Capítulo 32

Veinte minutos más tarde, cuando Bruto y yo entramos en el almacén, Percy estaba de espaldas. Había encontrado una lata de cera para muebles en el estante situado encima del armario donde dejábamos los uniformes sucios (y a veces nuestras ropas de paisano, puesto que en la lavandería de la prisión les daba igual lavar una cosa que otra) y estaba encerando los brazos y las patas de la silla eléctrica. Es probable que esto os parezca extraño, incluso macabro, pero para Bruto y para mí era la cosa más normal que Percy había hecho en toda la noche. Al día siguiente la Freidora se presentaría en público y, al menos en apariencia, Percy estaría a cargo del espectáculo.

—Percy —dije.

Se volvió. La canción que tarareaba se ahogó en su garganta. Al principio no vi la expresión de miedo que esperaba, pero noté que Percy parecía mayor y pensé que John Coffey tenía razón.

Era malo. La experiencia me había demostrado que la maldad es como una droga, y creo que nadie estaba en mejores condiciones que yo para llegar a esa conclusión. Percy se había convertido en un adicto; había disfrutado con lo que le había hecho al ratón, y sobre todo con los gritos desesperados de Delacroix.

—No me riñáis —dijo con un tono de voz casi afable—. Al fin y al cabo, no era más que un ratón. Nunca debería haber estado aquí y vosotros lo sabéis.

—El ratón se encuentra bien —dije. Mi corazón latía desbocado, pero me esforcé por hablar con suavidad, casi con indiferencia—. Perfectamente. Corre, chilla y persigue el carrete otra vez. Lo de matar ratones se te da tan bien como cualquiera de las demás cosas que haces aquí.

Me miró con expresión de asombro e incredulidad.

—No esperaréis que me lo crea, ¿verdad? He reventado a ese maldito bicho. Oí el ruido. Así que ya podéis…—Cierra el pico.

Me miró con los ojos desorbitados.

—¿Qué has dicho?

Di un paso al frente. Sentía que me latía una vena en medio de la frente. No recordaba haber estado tan furioso en mucho tiempo.

—¿No te alegras de que Cascabel se encuentre bien después de todas las conversaciones que hemos tenido sobre nuestra obligación de mantener la calma entre los prisioneros, sobre todo cuando se acerca el final? He pensado que te aliviaría saberlo, que te alegrarías incluso, teniendo en cuenta que Delacroix será ejecutado mañana.

Percy me miró, luego miró a Bruto, y su aparente serenidad se trucó en inquietud.

—¿Qué clase de broma es ésta? —preguntó.

—No es ninguna broma, amigo dijo Bruto—. El que lo consideres así es… bueno, una de las razones por las que es imposible confiar en ti. Si quieres que sea sincero contigo, te diré que creo que eres un caso perdido.

—Cuida tus palabras —dijo Percy con aspereza. Comenzaba a acusar el miedo, miedo de lo que pudiésemos hacerle, de lo que pudiéramos estar tramando. Me alegró detectar ese temor; nos facilitaría las cosas—. Conozco a gente importante.

—Eso dices, pero como eres tan soñador… dijo Bruto, que parecía a punto de echarse a reír.

Percy dejó el trapo de encerar en el asiento de la silla, cuyas correas estaban sujetas a los brazos y las patas.

—Maté a ese ratón —dijo con voz no demasiado firme.

—Si quieres compruébalo personalmente —dije—. Vivimos en un país libre.

—Lo haré —respondió—. Lo haré.

Pasó junto a nosotros, con los labios apretados y jugueteando con el peine entre sus manos pequeñas (Wharton tenía razón: eran bonitas). Subió los peldaños y entró en mi despacho. Bruto y yo permanecimos en silencio al lado de la Freidora, aguardando su regreso. No sé a Bruto, pero a mí no se me ocurría nada que decir. Ni siquiera sabía qué pensar sobre lo que acabábamos de ver.

Unos tres minutos después, Bruto cogió el trapo de Percy y comenzó a encerar los gruesos barrotes del respaldo de la silla. Tuvo tiempo de terminar con uno y empezar con otro antes de que regresara Percy, que tropezó y estuvo a punto de caer por los peldaños que comunicaban mi despacho con el almacén, y caminó hacia nosotros con paso vacilante y una expresión de perplejidad e incredulidad en el rostro.

—Lo habéis cambiado —dijo con tono acusatorio—. Cabrones, habéis cambiado de ratón. Estáis gastándome una broma y os aseguro que lo lamentaréis. Si no dejáis de burlaros de mí, acabaréis en la cola del paro. ¿Quiénes os habéis creído que sois? —Hizo una pausa para recuperar el aliento, con los puños apretados.

Te diré quiénes somos —dije—. Somos tus compañeros de trabajo… aunque no por mucho tiempo.

—Tendí los brazos y lo cogí de los hombros. No con demasiada fuerza, pero con la suficiente para inmovilizarlo.

Percy intentó soltarse.

—Quita tus…

Bruto le cogió la mano derecha, pequeña y blanda, y la aprisionó en su puño bronceado.

—Cierra el pico, maldito cabroncete. Si sabes lo que te conviene, aprovecharás esta última oportunidad para quitarte la cera de los oídos.

