Capítulo 22

Pasada la conmoción, Percy mantuvo la boca cerrada, excepto para gritarle una vez a Delacroix. Supongo que su reacción no obedecía tanto a un esfuerzo por actuar con tacto como a la impresión que acababa de sufrir. Percy Wetmore sabía tanto de tacto como yo de tribus africanas, pero aun así fue un alivio. Si hubiera empezado a protestar por la forma en que Bruto lo había empujado contra la pared o preguntar por qué nadie le había advertido que en el bloque E de vez en cuando ingresaban salvajes como Billy Wharton, lo habría matado. Entonces habría recorrido el pasillo de la muerte de una forma completamente diferente. Si uno piensa en ello, la idea tiene gracia. Perdí mi oportunidad de hacer lo mismo que James Cagney en Al rojo vivo.

Bueno; la cuestión es que cuando nos aseguramos de que Dean seguía respirando y no moriría en el acto, Harry y Bruto lo acompañaron a la enfermería. Delacroix, que había permanecido mudo durante toda la pelea (llevaba en la cárcel el tiempo suficiente para saber cuándo le convenía mantener la boca cerrada y cuándo era prudente volver a abrirla), comenzó a gritar en el instante mismo en que Bruto y Harry ayudaban a Dean a salir. Delacroix exigía saber qué había pasado. Cualquiera hubiera dicho que habían violado sus derechos constitucionales.

—¡Cierra el pico, mariconcete! —le gritó Percy, tan furioso que tenía las venas del cuello hinchadas.

Le toqué un brazo y lo sentí temblar debajo de la camisa. En parte era consecuencia del susto, naturalmente (a menudo tenía que recordarme a mí mismo que el problema de Percy era que tenía veintiún años, no muchos más que Wharton), pero creo que el temblor se debía sobre todo a que estaba furioso. Detestaba a Delacroix. No sé por qué, pero lo odiaba a muerte.

—Ve a ver si el alcaide Moores sigue en la prisión —le dije a Percy—. Si es así, explícale lo sucedido. Dile que tendrá un informe escrito mañana, si consigo terminarlo.

Estaba claro que Percy se sentía orgulloso de la responsabilidad que se depositaba en él; por un instante terrible creí que iba a responder con un saludo militar.

—Sí, señor. Lo haré.

—Empieza por decirle que la situación en el bloque E es normal. Esto no es un cuento y el alcaide no te agradecerá que alargues la historia para crear emoción.

—No lo haré.

—De acuerdo. Vete.

Comenzó a andar hacia la puerta, pero enseguida se volvió. Si algo podía esperar de Percy, era que me contradijera. Yo deseaba imperiosamente que se marchara. Tenía la sensación de que alguien había encendido fuego a mi entrepierna, y ahora Percy no parecía dispuesto a largarse.

—¿Se encuentra bien, Paul? —preguntó—. ¿Tiene fiebre? ¿Ha pillado la gripe? Porque su cara está empapada de sudor.

—Es probable que tenga algo —dije—, pero en líneas generales estoy bien. Ahora va a explicarle lo sucedido al alcaide, Percy.

Hizo un gesto de asentimiento y se marchó (debemos dar las gracias a Dios por sus pequeños favores). En cuanto la puerta se hubo cerrado, me encerré en mi despacho. Las ordenanzas exigían que siempre hubiera alguien en la mesa de entrada, pero en aquel momento no podía preocuparme de esos detalles. El dolor era terrible, igual que por la mañana.

Conseguí llegar al pequeño retrete situado detrás del escritorio y bajarme los pantalones antes de que comenzara a salir la orina, pero estuve a punto de mearme encima. Tuve que taparme la boca con la mano para no gritar, mientras me cogía con la otra de la pila del lavabo. No estaba en mi casa, donde podía caer de rodillas y dejar un charco junto a la leña. Si me arrodillaba, mojaría todo el suelo.

Conseguí mantener el equilibrio y reprimir un grito, pero estuve a punto de perder ambas batallas.

Tenía la impresión de que la orina estaba llena de pequeños fragmentos de cristal. El olor procedente del inodoro era nauseabundo y veía pequeñas manchas blancas —probablemente pus— flotando en la superficie.

