H. G. Wells escribió una novela sobre un hombre que inventaba una máquina del tiempo, y yo he descubierto que, al escribir mis memorias, he creado mi propia máquina del tiempo. A diferencia de la de Wells, sólo puede viajar al pasado, concretamente al año 1932, cuando era carcelero del bloque E de la penitenciaría de Cold Mountain. Aunque esta máquina del tiempo es misteriosamente eficaz, me recuerda el viejo Ford que tenía en aquellos tiempos: sabías que tarde o temprano arrancaría, pero era imposible predecir si conseguirías ponerlo en marcha con sólo pulsar el contacto o si tendrías que bajar y darle a la manivela hasta dislocarte el brazo.
Desde que empecé a contar la historia de John Coffey he tenido muchos arranques fáciles, pero ayer no pude evitar darle a la manivela. Creo que fue porque llegué a la parte de la ejecución de Delacroix y, en el fondo, me resistía a hablar de eso.
Fue una muerte cruel, una muerte horrible, y todo por culpa de Percy Wetmore, un joven que se pasaba el día peinándose y que no soportaba que se rieran de él… ni siquiera un francés medio calvo que no vería otras Navidades.
Sin embargo, como ocurre con la mayor parte de las tareas difíciles, lo peor es empezar. A un motor le trae sin cuidado si uno lo pone en marcha con una llave o si tiene que darle a la manivela; una vez que ha arrancado, funcionará igual de un modo u otro. Eso es lo que me ocurrió ayer. Al principio las palabras salieron entrecortadas, luego en frases completas, y por fin como un auténtico torrente. He descubierto que escribir es una forma muy especial de evocación, en cierto modo aterradora; algo así como recordar una violación. Quizá lo vea de este modo porque he envejecido (una fatalidad que, a veces pienso, ocurrió a mis espaldas), pero no lo creo. Supongo que la combinación de la pluma con la memoria crea una especie de magia, y la magia es peligrosa. Teniendo en cuenta que conocí a John Coffey y vi lo que era capaz de hacer (tanto a ratones como a hombres), me siento en condiciones de afirmarlo: la magia es peligrosa.
En cualquier caso, ayer escribí durante todo el día. Las palabras salían a borbotones, la galería de esta sobrestimada residencia de ancianos desapareció de mi vista, reemplazada por el almacén situado al fondo del pasillo de la muerte —donde tantos chicos traviesos se sentaron por última vez— y las escaleras que conducían al túnel subterráneo. Allí fue donde Dean, Harry, Bruto y yo nos enfrentamos a Percy Wetmore, sobre el cuerpo humeante de Delacroix, y lo obligamos a prometer que solicitaría el traslado al asilo de Briar Ridge.
En la galería siempre hay flores, pero ayer al mediodía sólo podía oler el nauseabundo hedor a carne humana chamuscada. El ruido de la cortadora de césped eléctrica, procedente del jardín, fue reemplazado por el goteo del agua que se filtraba a través del techo abovedado del túnel. El viaje había comenzado. Regresé a 1932, no con el cuerpo, pero sí con la mente y el espíritu..
Me salté la comida, escribí hasta las cuatro, y cuando por fin dejé el lápiz, me dolía la mano.
Caminé despacio hasta el fondo del pasillo de la segunda planta, donde hay una ventana que da al aparcamiento de los empleados. Brad Dolan, el celador que me recuerda a Percy —el mismo que está muerto de curiosidad por saber adónde voy y qué hago en mis caminatas— conduce un viejo Chevrolet con una pegatina que reza: HE VISTO A Dios Y Es UN CAPULLO. El coche no estaba. Brad había terminado su turno y se había marchado a ese misterioso lugar que llama casa.
Supongo que será una caravana con puertas pegadas a la pared con cinta adhesiva y latas de cerveza esparcidas por todos los rincones.
Salí por la cocina, donde comenzaban a preparar la cena.
—¿Qué lleva en esa bolsa, señor Edgecombe? —preguntó Norton.
