Aquella noche, antes de marcharme, hice arreglos para que Bruto me cubriera al día siguiente si llegaba un poco más tarde de lo habitual. Por la mañana me levanté y salí rumbo a Tefton, en el condado de Trapingus.
—No me gusta esa obsesión que tienes por ese tal Coffey —dijo mi esposa mientras me entregaba el almuerzo que me había preparado. Janice no confiaba en las hamburgueserías de la carretera; decía que en todas ellas acechaba un dolor de estómago—. No es propio de ti, Paul.
—No estoy obsesionado por él —respondí—. Sólo siento curiosidad.
—Sé por experiencia que una cosa lleva a la otra —dijo Janice con amargura, y a continuación me dio un gran beso en la boca—. Al menos tienes mejor aspecto. Me tenías preocupada. ¿Estás mejor de la infección?
—Mucho mejor —respondí, y me marché cantando algo así como Come, Josephine, in my flying machine y We're in the money para hacerme compañía.
Primero fui a las oficinas del Intelligencer, el periódico de Tefton, donde me dijeron que Burt Hammersmith, el tipo que buscaba, debía de estar en los juzgados. En los juzgados me dijeron que Hammersmith había estado allí, pero que se había marchado después de que tuvieran que interrumpir un juicio debido a la rotura de un caño de agua. El juicio en cuestión era por violación (en las páginas del Intelligencer se hablaría de «asalto a una mujer», que era como se definían aquellos actos antes de que Ricki Lane y Carnie Wilson aparecieran en escena). Suponían que habría vuelto a su casa. Me señalaron un camino de tierra tan estrecho y lleno de baches que casi no me atreví a meterme allí con el Ford. Sin embargo, por fin encontré a Hammersmith, el hombre que había escrito la mayor parte de los artículos sobre el juicio de Coffey, y gracias a él me enteré de los detalles de la breve cacería que había precedido la detención del gigante negro. Por supuesto, me refiero a los detalles que el Intelligencer consideró demasiado morbosos para publicar.
La señora Hammersmith eta una mujer joven con cara cansada y bonita y las manos rojas por la lejía. No me preguntó qué quería; sencillamente me guió por una casa pequeña, que olía a pastas recién horneadas, hasta la galería trasera, donde su marido estaba sentado con un refresco en la mano y un ejemplar de la revista Liberty en el regazo. Había un pequeño jardín con una cuesta, a cuyos pies dos niños reían y discutían por un columpio.
Aunque desde la galería era imposible determinar el sexo de los críos, supuse que eran niño y niña.
Quizá fuesen gemelos, lo que daría cierto interés a la intervención de su padre en el caso Coffey, por indirecta que ésta fuera. Más cerca, como una isla en medio de un trozo de tierra compacta, desnuda y de aspecto descuidado, había una caseta de perro. Sin embargo, no había señales de Fido. Era otro día insólitamente caluroso y supuse que estaría dentro, durmiendo.
—Burt, tienes compañía —dijo la señora Hammersmith.
—De acuerdo —respondió él.
Me miró, miró a su esposa y volvió a mirar a los niños, que eran sin duda quienes más le preocupaban. Se trataba de un hombre delgado, casi patéticamente delgado, como si acabara de recuperarse de una enfermedad grave, y su cabello comenzaba a ralear. Su mujer le tocó un hombro con una mano roja, hinchada de lavar. Hammersmith no la miró ni la tocó, y al cabo de unos segundos ella la retiró. Por un instante fugaz se me ocurrió pensar que parecían más hermano y hermana que marido y mujer. Él tenía inteligencia y ella belleza, pero a pesar de todo guardaban cierto parecido físico, ese ligero aire hereditario del que es imposible escapar. Más tarde, cuando volvía a casa, comprendí que no se parecían en absoluto: lo que les daba un aspecto familiar era la apariencia de agotamiento y tristeza. Es curioso cómo el sufrimiento marca nuestras caras y nos hace semejantes.
—¿Le apetece algo fresco para beber, señor…? —preguntó la mujer.
—Edgecombe —dije—. Paul Edgecombe. Sí, gracias. Una bebida fría me vendría muy bien.
Entró en la casa. Estreché brevemente la mano de Hammersmith, que era larga y fría. No dejó de mirar a los niños en ningún momento.
