Capítulo 40

—No ocurrirá —dije.

—¿Cómo puedes estar seguro? —preguntó Dean.

No respondí. No lo sabía. Estaba convencido de que me harían esa pregunta, pero no se me ocurría cómo explicar lo que tenía en la mente y en el corazón. Bruto me ayudó.

—Tú no crees que sea culpable, ¿verdad, Paul? —preguntó con tono de incredulidad—. Crees que el gran tontorrón es inocente.

—Estoy completamente seguro de que lo es —dije.— ¿Cómo puedes estarlo?

—Por dos motivos —respondí—. El primero es mi zapato.

—¿Tu zapato? —exclamó Bruto—. ¿Qué diablos pinta tu zapato con que John Coffey asesinara a dos niñas?

—Anoche me quité un zapato y se lo di —expliqué—. Fue después de la ejecución, cuando las cosas se calmaron un poco. Lo pasé entre los barrotes y él lo cogió con una de sus manazas.

Entonces le pedí que atara los cordones. Tenía que asegurarme de que lo hiciera, ¿entendéis?

Nuestros muchachos siempre usan zapatillas, porque un hombre puede suicidarse con los cordones de los zapatos si se lo propone. Todos lo sabemos.

—Los muchachos asintieron—. John apoyó el zapato en el regazo y cruzó los cordones como es debido, pero ahí se quedó. Dijo que estaba seguro de que alguien le había enseñado a hacerlo cuando era pequeño, quizá su padre o uno de los novios que tuvo su madre después de que él los abandonara, pero lo había olvidado.

—Estoy con Bruto —dijo Dean—. Todavía no entiendo qué tiene que ver tu zapato con el asesinato de las gemelas Detterick.

Les recordé la historia del secuestro y asesinato de las niñas, todo lo que había leído en la biblioteca de la prisión, una tarde sofocante, mientras me hervía la entrepierna y Gibbons roncaba en un rincón. También les conté lo que me dijo más tarde el periodista Hammersmith.

—El perro de los Detterick no mordía, pero ladrar se le daba muy bien —expliqué—. El hombre que cogió a las niñas lo distrajo arrojándole unas salchichas. Supongo que fue acercándose lentamente mientras se las arrojaba, y que cuando el perro atrapó la última, le cogió la cabeza y se la retorció. Le rompió el pescuezo. »Más tarde, cuando atraparon a John Coffey, el agente a cargo de la persecución, que se llamaba Rob McGee, vio un bulto en el bolsillo del mono de trabajo de Coffey. McGee pensó que podía tratarse de una pistola, pero Coffey dijo que era su almuerzo. No mentía. Llevaba un par de bocadillos y unos pepinillos envueltos en papel de periódico y atados con un cordel de carnicero.

Coffey no recordaba quién se los había dado. Sólo sabía que era una mujer que llevaba un delantal.

—Bocadillos y pepinillos, pero ninguna salchicha dijo Bruto.

—Ninguna salchicha —confirmé.

—Claro que no dijo Dean—. Se las dio al perro.

—Eso es lo que dijo el fiscal en el juicio —asentí—, pero si Coffey abrió el paquete del almuerzo para alimentar al perro, ¿cómo volvió a atarlo con el cordel? Ese tipo no sabe atar ni un simple nudo.

Siguió un largo silencio de asombro, que finalmente rompió Bruto: —¡Caray! ¿Cómo es posible que nadie sacara a relucir ese detalle en el juicio?

—A nadie se le ocurrió —dije y volví a recordar a Hammersmith, el periodista, que había ido a la universidad en Bowling Green y se consideraba un hombre culto; Hammersmith, que me había dicho que los chuchos y los negros se parecían y que podían atacarte de repente y sin razón. Y hablaba de ellos diciendo vuestros negros, como si fueran propiedad ajena, no suya. No, nunca suya. En aquel entonces, el sur estaba lleno de tipos como Hammersmith—. Nadie estaba preparado para pensar en ello, ni siquiera el abogado de Coffey.

—Pero tú sí —dijo Harry—. Caramba, muchachos, estamos sentados ante Sherlock Holmes.

—Parecía asombrado y divertido al mismo tiempo.

—Déjate de bromas —dije—. A mí tampoco se me habría ocurrido si no hubiera relacionado lo que John le dijo al agente McGee aquel día con lo que dijo más tarde después de curarme y de salvar al ratón.

—¿Qué dijo? —preguntó Dean.

—Cuando entré en su celda, sentí como si me hipnotizara. Si hubiera querido atacarme, yo no habría podido detenerlo.

—Eso no me gusta nada —murmuró Harry moviéndose incómodo en la silla.

—Le pregunté qué quería y respondió: «Sólo ayudar.» Lo recuerdo con absoluta claridad.

Cuando terminó, me sentí mucho mejor y él lo supo enseguida. «Lo he aliviado, ¿verdad?», me dijo.

—Igual que con el ratón —intervino Bruto asintiendo—. Tú le dijiste «Lo has ayudado», y Coffey respondió como un loro: «He ayudado al ratón de Del.» Fue entonces cuando lo supiste, ¿no es cierto?