Cogí la toalla del toallero y me sequé la cara. No cabía duda de que sudaba; estaba empapado en sudor. Miré al espejo metálico y vi el reflejo de un hombre que volaba de fiebre. ¿Treinta y nueve grados, cuarenta tal vez? Mejor no saberlo. Dejé la toalla en su sitio, tiré de la cadena y crucé lentamente mi despacho en dirección a las celdas. Temía que Bill Dodge o alguno de los otros hubiera regresado y descubierto que no había nadie en la mesa, pero el pasillo estaba desierto. Wharton seguía inconsciente en el camastro, Delacroix estaba callado y John Coffey no había dado señales de vida en todo ese tiempo. Ni siquiera se había asomado a espiar, lo que en cierto modo era preocupante.

Crucé el pasillo y eché un vistazo a la celda de Coffey, esperando que se hubiera suicidado con uno de los dos métodos típicos del pasillo de la muerte: ahorcándose con los pantalones o mordiéndose las venas de las muñecas. Pero no había sucedido nada semejante. Coffey, el hombre más grande que había visto en mi vida, estaba sentado a los pies de la cama, con las manos sobre el regazo. Me miró con sus extraños ojos húmedos.

—¿Jefe? —dijo.

—¿Qué pasa, grandullón?

—Necesito verlo.

—¿No me estás viendo, John Coffey?

No respondió, y continuó estudiándome con aquella mirada peculiar y vidriosa. Suspiré.

—Dentro de un segundo, grandullón.

Me volví hacia Delacroix, que estaba de pie junto a los barrotes de su celda. Cascabel, su ratón domado (Delacroix decía que había adiestrado a su mascota, aunque todos los que trabajábamos en el pasillo de la muerte estábamos convencidos de que así el animalito se había adiestrado solo), corría de una de las manos del francés a la otra, como un acróbata que salta desde plataformas situadas encima de una pista de circo. Tenía los ojos muy abiertos y las orejas echadas hacia atrás sobre la cabeza gris. No cabía duda alguna de que el ratón reaccionaba con el nerviosismo de Delacroix. Mientras yo lo observaba, bajó por los pantalones del francés, cruzó la celda y se dirigió al colorido carrete que estaba contra la pared. Empujó el carrete hacia los pies de Delacroix y alzó la vista con ansiedad, pero el pequeño francés no le hizo el menor caso, al menos por el momento.

—¿Qué ha pasado, jefe? —preguntó—. ¿Han herido a alguien?

—Todo está arreglado —respondí—. El chico nuevo entró como un león, pero ahora duerme como un cordero. Todo lo que acaba bien está bien.

—Todavía no ha terminado —dijo Delacroix mirando hacia la celda donde estaba encerrado Wharton—. L'homme mauvais, c'est vrai!—Bueno —dije—, no te preocupes por eso, Del. Nadie va a obligarte a saltar a la comba con él en el patio.

Oí un crujido a mi espalda. Era Coffey que se levantaba de la cama.

—Señor Edgecombe —dijo, y esta vez parecía realmente impaciente—. Necesito hablar con usted.

Me volví pensando que no había problema. Después de todo, hablar formaba parte de mi trabajo. Intentaba no temblar, aunque el sudor de la fiebre se había vuelto frío, como sucede en ocasiones. Sin embargo mi bajo vientre seguía ardiendo, como si lo hubieran abierto para rellenarlo con brasas encendidas y luego hubieran vuelto a cerrarlo.

—Pues habla, John Coffey —dije intentando mantener la voz serena y despreocupada.

Por primera vez desde su llegada al bloque E, John Coffey parecía estar realmente presente entre nosotros. El constante goteo de lágrimas había cesado y supe que esta vez veía lo que miraba —a Paul Edgecombe, el jefe de los carceleros del bloque E—, y no el lugar al que habría deseado regresar para deshacer el terrible crimen que había cometido.

—No —dijo—. Tiene que entrar aquí.

—Sabes que no puedo hacerlo —dije, siempre esforzándome por mantener el tono despreocupado—. Al menos en este preciso momento. Estoy solo y tú pesas una tonelada y media más que yo. Ya hemos tenido una pelea esta mañana y es suficiente. De modo que si no te importa hablaremos a través de los barrotes.

—¡Por favor! —Apretaba los barrotes con tanta fuerza que tenía los nudillos pálidos y las uñas blancas. Su cara era una máscara de angustia y sus extraños ojos reflejaban una necesidad imperiosa que yo era incapaz de entender. Recuerdo que pensé que si no hubiera estado enfermo quizá la habría entendido, y que hacerlo me habría permitido ayudarlo a superar aquel trance.

