar nuestros impulsos positivos. No me refiero a Satanás (aunque también creo en su existencia), sino a una especie de demonio de la discordia, una criatura traviesa y estúpida que ríe alegremente cuando un viejo se prende fuego intentando encender su pipa o cuando un niño amado se lleva a la boca un juguete que le han regalado por su primera Navidad y se ahoga con él. He tenido muchos años para pensar en esto, desde Cold Mountain a Georgia Pines, y creo que aquella madrugada esa fuerza estaba presente, envolviéndonos como una nube de niebla, intentando separar a John Coffey de Melinda Moores.

—Alcaide… Hal… Yo… —nada de lo que decía tenía sentido.

Volvió a levantar el arma, apuntando entre Bruto y yo, sin escucharme. Sus ojos inyectados en sangre estaban muy abiertos. Y entonces apareció Harry Terwilliger, prácticamente empujado por el gigantón, que lucía su amplia y encantadora sonrisa.

—Coffey —dijo Moores con un suspiro—. John Coffey.

—Respiró hondo y gritó con voz chillona, pero firme—: ¡Alto! ¡Alto o disparo!

De repente, se oyó una débil voz femenina detrás de él.

—¿Hal? ¿Qué haces ahí fuera? ¿Con quién demonios hablas, maldito soplapollas?

Hal se volvió por un instante, con expresión de aturdimiento y desesperación. Como he dicho, fue sólo un instante, pero me habría bastado para arrebatarle el arma, si hubiera podido mover las manos. Era como si alguien hubiera atado un par de pesos a ellas. Mi cabeza parecía llena de interferencias, como una radio que intenta transmitir en medio de una tormenta eléctrica.

Las únicas emociones que recuerdo haber sentido fueron miedo y una especie de vergüenza ajena por Hal.

Harry y Coffey llegaron al pie de la escalera. Moores dejó de mirar a su esposa y volvió a levantar la escopeta. Más tarde nos confesaría que estaba resuelto a disparar sobre Coffey.

Sospechaba que todos éramos rehenes y que el cerebro que había organizado aquella operación estaba en la. furgoneta, acechando entre las sombras. No entendía por qué nos habían llevado a su casa, pero suponía que se trataba de una venganza.

Antes de que pudiera disparar, Harry Terwilliger se interpuso entre él y Coffey, protegiendo la mayor parte de su cuerpo. Coffey no lo obligó a hacerlo; Harry lo hizo por propia voluntad.

—¡No, alcaide Moores! —exclamó—. ¡Todo va bien! No hay nadie armado y nadie resultará herido. Hemos venido a ayudar.

—¿Ayudar? —Moores frunció las cejas gruesas y despeinadas. Sus ojos sacaban chispas y yo no podía desviar la vista del cañón de la escopeta—. ¿Ayudar a qué? ¿Ayudar a quién?

A modo de respuesta, la voz temblorosa de la mujer volvió a levantar el tono. Sonaba hostil, furiosa y completamente ida: —¡Ven aquí y métemela en el coño, hijo de puta! Trae a los cabrones de tus amigos. ¡Deja que todos tengan su oportunidad!

Miré a Bruto con el alma en vilo. Sabía que Melinda maldecía, que por alguna misteriosa razón el tumor la hacía maldecir, pero aquello era demasiado.

—¿Qué hacéis aquí? —volvió a preguntar Moores, aunque los gritos de su mujer habían hecho desaparecer gran parte de la determinación de su voz—. No lo entiendo. Es una fuga o…

John apartó a Harry, sencillamente lo levantó y lo movió, y subió al portal. Se colocó entre Bruto y yo, y con su corpulencia estuvo a punto de arrojarnos hacia los lados, sobre los arbustos de Melly. Moores alzó la vista para seguirlo, como alguien que intenta ver la copa de un árbol alto. Y de repente el mundo volvió a su sitio. Aquel espíritu de la discordia, que había confundido mis ideas como unos dedos poderosos mezclando granos de arena o arroz, había desaparecido.

También comprendí por qué Harry había sido capaz de actuar cuando Bruto y yo nos habíamos quedado paralizados, desesperados e indecisos, ante nuestro jefe. Harry estaba con John… y quien quiera que sea el espíritu que se opone al otro, al demoníaco, era obvio que esa noche estaba dentro de John Coffey. Cuando John se acercó al alcaide Moores, fue ese otro espíritu —al que imagino como una criatura blanca— quien se hizo con el control de la situación. La otra criatura no se retiró, pero sentí cómo retrocedía hacia las sombras, asustado por una luz súbita y poderosa.

—Quiero ayudar —dijo John Coffey. Moores lo miró boquiabierto y fascinado. Creo que ni siquiera se enteró de lo que ocurría cuando Coffey cogió la escopeta Buntline de sus manos y me la pasó. Yo bajé el percusor con cuidado. Más tarde, cuando inspeccioné el cargador, vi que había estado vacío todo el tiempo. A veces me pregunto si Hal lo sabía. Entretanto, Coffey seguía murmurando—: He venido a ayudar a la señora. Sólo a ayudar. Es lo único que quiero.

—¡Hal! —gritó Melly en el dormitorio. Su voz sonaba más firme, pero también alarmada, como si la criatura que nos había asustado hacía unos instantes se hubiera apoderado de ella—. Diles que se vayan, quienes quiera que sean. ¡No queremos vendedores en plena noche! Nada de Electrolux, de aspiradoras ni de bragas francesas que se meten en la raja. ¡Échalos! Diles que se vayan a hacer puñetas y que se… —Algo se rompió (quizá un vaso) y Melinda se echó a llorar.

—Sólo quiero ayudar —susurró Coffey. No hizo el menor caso de los sollozos de la mujer ni de sus comentarios obscenos—. Sólo ayudar, jefe. Eso es todo.

—No puedes —dijo Moores—. Nadie puede ayudarla.

Había oído ese tono antes, y después de un instante de reflexión, recordé que de ese mismo modo había hablado yo la noche en que entré en la celda de Coffey y él me curó la infección urinaria. Estaba hipnotizado. «Tú ocúpate de tus asuntos, que yo me ocuparé de los míos», le había dicho a Delacroix… pero fue John Coffey quien se ocupó de mis asuntos, igual que en aquel momento se t. ocupaba de los de Hal Moores.

—Creemos que puede hacerlo —dijo Bruto—. Y no nos hemos arriesgado a perder nuestros puestos, y quizá incluso a ir a la cárcel, para regresar sin darle una oportunidad.

Aunque lo cierto era que un par de minutos antes yo había estado dispuesto a hacerlo. Y Bruto también.

John Coffey se hizo cargo de la situación. Se dirigió a la entrada y pasó junto a Moores, que sólo hizo un débil ademán con la mano para atajarlo (rozó la cadera de Coffey, pero estoy seguro de que el gigantón ni se enteró). John cruzó el vestíbulo en dirección a la sala, entró en la cocina y luego en el dormitorio, donde la voz aguda de Melinda volvió a subir de tono.

—¡Fuera de aquí! ¡Vete, quienquiera que seas! No estoy vestida. Estoy mostrando las tetas y ventilando el coño.

John no le hizo caso, siguió andando con resolución, agachando la cabeza para no chocar con las lámparas. Su calva marrón brillaba y sus manos se sacudían a los lados del cuerpo. Al cabo de un instante todos lo seguimos; yo en primer lugar, Bruto y Hal codo con codo, y Harry detrás.

Entonces comprendí algo con claridad: el asunto había escapado de nuestras manos y estaba sólo en las de John.