El viejo Tuu–Tuu hizo su última ronda por el bloque E alrededor de las nueve menos cuarto.
Le compramos suficientes porquerías para hacerle sonreír de avaricia.
—Eh, muchachos, ¿habéis visto al ratón? —preguntó. Negamos con la cabeza—. Tal vez el niño bonito lo haya visto —dijo señalando con la barbilla en dirección al almacén, donde Percy estaba fregando el suelo, escribiendo su informe o tocándose los cojones.
—¿Y a ti qué te importa? No es asunto tuyo —dijo Bruto—. Vete con tu carro, Tuu. Haces que este sitio apeste.
Tuu nos dedicó una de sus desagradables sonrisas, desdentada y torcida, y olfateó el aire con grandes aspavientos.
—El que apesta no soy yo —dijo—. Es Del, que ha venido a despedirse.
Soltó una risita senil y empujó el carro hacia el patio de ejercicios. Y siguió empujándolo durante diez largos años, después de que yo me marchara (incluso después de que la penitenciaría de Cold Mountain desapareciese), vendiendo bollos y refrescos a los guardias y prisioneros que podían pagarlos. A veces, todavía se me aparece en sueños, gritando que se está friendo, que se está friendo, que es un pavo asado.
Cuanto Tuu se marchó, el tiempo se volvió interminable, como si el reloj avanzara a gatas.
La radio estuvo encendida durante una hora y media, durante la cual Wharton se rió a carcajadas de Fred Allen, el de Allen's Alley, aunque dudo que entendiera la mitad de sus chistes. John Coffey seguía sentado a los pies de la cama, con las manos entrelazadas y la mirada pendiente de todo el que se acercaba a la mesa de entrada. Yo había visto muchos hombres en idéntica actitud en la estación de autobuses, esperando que anunciaran la salida de su coche.
Percy abandonó el almacén a las once menos cuarto y me entregó un informe laboriosamente escrito a lápiz. Estaba cubierto de fragmentos de goma de borrar. Me vio sacudir uno de ellos y se apresuró a decir:
—Es sólo un borrador. Lo pasaré a limpio. ¿Qué le parece?
Me parecía la mayor sarta de mentiras que había leído en mi vida, pero le dije que estaba bien, y se marchó satisfecho. Dean y Harry jugaban a las damas, hablando en voz demasiado alta, discutiendo a menudo sobre los tantos y mirando las lentas manecillas del reloj cada cinco segundos. En uno de los juegos, se pasearon tres veces por el tablero. El aire estaba tan cargado de tensión que pensé que podría modelarlo como si fuera arcilla. Los únicos que no parecían conscientes de ello eran Percy y el Salvaje Bill.
A las doce menos diez no resistí más e hice una señal a Dean, que entró en mi despacho con un refresco de cola que le había comprado a Tuu y regresó un par de minutos después. Había vertido el refresco en un vaso de latón, de esos que un prisionero no puede romper y utilizar como arma.
Lo cogí y eché un vistazo alrededor. Harry, Dean y Bruto me miraban fijamente. De hecho, también lo hacía John Coffey, pero no Percy, que había vuelto al almacén, donde, al parecer, esa noche se sentía más cómodo. Olí la bebida y no noté ningún olor extraño, aparte del agradable aroma a canela que tenían los refrescos de cola en aquellos tiempos.
Lo llevé a la celda de Wharton. El muchacho estaba tendido en el camastro, y aunque todavía no había empezado a masturbarse, ya tenía la mano dentro de los calzoncillos y tironeaba de la polla, como un contrabajista que afina una cuerda particularmente gruesa.
—Billy —dije.
—No me moleste —respondió.
—De acuerdo —asentí—. Te he comprado un refresco por comportarte como un ser humano en lo que va de día; todo un récord para ti. Pero no te preocupes, me lo beberé yo.
Fingí hacerlo, llevándome a la boca el vaso metálico (abollado a los lados como consecuencia de los golpes recibidos contra los barrotes de infinidad de celdas en otras tantas rabietas). Wharton saltó de la cama en menos de un segundo, cosa que no me sorprendió. No era una treta demasiado arriesgada. Los condenados más peligrosos (asesinos, violadores y demás nominados para la Freidora) son auténticos adictos al dulce, y Wharton no era una excepción.
