Capítulo 28

La noche anterior a la ejecución de Delacroix hizo más calor que nunca: veintisiete grados, según comprobé en el termómetro colgado en la ventana de la administración, cuando fiché a las seis. Veintisiete grados en octubre, imaginaos, y los truenos resonando en el oeste como ocurre en pleno mes de julio. Aquella tarde me encontré con un miembro de mi congregación, que me preguntó con aparente seriedad si creía que un tiempo tan insólito podía ser señal de que se acercaba el fin del mundo. Respondí que estaba seguro de que no, pero entonces se me cruzó por la cabeza que sí lo era para Eduard Delacroix. Desde luego que sí.

Bill Dodge estaba junto a la puerta del patio de ejercicios, tomando café y fumando un cigarrillo. Me miró y dijo:

—Vaya, a quién tenemos aquí. Paul Edgecombe en persona.

—¿Qué tal ha ido el día, Billy?

—Bien.

—¿Y Delacroix?

—Bien. Sabe que mañana es su día y al mismo tiempo no parece darse por enterado. Ya sabes cómo se comportan casi todos cuando les llega el fin.

Asentí con un gesto.

—¿Y Wharton?

—¡Vaya comediante! —exclamó Bill con una risita—. Hace que Jack Benny parezca un cuáquero a su lado. Le dijo a Rolfe Wettermark que comía mermelada de fresa del coño de su esposa.

—¿Y qué contestó Rolfe?

—Que no estaba casado. Le dijo que debía de estar pensando en su propia madre.

Reí con ganas. Aunque era una vulgaridad, tenía gracia y era un placer reír sin sentir que alguien encendía cerillas en mi vientre. Bill rió conmigo, luego arrojó el resto del café al patio, donde a esas horas sólo quedaban algunos presos de confianza que parecían llevar mil años allí.

Se oyó un trueno a lo lejos y un relámpago iluminó el cielo encapotado. Bill miró hacia arriba con intranquilidad y dejó de reír.

—Te confieso que este tiempo no me gusta nada. Parece que fuera a pasar algo en cualquier momento. Algo malo.

En eso tenía razón. Algo malo ocurrió aquella noche alrededor de las diez menos cuarto, cuando Percy mató a Cascabel.