Capítulo 24

Al día siguiente Bill Wharton el Salvaje visitó la celda de seguridad por primera vez. Pasó la mañana y la tarde tan tranquilo y silencioso como un cordero, un estado que, según descubriríamos después, no era natural en él y significaba que se avecinaban problemas. Luego, aproximadamente a las siete y media de la tarde, Harry Terwilliger sintió algo húmedo y caliente en el uniforme que se había puesto limpio ese mismo día. Era orina. William Wharton estaba de pie en su celda, exhibiendo sus dientes ennegrecidos con una gran sonrisa y meando los pantalones y los zapatos de Harry.

—El maldito hijo de puta debe de haber estado preparando aquella escena todo el día —dijo Harry más tarde, asqueado y furioso.

Bien. Había llegado el momento de enseñarle a William Wharton quién mandaba en el bloque E. Harry nos avisó a mí y a Bruto y yo puse sobre aviso a Dean y a Percy, que también estaban de servicio. Recordad que entonces teníamos tres prisioneros y eso significaba ocupación plena. Mis hombres estaban de guardia de siete de la tarde a tres de la madrugada —el momento más propicio para los problemas— y otros dos grupos se turnaban durante el resto del día. Aquellos grupos estaban formados en su mayor parte por guardias temporeros, al mando de los cuales solía estar Bill Dodge. No era un mal sistema y yo tenía la impresión de que en cuanto pudiera pasar a Percy al turno de día, las cosas irían aún mejor. Sin embargo, nunca conseguí hacerlo. A veces me pregunto si eso hubiera cambiado algo.

Había un depósito de agua en el almacén, al otro lado de la Freidora, y Dean y Percy le acoplaron una manguera de incendios de lona. Luego se quedaron junto a la válvula, para abrirla en caso de que fuese necesario.

Bruto y yo fuimos rápidamente a la celda de Wharton, donde éste seguía de pie, sonriente y con la polla colgando fuera del pantalón. La noche anterior, antes de marcharme, yo había sacado la camisa de fuerza de la celda de seguridad y la había arrojado sobre un estante de mi despacho, pensando que podríamos necesitarla para nuestro nuevo inquilino. Ahora la llevaba en una mano, con el dedo índice enganchado debajo de uno de los tirantes. Harry nos seguía, tirando de la boquilla de la manguera que cruzaba mi oficina, bajaba los peldaños del almacén y se remontaba hasta el tambor cilíndrico de donde Dean y Percy la desenrollaban con la mayor rapidez posible.

—¿Qué? ¿Os ha gustado? —preguntó el Salvaje Bill. Reía como un niño en carnaval, tan alto que casi no podía hablar, y unas lágrimas enormes se deslizaban por sus mejillas—. Supongo que sí, ya que os habéis dado tanta prisa en venir. Estoy cocinando unas boñigas como acompañamiento.

Bonitas y blandas. Mañana os las serviré.

Al ver que yo abría la puerta de su celda, entrecerró los ojos. Entonces advirtió que Bruto tenía el revolver en una mano y la porra en la otra.

—Es probable que entréis aquí por vuestro propio pie —dijo—, pero Billy el Niño os asegura que saldréis en camilla.

—Sus ojos se posaron en mí—. Y si piensa que va a ponerme esa camisa para locos, le espera una buena, viejo estúpido.

—Tú no das las órdenes aquí —repliqué—. Ya deberías saberlo, pero supongo que eres demasiado idiota para aprenderlo sin que te lo enseñen.

Terminé de abrir los cerrojos y empujé la puerta. Wharton retrocedió hasta el camastro con la polla colgando fuera de los pantalones, extendió las manos con las palmas hacia arriba y me llamó con los dedos.

—Ven aquí, mamón —dijo—. Si quieres jugaremos al colegio, pero este chico es lo bastante grande para ser la maestra.

—Volvió la mirada y la negra sonrisa hacia Bruto—. Ven, grandullón.

Esta vez no podrás cogerme por la espalda. Deja esa pistola, que de todos modos no vas a usar, y enfrentémonos cuerpo a cuerpo. Veamos quién es mejor…

Bruto entró en la celda, pero no se acercó a Wharton. Una vez al otro lado de la puerta, torció a la izquierda y Wharton abrió desmesuradamente los ojos al ver la manguera apuntando hacia él.