—Déme eso, estúpido —dijo Wharton, como si él fuera un capataz y yo un simple peón—.
Déselo a Billy el Niño.
Acerqué el vaso a los barrotes, dejando que lo cogiera él mismo. Como cualquier carcelero sabe, meterlo dentro habría significado tentar a la suerte. Esas cosas las sabíamos instintivamente, sin necesidad de pensar en ellas… como sabíamos que no debíamos permitir que los condenados nos llamaran por nuestro nombre de pila, que el ruido de llaves significaba que había problemas en el bloque, porque indicaba la proximidad de un guardia externo, y estos nunca aparecían a menos que hubiera problemas. Naturalmente, Percy Wetmore nunca aprendería nada de todo aquello.
Sin embargo, esa noche William Wharton no tenía el menor interés en coger o estrangular a nadie. Me arrebató el vaso de las manos, bebió su contenido en tres grandes sorbos y soltó un ruidoso eructo.
—¡Excelente! —dijo.
Tendí la mano.
—El vaso.
Lo retuvo por un instante, desafiándome con la mirada.
—Suponga que me lo quedo.
Me encogí de hombros.
—Entonces tendremos que entrar a quitártelo. Irás a parar a la celda de seguridad y éste será el último refresco que bebas. A menos que los vendan en el infierno, desde luego.
Su sonrisa se borró.
—No me gustan los chistes sobre el infierno, carcelero.
—Arrojó el vaso a través de los barrotes—. Aquí tiene. Cójalo.
Lo cogí y oí la voz de Percy a mi espalda.
—¿Por qué demonios le da un refresco a un capugante como ése?
«Porque tenía suficiente droga robada de la enfermería para dormirlo durante cuarenta y ocho horas, y él ni siquiera se enteró», pensé.
—La misericordia de Paul es inagotable —dijo Bruto—. Cae como la lluvia del cielo.
—¿Qué? —dijo Percy, ceñudo.
—Quiero decir que tiene el corazón blando. Siempre lo ha tenido y siempre lo tendrá. ¿Quieres jugar al siete y medio, Percy?
—Es el juego de cartas más estúpido que conozco —gruñó Percy.
—Por eso pensé que podrías ganar alguna mano —dijo Bruto con una sonrisa divertida.
—Por lo visto, aquí todos vais de listillos —respondió Percy, ofendido, y entró en mi despacho.
No me causaba demasiada gracia que aquel idiota se sentara detrás de mi escritorio, pero mantuve la boca cerrada.
El reloj siguió avanzando lentamente. Las doce y veinte, las doce y media… A la una menos veinte John Coffey se levantó de la cama y se acercó a la puerta de la celda, cogiendo los barrotes.
Bruto y yo fuimos a la celda de Wharton y echamos un vistazo. Estaba tendido en el camastro, sonriendo al techo. Sus ojos estaban abiertos, pero parecían grandes canicas de cristal. Tenía una mano cruzada sobre el pecho y la otra caída a un lado, rozando el suelo con los nudillos.
—Vaya —dijo Bruto—; de Billy el Niño a Willie el Blando en menos de una hora. Me pregunto cuántas pastillas de morfina metió Dean en el refresco.
—Las suficientes —dije. Me temblaba la voz. No sé si Bruto lo notó, pero yo sí—. Vamos. Ya es la hora.
—¿No piensas esperar a que la Bella Durmiente pierda el sentido?
—Ya lo ha perdido, Bruto. Está demasiado colocado para cerrar los ojos.
—Tú eres el jefe.
—Se volvió para buscar a Harry, pero Harry ya estaba allí.
Dean estaba sentado ante la mesa de entrada, barajando las cartas con tanta rapidez que me sorprendió que no se incendiaran, y mirando hacia la izquierda, en dirección a la puerta de mi despacho, pendiente de Percy.
—¿Es la hora? —preguntó Harry. Su larga cara equina estaba pálida, pero tenía una expresión resuelta.