—Una botella vacía —respondí—. En el bosque he descubierto la fuente de la eterna juventud.
Bajo allí cada tarde, cojo un poco de agua y me la bebo antes de acostarme. Le aseguro que es muy buena.
—Es probable que lo mantenga joven —dijo George, el otro cocinero—, pero no ha hecho una puta mierda por su aspecto.
Todos reímos y salí. Aunque el coche de Dolan ya no estaba, me sorprendí buscándolo con la vista. Me reñí por permitir que me intimidara hasta ese punto y crucé el campo de cróquet. Al otro lado hay un jardín lleno de malezas que se ve mucho más bonito en los folletos de Georgia Pines, y más allá un camino serpenteante que se interna en el bosque, al este de la residencia. Junto al camino hay un par de viejos cobertizos abandonados. Entré en el segundo, situado junto al alto muro de piedra que separa los jardines de Georgia Pines de la autopista 47, y permanecí unos minutos dentro.
Por la noche cené bien, miré un rato la tele y me fui a la cama temprano. Muchas noches me despierto y vuelvo a la sala de la tele, donde miro viejas películas en el canal de cine clásico. Sin embargo, anoche no lo hice. Dormí como un tronco y no tuve ninguno de los sueños que me atormentan desde que comencé mi aventura literaria. Escribir debió de dejarme agotado. Ya sabéis que no soy un jovenzuelo.
Cuando desperté, el círculo del sol, que a las seis de la mañana por lo general está en el suelo, se había trasladado hasta los pies de la cama. Me levanté deprisa, tan alarmado que apenas noté las punzadas de la artritis en las caderas, las rodillas y los tobillos. Me vestí tan rápido como pude, y corrí por el pasillo hacia la ventana que da al aparcamiento, esperando que el sitio donde Dolan aparca su viejo Chevrolet estuviera vacío. A veces llega hasta media hora tarde…
Pero no tuve esa suerte. El coche estaba allí, brillando bajo el sol de la mañana. En los últimos tiempos, Brad Dolan tiene un buen motivo para ser puntual. Ya lo creo. El viejo Paulie Edgecombe sale a algún sitio a primera hora y Brad se propone descubrir adónde. «¿Qué haces allí, Paulie? Dímelo.» Seguro que ya estaba esperándome. Me habría gustado darle plantón y quedarme donde estaba… pero no podía.
—¿Paul?
Me volví tan rápido que estuve a punto de caer al suelo. Era mi amiga Elaine Connelly, que abrió desorbitadamente los ojos y tendió las manos como si quisiera sostenerme. Por suerte para ella, recuperé el equilibrio. Elaine sufre de una artritis tremenda, y si hubiese caído en sus brazos la habría partido en dos como si fuese una rama seca. El romanticismo no muere cuando uno se interna en el extraño territorio que se extiende al otro lado de la frontera de los ochenta, pero uno debe olvidarse de las estúpidas galanterías de Lo que el viento se llevó.
—Lo siento —dijo—. No era mi intención asustarte.
—Tranquila —respondí con una tímida sonrisa—. Mejor despertar así que con un cubo de agua fría. Debería contratarte para que lo hicieras todas las mañanas.
—Buscabas el coche de Dolan, ¿verdad?
No tenía sentido engañarla, de modo que asentí.
—Ojalá pudiera estar seguro de que está en el ala oeste. Me gustaría salir un momento, pero no quiero que me vea.
Esbozó una sonrisa misteriosa, la sombra de la sonrisa que debía de tener de joven.
—Es un entrometido, ¿no es cierto?
—Sí.
—Y no está en el ala oeste —dijo—. Acabo de bajar a desayunar y puedo decirte dónde está porque lo he visto. Está en la cocina.
—La miré con desazón. Sabía que Dolan era curioso, pero no creía que llegara a tanto—. ¿No puedes postergar tu caminata? —preguntó.
Reflexioné por un instante.
—Supongo que puedo, pero…—No debes.
—No. No debo.
