Capítulo 29

Todo parecía indicar que íbamos a tener una buena noche, a pesar del calor. John Coffey estaba tan tranquilo como de costumbre, el Salvaje Bill fingía ser el Bill el Bueno y Delacroix estaba de bastante buen humor considerando que tenía una cita con la Freidora en menos de veinticuatro horas.

Comprendía lo que iba a pasarle, al menos a un nivel muy básico. Había pedido tacos para su última comida («como mínimo cuatro») y me había dado instrucciones especiales para la cocina:

—Dígales que les pongan salsa picante —dijo—. No de la suave, sino de esa verde que quema la garganta. Esa salsa me da cagarrinas y me paso todo el día siguiente en el lavabo, pero esta vez eso no será problema, n'est pas?

La mayoría de los condenados se preocupaban por su alma inmortal con una especie de estúpida morbosidad, pero Delacroix no dio mayor importancia a mi pregunta sobre quién quería que le diera consuelo espiritual en sus últimas horas. Si el Cacique Bitterbuck no había puesto objeciones a Schuster, tampoco lo haría él. Lo que de verdad le preocupaba, como seguramente habréis imaginado, era qué pasaría con Cascabel después de que él muriese. Yo estaba acostumbrado a pasar muchas horas con los condenados la noche anterior a su ejecución, pero aquélla era la primera vez que pasaba esas horas hablando del destino de un ratón.

Del imaginó una situación tras otra, estudiando pacientemente todas las posibilidades. Y mientras pensaba en voz alta, planeando el futuro de su mascota como si se tratara de un hijo que debía ir a la universidad, arrojaba el carrete una y otra vez contra la pared. Cascabel corría tras él, lo atajaba y lo empujaba hacia los pies del francés. Al cabo de un rato, la escena empezó a ponerme nervioso: primero el ruido del carrete al chocar contra la pared, luego el de las patitas del ratón sobre el suelo. Aunque el truco era ingenioso, perdía por completo la gracia después de noventa minutos seguidos de representación. Y Cascabel era incansable. De vez en cuando se detenía para beber agua de un plato de café o mordisquear uno de los caramelos de menta, y luego empezaba de nuevo con su número. En más de una ocasión estuve a punto de pedirle a Delacroix que lo dejara descansar un rato, pero entonces me recordaba a mí mismo que sólo tenía aquella noche y el día siguiente para jugar con Cascabel. Sin embargo, comenzaba a costarme mantenerme fiel a mi promesa de dejarle hacer su santa voluntad. Ya sabéis cómo se siente uno cuando oye un ruido una y otra vez; acaba por atacarte a los nervios. Cuando me decidí a hablar, vi a John Coffey junto a la puerta de la celda, al otro lado del pasillo, moviendo la cabeza de un lado a otro —derecha, izquierda y otra vez al centro como si me hubiera leído el pensamiento y me aconsejara que lo pensase mejor.

Dije que me ocuparía de que llevaran a Cascabel con la tía soltera de Delacroix, aquella que le había enviado el paquete de caramelos. Le enviaríamos también el carrete, e incluso la «casa».

Haríamos una colecta y conseguiríamos que Tuu–Tuu renunciara a la caja de cigarros Corona. Pero después de unos segundos de reflexión, durante los cuales arrojó el carrete contra la pared al menos cinco veces y Cascabel se lo devolvió con el hocico o las patas, Delacroix dijo que no. La tía Hermoine era demasiado vieja, no entendería el carácter juguetón de Cascabel. Además, ¿qué pasaría si el ratón vivía más que ella? ¿Qué sería de él en ese caso? No; la tía Hermoine no era la persona adecuada.

Le pregunté qué le parecería que uno de nosotros se ocupara de él. Así podría quedarse en el bloque E. Delacroix me agradeció el detalle, certainement, pero dijo que Cascabel era un ratón que necesitaba libertad. Él lo sabía porque, como ya habréis adivinado, el ratón se lo había dicho al oído.