—Sí —respondí—. Si vamos a hacerlo, ya es la hora. Harry hizo la señal de la cruz y se besó el pulgar. Luego se dirigió a la celda de seguridad, abrió la puerta y regresó con la camisa de fuerza.
Se la entregó a Bruto y los tres caminamos por el pasillo. Cuando llegamos junto a la mesa de entrada, Bruto escondió la camisa de fuerza a su espalda, que era lo bastante ancha para ocultarla con facilidad.
—Suerte —dijo Dean. Estaba tan pálido como Harry, pero su expresión también era resuelta.
Percy se hallaba sentado en la silla de mi escritorio, leyendo el libro que en los últimos tiempos llevaba a todas partes. No era Argosy ni Stag, sino un manual titulado La atención al paciente en instituciones psiquiátricas, aunque a juzgar por la mirada de culpabilidad y preocupación que nos dirigió cuando entramos, cualquiera hubiera dicho que se trataba de Los últimos días de Sodoma y Gomorra.
—¿Qué pasa? —preguntó al tiempo que cerraba el libro—. ¿Qué queréis?
—Hablar contigo, Percy —respondí—. Eso es todo.
Pero Percy vio mucho más que un deseo de hablar en nuestras caras y, después de levantarse como un rayo, caminó deprisa, casi corriendo, hacia la puerta abierta del almacén. Suponía que íbamos a darle una buena regañina por lo de la noche anterior, quizá incluso una paliza.
Harry se colocó detrás de él y le bloqueó la puerta con los brazos cruzados en el pecho.
—¡Ehhh! —Percy se volvió hacia mí. Aunque intentaba disimularlo, era evidente que estaba asustado—. ¿Qué es esto?
—No preguntes, Percy —dije. Yo había supuesto que en cuanto nos embarcáramos en aquella locura, las cosas irían sobre ruedas, pero no fue así. No podía creer lo que estaba haciendo. Era como una pesadilla. Esperaba que mi mujer me despertara en cualquier momento y me dijese que había estado gritando en sueños—. Será mejor que no te resistas.
—¿Qué esconde Howell en la espalda? —preguntó Percy con voz entrecortada, volviéndose para mirar mejor a Bruto.
—Nada —respondió Bruto—. Bueno… sólo esto.
Le enseñó la camisa de fuerza y la sacudió contra su cadera, como un torero que agita la capa para animar al toro.
Percy abrió desorbitadamente los ojos y dio un salto. Intentó huir, pero Harry lo cogió de los brazos, impidiéndoselo.
—¡Suéltame! —gritó Percy, luchando infructuosamente por liberarse. Harry pesaba al menos cincuenta kilos más que él y tenía los músculos de un hombre acostumbrado a arar y cortar leña.
Sin embargo, Percy se movió con suficiente fuerza para arrastrarlo hasta el otro extremo de la habitación, levantando el pelo de la alfombra verde que nunca me decidía a cambiar. Por un instante creí que iba a conseguir soltar un brazo… El pánico puede ser un poderoso incentivo.
—Cálmate, Percy —dije—. Todo irá mejor si…—No me diga que me calme, bestia —gritó Percy mientras levantaba los hombros en un intento por liberar los brazos—. ¡Apartaos de mí! Conozco a gente importante, y si no me soltáis de inmediato acabaréis en Carolina del Sur, comiendo la sopa boba en un albergue.
Dio otro salto hacia adelante y chocó contra el escritorio. El libro que estaba leyendo se abrió, descubriendo otro más pequeño en su interior. Entonces me expliqué su expresión de culpabilidad al vernos entrar. No era Los últimos días de Sodoma y Gomorra, pero sí la clase de libro que entregábamos a los presos cuando se sentían especialmente nostálgicos y se habían portado lo bastante bien para merecer un premio. La clase de librito ilustrado donde Olivia se lo hace con todo el mundo, excepto con el pequeño Cocoliso.
Encontré triste que Percy hubiera estado en mi despacho leyendo pornografía, y Harry —por lo que vi por encima de los hombros de aquél— parecía asqueado, pero Bruto soltó una sonora carcajada que quitó a Percy las ganas de seguir luchando, al menos por el momento.
