Yo sabía que la pequeña puerta que comunicaba el despacho con el almacén no había sido construida para tipos como Coffey, pero no se me ocurrió pensar en la diferencia de tamaños hasta que vi a John de pie delante de ella, mirándola con aire pensativo.
Harry rió, pero John no pareció encontrarle gracia a la situación: un hombre enorme ante una puerta pequeña. Claro que aunque hubiera sido un poco más listo, tampoco se la habría encontrado. Había sido un gigantón la mayor parte de su vida y la puerta era apenas más pequeña que las demás.
Se sentó, franqueó la puerta prácticamente a gatas, volvió a incorporarse y bajó por la escalera a cuyos pies lo esperaba Bruto. Allí se detuvo y echó un vistazo a la plataforma donde estaba situada la Freidora, silenciosa y misteriosa como el trono de un rey muerto. El casquete, colgado despreocupadamente de uno de los barrotes del respaldo, no parecía una corona sino el gorro de un bufón, como el que agitaría para divertir a su público de noble cuna. La sombra de la silla, larga y delgada como una araña, trepaba amenazadora por la pared. Y sí, percibí otra vez en el aire olor a carne quemada. Sólo un ligero olor, pero no era producto de mi imaginación.
Harry pasó por la puerta y yo lo seguí. No me gustó la expresión atónita con que John miraba la Freidora, como si estuviera paralizado, y lo que vi en sus brazos al acercarme me gustó aún menos: tenía la piel de gallina.
—Vamos, grandullón —dije. Lo cogí de la muñeca y tiré de él en dirección a la puerta del túnel.
Al principio se resistió y fue como si intentara levantar una roca enorme valiéndome sólo de las manos.
—Vamos, John, tenemos que irnos, o la carroza volverá a convertirse en una calabaza —dijo Harry con otra risita nerviosa. Cogió el otro brazo de John y tiró, pero el negro no se movió.
Entonces Coffey susurró algo con expresión ausente. No se dirigía a mí; en realidad, no se dirigía a nadie en particular, pero nunca he podido olvidar sus palabras.
—Todavía están allí. Los restos están allí. Los oigo gritar.
Harry dejó de reír y la sonrisa se le congeló en la boca, como una persiana torcida en una casa deshabitada. Bruto me miró con espanto y se apartó de Coffey. Por segunda vez en menos de cinco minutos, temí que nuestro plan se fuera al traste. Esta vez fui yo quien intervino; un poco más tarde, cuando se presentó la tercera amenaza de desastre, lo hizo Harry. Creedme, aquella noche todos tuvimos nuestra oportunidad.
Me coloqué entre John y la silla y me puse de puntillas para asegurarme de taparle la vista por completo. Luego chasqueé por dos veces los dedos delante de sus ojos.
—¡Vamos! —ordené—. ¡Camina! Dijiste que no necesitabas cadenas, así que demuéstralo. ¡Camina, grandullón! ¡Vamos, John Coffey! Hacia allí, hacia la puerta.
Su mirada se aclaró.
—Sí, jefe —dijo, y gracias a Dios comenzó a andar.
—Mira la puerta, John Coffey, sólo la puerta.
—Sí, jefe.
—Coffey fijó obedientemente la vista en la puerta.
—Bruto —dije, e hice una seña.
Bruto nos adelantó rápidamente y agitó el llavero hasta encontrar la llave apropiada. John miraba fijamente la puerta del túnel y yo a él, pero con el rabillo del ojo advertí que Harry miraba la silla como si fuese la primera vez.
«Los restos siguen allí… Los oigo gritar.»
Si eso era verdad, Eduard Delacroix debía de gritar más fuerte que cualquier otro, y me alegré de no poder oír lo mismo que John Coffey.
Bruto abrió la puerta. Bajamos por las escaleras con Coffey al frente. Al llegar abajo, el negro miró el túnel y su abovedado techo de ladrillos con expresión sombría. Era evidente que antes de llegar al otro extremo le iba a dar tortícolis, a menos que…
Empujé la camilla. Habían retirado la sábana con que habíamos cubierto a Del (probablemente para incinerarla), de modo que la colchoneta de cuero negro estaba desnuda.
—Sube —dije a John. Me miró dubitativo y lo animé con un gesto—. Así será más sencillo para todos.
—De acuerdo, jefe Edgecombe.
