Hablé con Bruto y con Dean de inmediato, porque los dos tenían teléfono. Harry no tenía, al menos en aquel entonces, pero llamé al vecino más cercano y me devolvió la llamada veinte minutos más tarde, avergonzado por hacerlo a cobro revertido y prometiéndome que la pagaría cuando llegase el recibo. Le dije que hablaríamos de eso en su momento y lo invité a comer en casa. Bruto y Dean estarían allí, y Janice había prometido preparar su famosa ensalada de col, por no mencionar su aún más famoso pastel de manzanas.
—¿Una comida sin un motivo especial? —preguntó con escepticismo.
Admití que quería hablar con ellos de un asunto, pero que prefería no mencionarlo por teléfono. Harry aceptó la invitación. Colgué el auricular, me acerqué a la ventana y miré a través de ella con aire pensativo. No había despertado a Bruto ni a Dean, y lo cierto es que tampoco parecía que Harry acabara de salir del reino de los sueños. Por lo visto, yo no era el único que estaba perturbado por lo sucedido la noche anterior, y considerando la loca idea que tenía en la cabeza, era mejor así.
Bruto, que vivía más cerca que los demás, llegó a las once y cuarto. Dean apareció quince minutos más tarde y Harry (vestido ya para el trabajo) un cuarto de hora después. Janice nos sirvió bocadillos de carne fría, ensalada de col y té helado. Comimos en la cocina; un día antes lo habríamos hecho en el porche, disfrutando de la brisa, pero después de la tormenta la temperatura había bajado unos siete grados y un viento fuerte soplaba desde las colinas.
—Puedes sentarte con nosotros —le dije a mi esposa.
Pero Janice sacudió la cabeza.
—Prefiero no enterarme de lo que tramáis; me preocuparé menos si no sé nada. Comeré algo en el vestíbulo. Tengo una cita con Jane Austen y es muy buena compañía.
—¿Quién es Jane Austen? —preguntó Harry cuando mi esposa se hubo marchado—. ¿Una pariente tuya o de Janice? ¿Una prima? ¿Es guapa?
—Es una escritora, tonto —dijo Bruto—. Murió antes de que Betsy Ross confeccionara la primera bandera americana.
—Ah.
—Harry parecía avergonzado—. No leo mucho. Sólo manuales de radio.
—¿En qué estás pensando, Paul? —preguntó Dean.
—En primer lugar, en John Coffey y en Cascabel.
—Su sorpresa no me extrañó. Creo que estaban convencidos de que iba a hablarles de Delacroix o de Percy, o quizá de ambos. Miré a Dean y a Harry—. Lo que ocurrió con Cascabel, lo que hizo Coffey… todo fue muy rápido. No sé si llegasteis a tiempo para ver lo destrozado que estaba el ratón.
Dean negó con la cabeza.
—No. Pero vi la sangre en el suelo.
Me volví hacia Bruto, que dijo:
—Ese hijo de puta de Percy lo aplastó. Debería haber muerto, pero no lo hizo. Coffey lo salvó, de algún modo lo curó. Sé que suena absurdo, pero lo vi con mis propios ojos.
—También me curó a mí, y yo hice algo más que verlo, lo sentí.
Les conté lo de mi infección urinaria, cómo había recrudecido, el sufrimiento que me había causado (señalé por la ventana la pila de leños donde me había sostenido la mañana que había caído de rodillas a causa del dolor), cómo había desaparecido por completo después de que Coffey me tocara. Añadí que no había vuelto a aparecer.
No me llevó mucho tiempo contar mi historia, y cuando terminé todos reflexionaron en silencio mientras comían los bocadillos.
—Le salen unas cosas negras de la boca —dijo Dean por fin—. Como mosquitos.
—Es verdad —asintió Harry—. Al principio eran negros, aunque luego se volvieron blancos y desaparecieron.
—Miró alrededor con aire pensativo—. Es como si hubiera olvidado todo hasta que tú me lo recordaste, Paul. ¿No es extraño?
—No tiene nada de extraño —dijo Bruto—. Creo que es lo que suele hacer la gente cuando no alcanza a entender algo, olvidarlo. No sienta bien recordar cosas que no se entienden. ¿Y qué pasó contigo, Paul? ¿Había bichos cuando te curó?
—Sí. Creo que son la enfermedad… el dolor… el sufrimiento. Es como si absorbiese esas cosas y luego las dejara salir al aire.
—Donde mueren —añadió Harry.
Me encogí de hombros. No sabía si morían o no, no estaba seguro, pero tampoco tenía importancia.
—¿Aspiró tu enfermedad? —preguntó Bruto—. Ya sabes, cuando cogió al ratón parecía que aspiraba el dolor… o la muerte.
—No —respondí—. Me tocó, sencillamente, y sentí una especie de corriente eléctrica, aunque no fue dolorosa. Pero yo no estaba muriéndome. Sólo sufría.
