Capítulo 33

El día siguiente fue el más sofocante, aunque el último de calor de aquel extraño octubre.

Cuando llegué al trabajo los truenos retumbaban en el oeste y unas nubes oscuras comenzaban a agolparse en el horizonte. Al caer la noche comenzaron a acercarse, cruzadas por relámpagos azules y blancos. A eso de las diez hubo un tornado en el condado de Trapingus —mató a cuatro personas y arrancó el techo de las caballerizas de Tefton— y en Cold Mountain se desató una tormenta eléctrica con fuertes vientos. Más tarde pensé que el propio cielo protestaba por la horrible muerte de Eduard Delacroix.

Al principio, todo fue bastante bien. Del había pasado un día tranquilo en su celda, jugando a ratos con Cascabel, pero la mayor parte del tiempo acariciándolo tendido en el camastro.

Wharton intentó crear problemas en más de una ocasión. En cierto momento le gritó a Delacroix que en cuanto bajara los peldaños que lo llevarían al infierno, los demás comerían unas riquísimas hamburguesas de ratón, pero Delacroix no contestó. Finalmente, Wharton pareció llegar a la conclusión de que no valía la pena seguir y dejó de molestarlo.

A las diez menos cuarto se presentó el hermano Schuster. y nos alegró a todos diciendo que rezaría con Del en francés. Parecía un buen presagio, pero nos equivocamos.

Alrededor de las once comenzaron a llegar los testigos, casi todos hablando en voz baja sobre el tiempo y especulando sobre la posibilidad de que un corte de fluido eléctrico obligara a posponer la ejecución. Era evidente que no sabían que la Freidora poseía su propio generador y que la función tendría lugar a menos que le cayera un rayo directamente encima. Harry estaba en el cuarto de los interruptores, de modo que Bill Dodge y Percy Wetmore se ocuparon de acomodar a la gente en sus asientos y ofrecerles un vaso de agua fría. Entre el público había dos mujeres: la hermana de la joven que Del había violado y asesinado, y la madre de una de las víctimas del incendio. La segunda era corpulenta, pálida y decidida. Le dijo a Harry Terwilliger que esperaba que el hombre que iban a ver se sintiese aterrorizado, que sabía que los fuegos del infierno estaban preparados para él y que Satanás lo estaba esperando. Luego se echó a llorar y ocultó la cara tras un pañuelo casi tan grande como la funda de una almohada.

Los truenos, apenas amortiguados por el techo metálico, retumbaban con fuerza. La gente miraba hacia arriba con inquietud. Los hombres, aparentemente incómodos por tener que usar corbata a esa hora de la noche, se enjugaban el sudor de las mejillas (en el almacén hacía un calor sofocante) y, naturalmente, no apartaban la vista de la Freidora. Quizá durante la semana hubiesen gastado bromas al respecto, pero a las once y media de la noche no había lugar para bromas.

Comencé esta historia diciendo que la situación no tenía ninguna gracia para aquellos que debían sentarse en la silla de roble, pero lo cierto es que no sólo a los condenados se les borraba la sonrisa de la cara cuando llegaba el momento. La silla se veía tan desnuda sobre la plataforma, con las correas de las piernas a cada lado, como uno de esos aparatos que usaban los enfermos de polio.

Nadie hablaba, y cuando volvió a sonar un trueno con el crujido súbito e inesperado de un árbol que se astilla, la hermana de la víctima de Delacroix dejó escapar un breve grito. El último en sentarse en la sección de los testigos fue Curtis Anderson, en representación del alcaide Moores.

A las once y media me acerqué a la celda de Delacroix con Bruto y Dean detrás de mí. Del estaba sentado en el camastro con Cascabel en el regazo. El ratón tenía el cuello estirado hacia la cara del condenado y los ojos como gotas de aceite fijos en ella. Del le acariciaba la cabeza, mientras grandes y silenciosas lágrimas se deslizaban por sus mejillas. El ratón parecía mirar esas lágrimas. Al oír pisadas, el francés alzó la vista. Estaba muy pálido. A mi espalda, sentí más que vi a John Coffey, de pie tras las rejas de su celda.

Del dio un respingo al oír el ruido de las llaves, pero mantuvo la compostura y continuó acariciando la cabeza de Cascabel mientras yo abría la puerta.

—Hola, jefe Edgecombe —dijo—. Hola chicos. Saluda, Cascabel.

Pero el ratón siguió mirando con arrobamiento la cara del pequeño francés, como si se preguntara por el motivo de las lágrimas. El carrete de colores estaba en la caja de cigarros Corona.