Se sentó y luego se acostó, mirándonos con preocupación. Sus pies, calzados con las zapatillas baratas de la prisión, casi rozaban el suelo. Bruto se colocó ante ellos y empujó a Coffey por el húmedo pasillo, del mismo modo que había empujado a tantos otros. La única diferencia era que esta vez el hombre tendido en la camilla respiraba. A mitad de trayecto (debíamos de estar debajo de la autopista, y a cualquier otra hora habríamos oído los sonidos amortiguados de los coches), John comenzó a sonreír.
—Eh —dijo—. Esto es divertido.
Se me ocurrió que quizá no pensara lo mismo la próxima vez que hiciera aquel recorrido. De hecho, la próxima vez no pensaría en nada en absoluto. ¿O sí? «Los restos siguen allí», había dicho. Podía oír sus gritos.
Sentí un escalofrío que me hizo temblar, pero los demás no lo advirtieron porque iba el último.
—Espero que te hayas acordado de traer a Aladino dijo Bruto cuando llegamos al final del túnel.
—No te preocupes —respondí.
Aladino no era diferente de las demás llaves que llevaba conmigo, y tenía un llavero que debía de pesar dos kilos, pero era la llave maestra por excelencia, la que abría todas las puertas. En aquellos tiempos había un Aladino para cada uno de los cinco bloques de la prisión y siempre estaba en manos del encargado de bloque. Los demás guardias podían tomar la llave prestada, pero sólo el gran jefe estaba autorizado a cogerla sin firmar un papel.
Al final del túnel había una puerta con barrotes de acero. Me recordaba las fotografías que había visto de antiguos castillos; ya sabéis, castillos de los tiempos de los guerreros audaces, cuando la caballería estaba en pleno apogeo. Aunque Cold Mountain no era Camelot. Al otro lado de la puerta había un cartel que rezaba:
PROHIBIDO EL PASO. PROPIEDAD DEL ESTADO.
VERJA ELECTRIFICADA.
Abrí la puerta y Harry la cerró. Subimos por las escaleras; Coffey iba nuevamente delante, con los hombros encorvados y la cabeza gacha. Al llegar arriba, Harry lo adelantó (no sin dificultad, aunque era el más pequeño de todos) y abrió el tabique de acero. Era pesado. Harry podía moverlo, pero no levantarlo.
—Déjeme, jefe —dijo John. Volvió a ponerse al frente, aplastando a Harry contra la pared, y levantó el tabique con una sola mano. Cualquiera hubiera dicho que no era de acero sino de cartón pintado.
Una racha de aire fresco, empujada por el viento de las montañas que soplaría la mayor parte del tiempo hasta marzo o abril, nos dio en la cara. El viento arrastró una nube de hojas secas y John Coffey cogió una con la mano libre. Nunca olvidaré la forma en que la miró ni cómo se la acercó a la nariz ancha y armoniosa para olerla.
—Vamos —dijo Bruto—. Adelante.
Una vez al otro lado, John bajó el tabique y Bruto lo cerró. Aladino no era necesaria para esta puerta, aunque sí para la verja electrificada que— la protegía.
—Mantén las manos pegadas al cuerpo al pasar, grandullón —murmuró Harry—. No toques los cables o te quemarás.
Por fin salimos a la cuneta de la carretera (supongo que debíamos de parecer tres colinas alrededor de una montaña), y contemplamos los muros, las luces y las torres de vigilancia de la penitenciaría de Cold Mountain. Por un instante divisé la silueta de un guardia dentro de una de las torres, soplándose las manos para darse calor. Las ventanas de la torre que daban a la carretera eran pequeñas y no habría que prestarles mayor atención. Sin embargo, debíamos guardar absoluto silencio. Y si en ese momento aparecía un coche, tendríamos problemas.
—Sigamos —murmuré—. Tú ve delante, Harry.
Caminamos por la carretera en fila india. Harry primero, luego John Coffey, Bruto, y yo el último. Ascendimos por la primera cuesta y bajamos al otro lado, desde donde lo único que se veía de la prisión eran las luces por encima de los árboles. Harry siguió adelante.
—¿Dónde has aparcado? —murmuró Bruto, exhalando una nube de vapor por la boca—. ¿En Baltimore?
—Está aquí mismo —respondió Harry con tono nervioso e irritable—. No seas impaciente, Brutus.
