Bajamos los doce escalones y descargamos el cuerpo en la camilla. Mi mayor terror era que la carne chamuscada se desprendiera de los huesos mientras lo manipulábamos —no podía olvidar la imagen del pavo asado—, pero no fue así.
Curtis Anderson permaneció arriba, tranquilizando a los testigos; o al menos intentándolo, y fue una suerte para Bruto, porque no pudo verlo cuando se dirigió hacia la parte delantera de la camilla y se precipitó sobre Percy, que parecía atónito. Lo cogí de un brazo y eso también fue una suerte para ambos. Suerte para Percy porque Bruto iba a darle un golpe de muerte, y suerte para Bruto porque de haberlo hecho habría perdido su empleo o incluso acabado en prisión.
—No —dije.
—¿Qué quieres decir? —preguntó con ira—. Has visto lo que ha hecho. ¿Vas a seguir permitiendo que se escude en sus relaciones después de lo que ha hecho?
—Sí.
Bruto me miró boquiabierto y con una expresión de furia tal en los ojos que parecía a punto de echarse a llorar.
—Escucha, Bruto, si le pegas todos perderemos el trabajo. Tú, Dean, yo y quizá el propio Jack van Hay. Los demás ascenderán un puesto o dos, empezando por Bill Dodge, y la comisión directiva contratará a tres o cuatro parados para cubrir el hueco. Quizá tú puedas permitírtelo, pero… —señalé con un pulgar a Dean, que miraba el húmedo túnel de ladrillos con las gafas en la mano y parecía tan aturdido como Percy— ¿qué me dices de Dean? Tiene dos hijos, uno en el instituto y otro a punto de entrar.
—Entonces ¿qué hacemos? —preguntó Bruto—. ¿Permitir que salga impune?
—No sabía que hubiese que mojar la esponja —dijo Percy con voz débil, mecánica.
Naturalmente, era la versión que tenía preparada de antemano, cuando esperaba cometer una simple picardía en lugar del cataclismo que acababa de presenciar—. Cuando ensayábamos no la mojábamos.
—Maldito cabrón —dijo Bruto y se lanzó sobre Percy. Volví a atajarlo y lo empujé hacia atrás.
Entonces se oyeron pasos en los escalones. Me volví, temeroso de ver aparecer a Curtis Anderson, pero era Harry Terwilliger. Tenía las mejillas blancas como el papel y los labios morados, como si acabara de comer pastel de arándanos.
Volví a concentrarme en Bruto.
—Por el amor de Dios, Bruto. Delacroix está muerto y no podemos hacer nada al respecto.
Además, Percy no vale la pena. ¿Ya tenía yo el plan en mente o comenzaba a urdirlo? Os aseguro que desde entonces me lo he preguntado muchas veces. Me lo he preguntado durante muchos años y jamás di con una respuesta satisfactoria. Supongo que no tiene demasiada importancia. Son muchas las cosas que no la tienen, aunque eso no impide que uno especule sobre ellas durante años.
—Habláis de mí como si fuera imbécil —dijo Percy. Aún parecía aturdido y asombrado, como si alguien acabara de darle un puñetazo en el estómago, pero comenzaba a recuperarse.
—Y lo eres, Percy —dije.
—Eh, no podéis…
Tuve que hacer un esfuerzo enorme para no pegarle. El agua goteaba entre los ladrillos del túnel mientras nuestras sombras se movían, grandes y deformes sobre las paredes, como las del relato de Poe sobre la calle Morgue. Los truenos seguían sonando, aunque allí abajo llegaban amortiguados.
—Sólo quiero oírte decir una cosa, Percy, y es que repitas la promesa de pedir el traslado a Briar Ridge mañana mismo.
—No os preocupéis por eso —dijo con evidente mal humor. Echó un vistazo a la figura cubierta con una sábana que yacía en la camilla, desvió la vista, me miró por un segundo y volvió a desviar la vista.
—Será lo mejor —dijo Harry—. De lo contrario, es probable que conozcas a Bill Wharton el Salvaje mucho mejor de lo que deseas.
—Hizo una pausa—. Yo lo arreglaría.
Percy nos tenía miedo, y probablemente temía lo que pudiésemos hacerle si seguía allí cuando descubriéramos que había hablado con Jack van Hay acerca de la esponja y el motivo por el que había que empaparla en solución salina, pero el comentario de Harry sobre Wharton provocó una expresión de auténtico terror en sus ojos. Supe que recordaba cómo lo había inmovilizado Wharton, acariciándole el pelo y hablándole con dulzura.
—No te atreverías —murmuró Percy.
—Claro que sí —respondió Harry con calma—. ¿Y sabes una cosa? Nadie me culparía, porque ya has demostrado ser un imprudente con los prisioneros. Además de incompetente, por supuesto.
Percy cerró los puños y sus mejillas se tiñeron de rojo.
—No soy ningún…—Sí que lo eres —dijo Dean uniéndose a nosotros. Formábamos un semicírculo alrededor de Percy, a los pies de la escalera. No tenía escapatoria, pues detrás de él la camilla le bloqueaba la salida con su carga de carne humeante oculta debajo de una sábana vieja—. Acabas de quemar vivo a Delacroix. Si eso no es incompetencia, ya me dirás qué es.
Percy parpadeó. Había planeado protegerse fingiendo ignorancia y ahora descubría que había caído en su propia trampa. No sé qué habríamos dicho a continuación, porque en ese preciso momento Curtis Anderson bajó por las escaleras corriendo. Al oírlo, nos apartamos un poco de Percy para que no pareciera que lo amenazábamos.