Pensé que Del lo había guardado allí por última vez y me embargó la emoción.

—Eduard Delacroix, como funcionario del tribunal…

—¿Jefe Edgecombe?

Iba a continuar con mi discurso, pero lo pensé mejor.

—¿Qué pasa, Del?

Me entregó el ratón.

—Aquí tiene. No deje que le pase nada a Cascabel.

—Del, no creo que venga conmigo. No…—Mais out, ha dicho que sí. Dice que lo sabe todo sobre usted, jefe Edgecombe, y que usted lo llevará a ese sitio de Florida donde los ratones hacen trucos. Dice que confía en usted.

—Tendió más la mano y, aunque parezca increíble, el ratón pasó de su palma a mi hombro. Era tan ligero que no podía sentirlo a través de la chaqueta del uniforme, pero percibía su calor—. Otra cosa, jefe.

No permita que ese malvado vuelva a acercarse a él. No deje que le haga daño a mi ratón.

—No, Del, no lo permitiré.

—Me preguntaba qué debía hacer con el animal en aquel momento.

No podía llevar a Delacroix ante los testigos con un ratón en el hombro.

—Yo lo cogeré, jefe dijo una voz detrás de mí. Era John Coffey, y me pareció un misterio que hablara precisamente en aquel momento, como si me hubiera leído el pensamiento—. Sólo por un rato. Y si a Del no le importa.

Delacroix asintió con la cabeza.

—Sí. Cógelo hasta que haya acabado esta locura… Bien! Y después de… Volvió la mirada hacia Bruto y hacia mí—. ¿Van a llevarlo a Florida? ¿A ese lugar llamado Ratilandia?

—Sí. Lo más probable es que Paul y yo vayamos juntos —respondió Bruto mientras observaba con expresión de inquietud y preocupación cómo Cascabel pasaba de mi hombro a la enorme mano de Coffey. El ratón no protestó ni hizo ademán de escapar. De hecho, trepó a la mano de Coffey con la misma tranquilidad con que había subido a mi hombro—. Cogeremos unos días de las vacaciones que nos corresponden, ¿verdad, Paul?

Asentí con un gesto y Del me imitó, con los ojos brillantes y esbozando una sonrisa.

—La gente pagará cinco centavos para verlo. Dos, en el caso de los niños. ¿No es cierto, jefe Howell?

—Exacto, Del.

—Usted es un buen hombre, jefe Howell dijo Delacroix—. Y usted también, jefe Edgecombe.

Es verdad que a veces me gritan, pero sólo cuando lo merezco. Todos son buenos, excepto ese Percy.

Ojalá pudiera volver a verlos en otro sitio. Mauvais temps, mauvais chance.

—Tengo que decirte algo, Del —dije—. Lo mismo que debo decirle a todo el mundo antes de la ejecución. No es gran cosa, pero forma parte de mi trabajo, ¿entiendes?

—Oui, messieur —respondió y miró por última vez a Cascabel, sentado en el hombro de John Coffey—. Au revoir, mon ami —dijo, echándose a llorar—. Je t'aime, mon petit.

—Y le sopló un beso.

Aquel beso podría haber parecido gracioso, incluso grotesco, pero no lo fue.

Por un instante, mi mirada se cruzó con la de Dean, pero la desvié de inmediato. Dean miró hacia la celda de seguridad y esbozó una sonrisa extraña. Creo que estaba a punto de llorar. En cuanto a mí, dije lo que tenía que decir, y cuando terminé Delacroix salió por última vez de su celda.

—Espera un momento —dijo Bruto, e inspeccionó la coronilla afeitada de Del, donde debía ir el casquete. Hizo un gesto de asentimiento y dio una palmada en el hombro al francés.

—Perfecto. Vamos.

Así fue como Eduard Delacroix inició su último trayecto por el pasillo de la muerte, la cara mojada con una mezcla de sudor y lágrimas y los truenos resonando en el exterior. Bruto caminaba a la izquierda del condenado, yo a la derecha y Dean detrás de él.

Schuster estaba en mi despacho, donde montaban guardia Ringgold y Battle. Schuster miró a Del, sonrió y le habló en francés. A mí me pareció un francés macarrónico, pero lo cierto es que produjo un efecto maravilloso. Del también sonrió, se acercó a Schuster y lo abrazó. Ringgold y Battle se pusieron tensos, pero yo alcé una mano y sacudí la cabeza.

Schuster escuchó el torrente de palabras en francés ahogadas por las lágrimas, asintió como si entendiera perfectamente y dio a Delacroix una palmada en la espalda. Me miró por encima del hombro del francés y dijo:

—Apenas si entiendo la mitad de lo que dice.