—Sí, supongo que sí. Recordé lo que le había dicho a McGee cuando el agente le preguntó qué había pasado. Estaba en todos los artículos sobre el asesinato. «No pude evitarlo. Lo intenté, pero era demasiado tarde.» No es de extrañar que hayan malinterpretado sus palabras al ver a un hombre así, grande como una casa, con dos niñas blancas y rubias muertas en los brazos. Lo que oyeron coincidía con lo que veían, y lo que veían era un negro. Creyeron escuchar una confesión; entendieron que Coffey decía que había sentido la compulsión de secuestrar, violar y matar a las niñas, que por un momento había recuperado la cordura y había intentado detenerse, pero…—Era demasiado tarde —murmuró Bruto.

—Exacto. Pero lo que quería decir es que las había encontrado y había intentado curarlas, devolverles la vida, sin conseguirlo. Ya estaban muertas.

—¿De veras crees eso, Paul? —preguntó Dean—. ¿Pondrías las manos en el fuego por él?

Hice examen de conciencia por última vez y asentí con la cabeza. Ahora lo sabía, pero una parte de mí había intuido que había algo extraño en la situación de Coffey desde el principio, desde el mismo momento en que Percy lo condujo al bloque E gritando a voz en cuello: «¡Entra un muerto!» Al fin y al cabo, le había estrechado la mano. Nunca le había estrechado la mano a un condenado, pero con Coffey había hecho una excepción.

—Cielos —dijo Dean—. ¡Santo cielo!—Dijiste que el zapato era una de las razones —terció Harry—, ¿cuál es la otra?

—Poco antes de encontrar a Coffey, la cuadrilla que buscaba a las niñas se detuvo en el bosque, cerca de la orilla del río Trapingus. Vieron un área de hierba pisoteada y llena de sangre y encontraron lo que quedaba del camisón de Cora Detterick. Los perros se despistaron. La mayoría quería ir hacia el sudeste, río abajo, pero dos de ellos, los cazamapaches, tiraban río arriba. Bobo Marchant, el dueño de los perros, les dio a oler el camisón y entonces siguieron la dirección de los demás.

—Conque los cazamapaches se despistaron, ¿eh? —preguntó Bruto con una sonrisa extraña en los labios—. No están preparados para seguir un rastro y confundieron su trabajo.

—Sí.

—No lo entiendo —dijo Dean.

—Los perros olvidaron lo que Bobo les había hecho oler como señuelo —dijo Bruto—. Cuando llegaron al río no perseguían a las niñas sino al asesino. Mientras el asesino y las niñas estuvieran en el mismo sitio, no había ningún problema, pero…

El brillo de los ojos de Dean me indicó que comenzaba a entender. Harry ya había caído.

—Si lo piensas un poco —dije—, te preguntarás cómo es posible que cualquiera, incluso un jurado que quiere endosarle un crimen a un vagabundo negro, pudo pensar que John Coffey era culpable. La sencilla idea de distraer al perro para romperle el pescuezo está por encima de sus posibilidades. »Creo que lo más cerca que estuvo de la granja de los Detterick fue la orilla del Trapingus, a unos nueve kilómetros de distancia. Deambulaba por allí, quizá pensando en ir a las vías y subirse a un tren de carga. Cuando llegan al viaducto aminoran la marcha lo suficiente para que cualquiera pueda trepar de un salto. Entonces oyó ruidos procedentes del norte.

—¿El asesino? —preguntó Bruto.

—El asesino. Quizá ya hubiera violado a las niñas, o tal vez lo que oyó Coffey fueron sus gritos mientras las violaban. En cualquier caso, en aquel área de hierba el asesino terminó su crimen; aplastó las cabezas de las niñas haciéndolas chocar la una contra la otra, abandonó los cuerpos y huyó.

—Huyó hacia el noroeste —dijo Bruto—. Hacia donde querían ir los cazamapaches.

—Exactamente. Coffey, alertado por los ruidos, se internó en una arboleda de alisos, al sudeste del sitio donde dejaron a las niñas, y encontró los cadáveres. Quizá una de ellas estuviera viva, o incluso las dos, aunque no por mucho tiempo. John Coffey es incapaz de darse cuenta de algo así, de eso estoy seguro. Sólo sabe que tiene en las manos un poder para curar y quiso usarlo con Cora y Kathe Detterick. Cuando vio que no lo conseguía, se desmoronó y se echó a llorar histéricamente. Y así fue como lo encontraron.

—¿Por qué no se quedó en el sitio donde las encontró? —preguntó Bruto—. ¿Qué motivos tenía para llevarlas hasta la orilla del río? ¿Lo sabes?

—Supongo que al principio permaneció allí —respondí—. En el juicio hablaron de una amplia zona pisoteada, con la hierba aplastada. Y John Coffey es muy grande.

John Coffey es un jodido gigante elijo Harry, bajando la voz para que mi esposa no lo oyera.

—Quizá se asustó al ver que no podía ayudar a las niñas, o es probable que se le ocurriera que el asesino seguía allí, vigilándolo. Coffey es corpulento, pero no particularmente valiente. Harry, ¿recuerdas que nos preguntó si dejábamos una luz encendida por las noches?