—Vaya, vaya —dijo Bruto—. ¿Qué diría tu madre? ¿Y qué diría el gobernador?
Percy estaba rojo como un tomate.
—Cierra el pico. Y no metas a mi madre en esto.
Bruto me arrojó la camisa de fuerza y acercó su cara a la de Percy.
—Claro. Ahora sé buen chico y tiende los brazos.
A Percy le temblaban los labios y sus ojos brillaban. Supe que estaba a punto de llorar.
—No lo haré —dijo con voz temblorosa, infantil—, y no podrás obligarme.
Luego alzó la voz y empezó a pedir auxilio. Harry y yo nos sobresaltamos. Creo que si en algún momento vacilamos y estuvimos a punto de abandonar el plan, fue entonces. Lo habríamos hecho, de no ser por Bruto: se colocó a la espalda de Percy, hombro con hombro con Harry, que aún le sostenía las manos, y tiró de las orejas del joven.
—Deja de gritar —dijo—. A menos que quieras tener un par de originales bolsitas de té por orejas.
Percy calló y comenzó a temblar, mirando fijamente la portada del vulgar librito de historietas, donde Popeye y Olivia follaban en una creativa posición que yo nunca había probado.
«Ayyy, Popeye», decía la viñeta encima de Olivia. «Puf, puf, puf N, decía la que había encima de Popeye, que ni siquiera se había quitado la pipa de la boca.
—Tiende los brazos —dijo Bruto— y déjate de tonterías. Vamos.
—No lo haré —dijo Percy—, y no podrás obligarme.
—En eso te equivocas, ¿sabes? —dijo Bruto, retorciéndole las orejas como si hiciese girar los mandos de una cocina. Una cocina que no cocinaba como uno quería.
Percy soltó un alarido de dolor y sorpresa que yo habría preferido no oír. Aquel grito no expresaba sólo dolor y sorpresa, ¿sabéis?, sino también comprensión. Por primera vez en su vida, Percy se daba cuenta de que las cosas horribles no le pasaban únicamente a otros, a aquellos pobres mortales que no estaban emparentados con el gobernador. Le habría ordenado a Bruto que parara, pero no podía. Lo único que podía hacer era recordarme que Percy había sometido a Delacroix a una tortura espantosa sólo porque el francés se había reído. de él. Sin embargo, recordar aquello no hizo que me sintiese mucho mejor. Quizá habría servido de algo si yo hubiera estado hecho del mismo percal que Percy.
—Tiende los brazos, cariño —dijo Bruto— o te ganarás otro tirón de orejas.
Harry ya había soltado al joven Mr. Wetmore, que sollozaba como un crío. Las lágrimas que había estado conteniendo se deslizaban ahora por sus mejillas. Percy tendió los brazos, como un sonámbulo en una película cómica, y yo se los pasé por las aberturas de la camisa de fuerza en un santiamén. Antes de que llegara a los hombros, Bruto soltó las orejas de Percy y cogió las correas cosidas a los puños. Dobló los brazos de Percy hacia los lados, de modo que quedaran cruzados sobre el pecho. Entretanto, Harry le abotonó la espalda y ató las correas. Desde el momento en que Percy accedió a tender los brazos, la operación duró menos de diez segundos.
—Muy bien, cariño —dijo Bruto—. Ahora camina.
Pero Percy no lo hizo. Nos miró, primero a Bruto y luego a mí, con el terror pintado en sus ojos llorosos. Esta vez no dijo nada sobre sus relaciones ni nos amenazó con la posibilidad de acabar en Carolina del Sur, comiendo la sopa boba en un albergue. Había pasado ese estadio.
—Por favor —murmuró con voz ronca, sollozante—. No me encierre con él, Paul.
Entonces entendí por qué se había asustado tanto, por qué había luchado con tanto empeño.
Creía que íbamos a meterlo en la celda del Salvaje Bill, que su castigo por la esponja seca sería un seco encuentro con nuestro preso psicópata. Pero ese descubrimiento, en lugar de inducirme a compadecer a Percy, me provocó asco y reforzó mi resolución. Después de todo, nos juzgaba por la forma en que él se habría comportado si hubiera estado en nuestro lugar.
