Capítulo 20

Releyendo lo que he escrito, descubro que he calificado a Georgia Pines, el sitio donde vivo, de «residencia geriátrica». A la gente que dirige este centro no le gustaría leer algo así. Según los folletos que tienen en el vestíbulo y que envían a los clientes potenciales, se trata de «una finca de retiro para la tercera edad». Hasta tiene un «centro de esparcimiento», siempre según el folleto.

Quienes vivimos aquí (el folleto no nos define como «internos», pero yo a veces lo hago) lo llamamos sencillamente la sala de la tele.

La gente cree que soy un tipo hosco porque no bajo a la sala de la tele varias veces al día, pero no es la compañía lo que no puedo soportar, sino los programas. Oprah, Ricki Lake, Carnie Wilson, Rolanda… El mundo se desmorona alrededor de nosotros, y ellos sólo hablan de líos amorosos entre mujeres con minifalda y hombres con la camisa desabrochada. En fin, «no juzguéis si no queréis ser juzgados», dice la Biblia, de modo que será mejor que me baje del púlpito. Es sólo que si quisiera pasarme el tiempo viendo culebrones me mudaría al campamento de caravanas Happy Wheels, tres kilómetros más al sur, donde las noches de los viernes y los sábados siempre aparecen coches de la poli con las sirenas aullando y las luces parpadeando. Tengo una amiga especial, Elaine Connelly, y está de acuerdo conmigo. Elaine es una mujer muy inteligente y elegante; tiene ochenta años, es alta y delgada, todavía anda recta y posee una vista perfecta.

Camina despacio, porque tiene algún problema en las caderas y sé que la artritis en las manos la hace sufrir mucho, pero tiene un cuello largo y hermoso, un cuello de cisne, y una cabellera larga y bonita que le llega a los hombros cuando la deja suelta.

Lo mejor es que no le parezco hosco ni reservado. Elaine y yo pasamos mucho tiempo juntos; supongo que si no tuviese una edad tan grotesca, diría que es mi chica. Sin embargo no está mal que sólo sea una amiga especial; a veces es mejor que una novia. Nos ahorramos muchos de los problemas que trae aparejados el noviazgo, y aunque sé que nadie por debajo de los cincuenta me creerá, en ocasiones las cenizas son mejores que una auténtica fogata. Es extraño, pero cierto.

De modo que no miro la tele durante el día. A veces paseo, otras veces leo, aunque durante los últimos meses he invertido la mayor parte del tiempo en escribir estas memorias entre las plantas de la terraza. Creo que aquí hay más oxígeno y eso ayuda a preservar la memoria.

Pero en ocasiones, cuando no puedo dormir, bajo y enciendo la tele. En Georgia Pines no tenemos vídeo comunitario ni nada similar —supongo que es un esparcimiento demasiado caro para nuestro centro de esparcimiento—, pero sí los servicios normales de televisión por cable, y eso significa que podemos disfrutar del canal de cine clásico. En caso de que vosotros no tengáis televisión por cable, es el canal en que la mayor parte de las pelis son en blanco y negro y donde las mujeres nunca se quitan la ropa. Para un viejo como yo, eso resulta reconfortante. Muchas noches me he quedado dormido en el horrible sofá verde del salón, frente al televisor, mientras la mula Francis saca la sartén de Donald O'Connor del fuego por enésima vez, John Wayne pone orden en Dodge City o Jimmy Cagney llama «rata asquerosa» a alguien mientras desenfunda la pistola. Algunas de esas películas las he visto con Janice (no sólo mi esposa, sino también mi mejor amiga) y me tranquilizan. La ropa que llevan los actores, la forma en que hablan y caminan, incluso la música de fondo me tranquiliza. Supongo que me recuerdan los tiempos en que aún formaba parte del mundo, en lugar de ser una reliquia apolillada que espera su hora en un lugar donde muchos de los residentes usan pañales o ropa interior de goma.

Sin embargo, no había nada tranquilizador en lo que vi esta mañana; nada en absoluto.

Elaine a menudo se une a mí para la matiné de las cuatro de la madrugada. Aunque no menciona el tema, creo que su artritis la tortura y que las medicinas que le dan no le sirven de mucho.