—De acuerdo —lije—, entonces uno de nosotros se lo llevará a casa. Quizá Dean. Estoy seguro de que a su hijo le encantaría tener un ratón de mascota.

Delacroix palideció de horror ante aquella idea. ¿Un niño pequeño a cargo de un genio roedor como Cascabel? ¿Cómo, en nombre del bon Dieu, esperaba que un crío pudiera continuar con su entrenamiento y mucho menos enseñarle trucos nuevos? ¿Y si el pequeño perdía el interés y se olvidaba de alimentarlo tres días seguidos? Delacroix, que había asado vivos a seis seres humanos con el fin de encubrir su primer asesinato, se estremeció con la repulsión de un fanático antiviviseccionista.

—De acuerdo, me lo llevaré yo mismo.

—Cuarenta y ocho horas antes de la ejecución les prometía cualquier cosa; cualquier cosa—. ¿Qué te parece?

—No, señor Edgecombe —dijo Del con tono de culpabilidad. Arrojó otra vez el carrete, que rebotó contra la pared y giró. Cascabel corrió hacia él de inmediato y lo empujó de vuelta hacia Delacroix—. Muchas gracias, merci beaucoup, pero usted vive en el bosque y Cascabel tendría mucho miedo de vivir en bois. Lo sé porque…—Creo que puedo adivinarlo, Del —dije.

Delacroix asintió con una sonrisa.

—Pero le aseguro que encontraremos dónde colocarlo.

—Arrojó el carrete otra vez y Cascabel corrió tras él. Intenté disimular mi— fastidio.

Al final, Bruto me salvó el día. Estaba en la mesa de entrada, mirando a Harry y a Dean, que jugaban a las cartas. Percy también estaba allí y Bruto se cansó de intentar iniciar una conversación y obtener gruñidos por respuesta. Se acercó al banco donde yo estaba sentado, junto a la celda de Delacroix, y se detuvo allí a escuchar nuestra conversación, con los brazos cruzados.

—¿Qué me dices de Ratilandia? —preguntó Bruto, rompiendo el silencio que siguió cuando Delacroix rechazó la hospitalidad de mi vieja casa en el bosque. Lo dijo con tono casual, como quien propone una idea que acaba de cruzársele por la cabeza.

—¿Ratilandia? —repuso Delacroix con una mezcla de asombro e interés—. ¿Qué es eso?

—Es una atracción para turistas en Florida —respondió—. Creo que en Tallahassee. ¿Estoy en lo cierto, Paul? ¿Es Tallahassee?

—Sí —contesté sin vacilar un instante, pensando «bendito sea Brutus Howell»—. Tallahassee. A un paso de la universidad para perros.

Bruto hizo una mueca extraña con la boca y pensé que iba a estropear las cosas con una carcajada, pero se contuvo y asintió. Supuse que ya hablaríamos más tarde de la universidad para. perros.

Esta vez Del no arrojó el carrete, aunque Cascabel se encaramó a sus zapatillas con las patas delanteras, claramente ansioso por repetir el truco. El francés paseó la vista de Bruto a mí y otra vez a Bruto.

—¿Qué hacen en Ratilandia? —inquirió.

—¿Crees que cogerían a Cascabel? —preguntó Bruto, fingiendo no hacer caso a Delacroix, pero con toda la intención de despertar su interés—. ¿Crees que tiene cualidades, Paul?

Simulé reflexionar por un momento.

—¿Sabes? —dije—. Cuanto más pienso en ello, más brillante me parece la idea.

—Con el rabillo del ojo, vi que Percy se acercaba por el pasillo de la muerte, manteniéndose bien alejado de la celda de Wharton (ya nunca olvidaría la lección). Por fin se detuvo, apoyó un hombro en la puerta de una celda vacía y escuchó nuestra conversación con una sonrisa desdeñosa en los labios.

—¿Qué es Ratilandia? —preguntó Del, ahora con impaciencia.

—Ya te lo he dicho; una atracción para turistas —repitió Bruto—. Allí habrá unos… no sé, quizá cien ratones. ¿Verdad, Paul?