Entonces pensé que me preguntaría adónde iba y qué era aquello tan importante que debía hacer en el bosque. Pero no lo hizo. En su lugar, volvió a dedicarme esa sonrisa traviesa y maravillosa, aunque insólita en su cara demacrada, marcada por el dolor.
—¿Conoces a Howland? —preguntó.
—Claro —respondí, aunque no lo veía mucho. Estaba en el ala oeste, lo que en Georgia Pines equivale casi a un país limítrofe—. ¿Por qué?
—¿Sabes qué tiene de especial? —preguntó. Negué con la cabeza y Elaine, con una sonrisa más grande de lo habitual, dijo—: El señor Howland es uno de los cinco residentes de Georgia Pines que tiene permiso para fumar. Es porque ingresó aquí antes de que cambiaran las reglas.
Una ley de privilegio para patriarcas. Y ¿qué sitio más adecuado para un patriarca que una residencia para ancianos?
Elaine se metió la mano en el bolsillo de la bata a rayas azules y blancas y me enseñó con disimulo dos cosas: un cigarrillo y una caja de cerillas.
—«Ladronzuelo, ladronzuelo —recitó con voz graciosa, cantarina—, la pequeña Ellie no morderá el anzuelo.»—Elaine… ¿qué demonios…?
—Acompaña a esta viejecita abajo —dijo al tiempo que guardaba otra vez el cigarrillo y las cerillas en el bolsillo y me cogía del brazo con una mano deforme. Comenzamos a andar por el pasillo y, mientras lo hacíamos, decidí darme por vencido y dejarlo todo en sus manos. Elaine es vieja y débil, pero no estúpida.
Mientras bajábamos por las escaleras con la cautela lógica de dos personas que casi se han convertido en reliquias, Elaine dijo:
—Espera abajo. Voy al lavabo del vestíbulo del ala oeste. Sabes a cuál me refiero, ¿verdad?
—Sí —respondí—. El que está junto al balneario. Pero ¿para qué?
—No he fumado un cigarrillo en quince años —dijo—, pero esta mañana me apetece uno. No sé cuántas caladas podré dar antes de que salte la alarma contra incendios, pero voy a descubrirlo.
La miré con admiración, pensando en lo mucho que me recordaba a mi mujer. jan habría hecho exactamente lo mismo. Elaine me devolvió la mirada, sonriendo con picardía. Pasé una mano por el cuello largo y hermoso, acerqué su cabeza a la mía, y la besé en la boca.
—Te quiero, Ellie —dije.
Vamos, vamos, eso son palabras mayores dijo, pero noté que estaba contenta.
—¿Y qué me dices de Chuck Howland? —pregunté—. ¿Crees que tendrá problemas?
—No, porque está en la sala de la tele mirando Buenos días, América con dos docenas de personas. Yo voy a desaparecer en cuanto empiece a sonar la alarma del ala oeste.
—Note vayas a caer y a hacerte daño. Jamás me perdonaría…
—¡Déjate de tonterías! —dijo, y esta vez fue ella quien me besó a mí. Amor entre las ruinas.
Quizá a algunos de vosotros os parezca gracioso y a otros patético, pero os diré algo: un amor grotesco es mejor que ningún amor.
La miré marchar, moviéndose despacio y con rigidez (sólo usa bastón en los días húmedos, y eso siempre y cuando el dolor le resulte insoportable; simple coquetería), y esperé. Pasaron cinco minutos, diez, y cuando empezaba a creer que Ellie había perdido el valor o descubierto que el detector de humos del lavabo no funcionaba, la alarma contra incendios del ala oeste se disparó con un zumbido ensordecedor.
Me dirigí a la cocina, aunque despacio. No tenía motivos para darme prisa hasta que Dolan estuviese fuera de la vista. Un grupo de viejos, casi todos en bata, salieron de la sala de la tele (que aquí llaman centro de esparcimiento; eso sí que es grotesco) para ver qué pasaba. Me alegró comprobar que Chuck Howland estaba entre ellos.