Bruto asintió.
—El contacto y la respiración. Los predicadores siempre hablan de eso.
—Alabado sea Jesús, el Señor es poderoso —apostillé.
—No sé si Jesús tendrá algo que ver —dijo Bruto—, pero creo que John Coffey tiene poderes.
—De acuerdo —terció Dean—. Si decís que fue así, tendré que creeros. Los caminos del Señor son inescrutables. Pero ¿qué tiene que ver todo esto con nosotros?
Ésa era la gran pregunta. Respiré hondo y les conté lo que me proponía hacer. Me escucharon atónitos. Hasta Bruto, que solía leer revistas sobre hombrecillos verdes procedentes del espacio, parecía atónito. Esta vez se produjo un silencio más largo, y nadie continuó con los bocadillos.
Finalmente, Brutus Howell habló con voz serena y sensata:
—Si nos pillan perderemos el empleo, Paul, y tendríamos suerte si eso fuera todo.
Probablemente acabaríamos en el bloque A como huéspedes del estado, haciendo billeteros y duchándonos de a dos.
—Sí —dije—. Es probable.
—Entiendo cómo te sientes —continuó—. Conoces a Moores mejor que cualquiera de nosotros.
Además de nuestro jefe es nuestro amigo, y sé que aprecias mucho a su esposa…
—Es la mujer más encantadora del mundo —dije— y significa mucho para él.
—Pero no la conocemos tan bien como tú y Janice —dijo Bruto—. ¿Verdad, Paul?
—Si la conocierais os caería bien —dije—, al menos si la hubierais conocido antes de que enfermara. Hace muchas cosas por la comunidad, es religiosa y una buena amiga. Además, es divertida. O lo era. Podría haceros llorar de risa con sus historias. Pero ésa no es la razón por la que quiero salvarla, si es que puede salvarse. Lo que le ocurre es una afrenta, maldita sea. Una afrenta a los ojos, a los oídos y al corazón.
—Muy noble, pero dudo mucho que ése sea el motivo por el que se te ha ocurrido esta idea —dijo Bruto—. Creo que tiene que ver con Del; que quieres equilibrar la balanza de algún modo.
Tenía razón; claro que sí. Conocía a Melinda Moores mejor que los demás, pero quizá no lo suficiente para arriesgar nuestros empleos o incluso nuestra libertad. O mi propio trabajo y mi libertad. Tenía dos hijos adultos y lo último que deseaba en el mundo era que Janice tuviese que escribirles diciendo que su padre sería sometido a juicio por… ¿Por qué? No estaba seguro.
Probablemente por alentar o consentir un intento de fuga.
Pero la muerte de Delacroix había sido la experiencia más desagradable, más perversa de mi vida —no de mi vida laboral, sino de toda mi vida— y yo había participado en ella. Todos lo habíamos hecho al permitir que Percy Wetmore permaneciera en el bloque E cuando sabíamos que no estaba en condiciones de trabajar en un sitio semejante. Le habíamos hecho el juego. Hasta el alcaide Moores tenía parte de responsabilidad. «Sus sesos se freirán tanto si forma parte del equipo como si no», había dicho, y quizá tuviera razón, teniendo en cuenta lo que había hecho el francés, pero Percy había hecho algo más que freírle los sesos: le había hecho saltar los ojos de las órbitas y le había quemado la cara. ¿Y por qué? ¿Porque Delacroix había asesinado a media docena de personas? No; porque Percy se había meado en los pantalones y el pequeño francés había tenido el atrevimiento de reírse de él. Todos habíamos tenido arte y parte en un acto monstruoso, y Percy iba a salir impune. Se iría a Briar Ridge, feliz como una almeja cuando sube la marea, y allí encontraría un asilo lleno de lunáticos con los que ejercitar a gusto su crueldad. No podíamos hacer nada al respecto, pero quizá no fuera demasiado tarde para lavarnos la mierda de las manos.
—En mi iglesia no hablaban de equilibrar la balanza, sino de redención —dije—, pero supongo que es más o menos lo mismo.
—¿De verdad crees que Coffey podría salvarla? —preguntó Dean en voz baja, asombrado—. ¿Qué piensas que haría? ¿Aspirar el tumor de su cabeza como si fuera el hueso de un melocotón?
—Creo que podría. No estoy seguro, desde luego, pero después de lo que hizo conmigo… y con Cascabel…
—Es cierto que el ratón estaba en las últimas —dijo Bruto.
—Pero ¿lo haría? —murmuró Harry—. ¿Lo haría?
—Si puede, lo hará —respondí.
—¿Por qué? Coffey ni siquiera la conoce.
—Porque es lo que hace. Es lo que Dios le ha mandado hacer.
Bruto nos recordó que olvidábamos algo.
—¿Y qué hay de Percy? —preguntó.