Cuando apareció esta mañana, moviéndose como un fantasma en su albornoz blanco de toalla, me encontró sentado en el sofá lleno de bultos, inclinado sobre los finos palitos que en otro tiempo llamaba piernas, sosteniéndome las rodillas para intentar detener los temblores que me sacudían como un árbol en una tormenta. Tenía frío en todo el cuerpo, excepto en el vientre, que parecía arder con el espectro de la infección urinaria que tanto me fastidió en el otoño de 1932; el otoño de John Coffey, Percy Wetmore y el ratón amaestrado.

También había sido el otoño de William Wharton.

—¡Paul! —gritó Elaine mientras corría hacia mí con toda la rapidez que le permitían los clavos oxidados y los fragmentos de vidrio que tiene en las caderas—. ¿Qué ocurre, Paul?

—Ya pasará —dije, aunque mis palabras no sonaron convincentes, sino casi incomprensibles debido a que me castañeteaban los dientes—. Dame un par de minutos y estaré como nuevo.

Se sentó a mi lado y me rodeó los hombros con un brazo.

—Seguro que sí —dijo—. Pero ¿qué te pasa? ¡Caramba, Paul! Parece que hubieras visto un fantasma.

Y lo había visto, aunque no me di cuenta de ello hasta que lo dije en voz alta y noté la mirada de asombro de Elaine.

—En realidad no, Elaine —expliqué mientras le acariciaba la mano con extrema suavidad—, pero por un instante… ¡Dios mío, Elaine! —¿Tiene que ver con tus tiempos de carcelero en la prisión? —preguntó—. ¿La época sobre la cual escribes en la terraza?

Asentí.

—Trabajé en el pasillo de la muerte…—Lo sé…—Aunque también lo llamábamos la Milla Verde por el suelo de linóleo. En el otoño del treinta y dos, ingresó un tipo, un salvaje, llamado William Wharton. Le gustaba hacerse llamar Billy el Niño; incluso llevaba ese nombre tatuado en un brazo. Era sólo un muchacho, pero muy peligroso. Todavía recuerdo lo que escribió sobre él Curtis Anderson, el ayudante del alcaide: «Es un salvaje y está orgulloso de serlo. Tiene diecinueve años y al tipo no le importa nada.» Había subrayado esa última frase dos veces.

La mano que me había rodeado los hombros ahora me acariciaba la espalda. Comenzaba a calmarme. En aquel momento sentí que amaba a Elaine Connelly; se lo dije y podría haberle dado mil besos en la cara. Quizá debí hacerlo. A cualquier edad es horrible sentirse solo y asustado, pero creo que es peor cuando uno es viejo. Sin embargo, tenía otra cosa en la cabeza, un asunto antiguo e inconcluso.

—Tienes razón —dije—. He estado escribiendo sobre la llegada de Wharton al bloque, cuando estuvo a punto de matar a Dean Stanton, uno de los muchachos que trabajaba conmigo en aquel entonces.

—¿Cómo pudo hacerlo? —preguntó Elaine.

—Gracias a una mezcla de maldad e imprudencia —respondí con tono sombrío—. Wharton puso la maldad, y los guardias que lo escoltaban la imprudencia. El mayor error fue la cadena que Wharton llevaba entre las manos, que era demasiado larga. Cuando Dean abrió la puerta del bloque E, Wharton estaba detrás de él. Había un guardia a cada lado, pero Anderson tenía razón: a aquel tipo no le importaba nada. Le pasó la cadena por el cuello a Dean y empezó a estrangularlo con ella.

—Elaine se estremeció—. Bueno, la cuestión es que me puse a pensar en eso y no podía dormir, así que bajé. Encendí la tele, pensando que tú podías venir y tendríamos una especie de cita…

Elaine rió y me besó en la frente, justo encima de la ceja. Cuando Janice me besaba así, solía sentir un escalofrío en todo el cuerpo, y volví a sentirlo cuando Elaine lo hizo esta mañana.

Supongo que algunas cosas no cambian nunca.

—Estaban poniendo una vieja película de gángsters de los años cuarenta, El beso de la muerte.