—Señor Hammersmith, soy el carcelero jefe del bloque E, en la prisión estatal de Cold Mountain. Allí…—Sé bien de qué me habla —dijo mirándome con mayor interés—. De modo que el gran jefe del pasillo de la muerte está en mi patio trasero, en persona. ¿Cómo es que ha conducido setenta y cinco kilómetros para hablar con el único reportero a tiempo completo del periódico local?
—Quiero hablar de John Coffey —dije.
Creo que esperaba alguna reacción notable (estaba algo sugestionado por la idea de que los niños podían ser gemelos… y quizá también por la caseta del perro), pero Hammersmith se limitó a arquear las cejas y beber un trago del refresco.
—Ahora Coffey es su problema, ¿verdad? —preguntó.
—En realidad, no es demasiado problema —dije—. No le gusta la oscuridad y pasa la mayor parte del tiempo llorando, pero eso no nos crea dificultades en el trabajo. Estamos habituados a ver cosas peores.
—Llora mucho, ¿eh? —preguntó Hammersmith—. Bueno, yo diría que le sobran motivos para llorar, teniendo en cuenta lo que hizo. ¿Qué quiere saber de él?
—Cualquier cosa que pueda decirme. He leído sus artículos en el periódico, de modo que quiero cualquier información que no haya aparecido en ellos.
Me miró con expresión hostil.
—¿Como qué aspecto tenían las niñas? ¿O qué les hizo exactamente? ¿Es ésa la clase de información que anda buscando, señor Edgecombe?
—No —respondí manteniendo la voz serena—. No estoy interesado en las gemelas Detterick. Las pobrecillas están muertas, pero Coffey no, por el momento, y siento curiosidad por él.
—De acuerdo —dijo—. Coja una silla y acérquese, señor Edgecombe. Tendrá que perdonarme si le he hablado con brusquedad, pero mi trabajo me obliga a ver muchos buitres. ¡Demonios! Yo mismo he sido acusado de ser uno de ellos en más de una ocasión. Sólo quería asegurarme de que usted no lo fuera.
—¿Y ya está seguro?
—Creo que sí —respondió con tono casi de indiferencia.
La historia que me contó es básicamente la misma que relaté antes en estas páginas: la señora Detterick encontró la galería vacía, con la puerta arrancada de sus goznes, las mantas arrojadas en un rincón y sangre en los escalones; su hijo y su marido corrieron tras el secuestrador; la cuadrilla los alcanzó poco después y finalmente capturó a John Coffey, que estaba sentado a la orilla del río, llorando, con los cuerpos apretados como si fueran muñecas entre sus enormes brazos. El esquelético periodista, vestido con una camisa blanca y pantalones grises, hablaba en voz baja e inexpresiva… pero ni por un instante dejaba de mirar a los niños, que reían, discutían y se turnaban para montarse en el columpio situado al pie de la cuesta del jardín. En medio de la historia, la señora Hammersmith regresó con una botella de cerveza casera sin alcohol, fría, fuerte y deliciosa.
Escuchó durante unos instantes y luego llamó a los niños, anunciándoles que iba a sacar unas galletas del horno.
—Ahora vamos, mamá —gritó la niña, y la mujer volvió a entrar en la casa.
Cuando Hammersmith hubo concluido la historia, dijo: —¿Para qué quiere saber todo esto? Es la primera vez que me visita un carcelero de la prisión.
—Como le he dicho…—Ya, curiosidad. La gente siente curiosidad, lo sé, incluso doy gracias a Dios por ello; sin esa curiosidad no tendría el empleo que tengo y hasta es probable que me viese obligado a trabajar para ganarme el pan. Pero setenta y cinco kilómetros es un largo trecho para recorrer por mera curiosidad, sobre todo teniendo en cuenta que en los últimos treinta la carretera se encuentra en un estado deplorable. De modo que ¿por qué no me cuenta la verdad, señor Edgecombe? Yo he satisfecho su curiosidad; ahora satisfaga usted la mía.
Supongo que podría haber dicho algo así como: «Resulta que yo tenía una infección urinaria, John Coffey me tocó y me la curó. El hombre que violó y asesinó a esas dos niñas hizo algo así, de modo que me planteé un montón de interrogantes sobre él, como habría hecho cualquiera. Incluso me pregunté si Homer Cribus y el agente Rob McGee no habrían cogido al hombre equivocado, a pesar de todas las pruebas que había contra él. Porque uno no imagina que un hombre con semejante poder en las manos sea capaz de violar y asesinar a unas niñas.»
Pero no; dudaba que Hammersmith fuera a creer en aquella versión de los hechos.