—No lo harás —dijo—. No…

—¡Dean! —grité—. Abre. ¡A tope!

Wharton saltó hacia adelante, y Bruto le asestó un golpe con la porra. Un buen golpe en la frente, justo encima de las cejas. Estoy seguro de que Percy soñaba con dar uno igual. Wharton, que parecía pensar que nunca habíamos tenido problemas antes de conocerlo, cayó de rodillas, con los ojos abiertos pero ciegos. Entonces comenzó a salir el agua. Harry se tambaleó ante su fuerza, pero enseguida recuperó el equilibrio. Sostenía la boquilla firmemente entre las manos, apuntando como si la manguera fuese un arma. El chorro dio directamente en el pecho de Wharton, lo hizo girar y lo empujó debajo del camastro. En el otro extremo del pasillo Delacroix saltaba, reía con nerviosismo y gritaba a Coffey, exigiéndole que le contara qué ocurría, quién ganaba y si al nuevo grdn'fou le gustaba el tratamiento de agua. John no dijo nada, permaneció allí quieto, vestido con sus calzoncillos y las zapatillas de la prisión. Apenas si lo miré, pero bastó para ver la expresión de siempre en su cara, triste y serena al mismo tiempo. Era como si hubiera visto aquello antes, no una vez o dos, sino miles.

—¡Cerrad el agua! —gritó Bruto por encima del hombro, y corrió hacia Wharton. Cogió al chico por las axilas y lo sacó de debajo de la cama. Wharton, semiinconsciente, tosía y emitía sonidos ahogados. Un hilo de sangre caía en sus ojos desde la frente, donde la porra de Bruto había abierto la piel en una línea vertical.

Para Bruto y para mí, poner la camisa de fuerza era una especie de ciencia. Habíamos practicado la técnica como un par de coristas que ensayan un nuevo número y de vez en cuando la práctica daba sus frutos. Como en aquella ocasión. Bruto sentó a Wharton y le sostuvo los brazos, igual que un niño que sostiene los brazos de una muñeca de trapo. La conciencia comenzaba a regresar a los ojos de Wharton, como si éste supiera que si no se resistía entonces ya no podría hacerlo, pero la comunicación entre su cerebro y sus músculos seguía interrumpida, y antes de que pudiera restablecerla yo le pasé la camisa por los brazos y Bruto abrochó las presillas en la espalda. Mientras lo hacía, tiré de los brazos de Wharton hacia atrás y le até las muñecas con una tira de lona. Cuando terminé, el muchacho parecía abrazarse a sí mismo.

—¡Maldita sea, tontorrón, dime qué hacen! —gritó Delacroix. Oí que Cascabel emitía un chillido, como si también él exigiera información.

Entonces llegó Percy, con la cara radiante y la camisa mojada pegada al cuerpo después de la lucha con el depósito de agua. Dean venía detrás. La marca azulada que le rodeaba el cuello como un collar hacía que tuviese un aspecto mucho menos entusiasta.

—Vamos, Salvaje Bill —dije levantando a Wharton—, ahora vamos a andar, pasito a pasito.

—¡No me llame así! —chilló Wharton. Creo que por primera vez vimos sus auténticos sentimientos y no las técnicas de camuflaje de un animal astuto—. El Salvaje Bill Hickock nunca fue un héroe. Nunca combatió ni empuñó un cuchillo. No era más que un guerrillero de los confederados. El muy imbécil se sentó de espaldas a la puerta y se dejó matar por un borracho.

—¡Caramba, el chico está dándonos una lección de historia! —exclamó Bruto mientras empujaba a Wharton fuera de la celda—. Uno nunca sabe con qué va a encontrarse cuando ficha en este sitio, pero con tanta gente agradable como tú, supongo que es lógico, ¿verdad? ¿Sabes una cosa? Muy pronto tú también serás historia, Salvaje Bill. Mientras tanto, camina. Tenemos una habitación especial para ti. Una habitación para que te relajes.

Wharton soltó un grito furioso, incoherente, y se arrojó contra Bruto, aunque estaba perfectamente embutido dentro de la camisa de fuerza y tenía las manos detrás. Percy hizo ademán de desenfundar la porra —la solución Wetmore para todos los problemas de la vida—, pero Dean le cogió la muñeca. Percy lo miró con una mezcla de perplejidad e indignación, como si quisiera decir que después de lo que Wharton le había hecho, era la última persona en el mundo que debía retenerlo.