Cuando uno sabe qué necesita un hombre, también conoce al hombre—. ¡Por favor, jefe Edgecombe, tiene que entrar!

Pensé que aquél era el pedido más absurdo que había oído jamás, pero entonces supe que iba a hacer algo aún más absurdo: entrar. Tenía las llaves colgadas del cinturón y buscaba la de la celda de Coffey. Habría podido tenderme sobre sus rodillas y partirme como si fuera una rama seca incluso en un día en que me sintiera perfectamente, y no era ése el caso. Pero iba a hacerlo a pesar de todo; solo, y después de una demostración elocuente de lo que podía ocurrir cuando uno se comportaba con estupidez e imprudencia delante de un asesino convicto, iba a abrir la celda de aquel gigante negro, entrar y sentarme a su lado. No era necesario que Coffey cometiese una locura para que yo perdiese mi empleo, pero iba a hacerlo de todos modos.

«Para —me dije—. No lo hagas, Paul.» Pero no atendí ni mis propias razones. Abrí el cerrojo superior, luego el inferior y empujé la puerta.

—Quizá no sea buena idea, jefe —dijo Delacroix con una voz tan nerviosa y remilgada que en otras circunstancias me habría hecho reír.

—Tú ocúpate de tus asuntos que yo me ocuparé de los míos —respondí sin volverme. Tenía los ojos fijos en John Coffey, tan fijos como si los hubiera clavado. Cualquiera habría dicho que me tenía hipnotizado. Mi propia voz sonaba como un eco en medio de un extenso valle. Demonios, quizá estuviera hipnotizado—. Túmbate en la cama y descansa un poco.

—¡Por Dios, éste es un sitio de locos! —dijo Delacroix con voz temblorosa—. Cascabel, espero que me frían pronto para terminar de una vez.

Entré en la celda de John Coffey, quien retrocedía a medida que yo avanzaba. Cuando tocó el camastro (era tan alto que le llegaba a las pantorrillas) se sentó en él. Luego dio una palmada sobre el colchón, invitándome a sentarme, sin quitarme los ojos de encima. Me senté a su lado y me rodeó los hombros con un brazo, como si yo fuese su novia y estuviéramos en el cine.

—¿Qué quieres, John Coffey? —pregunté, siempre mirándolo a los ojos… esos ojos tristes, serenos.

—Ayudar —respondió.

Suspiró, como un hombre que se enfrenta a un trabajo que no desea hacer, y apoyó su mano sobre mi entrepierna, justo encima del pene, en el hueso situado a unos treinta centímetros del ombligo.

—¡Eh! —grité—. Quita tu maldita mano de ahí…

Pero entonces sentí un estremecimiento, una especie de sacudida indolora que me hizo saltar sobre la cama e inclinarme, como el viejo Tuu cuando decía que se estaba friendo, que se estaba asando como un pavo. No sentí calor ni electricidad, pero por un instante las cosas parecieron perder el color, como si alguien hubiera estrujado el mundo hasta convertirlo en sudor. Podía ver cada uno de los poros de la cara de John Coffey, cada venilla de sus ojos atormentados y una minúscula cicatriz en su barbilla. Era consciente de que asía el aire con las manos y de que mis pies pataleaban sobre el suelo de la celda.

Entonces, todo pasó, incluida mi infección urinaria. Tanto el calor como las dolorosas punzadas desaparecieron de mi entrepierna y la fiebre se esfumó. Aún podía sentir y oler el sudor que momentos antes me empapaba la piel, pero todo había acabado.

—¿Qué ocurre? —preguntó Delacroix con voz aguda. Sus palabras parecían venir de muy lejos, pero cuando John Coffey se inclinó y dejó de mirarme a los ojos, la voz del francés se volvió súbitamente clara. Fue como si alguien me hubiese quitado unos trozos de algodón o un par de tapones de cera de los oídos—. ¿Qué le ha hecho?

No respondí. Coffey estaba inclinado, con la cara desfigurada y el cuello hinchado. Sus ojos parecían a punto de saltar de las órbitas. Tenía el aspecto de un hombre que acaba de atragantarse con un hueso de pollo.