Pero, por lo que vi, Coffey habría estado encantado de seguir caminando hasta que saliera el sol, quizá incluso hasta que volviera a ponerse. Miraba a todas partes y sólo se sobresaltó (no de miedo sino de alegría, estoy seguro) cuando oyó el ulular de un búho. Tuve la impresión de que aunque dentro de la prisión temía la oscuridad, fuera no lo asustaba en absoluto. Acariciaba la noche, la palpaba con todos sus sentidos como un hombre restriega su cara contra las hondonadas y protuberancias del pecho de una mujer.
—Hay que girar aquí —murmuró Harry.
Un pequeño camino —estrecho, sin pavimentar y cubierto de malezas— salía hacia la derecha.
Torcimos por él y caminamos otros trescientos metros. Bruto comenzaba a protestar otra vez cuando Harry se detuvo, giró a la izquierda y comenzó a retirar ramas de pino. John y Bruto lo ayudaron, y antes de que pudiera unirme a ellos dejaron al descubierto el morro abollado de una vieja furgoneta Farmall, con los faros encendidos mirándonos como un par de ojos saltones.
—He tomado el máximo de precauciones, ¿sabes? —dijo Harry a Bruto en voz baja y regañona—. Es probable que todo esto te resulte divertido, Brutus, pero yo vengo de una familia muy religiosa; tengo primos tan santones que a su lado los cristianos parecen leones, y si me pillan haciendo algo así…—De acuerdo —dijo Bruto—. Es que estoy nervioso.
—Yo también —replicó Harry con aspereza—. Y ahora vamos a ver si esta maldita furgoneta se digna arrancar…
Rodeó el vehículo, todavía murmurando, y Bruto me hizo un guiño. En cuanto a Coffey, era como si hubiera dejado de existir. Tenía la cabeza echada hacia atrás y contemplaba extasiado las estrellas que cubrían el cielo.
—Si quieres, iré atrás con él —ofreció Bruto.
Detrás de nosotros, el motor de arranque del Farmall gimió como un perro viejo que intenta levantarse una mañana de invierno, y enseguida cobró vida con un rugido. Harry hizo girar la llave y esperó a que el ruido se convirtiera en un murmullo continuo.
—No es preciso que lo acompañemos los dos. Tú ve delante —dije—. Podrás viajar con él en el camino de regreso. Eso si no volvemos todos en un furgón para presidiarios.
—No digas eso —replicó Bruto, auténticamente nervioso, como si hasta entonces no hubiera advertido el riesgo que corríamos—. ¡Por el amor de Dios, Paul!—Vamos —dije—. Sube al coche.
Bruto obedeció. Yo tomé a Coffey del brazo y tiré de él hasta hacerlo volver a la realidad; luego lo conduje hacia la parte trasera de la furgoneta. Harry había cubierto los lados con una lona, lo que ayudaría si nos cruzábamos con algún coche, pero no había podido hacer nada para cubrir la abertura posterior.
—Arriba, grandullón —dije.
—¿Vamos a dar un paseo? —preguntó.
—Exactamente.
—Estupendo —dijo y sonrió.
Fue una sonrisa dulce y encantadora, quizá precisamente por su falta de inteligencia. Coffey trepó a la furgoneta y yo lo seguí. Me acerqué a la cabina y di un golpe en el techo. Harry puso la primera y la furgoneta salió de su escondite con un ruidoso traqueteo. John Coffey permaneció de pie, con las piernas abiertas, mirando nuevamente las estrellas con una amplia sonrisa, sin prestar atención a las ramas que lo rozaban mientras Harry conducía el vehículo hacia la carretera.
—¡Mire, jefe! —exclamó con voz grave, cargada de asombro—. Es la mujer de la mecedora.
Tenía razón; era Casiopea. Podía verla en la hilera de estrellas, entre las ramas de los árboles.
Pero cuando John dijo aquello no pensé en Casiopea, sino en Melinda Moores.
—La veo, John —dije, y tiré de su brazo—. Pero ahora tienes que sentarte, ¿de acuerdo?
Se sentó de espaldas a la cabina, sin desviar la vista del cielo estrellado. Su cara tenía una expresión de dicha tan sublime como estúpida. Con cada vuelta de las gastadas ruedas de la Farmall, el pasillo de la muerte se alejaba un poco más. El flujo de las lágrimas de Coffey, en apariencia incesante, se había interrumpido, al menos por el momento.