—No creo que importe —respondió Bruto.

—Yo tampoco, hijo —contestó Schuster con una sonrisa. Era el mejor de todos, y ahora me doy cuenta de que nunca supe qué fue de él. Espero que haya conservado su fe.

Se puso de rodillas y entrelazó las manos. Delacroix lo imitó.

—Not' Pere, qui étes aux cieux —comenzó Schuster, y Delacroix lo siguió. Rezaron el padrenuestro juntos en aquel francés gutural con acento cajún, hasta llegar a «mais déliverez-nous du mal, ainsi soit-il». Para entonces, Del había dejado de llorar y parecía tranquilo.

Siguieron con unos salmos bíblicos (en inglés), sin olvidar la parábola de las aguas tranquilas. Por fin Schuster hizo ademán de levantarse, pero Del lo cogió de la manga de la camisa y dijo algo en francés. Schuster lo escuchó con atención y respondió. Del añadió algo más y lo miró esperanzado.

Schuster se volvió hacia mí y dijo:

—Quiere decir algo más, Edgecombe. Una plegaria con la que no puedo ayudarlo porque no pertenece a mi fe. ¿Está bien?

Miré al reloj de la pared y vi que faltaban diecisiete minutos para las doce.

—Sí —responde. Pero tendrá que darse prisa. Ya sabe que debemos cumplir con el horario previsto.

—Sí, lo sé.

—Se volvió hacia Delacroix e hizo un gesto de asentimiento.

Del cerró los ojos como para rezar, pero por un instante no dijo nada. Frunció el entrecejo y tuve la impresión de que buscaba algo en lo más profundo de su memoria, como un hombre que registra un desván en busca de un objeto que no ha usado o necesitado en mucho, mucho tiempo.

Volví a mirar el reloj y habría dicho algo si no hubiese sido porque Bruto me tiró de la manga y sacudió la cabeza.

Entonces Del comenzó, hablando en voz baja pero rápido en ese francés cajún que era tan suave y sensual como el pecho de una mujer:

—Marie! Je vous salue, Marie, oui, pleine de gráce; le Seigneur est avec vous; vous étes bénie entre toutes les femmes et mon cher fésus, le fruit de vos entrailles, est béni.

—Lloraba otra vez, pero creo que ni él mismo lo sabía—. Sainte Marie, ma mére, Mére de Dieu, priez pour moi, priez pour nous, pauv' pécheurs, maint ánt et a Pheure… le'heure de notre mort. L'heure de mon mort.

—Hizo una inspiración profunda, temblorosa—. Ainsi soit-il.

Mientras Delacroix se ponía de pie, un relámpago iluminó la habitación con un resplandor blanco azulado. Todo el mundo se sobresaltó, excepto Del, que aún parecía abstraído en sus oraciones. Tendió una mano, sin mirar hacia dónde. Bruto se la cogió y la apretó por un instante.

Delacroix lo miró y sonrió.

—Nous voyons… —comenzó, pero al instante volvió a hablar en inglés con un esfuerzo evidente—. Ya podemos seguir, jefe Edgecombe. Estoy en paz con Dios.

—Muy bien —dije, preguntándome si seguiría sintiéndose en paz con Dios quince minutos más tarde, cuando estuviera sentado al otro lado de los interruptores. Esperaba que sus plegarias hubieran sido oídas y que la Madre María rezara por él con toda el alma, porque en aquel momento necesitaba toda la protección posible. Fuera, un trueno volvió a sacudir el cielo—. Vamos, Del. Ya queda poco.

—Bien, jefe, está bien, porque ya no tengo miedo.

—Eso dijo, pero vi en sus ojos que mentía, padrenuestro o no, avemaría o no. Cuando cruzan el último tramo de linóleo verde, todos tienen miedo.

—Espera al fondo, Del —ordené, aunque no hubiera necesitado decírselo. En efecto, se detuvo junto a los peldaños, o más bien se quedó paralizado al ver a Percy Wetmore en la plataforma, con el cubo de la esponja a los pies y el teléfono que comunicaba con el gobernador apenas visible detrás de su cadera derecha.

—Non —dijo Del en voz baja, horrorizado—. Non, non, él no.

—Sigue andando —dijo Bruto—. Míranos a mí y a Paul y olvida que él está ahí.

—Pero…

La gente se había vuelto a mirarnos, pero moviendo un poco el cuerpo yo aún podía coger el codo izquierdo de Delacroix sin que me vieran.

