—¡Eh, muchachos! —dijo Wharton con una risita— ¿Qué me decís de esta fiesta?
Sin dejar de reír y gritar, volvió a concentrarse en estrangular a Dean con la cadena. ¿Y por qué no? Wharton sabía, tan bien como Dean, Harry y mi amigo Brutus Howell, que a un hombre sólo se lo puede freír una vez.
—¡Pégale, Percy! —gritó Harry Terwilliger. Se había abalanzado contra Wharton, intentando detener la pelea poco después de empezar, pero Wharton lo había arrojado al suelo y ahora intentaba incorporarse—. ¡Pégale!
Pero Percy permaneció inmóvil, con la porra de madera en la mano y los ojos desorbitados.
Adoraba su porra de madera y cualquiera hubiera dicho que aquélla era la oportunidad de usarla que había estado esperando desde su llegada a Cold Mountain… Sin embargo, cuando llegó la hora tuvo demasiado miedo para hacerlo. No estaba ante un francés canijo como Delacroix ni ante un gigante negro que parecía ausente de su propio cuerpo, como John Coffey. Estaba ante el mismísimo demonio.
Arrojé la carpeta de registro al suelo, desenfundé mi 38 y salí de la celda de Wharton, olvidando por completo la infección que ardía en mi vientre por segunda vez en el día. No es que dude de la descripción de Wharton que hicieron los muchachos, lo de la expresión ida y los ojos ausentes, pero ese no fue el tipo que yo vi. Yo no vi la cara de un animal inteligente, sino uno lleno de astucia, maldad y… sí, alegría. Hacía lo que le correspondía hacer. El lugar y las circunstancias no importaban. Otra cosa que vi fue la cara hinchada y enrojecida de Dean, que agonizaba ante mis propios ojos. Al ver la pistola, Wharton hizo girar a Dean hacia ella, de modo que por fuerza tendría que darle a uno para derribar al otro. Por encima del hombro de Dean, un ojo ardiente y azul me desafiaba a disparar. El pelo de Dean ocultaba el otro ojo de Wharton. Detrás, estaba Percy Wetmore, con actitud vacilante y la porra a medio levantar. Entonces se produjo un milagro:
Brutus Howell apareció en el hueco de la puerta del patio. Habían terminado de mudar el material de la enfermería y venía a ver si queríamos café.
Howell actuó sin un instante de vacilación. Empujó a Percy a un lado con increíble brusquedad, sacó su propia porra de la funda y la dejó caer sobre el cráneo de Wharton con toda la fuerza de su enorme brazo derecho. Se oyó un chasquido sordo, un ruido hueco, como si no hubiera cerebro debajo del cráneo de Wharton, y la cadena se aflojó alrededor del cuello de Dean.
Wharton se desplomó como un saco de trigo y Dean se apartó a gatas, con los ojos fuera de las órbitas, tosiendo y cogiéndose el cuello con la mano.
Me arrodillé a su lado, pero sacudió la cabeza con violencia.
—Estoy bien —dijo con voz ahogada—. Ocupaos de… él.
—Señaló a Wharton—. ¡Encerradlo en la celda!
Teniendo en cuenta la fuerza con que Brutus le había pegado, supuse que, más que una celda, Wharton necesitaba un ataúd. Sin embargo, no tuvimos tanta suerte. No estaba muerto sino inconsciente. Se encontraba tendido de lado, con un brazo extendido de modo que sus dedos tocaban el linóleo verde, los ojos cerrados, la respiración tranquila, pero regular. Hasta tenía una sonrisa pacífica en el rostro, como si se hubiera dormido escuchando su nana favorita. Un pequeño hilo de sangre salía de entre su pelo, manchando el cuello de la camisa nueva. Eso era todo.
—¡Percy! —exclamé—. ¡Ayúdame! —Pero Percy no se movió. Siguió inmóvil contra la pared, mirándolo todo con expresión de asombro. Creo que ni siquiera sabía dónde estaba—. ¡Maldito seas, Percy! ¡Cógelo!
Entonces se movió, y Harry lo ayudó. Entre los tres arrastramos al inconsciente Wharton a la celda, mientras Bruto ayudaba a Dean a levantarse y lo sostenía con la dulzura de una madre. Dean estaba inclinado, esforzándose por recuperar el aliento.
Nuestro nuevo chiquillo travieso no despertó en casi tres horas, pero cuando lo hizo, no acusó ningún efecto secundario de la salvaje paliza de Bruto. Recuperó el conocimiento con la misma rapidez con que se movía: de forma súbita y brusca. Estaba tendido en la cama como si hubiera muerto y un segundo después lo vimos de pie junto a los barrotes, silencioso como un gato, mirándome mientras yo escribía un informe sobre lo sucedido en la mesa de entrada. Cuando noté que alguien me miraba y alcé la vista, sonrió exhibiendo una dentadura negra y deteriorada, a la que ya le faltaban varias piezas.
—Eh, lameculos —dijo—, la próxima vez te tocará a ti, y no fallaré.
—Hola, Wharton —dije con toda la indiferencia de que fui capaz—. Dadas las circunstancias, creo que puedo saltarme el discurso de bienvenida, ¿no te parece?
Su sonrisa se desdibujó. No era la respuesta que esperaba, y quizá yo no se la hubiese dado de haber sido otra la situación. Sin embargo, durante el tiempo que permaneció inconsciente, había ocurrido algo. En cierto modo he escrito todas estas páginas para hablar de ello, pero veremos si me creéis.