—¡John! —exclamé, y le di una palmada en la espalda. No se me ocurría qué otra cosa hacer—. ¿Qué pasa, John?

Al sentir el contacto de mi mano, se estremeció y emitió un desagradable sonido gutural, similar a una arcada. Abrió la boca como a menudo lo hacen los caballos para permitir que les pongan el bocado: a regañadientes, con los labios separándose de los dientes en una especie de mueca desesperada. Luego sus dientes también se separaron y exhaló una nube de pequeños insectos negros similares a mosquitos. Al menos eso es lo que me parecieron en aquel momento.

Los insectos revolotearon furiosamente entre sus rodillas, se volvieron blancos y desaparecieron.

De repente, perdí toda la fuerza del vientre, como si los músculos se hubieran convertido en agua. Choqué contra la pared de piedra de la celda de Coffey y recuerdo que pensé en el nombre del salvador: Cristo, Cristo, Cristo… una y otra vez. Supuse que la fiebre me hacía delirar; eso fue todo.

Entonces me di cuenta de que Delacroix gritaba pidiendo auxilio. Decía a voz en cuello que John Coffey estaba matándome. Coffey se había inclinado sobre mí, es cierto, pero sólo para comprobar que me encontraba bien.

—Calla, Del —dije mientras me incorporaba. Esperé que el dolor volviera a desgarrarme las entrañas, pero no sucedió. Estaba mejor. Me sentí mareado por un instante, pero el mareo pasó antes de que me cogiera de los barrotes de la celda para mantener el equilibrio—. Estoy perfectamente.

—Será mejor que salga de ahí de inmediato —dijo con el tono de una anciana aprensiva que ordena a un niño que baje de un manzano—. Se supone que no puede entrar en una celda cuando no hay nadie más en el bloque.

Miré a John Coffey, que estaba sentado en el camastro con las manazas apoyadas sobre sus rodillas gruesas como troncos. El gigante negro me devolvió la mirada. Tuvo que inclinar un poco la cabeza, aunque no demasiado.

—¿Qué has hecho, grandullón? —pregunté en voz baja—. ¿Qué me has hecho?

—Ayudar —respondió—. Lo he aliviado, ¿verdad?

—Sí, pero ¿cómo? ¿Cómo lo has hecho?

Volvió la cabeza hacia la derecha, hacia la izquierda y de nuevo al centro. No sabía cómo me había ayudado, cómo me había curado, y la expresión de serenidad de su rostro sugería que tampoco le importaba, igual que a mí me importaban un pimiento las técnicas de atletismo cuando corría los últimos cincuenta metros en el maratón del 4 de julio. Pensé en preguntarle cómo había descubierto que estaba enfermo, aunque seguramente habría obtenido la misma respuesta. Una vez leí una frase en algún sitio que nunca he podido olvidar, algo sobre «un enigma envuelto en un misterio». Eso era John Coffey, y supongo que si conseguía dormir por las noches era porque no buscaba motivos a las cosas. Percy lo llamaba «el tontaina», y aunque era una crueldad, no parecía muy alejado de la verdad. El grandullón sabía su nombre, sabía que no se escribía igual que la bebida, y eso era lo único que parecía importarle.

Como si quisiera confirmar esa idea, volvió a sacudir la cabeza muy lentamente y se tendió en el camastro con las manos entrelazadas debajo de la mejilla izquierda, a modo de almohada, y la cara vuelta hacia la pared. Las piernas le colgaban en el aire a la altura de las pantorrillas, pero al parecer eso nunca le había molestado. Tenía la camisa levantada en la espalda y vi las cicatrices que surcaban su piel.

Salí de la celda, eché los cerrojos y me volví hacia Delacroix, que me miraba con impaciencia, tal vez incluso con miedo, cogido de los barrotes de la celda. Cascabel estaba sentado sobre uno de sus hombros, moviendo los bigotes finos como filamentos.

—¿Qué le ha hecho ese negro? —preguntó Delacroix—. ¿Lo ha hechizado? —En su particular acento cajún, «hechizado» sonaba como una palabra exótica.

—No sé de qué hablas, Del.

—¡Vaya si no! Mírese, jefe. Hasta camina de forma diferente.

Quizá fuese cierto. Tenía una maravillosa sensación de calma, una serenidad tan notable que podría haberla definido como una forma de éxtasis. Cualquiera que haya padecido un dolor insoportable y se haya recuperado de repente comprenderá a qué me refiero.