—Tranquilo —dije tan bajo que sólo Del y Bruto podían oírme—. Lo único que la gente recordará de ti es cómo te marchaste, así que dales un buen ejemplo.

En ese momento resonó el trueno más fuerte de la noche, lo bastante potente para hacer vibrar el tejado metálico del almacén. Percy se sobresaltó como si alguien lo hubiera asustado y Del dejó escapar una risita desdeñosa.

—Si suena un trueno más fuerte, volverá a mearse en los pantalones —dijo, e irguió los hombros, aunque lo cierto es que no tenía mucho que erguir—. Vamos. Acabemos de una vez.

Nos acercamos a la plataforma. Delacroix echó una mirada fugaz y nerviosa a los testigos —que en esta ocasión eran alrededor de veinticinco—, pero Bruto, Dean y yo mantuvimos la vista fija en la silla. Todo parecía en orden. Levanté un pulgar y arqueé una ceja a Percy, que hizo una mueca como si quisiera decir: «¿Qué pasa? Por supuesto que todo está en orden.»

Esperaba que tuviera razón.

Bruto y yo cogimos automáticamente a Delacroix de los codos para ayudarlo a subir a la plataforma. Ésta apenas medía unos quince centímetros de altura, pero os sorprendería saber cuántos condenados, incluso los más duros, necesitaban ayuda para subir el último peldaño de su vida.

Sin embargo, Del lo hizo bien. Se detuvo por un instante frente a la silla (evitando mirar a Percy) y aunque parezca mentira habló a la Freidora, como si quisiera presentarse:

—C'est mol —dijo.

Percy intentó cogerlo, pero Delacroix se volvió y se sentó solo. Me arrodillé a su izquierda y Bruto a su derecha. Me protegí la entrepierna y el cuello de la forma que ya he descrito anteriormente y manipulé la hebilla de manera que se cerrara como las fauces de un animal alrededor del esquelético tobillo del francés. Se oyó otro trueno y di un respingo. Una gota de sudor se me metió en el ojo y me escoció. Ratilandia. Por alguna razón no dejaba de pensar en Ratilandia y en los cinco centavos de la entrada. Dos para los niños que contemplarían a Cascabel a través de las ventanas de vidrio esmerilado.

La correa se resistía a cerrarse. Oía las inspiraciones profundas de Del. Los pulmones que cuatro minutos después estarían achicharrados se esforzaban por mantener en funcionamiento el corazón acelerado por el miedo. En aquel momento, el hecho de que hubiera matado a media docena de personas no parecía importante. No digo esto con la intención de pronunciarme sobre el bien y el mal; me limito a contar lo que sentí.

Dean se arrodilló a mi lado y susurró: —¿Qué pasa, Paul?

—No puedo… —comencé, pero entonces la hebilla se cerró con un chasquido. Debió de haber pellizcado la piel de Delacroix, porque el francés se estremeció y dejó escapar un pequeño gemido.

—Lo siento —dije.

—Está bien, jefe —respondió Del—. Sólo dolerá un minuto.

Del lado de Bruto estaba la correa con el electrodo, que siempre tardaba un poco más en cerrar, de modo que los tres nos levantamos en el mismo momento. Dean cogió la correa correspondiente a la muñeca izquierda y Percy la derecha. Yo estaba preparado para ayudar a Percy en caso de que lo necesitara, pero se las apañó mejor con la correa de la muñeca que yo con la del tobillo. Noté que Delacroix temblaba, como si ya le hubieran aplicado una corriente de baja intensidad. También podía oler su sudor rancio y fuerte, que me recordó el vinagre en que se conservan los encurtidos.

Dean hizo un gesto de asentimiento a Percy, que volvió la cabeza, dejando ver la herida que se había hecho al afeitarse esa misma mañana y dijo:

—Descarga uno.

Se oyó un zumbido similar al ruido que hace una nevera vieja al conectarse y las luces del almacén se volvieron más brillantes. Hubo unas cuantas exclamaciones y murmullos entre el público. Del se agitó en la silla, cogiendo los brazos de roble con las manos con tanta fuerza que sus nudillos palidecieron. Sus ojos se movieron con rapidez de lado a lado y su respiración se aceleró aún más. Prácticamente jadeaba.

—Tranquilo —murmuró Bruto—. Tranquilo, Del.

Lo estás haciendo muy bien. Aguanta. Lo haces muy bien.

«Eh, muchachos —pensé—, venid a ver lo que hace Cascabel.» Y otro trueno resonó sobre nuestras cabezas.