—Note encerraremos con Wharton —dije—, sino en la celda de seguridad. Pasarás tres o cuatro horas allí, en la más absoluta oscuridad, pensando en lo que le hiciste a Del. Quizá Bruto tenga razón y ya sea demasiado tarde para que aprendas una lección sobre cómo debes comportarte, pero yo soy optimista. Ahora muévete.
Esta vez lo hizo, aunque murmurando entre dientes que nos arrepentiríamos de aquello, que lo sentiríamos mucho. Sin embargo, parecía aliviado y bastante tranquilo.
Cuando lo sacamos al pasillo, Dean nos miró con semejante expresión de sorpresa e inocencia que si no hubiese sido porque aquél era un asunto serio, me habría echado a reír. He visto mejores actuaciones en las funciones de aficionados que se representaban en las granjas.
—¿No creéis que la broma ha llegado demasiado lejos? —preguntó Dean.
—Si sabes lo que te conviene, cierra el pico —gruñó Bruto.
Los dos repetían el guión que habíamos escrito durante la comida, y así me sonó a mí, como un guión escrito, pero si Percy estaba lo bastante asustado y confuso, aquellas palabras podrían salvar el puesto de Dean. Yo no lo creía, pero todo era posible. Si alguna vez había tenido alguna duda, ésta se había disipado al ver lo que John Coffey había hecho con el ratón de Delacroix.
Empujamos a Percy por el pasillo de la muerte, mientras suplicaba que aflojáramos el paso porque de lo contrario caería de bruces al suelo.
Wharton yacía en el camastro, pero pasamos demasiado rápido para que pudiera comprobar si dormía. John Coffey estaba ante la puerta de la celda.
—Eres un hombre malo y mereces estar en ese sitio oscuro.
—dijo, aunque no creo que Percy lo oyera.
Por fin entramos en la celda de seguridad. Percy tenía las mejillas rojas, los ojos húmedos y desorbitados, y sus cuidados rizos le caían sobre la frente. Percy le sacó la pistola con una mano y la porra de madera con la otra.
——Note preocupes, te las devolveré —dijo. Parecía avergonzado.
—Ojalá pudiera decir lo mismo de vuestros puestos —respondió Percy—. De todos vuestros puestos. ¡No podéis hacerme esto! ¡No podéis!
Era obvio que pensaba seguir por un rato en esa línea, pero no teníamos tiempo para sermones.
Yo llevaba un rollo de esparadrapo en el bolsillo, y Percy retrocedió en cuanto lo vio. Bruto lo cogió por detrás y lo inmovilizó mientras yo le cubría la boca con él, enrollándolo alrededor de la cabeza para mayor seguridad. Cuando le quitáramos el esparadrapo, perdería unos cuantos pelos y tendría los labios agrietados, pero ya no me importaba. Estaba hasta las narices de Percy Wetmore.
Retrocedimos. Percy permaneció en el centro de la celda, bajo la luz, embutido en la camisa de fuerza, respirando con los orificios nasales distendidos y emitiendo sonidos ahogados a través del esparadrapo. Tenía tanta pinta de loco como cualquiera de los prisioneros que habían pasado por aquella celda.
—Cuanto mejor te portes, antes saldrás de aquí —dije—. Intenta recordarlo, Percy.
—Y si te sientes solo, piensa en Olivia —le aconsejó Harry—. ¡Puf, puf, puf!
Entonces salimos. Cerré la puerta y Bruto echó los cerrojos. Dean estaba en el pasillo, junto a la celda de Coffey. Ya había metido la llave maestra en el cerrojo superior. Todos nos miramos, pero nadie dijo nada. No había necesidad de hablar. Habíamos puesto el plan en marcha y todo lo que podíamos esperar era que funcionara sin que surgiesen contratiempos.
—¿Todavía tienes ganas de dar un paseo, John? preguntó Bruto.
—Sí, señor —respondió Coffey.