—Todo va bien, Del —insistí—. Coffey ha tenido una pesadilla. Eso es todo.

—¡Es un hechicero! —exclamó Delacroix con vehemencia. Tenía el labio superior perlado de sudor. No había visto gran cosa; pero sí lo suficiente para estar aterrorizado—. Es un brujo vudú.

—¿Por qué dices eso?

Delacroix cogió el ratón en una mano, ahuecó la palma y acercó el animalito a su cara. Sacó algo rosado del bolsillo de la camisa, uno de los caramelos de menta. Al principio, el ratón no hizo el menor caso del dulce y estiró la cabeza hacia el cuello de su amo, oliéndole el aliento como una persona que aspira la fragancia de un ramo de flores. Sus pequeños ojos como gotas de aceite estaban entrecerrados en una expresión de éxtasis. Delacroix le besó el hocico y el ratón se dejó besar. Luego cogió el caramelo que le ofrecía y comenzó a masticar. Delacroix siguió observándolo por unos segundos y después volvió la mirada hacia mí. Entonces comprendí.

—Te lo ha dicho el ratón, ¿verdad?

—Oui.

—Como cuando te murmuró su nombre.

—Oui. Me lo dijo al oído.

—Túmbate, Del —dije—. Descansa un poco. Tanto murmullo tiene que haberte agotado.

Dijo algo más; supongo que me acusó de no creerle, pero su voz volvía a sonar lejana, y cuando regresé a la mesa de entrada me pareció que no caminaba, sino que flotaba, o tal vez no me moviese en absoluto. Las celdas se deslizaban a los lados como escenarios de película sobre ruedas.

Comencé a sentarme normalmente, pero a mitad del proceso mis rodillas se aflojaron y caí sentado sobre el cojín azul que Harry había traído de su casa un año antes. Si la silla no hubiera estado allí, me habría desplomado en el suelo sin apenas darme cuenta.

Permanecí allí sentado, sintiendo el vacío en el bajo vientre donde diez minutos antes parecía que se incendiaba un bosque. «Lo he aliviado, ¿verdad?», había preguntado John Coffey, y era cierto, al menos en lo concerniente a mi cuerpo. Mi mente era otra historia. En cuanto a la tranquilidad mental, no me había aliviado en absoluto.

Mis ojos se posaron en la pila de formularios situados en un extremo del escritorio, debajo de un cenicero metálico. INFORMES DEL BLOQUE rezaba en la parte superior, y más abajo había un espacio en blanco para «Incidencias imprevistas». En el informe de aquella noche usaría aquel espacio para informar de la accidentada y emocionante llegada de Wharton. Pero ¿y si contaba lo que me había ocurrido en la celda de John Coffey? Me imaginé a mí mismo cogiendo el lápiz —aquel cuya punta Bruto siempre estaba lamiendo— y escribiendo una sola palabra en mayúsculas:

MILAGRO.

Aunque la cosa tenía cierta gracia, en lugar de sonreír me sentía al borde de las lágrimas. Me llevé las manos a la cara y me cubrí la boca con las palmas para reprimir los sollozos, pues no quería volver a asustar a Del, pero no hubo ningún sollozo. Tampoco lágrimas. Al cabo de unos instantes apoyé las manos en el escritorio y entrelacé los dedos. No sabía qué me pasaba y todo lo que podía pensar era que no deseaba que nadie volviese al bloque hasta que hubiera recuperado la compostura. Aun así, tenía miedo de lo que pudiesen ver en mi cara.

Cogí un formulario. Esperaría hasta sentirme un poco mejor para describir cómo mi último niño travieso había estado a punto de estrangular a Dean, pero entretanto podía rellenar los detalles triviales. Aunque temía que la letra me saliese extraña, temblorosa, lo cierto es que tenía el aspecto de siempre.

Unos cinco minutos después dejé el lápiz sobre la mesa y me dirigí al retrete de mi despacho.

No necesitaba orinar con urgencia, pero quería comprobar qué había ocurrido. Mientras esperaba que saliera el chorro, llegué a la conclusión de que me dolería igual que por la mañana, como si junto con el pis pasaran pequeños fragmentos de cristal. Después de todo, comprobaría que había sido hipnotizado y eso sería un verdadero alivio, a pesar del dolor.