Percy se colocó con solemnidad enfrente de la silla eléctrica. Era su gran momento, se había convertido en la estrella y todas las miradas estaban fijas en él… todas, excepto una. Delacroix mantenía la vista en su regazo. Yo habría apostado cualquier cosa a que Percy se hacía un lío a la hora de pronunciar su discurso, pero lo hizo sin vacilar, con voz misteriosamente serena.

—Eduard Delacroix, ha sido condenado a morir en la silla eléctrica por un jurado integrado por sus conciudadanos y en virtud de una sentencia dictada por un juez de este estado. ¿Tiene algo que decir antes de que se ejecute la sentencia?

Del intentó hablar y al principio sólo consiguió emitir un murmullo agónico. Las comisuras de la boca de Percy dibujaron la sombra de una sonrisa desdeñosa y me habría gustado fusilarlo allí mismo. Entonces, Del se lamió los labios y lo intentó otra vez:

—Lamento lo que he hecho —dijo—. Daría cualquier cosa por volver atrás, pero es imposible.

Así que ahora… —Un trueno estalló como un mortero aéreo sobre nuestras cabezas. Del se sobresaltó en la silla hasta donde le permitieron las correas, y sus ojos parecieron querer salirse de las órbitas—. Así que ahora debo pagar el precio de mis errores. Que Dios me perdone.

—Volvió a lamerse los labios y miró a Bruto—. No olviden su promesa sobre Cascabel —dijo en voz más baja, sólo para nosotros.

—No lo olvidaremos, no te preocupes —respondí dándole una palmada en la mano fría como la arcilla—. Irá a Ratilandia.

—Y una mierda dijo Percy mientras abrochaba la última correa sobre el pecho de Delacroix—.

Ese lugar no existe. Los muchachos te han contado un cuento de hadas para tranquilizarte. Creí que lo sabías, maricón.

Un brillo extraño en los ojos de Del me indicó que una parte de él ya lo sabía, aunque se resistía a aceptarlo. Miré a Percy, sorprendido y furioso, y él me devolvió la mirada, como si me preguntara qué iba a hacer al respecto. Por supuesto, me tenía en sus manos. Yo no podía hacer nada delante de los testigos, con Delacroix sentado en la frontera entre la vida y la muerte. Todo lo que quedaba por hacer era acabar de una vez.

Percy cogió la capucha del gancho y la colocó sobre la cara del francés, ajustándola debajo de la barbilla. El siguiente paso consistía en coger la esponja del cubo y colocarla en el casquete, y ahí fue donde Percy se apartó de la rutina por primera vez: en lugar de inclinarse y sacar la esponja, descolgó el casquete del respaldo de la silla y se agachó con él en la mano. En otras palabras, en lugar de acercar la esponja al casquete —la forma corriente de hacerlo— acercó el casquete a la esponja. Debí advertir que algo no iba bien, pero estaba demasiado nervioso. Fue la única ejecución en que me sentí completamente fuera de control. En cuanto a Bruto, en ningún momento miró a Percy, al menos mientras éste se inclinaba sobre el cubo (de tal forma que ocultaba con su cuerpo lo que hacía) o cuando se incorporó y se volvió hacia Del con el círculo de esponja marrón dentro del casquete. Bruto miraba la tela que cubría la cara del francés, contemplaba la forma en que la seda se le pegaba, dibujando el círculo de la boca abierta de Delacroix, y se separaba otra vez cuando el condenado exhalaba el aire. Gruesas gotas de sudor caían por la frente y las sienes del guardia, justo debajo del cuero cabelludo. Era la primera ejecución en que veía sudar a Bruto. Detrás de él, Dean parecía aturdido y enfermo, como si se esforzara para no vomitar la cena. Ahora sé que todos intuíamos que algo iba mal, aunque no pudiéramos determinar qué. En aquel momento nadie sabía que Percy había estado interrogando a Jack van Hay. Le había hecho muchas preguntas, aunque en su mayor parte eran para disimular su verdadera intención. Lo que Percy quería saber —lo único que quería saber— era el cometido que cumplía la esponja. Por qué se la mojaba en solución salina… y qué podía ocurrir si no se hacía.

Qué podía ocurrir si la esponja estaba seca.

Percy colocó el casquete sobre la cabeza de Delacroix. El hombrecillo se sobresaltó y volvió a gemir, esta vez más alto. Algunos testigos se movieron incómodos en sus asientos. Dean dio un paso al frente con la intención de ayudar a sujetar la correa de la barbilla, pero Percy le hizo una señal de que se alejara. Dean obedeció, encorvando ligeramente la espalda y dando un respingo cuando otro trueno sacudió el almacén. Esta vez se oyeron las primeras gotas de lluvia sobre el tejado. Sonaban fuertes, como si alguien arrojara puñados de cacahuetes contra una tabla de lavar.