Lo hice girar, lo levanté sobre la plataforma y lo hice retroceder hasta que la parte posterior de sus rodillas chocó contra el asiento de la silla eléctrica, obligándolo a sentarse. Su serenidad se había esfumado, al igual que su malicia y su arrogancia. Aunque aquellas actitudes eran auténticas, debéis recordar que Percy era muy joven y a su edad constituían una especie de coraza, como una fina y desagradable capa de pintura. Todavía era posible hacer mella en ella, y supuse que Percy ya estaba preparado para escucharnos.

—Quiero que me des tu palabra —dije.

—¿Sobre qué? —Todavía intentaba sonreír, pero en sus ojos había una expresión de horror.

Aunque la corriente eléctrica del cuarto de interruptores estaba desconectada, el asiento de madera de la Freidora tenía su propio poder, y supe que Percy lo percibía.

—Tu palabra de que si mañana por la noche te dejamos a cargo de la ejecución, te irás a Briar Ridge y nos dejarás en paz —dijo Bruto con una vehemencia que no había empleado antes—. De que al día siguiente pedirás el traslado.

—¿Y si me niego? ¿Si llamo a ciertas personas y les cuento que me habéis acosado y amenazado, que os habéis comportado como vulgares matones?

—Si tus contactos son tan buenos como crees, es probable que nos despidan —dije—. Pero antes nos aseguraremos de que tú también lo pases muy mal, Percy.

—¿Por lo del ratón? ¡Vamos! ¿Creéis que a alguien le importará que haya aplastado al ratón de un asesino? ¿Pensáis que eso puede preocuparle a alguien ajeno a este basurero?

—No. Pero tres hombres te vieron permanecer de brazos cruzados mientras Bill Wharton intentaba estrangular a Dean Stanton con la cadena de las esposas. Y eso les importará. Te juro, Percy, que el mismísimo gobernador se preocupará por eso.

Las mejillas y la frente de Percy se tiñeron de rojo.

—¿Pensáis que os creerán? —preguntó, pero su voz había perdido la fiereza. Era evidente que sabía que nos creerían, y a Percy no le gustaban los problemas. No veía nada de malo en violar las normas, pero que lo pillaran haciéndolo era otra cosa.

—Tengo fotos de los hematomas del cuello de Dean —añadió Bruto. No sé si era cierto o no, pero sonaba bien—. ¿Sabes qué demuestran las fotos? Que Percy estuvo a punto de morir sin que nadie lo ayudara, a pesar de que tú estabas ahí, detrás de Wharton. Tendrás que responder a algunas preguntas difíciles, ¿no crees? Y una historia así podría perseguirte durante bastante tiempo. Lo más probable es que la mancha siga en tu expediente mucho después de que tus parientes dejen su cargo y vuelvan a su casa a beber julepe de menta en el jardín de su casa. El expediente de un hombre puede ser muy interesante, y la gente tendrá ocasión de leerlo muchas veces a lo largo de su vida.

Percy nos miró con expresión de incredulidad. Se llevó la mano izquierda a la cabeza y se mesó el cabello. No dijo nada, pero supe que lo teníamos acorralado.

—Resolvamos este asunto de una buena vez —dije—. A ti te hace tanta gracia trabajar aquí como a nosotros tenerte de compañero, ¿no es cierto?

—¡Detesto este lugar! —exclamó—. Detesto la forma en que me tratáis. Nunca me habéis dado una oportunidad.

—En eso último estaba muy equivocado, aunque pensé que no era el momento de discutir acerca de ello—. Pero tampoco me gusta que me obliguen a hacer lo que no quiero. Mi padre me enseñó que si te dejas intimidar una vez, la gente acaba haciéndolo siempre.

—Le brillaban los ojos, que eran casi tan bonitos como sus manos—. Y sobre todo, no me gusta que me intimiden los grandullones como éste.

—Miró a mi amigo y gruñó—: Bruto… al menos tienes el mote que te corresponde.

—Tienes que entender algo, Percy —dije—. En nuestra opinión, eres tú quien ha estado intimidándonos. No hacemos más que repetirte cómo debes hacer las cosas mientras tú insistes en hacerlas a tu manera. Luego, si algo sale mal, te escudas en tus relaciones. Aplastar el ratón de Delacroix… Bruto me miró y me retracté al instante—. Mejor dicho, intentar aplastar el ratón de Delacroix es un ejemplo. Te empeñas en intimidar y nosotros no hacemos más que defendernos.

Pero escúchame: si haces las cosas bien, saldrás de aquí sin problemas, oliendo como una rosa, como un joven prometedor que asciende en su carrera. Nadie se enterará de esta conversación. ¿Qué dices? Compórtate como un adulto y promete que te marcharás de aquí después de la ejecución de Delacroix.

Pareció pensárselo, y al cabo de unos instantes sus ojos cobraron una expresión extraña, la expresión de alguien que acaba de tener una buena idea. No me alegré mucho, pues lo que para Percy era una buena idea no solía serlo para nosotros.

—Al menos piensa en lo agradable que será alejarte de un montón de mierda como Wharton —dijo Bruto.

Percy asintió con la cabeza y dejé que se pusiera de pie. Se alisó la camisa del uniforme, la metió dentro del pantalón y se peinó rápidamente.

—De acuerdo. Mañana me haré cargo de la ejecución de Delacroix y al día siguiente pediré el traslado a Briar Ridge. Es un trato. ¿Os parece bien?

—Muy bien —dije. Aquella expresión continuaba en sus ojos, pero en ese momento me sentía demasiado aliviado para preocuparme por ella.

Percy tendió la mano.

—¿Sellamos el trato?

Bruto y yo le estrechamos la mano. ¡Qué idiotas!