—Bien —dijo Dean. Abrió el primer cerrojo, sacó la llave y comenzó a abrir el segundo.
—¿Tendremos que encadenarte, John? —pregunté.
Coffey reflexionó por un instante.
—Pueden hacerlo, si quieren —respondió por fin—. Pero no es necesario.
Hice una señal a Bruto, que abrió la puerta de la celda, y luego me volví hacia Harry, que apuntaba tímidamente a Coffey con la 45 de Percy.
—Dale eso a Dean —ordené.
Harry parpadeó, como quien despierta de un sopor momentáneo, vio la pistola y la porra de Percy en sus manos y se las entregó a Dean. Entretanto, Coffey salió al pasillo, rozando con la calva una de las lámparas que colgaban del techo. Allí de pie, con las manos al frente y los hombros caídos a los lados del barril de su pecho, volvió a recordarme a un enorme oso cautivo, como la primera vez que lo había visto.
—Deja los juguetes de Percy en la mesa de entrada hasta que volvamos —dije.
—Si es que volvemos —añadió Harry.
—Lo haré —respondió Dean pasando por alto el comentario de Harry.
—Y si viene alguien, aunque lo más probable es que no ocurra, ¿qué dirás?
—Que alrededor de medianoche Coffey se puso histérico —dijo Dean con el tono de un colegial dando un examen importante—. Que tuvimos que ponerle la camisa de fuerza y encerrarlo en la celda de seguridad. Si oyen algún ruido, pensarán que es él —añadió alzando la barbilla hacia Coffey.
—¿Y qué hay de nosotros? —preguntó Bruto.
—Paul ha ido a la administración a coger el expediente de Del y a repasar los nombres de los testigos —respondió Dean—. En este caso es muy importante, puesto que la ejecución fue un desastre. Dijo que quizá tuviera que quedarse allí hasta el final del turno. Tú, Harry y Percy estáis en la lavandería, lavando la ropa.
Bueno, eso es lo que solíamos decir entonces. Lo cierto es que en la lavandería se organizaban partidas de dados, de veintiuna o de póquer. Los guardias que participaban decían que habían ido a lavar la ropa. En aquellas reuniones solía haber alcohol y de vez en cuando se compartía un porro. Supongo que esas cosas suceden desde que se inventaron las prisiones.
Cuando uno se pasa la vida cuidando a tipos roñosos no puede evitar que la mugre lo salpique un poco. En cualquier caso, era poco probable que alguien comprobara nuestra coartada. El tema del «lavado de ropa» se trataba con mucha discreción en Cold Mountain.
—Perfecto —dije al tiempo que daba un empujoncito a Coffey—. Y si algo sale mal, Dean, recuerda que tú no sabes nada.
—Es fácil decirlo, pero…
En ese momento, un brazo esquelético se asomó entre los barrotes de la celda de Wharton y cogió los bíceps de Coffey. Todos nos sobresaltamos. Wharton debería haber estado inconsciente, quizá al borde del coma, pero allí estaba, de pie, agitando las piernas como un boxeador y sonriendo de oreja a oreja.
La reacción de Coffey fue asombrosa. No se apartó, sino que también se sobresaltó, sorbiendo el aire como alguien que acaba de tocar algo frío y desagradable. Abrió mucho los ojos y por un momento fue como si él y su estupidez no se conocieran, como si no se levantaran juntos todas las mañanas y se fueran a dormir juntos cada noche. Había tenido esa misma expresión vital, atenta, cuando me había invitado a su celda para tocarme, para «ayudarme», según sus propias palabras. Había vuelto a tener ese aspecto cuando había tendido los brazos, pidiéndonos que le entregáramos el ratón. Ahora, por tercera vez, su rostro se iluminaba como si alguien hubiera encendido una bombilla en su cabeza. Pero en esta ocasión era diferente. Su expresión era más fría y por primera vez me pregunté qué pasaría si John Coffey enloquecía. Teníamos pistolas y podíamos dispararle, pero derribarlo no sería tarea fácil.
Advertí que Bruto pensaba lo mismo, pero Wharton siguió sonriendo con los labios flácidos, entumecidos.