Sin duda habréis oído la expresión «se me heló la sangre». Seguro. Todo el mundo la usa, pero la única vez en mi vida que sentí que me ocurría algo parecido fue aquella temprana y tormentosa madrugada de 1932, diez segundos después de medianoche. No fue la ponzoñosa expresión de triunfo en la cara de Percy Wetmore mientras se apartaba de la figura encapuchada y amarrada a la Freidora; fue lo que debería haber visto y no vi. Las mejillas de Delacroix no estaban mojadas con el agua que debía caer del casquete. Entonces entendí.

—Eduard Delacroix —decía Percy—, de acuerdo con la ley del estado, ahora se le aplicará una descarga eléctrica que pondrá fin a su vida.

Miré a Bruto con una angustia que reducía el dolor de mi infección urinaria a la categoría de un simple golpe en el dedo.

«¡La esponja está seca!», articulé en silencio, moviendo los labios, pero Bruto no entendió, sacudió la cabeza y volvió a mirar la capucha del francés, donde sus últimos esfuerzos por respirar hacían que la seda se pegara a su cabeza y se separara de ella, alternativamente.

Cogí a Percy del codo, pero se apartó de mí con una mirada serena. Fue una mirada fugaz, pero lo dijo todo. Más tarde contaría mentiras y verdades a medias que la gente importante creería, pero yo sabía la verdad. Percy era un buen alumno cuando algo le interesaba (lo habíamos descubierto en los ensayos) y escuchó con atención cuando Van Hay le explicó que la esponja mojada en solución salina conducía la electricidad, convirtiendo la descarga en una especie de proyectil que iba directamente al cerebro. Sí; Percy sabía muy bien lo que hacía. Supongo, que más tarde le creí cuando dijo que no sabía lo lejos que llegaría, pero eso no cuenta, ¿verdad? Yo creo que no. Sin embargo, no podía hacer nada, a menos que gritara delante del ayudante del alcaide y de todos los testigos que no accionaran el interruptor. Creo que si me hubieran dado otros cinco segundos lo habría hecho, pero Percy no me los concedió.

—Que Dios se apiade de su alma —dijo al hombrecillo jadeante y aterrorizado sentado en la silla, luego miró hacia el rectángulo de tela metálica donde aguardaban Harry y Jack; este último con la mano en el interruptor que rezaba «El secador de pelo de Mabel». El médico estaba de pie a la derecha de la ventana, tan silencioso e inexpresivo como era habitual en él, con la mirada fija en el maletín negro que tenía a sus pies.

—Descarga dos.

Al principio, todo fue como de costumbre: un zumbido un poco más alto que el primero, aunque no demasiado, y la involuntaria sacudida hacia adelante del cuerpo de Delacroix debida a los espasmos musculares.

Entonces las cosas se torcieron. El zumbido se volvió vacilante y siguió un chasquido, como si alguien arrugara un trozo de celofán. Percibí un olor horrible, que no identifiqué como una mezcla de esponja y pelo quemados hasta que vi los hilos azules de humo saliendo por los costados del casquete. Más humo escapaba por el agujero situado en la parte superior del casquete por donde entraba la electricidad; como el humo que sale de una tienda india.

Delacroix comenzó a sacudirse en la silla, moviendo de un lado a otro la cabeza cubierta por la capucha, como expresando una negativa vehemente. Sus piernas comenzaron a dar pequeñas patadas, detenidas por las correas que rodeaban sus tobillos. Otro trueno retumbó sobre nuestras cabezas y la lluvia arreció con mayor fuerza.

Miré a Dean Stanton, que me devolvió la mirada con expresión confusa. Se oyó un estallido debajo del casquete, como cuando una piña explota en el fuego, y esta vez también vi humo debajo de la capucha, surgiendo en pequeñas espirales.

Me acerqué a la ventana de tela metálica que nos separaba del cuarto de los interruptores, pero antes de que pudiera abrir la boca, Brutus Howell me cogió del codo y apretó con tanta fuerza que me hizo hormiguear los nervios. Estaba blanco como la mantequilla, pero no parecía presa del pánico.

—No ordenes que paren —dijo en voz baja—. No lo hagas. Ya es demasiado tarde.

Al principio, cuando Del empezó a gritar, los testigos no lo oyeron. La lluvia en el tejado de metal se había convertido en un rugido y los truenos eran continuos. Pero los que estábamos en la plataforma oímos bien los gemidos ahogados de dolor debajo de la capucha humeante, los chillidos de un animal herido o mutilado por una enfardadora de heno.

