Capítulo 27

Los dos ensayos salieron bien. Percy actuó con una eficacia que no habría imaginado ni en mis fantasías más disparatadas. Por supuesto, eso no significaba que las cosas fueran a salir bien cuando llegase el momento de que el francés recorriera el pasillo de la muerte, pero era un gran paso en la dirección correcta. Supuse que la eficacia de Percy se debía a que por fin hacía algo que realmente le interesaba. Esa idea me hizo despreciarlo aún más, pero no me recreé en ella. Al fin y al cabo, ¿qué más daba? Le pondría el casquete a Delacroix, lo electrocutaría y ambos desaparecerían de escena. ¿Acaso no sería un final feliz? Además, como había señalado el alcaide Moores, los sesos de Delacroix se freirían de un modo u otro, independientemente de quién estuviera a su lado.

Sin embargo, Percy había desempeñado su nuevo papel a la perfección, y lo sabía. Todos lo sabíamos. En cuanto a mí, me sentía demasiado aliviado para odiarlo. Al parecer, las perspectivas eran buenas. Me sentí aún más aliviado al advertir que Percy prestaba atención a nuestras sugerencias sobre trucos que podían mejorar su actuación o, como mínimo, reducir el riesgo de contratiempos. En honor a la verdad, nos entusiasmamos bastante al darle instrucciones; todos, incluido Dean, que siempre que podía se mantenía física y mentalmente apartado de Percy.

Supongo que nuestro entusiasmo era natural; no hay nada más halagador para un veterano que el hecho de que un joven tome en serio sus consejos, y en ese sentido no éramos diferentes. En consecuencia, ninguno de nosotros se dio cuenta de que el Salvaje Bill Wharton había dejado de mirar el techo. Yo tampoco le había prestado atención, pero sé que ya no lo hacía. Observaba cómo nos jactábamos y aconsejábamos a Percy al lado de la mesa de entrada. ¡Lo aconsejábamos, y él parecía escucharnos! La cosa tiene gracia, sobre todo cuando uno piensa en cómo salió todo al final.

El ruido de una llave en la puerta del patio de ejercicios puso fin a nuestra conversación sobre el ensayo.

—Ni una palabra ni una mirada equívoca —advirtió Dean a Percy—. No debe enterarse de lo que hacíamos. No es bueno para ellos. Los pone nerviosos.

Percy asintió y se pasó un dedo por los labios como si quisiera decir que estaban sellados. El gesto pretendía ser cómico, pero no lo fue. Se abrió la puerta del patio de ejercicios y entró Delacroix, escoltado por Bruto, que llevaba la caja de cigarros con el carrete de colores, como el ayudante de un mago al finalizar el espectáculo. Cascabel estaba sentado en el hombro del francés. ¿Y Delacroix? Os aseguro que Jenny Lind no habría tenido un aspecto más radiante después de una actuación en la Casa Blanca.

—Cascabel los ha fascinado —proclamó Delacroix—. Rieron, lo ovacionaron y aplaudieron.

—Estupendo —dijo Percy con un tono indulgente y compasivo impropio de él—. Ahora vuelve a tu celda, veterano.

Delacroix le dirigió una graciosa mirada de desconfianza y volvimos a ver al antiguo Percy.

Mostró los dientes en una sonrisa burlona e hizo un gesto como si fuera a coger a Delacroix. Era una broma, por supuesto, pues Percy estaba de buen humor, pero Delacroix no lo sabía. Se apartó bruscamente, con una expresión de miedo y desazón, y tropezó con los grandes pies de Bruto.

Cayó al suelo y se golpeó la nuca contra el linóleo verde. Cascabel saltó justo a tiempo para evitar morir aplastado y corrió por el pasillo hacia la celda del francés.

Delacroix se levantó, dedicó una mirada de odio al sonriente Percy y corrió detrás de su mascota, llamándola mientras se frotaba la nuca. Bruto, que ignoraba que Percy por fin había hecho bien su trabajo, dirigió una mirada de desprecio al joven guardia y siguió al francés agitando las llaves.

Creo que lo que ocurrió a continuación se debió a que Percy tenía intención de disculparse.

Sé que es difícil de creer, pero aquel día estaba de un humor insólito. Si eso es cierto, probaría lo que dice un proverbio tan viejo como cínico que oí en una ocasión, algo así como que ninguna buena acción queda sin castigo. Recuerdo haberos dicho que en una de las ocasiones en que persiguió al ratón hasta la celda de seguridad, antes de que Delacroix ingresara en el bloque, Percy se acercó demasiado a la celda del Presi. Acercarse a los convictos era peligroso, y por eso el pasillo de la muerte era tan ancho. Si caminabas por el centro, los presos no podían alcanzarte. El Presi no le hizo nada a Percy, pero entonces pensé que Arlen Bitterbuck podría haberlo hecho si el guardia se hubiera acercado a él. Aunque sólo fuera para darle una lección.

Bien, el Presidente y el Cacique ya no estaban allí, pero Bill Wharton había ocupado su lugar. Tenía peores modales que el Presi o el Cacique y había estado contemplando el espectáculo, esperando una oportunidad para entrar en escena. Y Percy Wetmore le sirvió esa oportunidad en bandeja.

—¡Eh, Del! —gritó Percy riendo. Fue detrás de Bruto y del francés, y en el camino se acercó demasiado a la celda de Wharton—. ¡Tonto! No pretendía ofenderte. ¿Te encuentras…?