—Sí. Recuerdo que me hizo gracia, teniendo en cuenta su tamaño —respondió Harry con aire perplejo y pensativo.

—Pero si él no mató a esas niñas, ¿quién lo hizo? —preguntó Dean.

—Cualquier otro —dije sacudiendo la cabeza—.

Supongo que un blanco. El fiscal habló mucho de la fuerza necesaria para matar a un perro tan grande como el de los Detterick, pero…

—Eso es una estupidez —rugió Bruto—. Cualquier niña de doce años puede romperle el pescuezo a un perro si lo pilla desprevenido y sabe por dónde cogerlo. Si Coffey no lo hizo, pudo hacerlo cualquiera… un hombre cualquiera, claro está. Tal vez nunca lo sepamos.

—A menos que lo haga otra vez —dije.

—Si lo hace en Texas o en California, tampoco nos enteraremos —observó Harry.

Bruto se reclinó en la silla, se restregó los ojos con los puños, como un niño cansado, y dejó caer las manos sobre el regazo.

—Esto es una pesadilla —dijo—. Hay un hombre que podría ser inocente, que seguramente es inocente, pero va a recorrer el pasillo de la muerte tan seguro como que Dios creó los árboles y los peces. ¿Y qué vamos a hacer al respecto? Si sacamos a relucir esa mierda de sus poderes curativos, todo el mundo se reirá de nosotros y él acabará en la silla eléctrica de cualquier modo.

Como no tenía la menor idea de cómo responder a esa pregunta, dije:

—Preocupémonos de eso más tarde. Ahora, la cuestión es qué vamos a hacer con respecto a Melly. Yo diría que os tomarais un tiempo para pensarlo, pero me temo que cada día que pase tendrá menos posibilidades de ayudarla.

—¿Recuerdas cuando sacó las manos entre los barrotes para que le entregáramos el ratón? —preguntó Bruto—. «Démelo antes de que sea demasiado tarde», dijo.

—Lo recuerdo.

Bruto reflexionó por un instante y luego asintió.

—Estoy contigo —dijo—. Me sabe muy mal lo que le pasó a Del, pero sobre todo tengo curiosidad por ver qué ocurrirá cuando Coffey toque a Melinda. Quizá no ocurra nada, pero…—Dudo mucho que podamos sacar a ese grandullón del bloque —dijo Harry, pero luego suspiró y asintió—. ¿Qué más da? Contad conmigo.

—Y conmigo —dijo Dean—. ¿Quién se quedará en el bloque, Paul? ¿Lo echamos a suerte?

—De eso nada —respondí—. Te quedarás tú.

—¿Así de sencillo? ¡Malditos seáis! —respondió Dean, ofendido y enfadado. Se quitó las gafas con brusquedad y comenzó a restregarlas con furia contra la camisa—. ¿Qué clase de arreglo es ése?

—La mejor clase de arreglo para un tipo con niños que todavía van al colegio —respondió Bruto—. Harry y yo somos solteros. Paul está casado, pero sus hijos ya se mantienen solos.

Corremos un gran riesgo y hay muchas posibilidades de que nos pillen.

—Me miró con soberbia—.

Has olvidado un detalle, Paul: si conseguimos sacar a Coffey del bloque y sus poderes no funcionan, es muy probable que Hal Moores nos despida.

—Hizo una pausa para darme la oportunidad de responder, pero yo no tenía respuesta a esa pregunta, de modo que mantuve la boca cerrada. Bruto se volvió hacia Dean y continuó—: No me malinterpretes; podrías perder el empleo de todos modos, pero al menos tendrás la oportunidad de salvarte de la cárcel si las cosas salen mal. Percy pensará que estamos gastándole una broma. Si te quedas en la mesa de entrada, podrás alegar que pensaste lo mismo.

—Aun así no me gusta —dijo Dean, pero estaba claro que acabaría aceptando, le gustara o no.

El comentario sobre sus hijos lo había convencido—. ¿Y tiene que ser esta noche? ¿Estás seguro?

—Si vamos a hacerlo, yo preferiría que fuera esta noche —dijo Harry—. Si me dais la oportunidad de pensarlo, es muy probable que pierda el valor.

—Al menos dejadme ir a la enfermería —dijo Dean—. Puedo hacer eso, ¿verdad?

—Mientras hagas lo que debes sin que te pillen… —dijo Bruto.

Dean parecía ofendido, de modo que le di una palmada en el hombro.

—Hazlo a la entrada, al fichar, ¿de acuerdo?

—Claro.

Mi mujer asomó la cabeza por la puerta, como si le hubiera dado una señal.

—¿Quién quiere más té helado? —preguntó con voz despreocupada—. ¿Brutus?

—No, gracias —respondió el aludido—. Me gustaría tomar un buen whisky, pero supongo que en estas circunstancias no es lo más adecuado.

Janice me miró sonriente, pero con expresión preocupada en los ojos.

—¿En qué lío estás metiendo a los muchachos, Paul?

—Sin embargo, antes de que pudiera pensar en una respuesta apropiada, me atajó con la mano y dijo—: No importa, no quiero saberlo.