El zumbido del casquete era entrecortado y fuerte, interrumpido por sonidos similares a las interferencias de radio. Delacroix comenzó a moverse de atrás adelante, como un niño que tiene una rabieta. La plataforma tembló y Del se convulsionaba casi con fuerza suficiente para romper la correa del pecho. La corriente lo sacudía de lado a lado y oí el crujido de su hombro derecho al dislocarse o romperse. Siguió un ruido parecido a un martillazo sobre un cajón de madera. La entrepierna de los pantalones, apenas visible debido a las constantes contracciones de sus piernas, se oscureció. Entonces el francés empezó a emitir unos chillidos horribles, agudos —como los de una rata, audibles a pesar del intenso aguacero.

—¿Qué demonios le pasa? —gritó alguien.

—¿Resistirán las correas?

—¡Dios! ¡Qué olor!

—¿Es normal todo esto? —preguntó una de las mujeres.

Delacroix se movía hacia adelante y hacia atrás, hacia adelante y hacia atrás. Percy lo miraba boquiabierto, horrorizado. Sin duda, había esperado que ocurriese algo, pero no aquello.

La capucha que cubría la cara de Delacroix se incendió y al olor a esponja y pelo chamuscados se sumó el de carne asada. Bruto cogió el cubo donde había estado la esponja (ahora vacío) y corrió hacia la pila situada en un extremo de la estancia.

—¿No debería cortar la electricidad, Paul? —preguntó Van Hay a través de la tela mecánica.

Parecía perplejo—. ¿No debería…?

—¡No! —respondí. Bruto lo había entendido antes y yo estaba de acuerdo: teníamos que terminar. Lo que quiera que hiciéramos durante el resto de nuestras vidas era secundario: en aquel momento debíamos acabar con Eduard Delacroix—. ¡Por el amor de Dios! Sigue dándole al interruptor. Sigue.

Me volví hacia Bruto, vagamente consciente de los comentarios de la gente a nuestras espaldas, algunos de pie, un par gritando.

—¡Deja eso! —grité—. ¡Nada de agua! ¡Nada de agua! ¿Estáis locos?

Bruto me miró y comprendió. Arrojar agua sobre un hombre que recibía una descarga eléctrica era lo último que debía hacerse. Miró alrededor, vio el extintor colgado en la pared y fue en su busca. Buen chico.

La capucha se había abierto lo suficiente para revelar una cara más negra que la de John Coffey. Los ojos de Del, ahora globos blancos de gelatina transparente, habían saltado de sus órbitas y caían sobre sus mejillas. Noté que las pestañas habían desaparecido y que los párpados ardían. Salía humo del cuello entreabierto de la camisa, que también se incendió. Y el zumbido de la electricidad continuaba, vibraba en mi cabeza. Creo que fue algo similar a lo que oyen los locos.

Dean dio un paso al frente, creyendo ingenuamente que podría apagar las llamas de la camisa de Del con las manos, y tiré de él con tanta fuerza como para levantarlo en vilo. Tocar a Delacroix en aquel momento era como meterse en la boca del lobo. En este caso, un lobo electrificado.

No me volví a mirar qué ocurría detrás de nosotros, pero parecía un infierno; sillas que caían, gente chillando, una mujer que gritaba a voz en cuello: «¡Paren, paren! ¿No ven que ya ha tenido suficiente?» Curtis Anderson me cogió del hombro y preguntó qué demonios pasaba y por qué no ordenaba a Jack que cerrara la corriente.

—Porque no puedo —respondí—. Hemos llegado demasiado lejos para parar ahora, ¿no lo ves?

De cualquier modo, todo acabará en unos segundos.

Pero pasaron al menos dos minutos antes de que acabara, los dos minutos más largos de mi vida, y creo que Delacroix permaneció consciente todo el tiempo. Gritaba, temblaba, se sacudía.

Salía humo de sus orificios nasales y de su boca, que había adquirido el color morado de las ciruelas maduras. La lengua humeaba como una plancha caliente y los botones de la camisa estallaban o se derretían. La camiseta no se había incendiado, pero estaba achicharrada y percibíamos claramente el olor a quemado del vello del pecho.

La gente corrió hacia la puerta como un rebaño en estampida, pero no pudo salir (al fin y al cabo estábamos en una prisión), de modo que permaneció apiñada allí mientras Delacroix se asaba vivo. «Me estoy friendo —había dicho el viejo Tuu en el ensayo de la ejecución de Arlen Bitterbuck—. Soy un pavo asado.» Los truenos continuaban y la lluvia caía del cielo con justificada furia.