Bruto empujó a Wharton hacia atrás, yo lo atajé y lo empujé hacia Harry, que a su vez lo empujó por el pasillo de la muerte, más allá del atónito Delacroix y el imperturbable Coffey.

Wharton corrió para evitar caer de bruces, maldiciendo todo el tiempo, escupiendo juramentos como un soldador escupe chispas. Lo metimos en la última celda de la derecha, mientras Dean, Harry y Percy (que por una vez no se quejaba del exceso de trabajo) sacaban todos los trastos de la celda de seguridad. Entretanto, mantuve una breve conversación con Wharton.

—Te crees duro —dije—, y quizá lo seas, pero aquí la dureza no cuenta. Tus días de estampidas han terminado. Si facilitas las cosas, nosotros te las facilitaremos a ti. Si nos creas problemas, morirás de todos modos, pero te aseguro que antes te meteremos en cintura.

—Os alegraréis de verme morir —dijo Wharton con voz ronca. Luchaba por quitarse la camisa de fuerza, aunque sabía perfectamente que no lo conseguiría, y tenía la cara roja como un tomate—.

Pero antes de irme, os haré la vida imposible.

—Me mostró los dientes como un mono furioso.

—Si lo que quieres es hacernos la vida imposible, ya puedes dejarlo porque lo has conseguido —dijo Bruto—. Pero ten en cuenta que no nos importa si pasas todo el tiempo que te toque estar en el pasillo de la muerte en la celda de las paredes acolchadas. Llevarás esa camisa de fuerza hasta que los brazos se te gangrenen por falta de circulación y se te caigan.

—Hizo una pausa y agregó—: Nadie visita esta celda, ¿sabes? Y si crees que a alguien le importa lo que pueda pasarte, te equivocas.

Para el mundo, tu ya eres un criminal muerto.

Wharton miró a Bruto con atención y la furia comenzó a desvanecerse de su cara.

—Quitadme esto —dijo con voz conciliadora, una voz demasiado cuerda y serena para fiarse de ella—. Me portaré bien. De veras.

Harry apareció en la puerta de la celda. El pasillo parecía un mercadillo de objetos de segunda mano, pero habíamos conseguido organizarlo todo con bastante rapidez. Lo habíamos hecho antes, de modo que teníamos práctica.

—Todo listo —dijo Harry.

Bruto cogió el bulto cubierto de lona que correspondía al codo derecho de Wharton y lo levantó.

—Vamos, Salvaje Bill, e intenta mirar las cosas desde el punto de vista positivo. Tendrás al menos veinticuatro horas para recordar que no debes sentarte de espaldas a la puerta y fiarte de una mano de ases y ochos.

—Quitadme esto —dijo Wharton. Miró primero a Bruto, luego a Harry y por fin a mí. Su cara volvía a ponerse roja—. Me portaré bien, he aprendido la lección, he… ayyyy…

De repente cayó al suelo, la mitad dentro de la celda y la otra mitad en el pasillo. Pataleaba y movía el cuerpo espasmódicamente.

—¡Demonios! Le ha dado un ataque —murmuró Percy.

—Tan cierto como que mi hermana es la reina de Babilonia —dijo Bruto—. Baila la danza del vientre para Moisés todas las noches envuelta en un tul blanco.

—Se agachó y cogió a Wharton por una de las axilas. Yo lo cogí por la otra. Wharton se sacudía entre los dos como un pez recién pescado. Arrastrar aquel cuerpo que no dejaba de moverse, oír los gruñidos de Wharton por un extremo de su cuerpo y sus pedos por el otro, fue una de las peores experiencias de mi vida.

Alcé la vista y por un instante mis ojos se encontraron con los de John Coffey. Estaban rojos y sus mejillas volvían a estar húmedas. Lloraba otra vez. Recordé a Hammersmith imitando la boca de un perro con la mano y me estremecí. Luego volví a centrar mi atención en Wharton.

Lo arrojamos dentro de la celda de seguridad como si fuera un fardo y observamos cómo se sacudía en el suelo, cerca de la rejilla que una vez habíamos inspeccionado buscando el ratón que había comenzado su vida entre nosotros con el nombre de Willy, el del barco de vapor.