—Me pregunto dos cosas —dije=—. La primera es si había hecho algo así con anterioridad.
Hammersmith me miró con una súbita expresión de interés, y supe que era un tipo listo, quizá incluso brillante.
—¿Por qué dice eso? —preguntó—. ¿Qué sabe, señor Edgecombe? ¿Qué le ha contado?
—Nada, pero un hombre que hace esa clase de cosas, puede haber cometido un delito similar antes. Suelen cogerle el gusto.
—Sí —respondió—. Lo hacen. Claro que sí.
—Y se me ocurrió pensar que sería fácil seguirle los pasos y descubrir si era así. No debe de ser difícil seguir el rastro de un hombre de su tamaño, sobre todo cuando, además, es negro.
—En eso se equivoca —dijo—. Al menos en el caso de Coffey no es tan fácil.
—¿Lo intentó?
—Sí y no encontré nada. Un par de empleados de ferrocarriles creyeron haberlo visto en Knoxville dos días antes del asesinato de las gemelas Detterick. Nada sorprendente. Lo cogieron al otro lado del río, a pocos metros de las vías del ferrocarril del sur, y seguramente habrá venido en tren desde Tennessee. Recibí una carta de un hombre de Kentucky que dijo que a principios de la primavera había contratado a un hombre grande y calvo para cargar fardos. Le envié una fotografía de Coffey y lo identificó. Pero aparte de eso…
—Hammersmith se encogió de hombros y sacudió la cabeza.
—¿No le parece extraño?
—Me parece muy extraño, señor Edgecombe. Es como si hubiera caído del cielo. Y él no puede ayudarnos. Es incapaz de recordar qué hizo la semana anterior.
—Así es —dije—. ¿Cómo lo explica?
—Estamos en la época de la Depresión —respondió—, así es como lo explico. La gente deambula por todos los caminos del país. Los de Oklahoma quieren recoger melocotones en California, los blancos pobres de los zarzales del norte quieren trabajar en las fábricas de coches de Detroit, los negros de Misisipi quieren trasladarse a Nueva Inglaterra para buscar empleo en las fábricas de calzado o en las hilanderías. Todos, negros y blancos por igual, piensan que la situación estará mejor en otro sitio. Es el nuevo estilo de vida americano. Ni siquiera un gigante como Coffey llama la atención… al menos hasta que decide asesinar a un par de criaturas. A un par de criaturas blancas.
—¿De verdad cree eso? —pregunté con incredulidad.
Me miró con una expresión serena en su rostro esquelético.
—A veces sí —respondió.
Su esposa se asomó por la ventana de la cocina como el conductor de una locomotora y gritó: —¡Niños! Las galletas están listas.
—Se volvió hacia mí—: ¿Le apetece una galleta de avena y pasas, señor Edgecombe?
—Estoy seguro de que están deliciosas, señora, pero esta vez diré que no.
—De acuerdo —dijo ella, y metió la cabeza.
—¿Ha visto las cicatrices que tiene Coffey? —preguntó Hammersmith de repente, siempre mirando a los niños, que se resistían a abandonar el columpio, incluso por unas galletas de avena y pasas.
—Sí —respondí, aunque me sorprendió que él las hubiera visto.
Al ver mi reacción, rió.
—El golpe maestro del defensor fue hacer que Coffey se quitase la camisa y enseñara las cicatrices al jurado. El fiscal, George Peterson, protestó indignado, pero el juez lo permitió. El viejo George podría haberse ahorrado la saliva. Los jurados de esta zona del país no se dejan convencer por la mierda psicológica de que la gente maltratada no puede controlar sus actos. Creen que la gente hace lo que quiere. La verdad es que simpatizo bastante con ese punto de vista, pero eso no quita que las cicatrices fueran horribles. ¿Ha notado algo acerca de ellas, Edgecombe?
Yo había visto a Coffey desnudo en la ducha, y naturalmente, me había fijado en las cicatrices, de modo que sabía a qué se refería Hammersmith.
—Están rotas, como si fueran un enrejado.
—¿Y sabe qué significa eso?
—Que cuando era un niño alguien lo azotó brutalmente —contesté—. Antes de que creciera.
—Pero no consiguieron ahuyentar al demonio que llevaba dentro, ¿verdad, Edgecombe?
Deberían haberse ahorrado los latigazos y ahogarlo en el río como a un gatito perdido, ¿no cree?
Supongo que lo más correcto hubiera sido asentir y largarme de allí, pero no pude. Yo lo había visto y había sentido su contacto. Había experimentado en mi propia carne lo que podían hacer sus manos.
