Capítulo 35

Volvimos al bloque alrededor de la una y cuarto (todos excepto Percy, a quien mandé a limpiar el almacén) y me puse a escribir el informe. Decidí hacerlo en la mesa de entrada. Si me sentaba en la cómoda silla de mi despacho, había grandes posibilidades de que me quedase dormido. Quizá os parezca extraño, considerando lo que había ocurrido una hora antes, pero tenía la impresión que desde las once de la noche del día anterior había vivido tres vidas seguidas sin dormir.

John Coffey estaba de pie junto a los barrotes de su celda, con lágrimas en sus ojos extraños y distantes. Eran como sangre que manase de una herida incurable pero indolora. Más cerca de la mesa, Wharton estaba sentado en el camastro, moviéndose de lado a lado y entonando una canción que se había inventado y no completamente carente de sentido. Si no recuerdo mal, decía algo así: ¡Asémonos, tú y yo, oh, oh, oh! ¡Sangrantes y humeantes, oh, oh, oh! No fue Roy, no fue Phylly, no fue Jackie, no fue Billy. ¡Fue un franchute apestoso, oh, oh, oh, llamado Delacroix, oh, oh, oh!

—Calla, degenerado —dije.

Wharton sonrió mostrando los dientes podridos. Él no se estaba asando, al menos por el momento. Estaba contento, feliz, y parecía que en cualquier momento iba a empezar a bailar claque.

—Entra y hazme callar— dijo con tono jocoso, y enseguida empezó otra estrofa de la «canción de la barbacoa», cuya letra no carecía de sentido. Algo pasaba aquella noche, no cabía duda.

Wharton demostraba un ingenio bilioso y repulsivo, pero brillante a su manera.

Me acerqué a John Coffey, que se enjugó las lágrimas con el dorso de las manos. Tenía los ojos rojos e irritados y me pareció que también él estaba exhausto. No era lógico en el caso de un hombre que apenas caminaba dos horas diarias por el patio de ejercicios y pasaba el resto del día sentado, pero su cansancio era evidente.

—Pobre Del —dijo en voz baja y grave—. Pobre Del.

—Sí —dije—. Pobre Del. ¿Te encuentras bien, John?

—Del ya no sufre —dijo Coffey—. ¿Verdad, jefe?

—Sí, pero responde a mi pregunta, John: ¿te encuentras bien?

—Del ya no sufre. Ha tenido suerte. No importa cómo haya sido, ahora tiene más suerte que ninguno.

Pensé que Delacroix tal vez no hubiese estado de acuerdo con ese punto de vista, pero no lo dije. En su lugar, eché un vistazo a la celda de Coffey.

—¿Dónde está Cascabel?

—Corrió hacia allí —respondió señalando la celda de seguridad.

Asentí con la cabeza.

—Bueno, ya volverá.

Pero no lo hizo. Los días de Cascabel en el pasillo de la muerte habían terminado. El único rastro de él fue lo que Bruto encontró ese invierno: unas cuantas astillas de madera de colores y el olor a caramelo de menta que salía de la grieta de una viga.

Pensé en marcharme, pero no lo hice. Miré a John Coffey y él me devolvió la mirada como si leyera mis pensamientos. Me dije que debía volver a la mesa de entrada a escribir el informe, pero en su lugar pronuncié su nombre:

John Coffey.

—Sí, jefe —respondió de inmediato.

A veces un hombre necesita imperiosamente saber algo, y eso es lo que me ocurrió en aquel momento. Me agaché y comencé a quitarme un zapato.