—Me da igual que se trague la lengua y se muera —dijo Harry con su voz ronca y áspera—, pero pensad en el papeleo, muchachos. Será interminable.

—El papeleo es lo de menos —terció Harry con voz lúgubre—. Debemos pensar en la audiencia.

Perderemos nuestro maldito empleo y acabaremos recogiendo guisantes en Misisipi. Sabéis qué quiere decir Misisipi en el idioma de los indios, ¿verdad? Quiere decir «culo».

—No se tragará la lengua ni se morirá —dijo Bruto—. Cuando abramos mañana la puerta, estará perfectamente. Creedme.

Y así fue. El hombre que sacamos de la celda a las nueve de la noche del día siguiente estaba tranquilo, pálido y aparentemente escarmentado. Caminaba con la cabeza gacha, no intentó atacar a nadie cuando le quitamos la camisa de fuerza y se limitó a mirarme con aire ausente cuando le dije que la próxima vez serían cuarenta y ocho horas y que debía decidir cuánto tiempo quería pasarse meándose en los pantalones y comiendo papilla de bebé a cucharadas.

—Me portaré bien, jefe. He aprendido la lección —murmuró con voz sumisa cuando lo devolvimos a su celda. Bruto me miró y me hizo un guiño.

A última hora del día siguiente, William Wharton —a quien le gustaba que lo llamaran Billy el Niño y no como al vulgar guerrillero confederado John Law, el Salvaje Bill Hickock— le compró un pastel de chocolate al viejo Tuu. Se le había prohibido expresamente comprar cualquier cosa, pero, como he dicho antes, el turno de tarde estaba cubierto por guardias temporeros, de modo que lo hizo. El propio Tuu estaba al corriente de la prohibición, pero para él el negocio era el negocio.

Aquella noche, cuando Bruto hacía la ronda de vigilancia, Wharton estaba junto a la puerta de su celda. Esperó a que Bruto lo mirara, se golpeó las mejillas hinchadas con las palmas de las manos y escupió un chorro asombrosamente largo de chocolate y saliva en la cara del guardia. Se había metido el pastel entero en la boca, lo había mantenido allí hasta ablandarlo y luego lo había usado como si fuera tabaco de mascar.

Wharton cayó sobre el camastro con la barbilla embadurnada de chocolate, pataleando y riendo a voz en cuello mientras señalaba a Bruto, que tenía algo más que la barbilla cubierto de chocolate.

—¡Ja, ja, ja! Mirad al cafre. ¿Cómo te va, negro? —Wharton reía cogiéndose el vientre—. Vaya, cómo lamento no haber tenido un poco de mierda…

—Tú eres mierda —gruñó Bruto—. Y espero que tengas las maletas preparadas, porque vas a volver a tu retrete favorito.

Una vez más le pusieron la camisa de fuerza y fue a parar a la celda de paredes acolchadas, en esta ocasión por dos días. A veces lo oíamos maldecir, otras prometer que se portaría bien, que había aprendido la lección, y de vez en cuando gritaba que se moría y que necesitaba un médico; pero la mayor parte del tiempo permanecía callado. Así estaba cuando lo sacamos de la celda de seguridad, callado, con la cabeza gacha y la mirada ausente. Ni siquiera respondió cuando Harry le dijo:

—Recuerda que todo depende de ti.

Se portaría bien durante un tiempo y luego tramaría una nueva. No hacía nada que no hubieran hecho otros antes (excepto, quizá, por lo del pastel de chocolate; hasta Bruto tuvo que admitir que había sido bastante original) pero su persistencia resultaba aterradora. Yo tenía miedo de que tarde o temprano alguien se distrajera y tuviésemos que pagarlo muy caro. Lo peor era que la situación podía prolongarse bastante, ya que en algún sitio había un abogado moviendo cielo y tierra por él, proclamando a los cuatro vientos que sería un error asesinar a alguien que era prácticamente un niño y, por otra parte, tan blanco como John Brown. No tenía sentido quejarse.

Al fin y al cabo, el trabajo de su abogado consistía en intentar que Wharton no se sentara en la silla eléctrica. Sin embargo, el nuestro era mantenerlo entre rejas, y sabíamos que más tarde o más temprano, con abogado o sin él, la Freidora recibiría su presa.