Pero no hubo dolor, y el líquido que cayó en la taza era transparente, sin rastro de pus. Me abroché la bragueta, tiré de la cadena y regresé a la mesa de entrada.

Sabía qué había ocurrido; supongo que lo sabía incluso mientras intentaba convencerme de que me habían hipnotizado. Había experimentado una sanación milagrosa, una auténtica demostración del poder de Jesús nuestro Señor. Durante mi niñez, cuando asistía regularmente a la última Iglesia Bautista o de Pentecostés escogida por mi madre o sus hermanas, había oído muchas historias de milagros de Jesús nuestro Señor. Una de ellas era la de un hombre llamado Roy Delfines, que cuando yo tenía doce años vivía con su familia a tres kilómetros de mi casa. Delfines le había cortado accidentalmente el dedo meñique a su hijo cuando éste sostenía un tronco en el patio para que su padre lo hachara. Roy Delfines afirmaba que durante el otoño y el invierno siguientes prácticamente había gastado la alfombra con las rodillas y que en primavera el dedo del niño había vuelto a crecer. Hasta había recuperado la uña. Yo creí a Roy Delfines cuando habló un jueves por la noche, rebosante de alegría. Se expresaba con tanta sencillez y sinceridad, sin sacar las manos de los bolsillos de su mono de trabajo, que era imposible no creerle. «Cuando el dedo empezó a crecer le picaba tanto que pasó varias noches en vela —dijo Roy Delfines—. Pero él sabía que el Señor así lo quería, y lo soportó.» Alabado sea Jesús. El Señor es todopoderoso.

La historia de Roy Delfines sólo era una entre tantas. Yo crecí en la tradición de milagros y curaciones. También creía en los amuletos, en las virtudes del agua estancada para curar las verrugas, en la necesidad de poner musgo debajo de la almohada para curar el dolor de una pérdida amorosa y, naturalmente, en lo que solíamos llamar «encantamientos». Sin embargo, no creía que John Coffey fuera un hechicero. Lo había mirado a los ojos y, lo que era más importante, había sentido su contacto, y había sido como si me tocase un médico extraño y maravilloso.

«Lo he aliviado, ¿verdad?»

Aquella frase seguía resonando en mi cabeza, como una canción pegadiza o las palabras de un hechizo: «Lo he aliviado, ¿verdad?»

Pero no había sido él, sino Dios. El uso de la primera persona de Coffey debía atribuirse a la ignorancia más que al orgullo, pero gracias a las enseñanzas recibidas en aquellas iglesias tan apreciadas por mi madre y mis tías veinteañeras, yo sabía, o al menos creía, que la curación no dependía del curandero, sino de la voluntad divina. Es natural alegrarse de la mejoría de un enfermo, pero la persona que se ha sanado tiene la obligación de preguntarse el porqué, de meditar sobre la voluntad de Dios y las formas extraordinarias en que éste pone en práctica esa voluntad. ¿Qué quería Dios de mí en este caso? ¿Qué deseaba tanto como para conceder a un asesino de niños la capacidad de curar? ¿Que permaneciera en el bloque en lugar de estar en casa, temblando en la cama y sudando a causa de los comprimidos de sulfamida? Quizá. Tal vez debía estar allí por si Bill Wharton decidía crear más problemas o para asegurarme de que Percy Wetmore no hiciera ninguna tontería. Muy bien. Entonces me quedaría allí. Mantendría los ojos bien abiertos y la boca cerrada… sobre todo en lo referente a curas milagrosas.

Dudaba que alguien me interrogara sobre mi mejoría. Había estado diciendo a todo el mundo que me encontraba mejor y lo cierto es que hasta aquel día yo mismo lo creía. Incluso le había dicho al alcaide Moores que todo había pasado. Delacroix había notado algo, pero supuse que también mantendría la boca cerrada (quizá por temor a que John Coffey lo hechizase si no lo hacía). En cuanto a Coffey, era muy probable que ya hubiera olvidado el incidente. Al fin y al cabo, no era más que un canal, y ninguna alcantarilla del mundo recuerda el agua que ha pasado por ella una vez que ha dejado de llover. De modo que resolví no mencionar el tema, sin saber que muy pronto contaría la historia y a quién se la contaría.

Pero no podía dejar de reconocer que sentía curiosidad por aquel grandullón. Después de lo ocurrido en su celda, sentía más curiosidad que nunca.