—Es un hombre extraño —dije—, pero no parece violento. Sé cómo lo encontraron y es difícil conciliar esa imagen con lo que veo diariamente en el bloque. Conozco bien a los hombres violentos, señor Hammersmith.
Por supuesto, pensaba en Wharton, estrangulando a Dean Stanton con la cadena y gritando:
«¡Eh, muchachos! ¿Qué me decís de esta fiesta?»
Hammersmith me miraba con atención y sonreía con una expresión de incredulidad que no terminaba de gustarme.
—No ha venido hasta aquí sólo para saber si Coffey mató a alguna otra niña en otro sitio dijo—.
Creo que ha venido a ver si yo creía que realmente es culpable. ¿Me equivoco? Confiéselo, Edgecombe.
Bebí el último sorbo de mi refresco, dejé la botella en la mesa y dije:
—Muy bien; ¿lo cree culpable?
—Le diré algo —empezó—, y será mejor que me escuche con atención, porque es probable que sea justamente lo que necesita saber.
—Lo escucho.
—Teníamos un perro llamado Sir Galahad erijo señalando la caseta del perro—. Un perro bueno. No era de raza, pero era cariñoso, tranquilo. Siempre dispuesto a lamernos la mano o a correr detrás de una ramita. Hay muchos chuchos por el estilo, ¿no cree? —Me encogí de hombros y asentí con un gesto. Él añadió—: En cierto sentido, un chucho bueno es igual que su negro. Uno se familiariza con él y le coge cariño. No sirve para nada en particular, pero convive con nosotros porque creemos que él también nos quiere. Si uno tiene suerte, nunca descubre lo contrario, Edgecombe. Pero Cynthia y yo no tuvimos suerte.
Suspiró. Fue un sonido largo y casi espectral, como el rumor del viento entre las hojas secas.
Volvió a señalar la caseta del perro y me pregunté cómo no me había dado cuenta antes del aire de abandono que tenía o de que muchos de los excrementos esparcidos alrededor de ella estaban blanquecinos y polvorientos.
—Solía limpiar sus zurullos —continuó Hammersmith— y reparar el techo de la caseta para que no entrara la lluvia. También en ese sentido Sir Galahad era como su negro, incapaz de hacer esas cosas solo. Ahora ni toco la caseta. No me he acercado a ella desde el accidente… si es que puede llamárselo así. Cogí el rifle y le disparé, pero no he hecho nada más desde entonces. No me atrevo.
Supongo que algún día tendré que reunir fuerzas para limpiar los zurullos y derribar la caseta.
De repente se aproximaron los niños y supe que no quería que lo hicieran. Era lo último que deseaba. La niña estaba bien, pero el niño…
—Caleb —dijo Hammersmith—. Ven aquí un momento.
Los pequeños, sin duda gemelos, debían de tener unos cuatro años. La niña continuó hacia la casa, pero el niño se acercó a su padre mirándose los pies. Sabía que era feo. Incluso a los cuatro años, uno sabe si es feo o no. Hammersmith le cogió la barbilla con dos dedos e intentó levantarle la cara. Al principio el niño se resistió, pero cuando el padre dijo «por favor, pequeño» con dulzura, serenidad y afecto, obedeció.
Una cicatriz enorme y circular partía del cuero cabelludo, bajaba por la frente, cruzaba un ojo ciego y torcido y llegaba a la comisura de una boca desfigurada, que parecía imitar la sonrisa astuta de un jugador o, quizá, de un chulo. Una mejilla era tersa y bonita; la otra estaba arrugada como un tronco marchito. Supuse que antes habría habido allí un agujero, pero al menos ahora había cicatrizado.
—Le queda un ojo —dijo Hammersmith acariciando con dulzura la mejilla arrugada del pequeño—. Supongo que ha tenido suerte de no quedar ciego. Todos los días damos gracias a Dios por ello, ¿verdad, Caleb?
—Sí —dijo con timidez el niño, un niño que sería hostigado cruelmente por sus compañeros de clase en el patio del colegio durante todos los años escolares, un niño a quien nadie invitaría a jugar y que probablemente nunca se acostaría con una mujer (ni siquiera pagando por ella) cuando alcanzara la edad y las necesidades de adulto, un niño que siempre quedaría fuera del círculo cálido e iluminado de sus iguales, un niño que se miraría al espejo durante los siguientes sesenta o setenta años de su vida y pensaría: «Eres feo, feo, feo.»