—Sentí que empezaba a temblar otra vez e intenté controlarme—. Trabaja Richard Widmark —añadí—, fue su primer papel importante. Nunca fui a verla con Jan, porque solíamos pasar de las pelis de policías y ladrones, pero recuerdo haber leído en algún sitio que Widmark había hecho una interpretación estupenda en el papel de malo. Y es cierto. Está pálido… da la impresión de que en lugar de caminar se desliza… y se la pasa llamando «basura» a la gente y hablando de los soplones; de lo mucho que odia a los soplones.

—A pesar de mis esfuerzos, comenzaba a temblar otra vez. No podía evitarlo—. Tenía el cabello rubio —murmuré—, rubio y liso. Vi hasta la parte en que empuja a una mujer en silla de ruedas por las escaleras y luego apagué el televisor.

—¿Te recordó a Wharton?

—Era Wharton —dije—. El mismo.

—Paul… —comenzó Elaine, pero enseguida se detuvo. Miró la pantalla negra de la tele (el receptor de la televisión por cable seguía encendido en el número 10, el de la cadena AMC) y luego volvió la cabeza hacia mí.

—¿Qué?, ¿qué pasa, Elaine? —pregunté convencido de que iba a decirme que tenía que dejar de escribir; romper las páginas que ya había escrito y acabar con todo aquello.

Sin embargo, dijo:

—No dejes que esto te detenga.

—La miré boquiabierto—. Cierra la boca, Paul, o te entrará una mosca.

—Lo siento, es que… bueno…—Pensaste que iba a decirte exactamente lo contrario, ¿verdad?

Cogió mis manos entre las suyas (suave, muy suavemente entre sus dedos largos y hermosos a pesar de los nudillos deformes) y se inclinó, fijando sus ojos pardos —el izquierdo ligeramente opaco a consecuencia de una catarata— en mis ojos azules.

—Es probable que sea demasiado vieja y frágil para vivir —dijo—, pero no para pensar. ¿Qué importancia tienen unas cuantas noches en vela a nuestra edad? ¿Qué. más da ver un fantasma en la tele? ¿Acaso vas a decirme que es el primero?

Pensé en el alcaide Moores, en Harry Terwilliger y en Brutus Howell. Pensé en mi madre y en jan, mi esposa, que murió en Alabama. Sin duda sabía bastante de fantasmas.

—No —respondí—, no ha sido el primero. Pero fue horrible, Elaine, porque de verdad era él.

Me besó otra vez y se levantó con un respingo de dolor, apretando el dorso de las manos contra la parte superior de las caderas, como si temiese que éstas se escaparan de su piel si no tenía cuidado.

—Creo que he cambiado de idea sobre la televisión —dijo—. Tengo una píldora de reserva que he estado guardando para un día lluvioso. Creo que me la tomaré y volveré a la cama. Quizá tú deberías hacer lo mismo.

—Sí —respondí—. Supongo que sí.

Por un instante pensé en sugerirle que volviéramos juntos, pero entonces vi el dolor en sus ojos y deseché la idea por absurda. Porque si hubiera dicho que sí, lo habría hecho sólo por mí, y eso no estaba bien.

Salimos juntos de la sala de la tele (no pienso dignificarla usando el otro nombre, ni siquiera irónicamente) y yo intenté acompasar mis pasos a los suyos, lentos y dolorosamente cuidadosos. El edificio estaba en silencio. Sólo oímos el gemido de un residente que tenía una pesadilla.

—¿Crees que podrás dormir? preguntó.

—Sí, creo que sí —respondí, pero, naturalmente, no lo conseguí.

Estuve despierto hasta el amanecer, pensando en El beso de la muerte. Veía a Richard Widmark, riendo estúpidamente, atando a la anciana a la silla de ruedas y arrojándola por las escaleras. «Esto es lo que hacemos con los soplones», le decía, y entonces su cara se fundía con la de William Wharton el día que llegó al bloque E, al pasillo de la muerte. Wharton riendo como Widmark, gritando: «¿Qué me decís de esta fiesta?» Después de aquello, ni siquiera pude desayunar. Vine a la terraza y empecé a escribir. ¿Fantasmas? Sin duda. Lo sé todo sobre fantasmas.