Entonces les conté lo que se me había ocurrido al respecto.
Cuando terminé, Harry y Dean me miraban asombrados, pero Bruto esbozaba una reticente sonrisa de admiración.
—Muy audaz, hermano Paul —dijo—. Te juro que me has dejado sin habla.
—¡Sería genial! —susurró Dean, y a continuación soltó una carcajada y aplaudió como un niño—. ¡Hurra, hurra, hurra!
Debéis recordar que Dean tenía especial interés en la parte del plan que involucraba a Percy, pues éste lo había puesto en peligro de muerte al quedarse paralizado durante el ataque de Wharton.
—Sí, pero ¿qué pasará después? —preguntó Harry. Parecía reacio a aceptar el plan, pero su mirada lo delataba: sus ojos brillaban como los de alguien que quiere que lo convenzan—. ¿Qué pasará?
—Dicen que los muertos no hablan —rugió Bruto, y lo miré rápidamente para comprobar que bromeaba.
—Creo que mantendrá la boca cerrada —dije.
—¿De veras? —Dean parecía escéptico. Se quitó las gafas y comenzó a limpiarlas—.
Convencedme.
—En primer lugar, no sabrá qué ha ocurrido. Creerá que todo ha sido una broma. En segundo lugar, y lo más importante, tendrá miedo de hablar. Cuento con ello. Le diremos que si empieza a escribir cartas o a hacer llamadas telefónicas, nosotros también escribiremos cartas y haremos unas cuantas llamadas.
—Sobre la ejecución —concluyó Harry.
—Y sobre cómo se quedó paralizado cuando Wharton atacó a Dean —dijo Bruto—. Creo que lo que más le asusta es que la gente se entere de eso.
—Asintió con un gesto lento y pensativo—. Podría funcionar, pero ¿no tendría más sentido llevar a la señora Moores a Coffey que Coffey a la señora Moores, Paul? Podríamos ocuparnos de Percy tal como lo has planeado y luego traerla a ella por el túnel en lugar de sacar a Coffey por allí.
—Nunca —dije sacudiendo la cabeza—. Ni en un millón de años.
—¿Por el alcalde Moores?
—Sí. Es tan escéptico que a su lado el incrédulo Tomás parecería Juana de Arco. Si llevamos a Coffey a su casa, lo sorprenderemos y creo que podremos conseguir que Coffey haga algo. De lo contrario…
—¿Qué vehículo pensabas usar? —preguntó Bruto.
—Primero pensé en la «diligencia», pero supongo que no podríamos salir sin que lo advirtiesen. Además, todo el mundo la conoce en treinta kilómetros a la redonda. Supongo que tendríamos que usar mi Ford.
—Piénsalo mejor —dijo Dean mientras volvía a ponerse las gafas—. No podrías meter a John Coffey en tu coche aunque lo desnudaras, lo cubrieras de mantequilla y lo empujaras con un calzador. Estás tan acostumbrado a verlo que has olvidado lo grande que es.
No tenía respuesta para eso. Aquella mañana había concentrado casi toda mi atención en el problema de Percy y en el obstáculo menor, aunque considerable, de Bill Wharton. Ahora me daba cuenta de que transportar a Coffey no iba a ser tan sencillo como creía.
Harry Terwilliger cogió el resto de su segundo bocadillo, lo miró por un segundo y volvió a dejarlo.
—Si cometiéramos esta locura —dijo—, supongo que podríamos usar mi furgoneta y sentarlo en la parte trasera. A esa hora no habrá mucha gente en los caminos. Sería después de medianoche, ¿verdad?
—Sí —respondí.
—Olvidáis algo, muchachos —dijo Dean—. Sé que Coffey ha estado muy tranquilo desde que ingresó en el bloque. Se pasa el día sentado en el camastro llorando, pero se trata de un asesino, y es enorme. Si decidiera escapar de la furgoneta de Harry, sólo podríamos detenerlo disparándole.
Y a un tipo como ése habrá que dispararle varias veces para matarlo, aunque usemos una 45. ¿Y si no pudiéramos detenerlo? ¿Y si matara a alguien más? No me gustaría perder mi empleo ni ir a prisión, tengo esposa e hijos que dependen de mí para comer, pero creo que sería aún peor llevar la muerte de otra niña en la conciencia.
—No ocurrirá.
—¿Cómo puedes estar seguro?
No respondí. No lo sabía. Estaba convencido de que harían esa pregunta, pero no se me ocurría cómo explicar lo que sabía. Bruto me ayudó.
—Tú no crees que sea culpable, ¿verdad, Paul? —Parecía incrédulo—. Piensas que el gran tontorrón es inocente.
—Estoy seguro de que lo es —dije.
—¿Y cómo puedes estarlo?
—Por dos motivos —respondí—. El primero es mi zapato.
—Me incliné y comencé a hablar.