—Más de ciento cincuenta en la actualidad —dije—. Es un gran éxito. Tengo entendido que van a abrir otro en Los Ángeles, que se llamará Ratilandia II. Parece que el negocio florece. Por lo visto, los ratones amaestrados se han puesto de moda… aunque no entiendo por qué.

Delacroix nos miraba atónito, con el carrete de colores en las manos, olvidando momentáneamente su propia situación.

—Sólo admiten a los ratones más listos —advirtió Bruto—, los que son capaces de hacer trucos.

Y no pueden ser blancos, porque los blancos se compran en cualquier tienda de mascotas.

—Ya —dijo Delacroix con vehemencia—. Yo detesto las tiendas de mascotas.

—También tienen una carpa —dijo Bruto con la mirada distante mientras imaginaba la escena—, donde uno entra y…

—¡Sí, sí, como un cirque! —exclamó Del—. ¿Hay que pagar para entrar?

—¿Me tomas el pelo? Claro que hay que pagar para entrar. Cinco centavos por cabeza; dos en el caso de los niños. Y es como una ciudad hecha de cajas de cartón y rollos de papel higiénico, con ventanas de vidrio esmerilado para que uno pueda ver el interior.

—¡Sí! ¡Sí! —dijo Delacroix extasiado, y se volvió hacia mí—: ¿Qué es el vidrio esmerilado?

—El vidrio mate que usan en las puertas de los hornos.

—¡Ah! ¡Eso! —Hizo un ademán con la mano en dirección a Bruto, invitándolo a continuar, y los ojos como gotas de aceite de Cascabel estuvieron a punto de salirse de las órbitas para no perder de vista el carrete de colores. Fue muy gracioso. Percy se acercó un poco más, como para ver mejor la escena, y advertí que John Coffey fruncía el entrecejo. Sin embargo, estaba demasiado abstraído en la historia de Bruto para prestarle atención. Aquel relato daba un nuevo sentido a nuestra obligación de contarle al condenado lo que quería oír, y os aseguro que yo estaba fascinado.

—Bien —continuó Bruto—, está la ciudad de los ratones, pero lo que más les gusta a los niños es el Circo de las Estrellas de Ratilandia, donde los ratones se columpian en trapecios, empujan pequeños barriles o apilan monedas…

—¡Sí! ¡Ése es el sitio ideal para Cascabel! —dijo Delacroix con los ojos brillantes y las mejillas rojas. En ese momento, Brutus Howell me parecía una especie de santo—. Por fin serás un ratón de circo, Cascabel. Vivirás en Florida, en una ciudad para ratones. ¡Con ventanas de vidrio esmerilado! ¡Hurra!

Arrojó el carrete con tanta fuerza que éste golpeó contra la pared, rebotó y salió al pasillo entre los barrotes de la celda. Cascabel corrió tras él y Percy vio su oportunidad.

—¡No, imbécil! —gritó Bruto, pero Percy no le hizo el menor caso.

En el preciso instante en que Cascabel alcanzaba el carrete, demasiado concentrado en su número para advertir la proximidad de su antiguo enemigo, Percy le asestó un puntapié con la gruesa suela de una de sus botas de trabajo. El espinazo del animal se partió con un crujido audible, y de su boca comenzó a manar sangre. Los ojitos pequeños y oscuros parecieron saltar de sus órbitas, y en ellos vi una expresión de angustia y sorpresa demasiado humana para un simple ratón.

Delacroix soltó un grito de horror y pena. Se lanzó contra la puerta de la celda, sacó los brazos entre los barrotes y comenzó a repetir el nombre del ratón una y otra vez.

Percy se volvió hacia él con una sonrisa en los labios. De hecho, se volvió hacia nosotros tres.

—Ya está —dijo—. Sabía que tarde o temprano lo cogería. Sólo era cuestión de tiempo.

Dio media vuelta y caminó sobre sus pasos por el pasillo de la muerte, sin prisas, dejando a Cascabel tendido sobre el linóleo verde en medio de un charco de sangre.