Wharton se levantó del camastro y corrió hacia la puerta de la celda como un rayo. En todos mis años de carcelero jamás vi a un tipo moverse con tanta rapidez, y eso incluye a los jóvenes atletas con los que Bruto y yo trabajamos en el correccional de menores. Wharton sacó los brazos entre los barrotes y cogió a Percy, primero por los hombros de la camisa del uniforme, luego del cuello, y lo inmovilizó contra la puerta de la celda. Percy chilló como un cerdo en el matadero, y sé por la expresión de sus ojos que creyó que iba a morir.

—Vaya, qué tierno eres —murmuró Wharton al tiempo que apartaba una mano del cuello de Percy para acariciarle el cabello—. Suave como el pelo de una chica —añadió con una sonrisa—.

Preferiría tu culo al coño de tu hermana.

—Y le besó una oreja.

Creo que Percy, que como recordaréis había golpeado a Delacroix por rozarle la entrepierna accidentalmente, sabía muy bien qué estaba ocurriendo. Dudo que quisiera creerlo, pero lo sabía.

El color se había esfumado de su rostro y los granos de sus mejillas se destacaban como marcas de nacimiento. Tenía los ojos húmedos y desorbitados. Un hilo de saliva se deslizaba por la comisura de su boca torcida. Todo sucedió rápidamente; yo diría que empezó y terminó en unos diez segundos.

Harry y yo nos acercamos con la porra en alto y Dean desenfundó la pistola, pero antes de que la cosa pasara a mayores, Wharton soltó a Percy, retrocedió con las manos levantadas y una sonrisa maliciosa en los ojos.

—Lo he soltado. Sólo era un juego —dijo—. No le he arrancado un solo pelo de su bonita cabecita, así que no volváis a encerrarme en esa maldita celda acolchada.

Percy Wetmore cruzó el pasillo y se cogió de los barrotes de la celda vacía de enfrente, respirando de manera tan agitada que parecía llorar. Por fin aprendería que debía andar por el centro del pasillo, lejos de las garras y los dientes de los prisioneros. Tuve la impresión de que recordaría aquella lección más que todos los consejos que le habíamos dado después del ensayo.

Su cara reflejaba una expresión de auténtico horror y por primera vez desde que lo conocía su precioso cabello estaba enmarañado, con varios mechones en punta. Tenía el aspecto de quien acaba de salvarse por milagro de una violación.

Siguió un momento de absoluta quietud, un silencio denso, roto únicamente por la respiración entrecortada de Percy. Entonces sonó una risa senil, tan súbita y enajenada que resultaba escalofriante. Pensé que era Wharton; pero no, era Delacroix, que estaba de pie en la puerta de su celda señalando a Percy. El ratón volvía a estar sobre su hombro y el francés parecía un brujo pequeño pero perverso, con diablillo incluido.

—¡Miradlo, se ha meado encima! —gritó Delacroix—. Mirad lo que ha hecho el gran hombre. Le pega a los demás con su porra, mais out, mauvais homme, pero cuando alguien lo toca se mea como un bebé.

Siguió señalando y riendo; todo el odio y el miedo que sentía por Percy salió en aquella risa desdeñosa. Percy lo miró, aparentemente incapaz de moverse o hablar. Wharton se acercó a la puerta de la celda y observó la mancha oscura en la delantera de los pantalones de Percy —era pequeña, pero estaba allí, y no había duda de qué se trataba—, y sonrió.

—Alguien debería comprarle pañales al chico duro —dijo y volvió a su camastro, riendo.

Bruto se dirigió a la celda de Delacroix, pero el francés ya se había tendido en el camastro.

Me acerqué a Percy y lo cogí de un hombro.

—Percy… —comencé, pero él pareció revivir y apartó mi mano con brusquedad.

Se miró los pantalones, vio la mancha que se extendía hacia las piernas y su cara se tiñó de rojo. Alzó la vista, me miró y luego miró a Harry y a Dean. Recuerdo que me alegré de que el viejo Tuu–Tuu se hubiera marchado. Si hubiese estado allí, la noticia se habría difundido por toda la prisión en un solo día, y teniendo en cuenta el apellido de Percy, Wetmore[3] —en este caso, una desgracia para él— la anécdota se habría contado con regocijo durante años.

—Si le contáis esto a alguien, estaréis en la cola del paro antes de que acabe la semana —murmuró con furia. Era la clase de comentario estúpido que en otras circunstancias me habría dado ganas de pegarle, pero en ese momento sólo podía compadecerlo. Creo que advirtió que me compadecía de él, y eso hizo que se sintiese peor, como si le restregaran una herida con un manojo de ortigas.

—Lo que ocurre aquí dentro no sale de aquí —dijo Dean con suavidad—. No tienes por qué preocuparte.

Percy miró por encima del hombro hacia la celda de Delacroix. Bruto estaba cerrando la puerta y desde el interior se oía claramente la risa del francés. La mirada de Percy era más negra que el carbón. Pensé en decirle que en la vida uno cosecha lo que siembra, pero llegué a la conclusión de que no era el mejor momento para un sermón.

—En cuanto a él… —empezó, pero se detuvo a mitad de la frase. Se marchó al almacén en busca de un par de pantalones limpios.

—Es tan guapo —susurró Wharton con voz melosa.

Harry le dijo que cerrara el pico o acabaría en la celda de seguridad por una simple cuestión de principios. Wharton se cruzó de brazos, cerró los ojos y fingió dormir.