En cierto momento recordé al médico y lo busqué con la mirada. Seguía allí, pero tendido en el suelo al lado del maletín negro. Se había desmayado.

Bruto se acercó a mí con el extintor en la mano.

—Todavía no —dije.

—Ya lo sé.

Buscamos a Percy y lo encontramos detrás de la Freidora, paralizado, con los ojos muy abiertos, mordiéndose los nudillos.

Por fin Delacroix cayó hacia atrás con la cara desfigurada inclinada sobre un hombro. Seguía temblando, pero sabíamos por experiencia que era sólo por efecto de la corriente. El casquete había caído ligeramente a un lado, pero cuando lo retiramos unos minutos después, la mayor parte del cuero cabelludo y el pelo que quedaba se desprendieron con él, como pegados al metal por un poderoso adhesivo.

—¡Corta! —grité a Jack tras unos treinta segundos en que el bulto carbonizado, deforme y humeante sentado en la silla eléctrica sólo se movía con los espasmos de la electricidad. El zumbido se cortó en el acto e hice un gesto de asentimiento a Bruto.

El guardia se volvió y arrojó el extintor en los brazos de Percy con tanta fuerza que estuvo a punto de derribarlo de la plataforma.

—Hazlo tú —dijo Bruto—. Al fin y al cabo eres el maestro de ceremonias, ¿no es así?

Percy le dirigió una mirada entre desdeñosa y asesina, colocó el extintor en posición, bombeó y lanzó una enorme nube de espuma blanca sobre el hombre de la silla. Noté que las piernas de Delacroix se sacudían otra vez cuando el chorro le dio en la cara y pensé: «¡Oh, no, tendremos que empezar otra vez», pero no hubo más movimientos.

Anderson tranquilizaba a los testigos asustados, les decía que todo iba bien, que todo estaba bajo control, que la tormenta eléctrica había producido una subida de tensión y que no había razón para preocuparse. Sólo faltó que les dijera que lo que en realidad olían —una asquerosa mezcla de pelo chamuscado, carne frita y mierda fresca— era Chanel n° 5.

—Coge el estetoscopio del médico —dije a Dean cuando se agotó el contenido del extintor.

Delacroix estaba cubierto de blanco y lo peor del hedor había sido reemplazado por un punzante olor a producto químico.

—El médico… ¿Debería…?

—Olvídate del médico; limítate a coger su estetoscopio —dije—. Terminemos con esto y saquémoslo de aquí.

Dean asintió. Le gustaba la idea de terminar y sacar a Delacroix de allí. Nos gustaba a ambos. Abrió el maletín negro y comenzó a buscar. El médico empezaba a moverse, señal de que no había sufrido una apoplejía o un ataque al corazón.

Eso era bueno. Aunque la forma en que Bruto miraba a Percy no lo era.

—Ve al túnel y espera junto a la camilla —dije.

Percy tragó saliva.

—Paul, yo no sabía…—Cierra el pico. Ve al túnel y espera junto a la camilla. Ahora mismo.

Volvió a tragar saliva, hizo una mueca como si lo hubiera ofendido, y se dirigió hacia la puerta que conducía a las escaleras y el túnel. Llevaba el extintor en los brazos como si fuera una criatura. Dean pasó a su lado con el estetoscopio. Lo cogí y me lo puse en los oídos. Lo había usado alguna vez cuando estaba en el ejército, y es como montar en bicicleta, no se olvida.

Limpié la espuma del pecho de Delacroix y estuve a punto de vomitar al ver que una parte de su piel se desprendía de la carne como… bueno, como la piel de un pavo asado.

—¡Dios mío! —sollozó a mi espalda una voz que no reconocí—. ¿Siempre es así? ¿Por qué no me avisaron? No habría venido.

«Demasiado tarde, amigo», pensé.

—Sacad a ese hombre de aquí —dije dirigiéndome a Bruto, a Dean o a quienquiera que me oyese. Lo dije cuando estuve seguro de que no vomitaría sobre el regazo humeante de Delacroix—.

Llevarlos a todos hacia la puerta.

Me armé de valor y apoyé el disco del estetoscopio en el surco negro y rojo de carne viva que había abierto en el pecho de Delacroix. Escuché, rezando para no oír nada, y así fue.

—Está muerto —dije a Bruto.

—Gracias a Dios.

—Sí. Gracias a Dios. Tú y Dean coged la camilla.

Desabrochemos las correas y saquémoslo de aquí lo antes posible.