—¿Qué demonios ha sido eso? —rugió Anderson—. ¡Por todos los santos! Allí arriba el suelo está cubierto de vómitos. ¡Y el olor! He ordenado a Magnusson y al viejo Tuu que abran las ventanas, pero apuesto a que ese olor no desaparecerá en cinco años. Y el maldito Wharton está cantando. Lo he oído.
—¿Acaso desafina, Curt? —preguntó Bruto. Ya sabéis que uno puede quemar el gas de un escape con una chispa sin resultar herido, siempre, claro está, que lo haga antes de que la concentración sea demasiado alta. Aquello fue igual. Miramos a Bruto por un instante y luego estallamos en carcajadas. Nuestra risa sonora, histérica, retumbó en el túnel sombrío como el aleteo de murciélagos. Nuestras sombras se inclinaron y temblaron en las paredes. Al final, incluso Percy se unió a nosotros. Por fin la risa se desvaneció y todos nos sentimos un poco mejor.
Volvimos a sentirnos cuerdos.
—Muy bien, muchachos —dijo Anderson enjugándose las lágrimas con un pañuelo y todavía soltando una risita ocasional—. ¿Qué demonios ha ocurrido?
—Fue una ejecución —dijo Bruto. Su tono sereno sorprendió a Anderson, pero no a mí, o al menos no demasiado. Bruto siempre se las apañaba para quitar dramatismo a las cosas—. Y efectiva.
—¿Cómo puedes calificar de efectivo un aborto eléctrico como ése? ¡Los testigos no dormirán en un mes! ¡Qué digo!; ese gordo cabrón no dormirá en un año entero.
Bruto señaló la camilla y el bulto situado debajo de la sábana.
—Está muerto, ¿no es cierto? En cuanto a los testigos, mañana la mayoría le contará a sus amigos que fue un acto de justicia divina: Del quemó vivas a varias personas y nosotros lo quemamos vivo a él. Claro que no dirán que fuimos nosotros, sino la voluntad divina que se manifestó a través de nosotros. Y quizá haya algo de cierto en ello. ¿Y sabes qué es lo mejor? ¿La más pura verdad? La mayoría de sus amigos desearán haber estado aquí para verlo.
—Al decir esto, miró a Percy con una mezcla de repulsión e ironía.
—¿Y qué más da si se enfadan un poco? —preguntó Harry—. Vinieron por voluntad propia.
Nadie los obligó.
—Yo no sabía que la esponja debía estar mojada —repitió Percy como un robot—. En los ensayos no la mojábamos.
Dean lo miró con disgusto.
—¿Cuántos años estuviste meándote sobre la tapa del váter antes de que te dijeran que había que levantarla? —se mofó.
Percy abrió la boca para responder, pero les dije que cerrara el pico y, milagrosamente, me hizo caso. Entonces me volví hacia Anderson.
—Percy lo fastidió todo, Curtis, ésa es la pura verdad.
—Lo miré, desafiándolo a que me contradijera, pero no lo hizo, quizá porque leyó mis pensamientos: era mejor que Anderson pensara que se trataba de un estúpido error y no de una fechoría deliberada.
Además, lo que se dijera en el túnel no tenía importancia. Lo que le importaba, lo único que importa a los Percy Wetmore del mundo, es el informe que reciben oralmente o por escrito los peces gordos.
Anderson nos miró a los cinco con perplejidad. Miró incluso a Del, aunque éste ya no podía hablar.
—Supongo que podría haber sido peor —dijo.
—Es cierto —asentí—. Podría seguir vivo.
Curtis parpadeó. Era obvio que esa posibilidad no se le había cruzado por la cabeza.
—Quiero un informe completo de este asunto mañana —ordenó—. Y ninguno de vosotros hablará con el alcaide Moores antes de que lo haga yo. ¿De acuerdo?
Sacudimos la cabeza con vehemencia. Si Curtis Anderson quería contárselo todo al alcaide personalmente, no teníamos nada que objetar.
—Eso si los periodistas no lo publican en los periódicos… —añadió.
—No lo harán —dije—. Si lo hacen, los editores los matarán. Demasiado macabro para las familias. Pero ni siquiera lo intentarán; los que vinieron esta noche eran todos veteranos. A veces las cosas salen mal; eso es todo. Lo saben tan bien como nosotros.
Anderson reflexionó por un instante y luego asintió con la cabeza. Se volvió hacia Percy con una expresión de asco en el rostro habitualmente sereno.
—Eres un imbécil y no me caes bien —dijo. Percy lo miraba atónito—. Pero si le cuentas a alguno de tus amiguitos que he dicho esto, lo negaré. Y estos hombres me respaldarán. Te has metido en una buena, chico.
Se volvió y empezó a subir por las escaleras. Cuando iba por el cuarto escalón, lo llamé: —¿Curtis?
Se volvió con expresión inquisitiva, pero no dijo nada.
—No debes preocuparte por Percy —dije—. Pronto se trasladará a Briar Ridge. A un puesto mejor y más importante. ¿No es verdad, Percy?
—En cuanto acepten el traslado —añadió Bruto.
—Y mientras tanto, pedirá la baja por enfermedad todas las noches —terció Dean.
Eso enfureció a Percy, que no había trabajado el tiempo suficiente en la prisión para acumular días de baja pagados. Miró a Dean y dijo con tono de disgusto:
—Eso es lo que tú crees.