—Entra y coge tus galletas —dijo su padre, besando la boca desfigurada de su hijo.
—Sí, papá —respondió Caleb, y entró corriendo en la casa.
Hammersmith sacó un pañuelo del bolsillo trasero del pantalón y se limpió los ojos. Estaban secos, pero supongo que se había acostumbrado a sentirlos húmedos.
—El perro ya estaba aquí cuando nacieron —explicó—. Cuando Cynthia trajo a los niños del hospital lo llevé a la casa para que los oliese, y Sir Galahad les lamió las manos. Aquellas manitas pequeñas.
—Movió la cabeza de arriba abajo, como si confirmara las últimas palabras para sí—. Jugaba con ellos; solía lamer la cara de la pequeña Arden hasta que la niña reía. Caleb le tiraba de las orejas, y cuando empezó a andar, a veces recorría el patio cogido de la cola de Sir Galahad. El perro ni siquiera les gruñía. A ninguno de los dos.
Ahora sí que lloraba. Hammersmith se secó las lágrimas automáticamente, con la naturalidad de un hombre que tiene mucha práctica en hacerlo.
—No tuvo ningún motivo —continuó—. Caleb no le hizo daño, no le gritó, no le hizo nada. Lo sé porque yo estaba delante. Si no hubiera estado allí, lo habría matado. No ocurrió nada, Edgecombe. Sencillamente, el niño tenía la cara vuelta hacia el perro y a Sir Galahad se le cruzó por la mente, si es que un perro tiene mente, que quería atacar y morder. Matar incluso, si era posible. El niño estaba frente a él, y el perro mordió. Lo mismo ocurrió con Coffey. Estaba allí, vio a las niñas en la galería, las cogió, las violó, las mató. Usted dice que debería haber algún indicio de que hizo algo similar con anterioridad, y comprendo qué quiere decir, pero es posible que fuese la primera vez. Tal vez si lo hubieran dejado en libertad no habría vuelto a hacerlo nunca. Es probable que Sir Galahad no volviera a morder a nadie. Pero como se imaginará, ni siquiera me hice esa pregunta. Fui a buscar el rifle, até al perro y le volé los sesos. —Respiraba con dificultad—. Soy tan educado como cualquiera, señor Edgecombe. Fui a la Universidad de Bowling Green, estudié historia además de periodismo, e incluso algo de filosofía. Me gusta pensar que soy un hombre culto. Aunque dudo que mis compatriotas del Norte me vean así, soy un hombre culto. No traficaría con esclavos ni por todo el té de China. Creo que debemos ser humanos y generosos y esforzarnos para solucionar el problema racial. Sin embargo, debemos recordar que nuestros negros morderán si les damos la oportunidad, igual que un chucho muerde si encuentra la ocasión y se le cruza por la cabeza.
Quiere saber si el lloroso John Coffey, con todas esas cicatrices en la espalda, es culpable del crimen, ¿verdad?
Asentí con un gesto.
—Pues sí —dijo Hammersmith—. No lo dude, y no le vuelva la espalda. Es probable que tenga suerte una o cien veces… quizá mil… pero al final… —Levantó una mano frente a sus ojos, chasqueó los dedos e imitó el movimiento de una boca al morder con la mano—. ¿Me entiende?
Volví a asentir.
—Las violó, las mató y después lo lamentó —prosiguió—, pero las niñas siguieron violadas y muertas. Sin embargo, ustedes lo solucionarán, ¿verdad, Edgecombe? Dentro de unas semanas se asegurarán de que no vuelva a hacer nada semejante.
Se levantó, se apoyó en la barandilla de la galería y miró con aire ausente la caseta del perro, en el centro de la tierra pisoteada, en medio de un montón de excrementos antiguos.
—Espero que me disculpe —dijo por fin—. Como me he librado de pasar la tarde en los tribunales, pensé que podría pasarla con mi familia. Nuestros hijos sólo son pequeños una vez.
—Por supuesto —dije. Sentía los labios entumecidos, como si no me pertenecieran—. Y muchas gracias por su tiempo.
—De nada —dijo.
Conduje directamente de la casa de Hammersmith a la prisión. Fue un largo viaje, y esta vez no fui capaz de acortarlo cantando. Era como si hubiera olvidado todas las canciones, al menos por el momento. No dejaba de ver la cara desfigurada de aquel niño y la mano de Hammersmith, con los dedos que subían y bajaban imitando una boca al morder.