—¡Edgecombe! —gritó Kent Avery, apoyándose en su bastón con una mano y tirando obsesivamente con la otra de la entrepierna de los pantalones del pijama—. ¿Va en serio o es otra falsa alarma? ¿Tú qué crees?
—Supongo que no hay forma de saberlo —respondí.
En ese momento tres empleados pasaron corriendo rumbo al ala oeste, gritando a los viejos reunidos en la puerta del salón de la tele que salieran fuera hasta que ellos comprobaran el motivo de la alarma. El tercero era Brad Dolan. Ni siquiera me miró al pasar, lo cual me alegró sobremanera. Mientras cruzaba la cocina, pensé que un equipo formado por Ellaine Connelly y Paul Edgecombe podía rivalizar con una docena de Brad Dolan, incluso con el añadido de media docena de Percy Wetmores.
Los cocineros continuaron recogiendo las sobras del desayuno, sin hacer el menor caso a la alarma de incendios.
—Eh, señor Edgecombe —dijo George—. Brad Dolan estaba buscándolo. Acababa de marcharse.
«Por suerte para mí», pensé, pero dije que ya lo vería más tarde. Luego pregunté si había sobrado alguna tostada del desayuno.
—Claro —dijo Norton—. Pero están frías y duras. Esta mañana se ha levantado tarde.
—Sí —admití—, pero tengo hambre.
—Le prepararé una tostada caliente en un minuto —dijo George mientras cogía el pan.
—No. No me importa que esté fría —dije, y cuando me pasó un par de tostadas de aspecto misterioso (las dos tenían aspecto misterioso), salí a toda prisa, sintiéndome como el jovenzuelo de otros tiempos, como el colegial que hacía campana para ir a pescar y en el bolsillo de la camisa llevaba un bollo relleno de mermelada, envuelto en papel encerado.
En la puerta de la cocina me detuve a buscar a Dolan con la mirada. Tras comprobar que no había señales de él, caminé a toda prisa por el campo de cróquet y el jardín, masticando una de las tostadas. Al llegar a la arboleda, aminoré la marcha, y mientras avanzaba por el sendero serpenteante, mis pensamientos volvieron al día siguiente de la terrible ejecución de Eduard Delacroix.
Aquella mañana, Hal Moores me había contado que el tumor cerebral de Melinda le provocaba extraños ataques, durante los cuales maldecía y soltaba toda clase de juramentos… Lo que mi esposa más tarde definió (aunque no estaba muy segura de que fuera lo mismo) como síndrome de Tourette. El temblor de la voz de Hal, unido al recuerdo del modo en que John Coffey había curado mi infección urinaria y el espinazo roto del ratón de Delacroix, me indujeron a cruzar la frontera que separa la idea de una acción de la acción misma.
Pero había algo más; algo que tenía que ver con las manos de John Coffey y con mi zapato.
De modo que llamé a los hombres que trabajaban conmigo, aquellos en quienes había confiado durante años: Dean Stanton, Harry Terwilliger, Brutus Howell. Fueron a comer a mi casa un día después de la ejecución de Delacroix y escucharon mi plan. Naturalmente, todos sabían que Coffey había curado al ratón. Bruto lo había visto con sus propios ojos. Así que cuando sugerí que si llevábamos a John Coffey a casa de Melinda podría ocurrir otro milagro, no se rieron de mí. Sin embargo, Dean Stanton planteó la pregunta más inquietante: ¿qué pasaría si John Coffey escapaba en el camino?
—¿Y si mata a alguien más? —preguntó Dean—. No me gustaría perder mi empleo ni ir a prisión. Tengo esposa e hijos que dependen de mí para comer, pero creo que sería aún peor llevar la muerte de otra niña en la conciencia.
Se hizo el silencio y todos me miraron, esperando mi respuesta. Supe que si decía lo que tenía en la punta de la lengua, las cosas cambiarían. Habíamos llegado a un punto en que era imposible volver atrás.
Al menos para mí, volver atrás era imposible. Así pues, lo dije: