Capítulo 30

Aparte de escribir estas páginas, desde que vine a vivir a Georgia Pines llevo un pequeño diario —poca cosa, cada día escribo un par de párrafos, sobre todo acerca de la climatología— y anoche estuve hojeándolo. Quería saber cuánto tiempo había pasado desde que mis nietos, Christopher y Lisette, me habían traído aquí, prácticamente obligado.

—Es por tu bien, abuelo —dijeron.

Es natural. ¿No es lo que dice la gente cuando por fin encuentra la forma de librarse de un problema que habla y camina?

Ha pasado poco más de un año. Lo curioso es que no sé si me parece un año, o más, o menos. Mi sentido del tiempo parece estar fundiéndose, como un muñeco de nieve después de una helada de enero. Es como si el tiempo hubiera perdido el significado que tenía: la hora oficial del Este, la hora de verano, la hora de invierno. Aquí sólo existe la hora de Georgia Pines; es decir, la hora de los viejos, la hora de las viejas, la hora de mearse en la cama. Lo demás ha desaparecido.

Desaparecido.

Éste es un lugar peligroso. Al principio uno no se da cuenta, cree que es sólo un lugar aburrido, tan inofensivo como una guardería a la hora de la siesta, pero es peligroso, creedme.

Desde mi llegada he visto a mucha gente deslizarse hacia la senilidad, y a veces hacen algo más que deslizarse: se sumergen en ella con la vertiginosa velocidad de un submarino. Llegan aquí bastante bien —con la mirada ausente, atados a un bastón o incluso con incontinencia urinaria, pero bien— y de repente les ocurre algo. Un mes más tarde están sentados en la sala de la tele, mirando a Oprah Winfrey con la boca entreabierta y un olvidado vaso de zumo de naranja inclinado y goteando en una mano. Al cabo de otro mes, hay que recordarles los nombres de sus hijos cuando éstos vienen a visitarlos. Y un mes después, es preciso recordarles sus propios nombres. Algo les pasa, no cabe duda. Es el tiempo de Georgia Pines. Aquí el tiempo es como un ácido diluido que primero borra la memoria y después el deseo de seguir viviendo.

Hay que resistir. Es lo que siempre le digo a Elaine Connelly, mi amiga especial. Para mí las cosas han mejorado desde que comencé a escribir lo que me ocurrió en 1932, el año en que John Coffey llegó al pasillo de la muerte. Cientos de recuerdos son horribles, pero siento que aguzan mi mente y mi conciencia, como una cuchilla que saca punta a un lápiz, y eso le da sentido al dolor.

Sin embargo, no basta con escribir y recordar. También tengo un cuerpo, por gastado y grotesco que sea, y lo ejercito todo lo que puedo. Al principio me costó —los viejos como yo no somos buenos haciendo ejercicio por la mera necesidad de hacerlo—, pero ahora que mis caminatas tienen un propósito se ha vuelto más sencillo.

Salgo después del desayuno, casi siempre en cuanto aclara. Esta mañana llovía, y aunque la humedad me da dolor de huesos, cogí un chubasquero del perchero situado al lado de la puerta de la cocina y salí de todos modos. Si un hombre tiene una obligación, debe cumplirla por mucho que le cueste. Además, hay algunas compensaciones. La principal es mantener el sentido del tiempo real, diferenciarlo del tiempo de Georgia Pines. Y con dolor o sin él, la lluvia me gusta. Sobre todo por la mañana temprano, cuando el día es joven y parece lleno de promesas, incluso para un viejo acabado como yo.

Pasé por la cocina, me detuve a pedir un par de tostadas a uno de los cocineros de ojos soñolientos, y salí. Crucé el campo de cróquet y luego el pequeño jardín cubierto de malezas. Más allá hay una arboleda, atravesada por un sendero estrecho y serpenteante, y un par de cobertizos abandonados, que se desmoronan lentamente. Caminé despacio por el sendero, oyendo el suave y espectral tamborileo de la lluvia sobre los pinos, masticando una tostada con los pocos dientes que me quedan. Me dolían las piernas, pero era un dolor leve, tolerable. En líneas generales, me sentía bastante bien. Aspiré el aire gris y húmedo tan profundamente como pude, absorbiéndolo como si fuera un alimento.

Cuando llegué al segundo cobertizo, entré por un instante y me ocupé del asunto que me había llevado allí.

Veinte minutos más tarde, mientras volvía sobre mis pasos, sentí el gusanillo del hambre en el estómago y pensé que no me vendría mal comer algo más sustancial que una tostada. Un cuenco de avena con leche o incluso unos huevos revueltos con una salchicha. Las salchichas me encantan, siempre me han gustado, pero en los últimos tiempos si como más de una me dan cagarrinas. Sin embargo, una sola no me haría ningún daño. Luego, con el estómago lleno y la mente todavía fresca gracias al aire húmedo (eso esperaba), iría a la terraza y a escribir sobre la ejecución de Eduard Delacroix. Lo haría lo antes posible, antes de perder el valor.

Mientras cruzaba el campo de cróquet en dirección a la puerta de la cocina, pensaba en Casca bel, en la forma en que Percy Wetmore le había roto el espinazo de una patada y en los gritos de Delacroix al darse cuenta de lo que había hecho su enemigo; de modo que no vi a Brad Dolan, semioculto por el contenedor, hasta que me cogió de la muñeca.

—¿Has salido a dar un pequeño paseo, Paulie?

Di un respingo y aparté la mano. Me había sobresaltado —todo el mundo se aparta cuando se asusta—, pero eso no era todo. Recordad que estaba pensando en Percy Wetmore, y Brad me recuerda a él. En parte porque siempre lleva un libro en el bolsillo (Percy solía llevar una revista de aventuras; Brad una edición en rústica de chistes que sólo causan gracia a la gente mezquina como él), y en parte porque se comporta como el rey de la Montaña de Mierda, pero sobre todo porque es un hipócrita que disfruta haciendo daño al prójimo.

Noté que acababa de entrar a trabajar; aún no se había puesto el uniforme blanco. Llevaba unos tejanos y una horrible camisa de estilo vaquero. En una mano tenía los restos de un pastelillo que había robado de la cocina y lo comía debajo del alero para no mojarse y, estoy seguro, para vigilarme. También estoy seguro de que tengo que tener cuidado con Brad Dolan. No le caigo bien, no sé por qué, del mismo modo que nunca supe por qué a Percy Wetmore le disgustaba Delacroix. En realidad, disgustar es una expresión demasiado suave: Percy odió a Delacroix con toda el alma desde el momento en que el pequeño francés llegó al pasillo de la muerte.

—¿Qué haces con ese chubasquero, Paulie? preguntó tocando el cuello de la prenda—. No es tuyo.

—Lo cogí del vestíbulo —respondí. Detesto que me llame Paulie, y creo que él lo sabe, pero no quiero darle la satisfacción de demostrárselo—. Hay muchos, y no voy a estropearlo. Después de todo, es para la lluvia, ¿verdad?

—Pero no para ti, Paulie —dijo tocándolo otra vez—. Ésa es la cuestión. Los chubasqueros no son para los residentes, sino para los empleados.

—Aun así no veo qué tiene de malo el que lo use.

Esbozó una sonrisa.

—No se trata de que hagas algo malo, sino de que cumplas con las reglas. ¿Cómo sería la vida sin reglas? —Sacudió la cabeza, como si mi sola visión le hiciera sentir pena por estar vivo—. Quizá creas que un viejo como tú no tiene que preocuparse por las reglas, pero no es así, Paulie.

Sonreía con desprecio, como si me odiara. ¿Por qué? No lo sé. A veces no hay una razón, y eso es lo más terrible.

—Bueno, lamento haber violado las reglas —dije con voz aguda, casi plañidera, y me detesté a mí mismo por hablar de aquel modo, pero soy viejo y los viejos solemos hablar con tono quejumbroso. Lo cierto es que nos asustamos con facilidad—. No lo sé —añadí.

Sólo quería deshacerme de él. Cuanto más lo escuchaba hablar, mayor era el parecido que le encontraba con Percy. William Wharton, el loco que ingresó en el pasillo de la muerte en el otoño de 1932 en una ocasión cogió a Percy y lo asustó tanto que el guardia se meó en los pantalones.

«Si comentáis esto con alguien —nos dijo Percy— estaréis en la cola del paro antes de una semana.»