—¿Adónde creéis que vais? —preguntó, aunque sus palabras sonaron como algo semejante a «¿aone eéis e ais?»
Coffey permaneció inmóvil. Miró la cara de Wharton, luego su mano y otra vez la cara. Me sentía incapaz de descifrar aquella expresión. Veía indicios de inteligencia en ella, pero no conseguía descifrarla. Ignoro si la posibilidad de hacerlo habría cambiado las cosas; supongo que no. Lo cierto es que Wharton no me preocupaba, pues estaba seguro de que no recordaría nada de aquello.
Era como un borracho caminando en la oscuridad.
—Eres un hombre malo —murmuró Coffey, y no pude definir lo que reflejaba su voz: tal vez dolor, furia o miedo. O quizá las tres cosas a la vez.
Coffey miró la mano otra vez, como quien mira un insecto que puede producirle una dolorosa picadura.
—Tienes razón, negro —dijo Wharton con una sonrisa turbia y maliciosa—. Más malo de lo que crees.
De repente, estuve seguro de que iba a ocurrir algo terrible, algo que podía cambiar el curso de nuestros planes para aquella madrugada tan súbitamente como un terremoto puede cambiar el curso de un río. Algo iba a suceder y no podíamos hacer nada para evitarlo.
Entonces Bruto cogió la mano de Wharton, la apartó del brazo de Coffey, y aquella sensación se desvaneció. Fue como si desactivara un circuito potencialmente peligroso. Ya he dicho que durante mi estancia en el bloque E, el gobernador nunca llamó por teléfono. Es verdad, pero creo que si lo hubiera hecho, yo habría sentido el mismo alivio que me inundó cuando Bruto apartó la mano de Wharton del gigante que estaba a mi lado. Los ojos de Coffey recuperaron su opacidad; como si alguien hubiera apagado la bombilla en su cabeza.
—Tiéndete, Billy —dijo Bruto—. Descansa un poco.
—Era mi forma de hablarle a los presos, pero en aquellas circunstancias no me importó que Bruto me imitara.
—Quizá lo haga —asintió Wharton. Dio un paso atrás, se tambaleó, pero recuperó el equilibrio y no llegó a caer—. Ehhh, la celda da vueltas, como si estuviera borracho.
—Se dirigió de espaldas al camastro, con los ojos vidriosos fijos en Coffey—. Los negros deberían tener su propia silla eléctrica —opinó. Entonces la parte posterior de sus rodillas chocaron contra el catre y se dejó caer.
Antes de que su cabeza tocara la delgada almohada de la prisión, comenzó a roncar, con la lengua fuera y unas sombras azules alrededor de los ojos.
—¡Demonios! ¿Cómo pudo levantarse con toda la morfina que lleva dentro? —murmuró Dean.
—No importa. Ya está inconsciente —dije—. Si ves que empieza a despertar, dale otra pastilla disuelta en un vaso de agua. Pero no más de una. No pretendemos matarlo.
—Habla por ti —gruñó Bruto mirando a Wharton con desprecio—. De todos modos, es imposible matar a un mono como él con droga. En realidad, les ayuda a crecer.
—Es un mal hombre —dijo Coffey, aunque esta vez lo susurró, como si no estuviera seguro de lo que decía o del significado de sus palabras.
—Es cierto —dijo Bruto—. Muy malo. Pero eso ya no es un problema, porque no vamos a seguir bailando con él.
Comenzamos a andar otra vez, los cuatro guardias rodeando a Coffey como los adoradores de un ídolo que ha vuelto a la vida.
—Dime, John, ¿sabes adónde te llevamos?
—A ayudar —dijo—. Creo que… ¿a ayudar a una mujer? —Miró a Bruto con una mezcla de ansiedad y esperanza.
—Es cierto —respondió Bruto—, pero ¿cómo lo sabes? ¿Cómo demonios lo sabes?
John Coffey reflexionó un instante y luego sacudió la cabeza.
—No lo sé —dijo a Bruto—. Si quiere que le sea franco, jefe, nunca he sabido mucho de nada.
Tuvimos que contentarnos con eso.