Ahora, tantos años después, me parece oír a Brad Dolan pronunciando las mismas palabras con idéntico tono de voz. Es como si al escribir sobre aquellos tiempos hubiera abierto una puerta secreta que conecta el pasado con el presente: Percy Wetmore con Brad Dolan, Janice Edgecombe con Elaine Connelly, la prisión de Cold Mountain con la residencia geriátrica Georgia Pines. Y si esa idea no me impide dormir esta noche, nada lo hará.

Hice ademán de seguir hacia la cocina, pero Brad volvió a cogerme de la muñeca. No sé si la primera vez lo había hecho adrede, pero esta vez sí; me apretaba tanto que me hacía daño.

Mientras tanto, miraba a un lado y a otro para asegurarse de que no hubiese nadie bajo la lluvia, de que nadie viera que estaba maltratando a uno de los viejos que debía cuidar.

—¿Qué haces en ese sendero? —preguntó—. Sé que no vas a follarte a nadie. Esos tiempos han pasado para ti, así que dime, ¿qué haces?

—Nada —respondí, diciéndome que debía mantener la calma y no demostrarle que me hacía daño, recordándome que no había mencionado el cobertizo sino únicamente el sendero—. Camino para refrescarme la mente.

—Ya es demasiado tarde, Paulie. Tu mente no recuperará la lucidez.

—Volvió a apretarme la delgada muñeca de viejo, presionando los huesos frágiles, sin dejar de mirar a un lado y a otro para comprobar que nadie lo veía. Brad no tenía miedo de romper las reglas sino de que lo pillaran haciéndolo. En ese sentido también se parecía a Percy Wetmore, que en ningún momento nos permitía olvidar que era pariente del gobernador—. A tu edad, es un milagro que puedas recordar quién eres. Eres demasiado viejo, incluso para un museo como éste. Me das grima, Paulie.

—Suéltame —dije, intentando que mi voz no sonara suplicante. No se trataba sólo de orgullo.

Pensé que si suplicaba, lo envalentonaría, como el olor a miedo suele envalentonar a un perro furioso y animarlo a morder cuando en otras circunstancias se habría limitado a ladrar. Eso me recordó al periodista que había escrito sobre el juicio de Coffey. Era un temerario llamado Hammersmith, y lo más temible de él era que no era consciente de su temeridad.

En lugar de soltarme, Dolan volvió a apretarme la muñeca, y gemí. No quería hacerlo, pero fui incapaz de evitarlo. Me dolían hasta los tobillos.

—¿Qué haces allí, Paulie? Dímelo.

—Nada —repetí. No lloraba, pero temía empezar a hacerlo si seguía apretándome de ese modo—.

Nada. Sólo camino. Me gusta andar. ¡Suéltame!

Lo hizo, pero apenas el tiempo suficiente para cogerme de la otra mano, que estaba cerrada.

—Abre —dijo—. Deja que papá vea qué llevas ahí.

Obedecí y Dolan gruñó disgustado al ver lo que llevaba: los restos de la segunda tostada. La había apretado en mi mano derecha cuando me cogió la muñeca izquierda y tenía los dedos embadurnados con mantequilla, mejor dicho, margarina; como es lógico, aquí no hay mantequilla.

—Entra y lávate las malditas manos —dijo retrocediendo y dando otro bocado al pastelillo—.

Caramba.

Subí por la escalerilla. Me temblaban las piernas y el corazón me latía como una máquina con las válvulas flojas y los pistones viejos. Cuando cogí el pomo que me permitiría entrar en la cocina y librarme del peligro, Dolan dijo:

—Si le cuentas a alguien que te he apretado la muñeca, Paulie, diré que sufres alucinaciones.

El principio de una demencia senil. Sabes que me creerán. Si tienes un hematoma, pensarán que te lo has hecho solo.

Sí. Tenía razón. Y una vez más, podría haber sido Percy Wetmore quien pronunciaba aquellas palabras, un Percy que había conseguido mantenerse joven y mezquino mientras yo me había vuelto viejo e indefenso.

—No diré nada a nadie —murmuré—. No tengo nada que decir.

—Eso está muy bien, cariño.

—Su voz era suave y burlona, la voz de un capugante (para usar la expresión favorita de Percy) que creía que iba a ser joven eternamente—. Y pienso descubrir en qué andas. Me ocuparé de ello, ¿sabes?

Claro que lo sabía, pero no iba a darle la satisfacción de reconocerlo. Entré, crucé la cocina (olía a huevos y salchichas, pero yo había perdido el apetito) y colgué el chubasquero en su sitio.

Luego subí a mi habitación, descansando en cada escalón, dando tiempo a mi corazón para que se calmara, y cogí las cosas para escribir.

Salí a la galería y en el preciso instante en que me sentaba ante la pequeña mesa junto a la ventana, se asomó mi amiga Elaine. Parecía cansada, incluso enferma. Se había peinado, pero aún llevaba la bata. Los viejos no nos fijamos mucho en nuestro aspecto; no podemos darnos ese lujo.

—No quiero molestarte —dijo—. Si ibas a empezar a escribir…—No seas tonta —respondí—. Me sobra más tiempo que a Bayer aspirinas. Ven.

Entró en la galería, pero se detuvo al lado de la puerta.

—Es que no podía dormir, y estaba mirando por la ventana cuando vi…—A Dolan y a mí manteniendo una agradable charla —dije. Esperaba que sólo nos hubiera visto, que la ventana estuviese cerrada y no me hubiera oído suplicar a Dolan que me dejase marchar.

—No parecía agradable ni amistosa —dijo—. Paul, ese Dolan ha estado haciendo preguntas sobre ti. La semana pasada me interrogó. Entonces no le di importancia, pensé que era un cotilla, pero ahora me pregunto qué sucede.

—Conque ha estado haciendo preguntas sobre mí… —dije intentando disimular mi ansiedad—. ¿Qué clase de preguntas?

—Adónde vas cuando sales a caminar, por ejemplo, y por qué lo haces.

Solté una risita forzada.

—Ahí tienes un hombre que no cree en las virtudes del ejercicio físico.

—Piensa que escondes algo.

—Hizo una pausa—. Y yo también.

Abrí la boca, aunque no sé qué iba a decir, pero antes de que pudiera articular palabra Elaine me detuvo con un ademán de sus manos deformes, aunque curiosamente bellas.

—Si lo haces, no quiero saber de qué se trata, Paul. Tus asuntos sólo te incumben a ti. Me educaron en esa creencia, aunque no todo el mundo la comparte. Sólo quería decirte que tuvieras cuidado. Y ahora te dejo trabajar.

Se volvió para marcharse, pero antes de que franqueara el umbral la llamé. Se volvió y me miró con expresión inquisitiva.

—Cuando termine lo que estoy escribiendo… —comencé, pero me detuve a mitad de la frase y sacudí la cabeza—. Si termino lo que estoy escribiendo —rectifiqué—, ¿querrás leerlo?

Reflexionó por un instante y luego esbozó una sonrisa capaz de enamorar a cualquier hombre, incluso a uno viejo como yo.

—Será un placer.

—Antes de decir eso deberías esperar a leerlo —observé pensando en la ejecución de Delacroix.

—De todos modos, lo leeré de principio a fin —respondió—. Lo prometo. Aunque antes tendrás que terminar.

Me dejó para que lo hiciese, pero pasó un buen rato antes de que empezara a escribir. Estuve mirando por la ventana durante casi una hora, tamborileando con el lápiz sobre la mesa, observando cómo el día se aclaraba poco a poco, pensando en Brad Dolan, que me llama Paulie y nunca se cansa de sus chistes sobre chinos, vietnamitas, hispanos e irlandeses, rumiando las palabras de Elaine Connelly: «Cree que escondes algo, y yo también.»

Es probable que sea así. Sí; quizá lo haga. Y, naturalmente, Brad Dolan quiere saber qué es.

No porque piense que se trata de algo importante (supongo que lo es sólo para mí), sino porque no le parece bien que un viejo tenga secretos. Nada de coger chubasqueros del perchero que está al lado de la puerta de la cocina, y nada de secretos. De lo contrario, es probable que los tipos como yo creamos que seguimos siendo humanos. ¿Por qué es inadmisible que pensemos algo así? Dolan no lo sabe, y en eso también se parece a Percy.

Así fue como mis pensamientos, al igual que un río que gira en un meandro, me llevaron del momento en que Dolan apareció debajo del alero de la cocina y me cogió de la muñeca, hasta Percy, el mezquino Percy Wetmore y la forma en que se vengó del hombre que se había reído de él.

Delacroix había estado arrojando el carrete para que Cascabel fuera tras él, y aquél rebotó en la pared de la celda, saliendo al pasillo. Eso fue todo. Entonces Percy tuvo su gran oportunidad.