—Creímos que seguía sedado por las pruebas —dijo Dean a última hora de la tarde. Su voz era grave, áspera, casi un ladrido, y tenía moratones negros en el cuello. Noté que le costaba trabajo hablar y pensé en decirle que no se esforzara, pero a veces duele más callar. Supuse que ésa era una de aquellas veces y mantuve la boca cerrada—. Todos creímos que estaba sedado, ¿verdad?
Harry Terwilliger hizo un gesto de asentimiento. Incluso Percy, sentado a una distancia prudencial de los demás, asintió en silencio.
Bruto me miró y por un instante nuestros ojos se cruzaron. Era obvio que pensábamos lo mismo: que las cosas siempre sucedían de ese modo. Todo parecía ir bien y uno actuaba conforme a las reglas de juego, pero entonces cometía un error y… ¡pum!, el cielo se desmoronaba. Habían pensado que estaba dopado, lo cual era una suposición bastante razonable, pero a nadie se le ocurrió preguntar si de verdad lo estaba. Me pareció ver algo más en los ojos de Bruto: Harry y Dean aprenderían de su error, sobre todo Dean, que podía haber vuelto a casa en un ataúd. Percy no aprendería nada; no quería, o quizá no podía. Lo único que podía hacer Percy era sentarse en un rincón y refunfuñar porque volvía a estar metido hasta el cuello en la mierda.
En total, siete guardias se habían trasladado a Indianola para hacerse cargo de Salvaje Bill:
Harry, Dean, Percy, dos guardias atrás (no recuerdo sus nombres, aunque estoy seguro de que entonces los sabía) y dos delante. Llevaron lo que entonces llamábamos la «diligencia»: una furgoneta Ford supuestamente equipada con cristales antibalas, cuya carrocería acababa de ser reforzada con planchas de acero. Parecía un híbrido entre el furgón del lechero y un coche blindado.
Harry Terwilliger estaba oficialmente a cargo de la expedición. Le entregó los papeles al sheriff del condado (no Homer Cribus, supongo, sino otro patán como él votado por el pueblo), quien a su vez le entregó al señor William Wharton, un follonero extraordinaire, como habría dicho Delacroix. Aunque habían enviado un uniforme con antelación, el sheriff y sus ayudantes no se habían molestado en ponérselo. Dejaron 1a tarea para nuestros muchachos, que cuando vieron a Wharton por primera vez en la segunda planta del Hospital General, lo encontraron vestido con una bata y zapatillas baratas de felpa. Era un hombre delgado con cara pequeña y llena de granos y una maraña de pelo largo y rubio. El culo, también pequeño y repleto de granos, quedaba al descubierto por detrás de la bata. De hecho, fue lo primero de él que vieron Harry y los demás, pues cuando entraron, Wharton miraba por la ventana hacia el aparcamiento. No se volvió. Se limitó a permanecer inmóvil, sosteniendo las cortinas con una mano, mudo como un muñeco, mientras Harry se quejaba al sheriff del condado de que no le hubieran puesto el uniforme y el sheriff, a su vez, le daba una clase —como solían hacer todos los funcionarios del interior— sobre cuáles eran sus obligaciones y cuáles no.
Cuando Harry se cansó (dudo que haya tardado mucho), ordenó a Wharton que se volviera, y el muchacho obedeció. Según dijo Dean con su voz rasposa, tenía el mismo aspecto que cualquiera de los miles de palurdos revoltosos que habían pasado por Cold Mountain en el transcurso de los años. Les quitabas esa mirada feroz y lo único que quedaba era un estúpido con una vena mezquina. A veces uno también les descubría una vena cobarde, sobre todo cuando se volvían de espaldas a la pared, pero por lo general no había otra cosa en ellos que maldad y ganas de bronca, más maldad y más ganas de bronca. Hay gente que ve algo noble en personajes como William Wharton, pero yo no soy uno de ellos. Una rata también pelea si la arrinconan. Según dijo Dean, la cara de aquel hombre parecía tener tanta personalidad como su culo lleno de acné. La mandíbula caída, los ojos distantes, los hombros encorvados y las manos laxas. Daba la impresión de que le habían inyectado una buena dosis de morfina y estaba tan aturdido como una persona drogada.
Al llegar a este punto, Percy hizo otro gesto de asentimiento.
—Ponte esto —dijo Harry señalando el uniforme que estaba a los pies de la cama. Lo habían quitado del envoltorio marrón, pero aparte de eso nadie lo había tocado. Seguía doblado como cuando estaba en la lavandería de la prisión: unos calzoncillos blancos asomaban por una manga, y un par de calcetines del mismo color por la otra.
Wharton parecía dispuesto a obedecer, aunque era incapaz de hacerlo sin ayuda. Consiguió ponerse los calzoncillos, pero cuando llegó a los pantalones, intentó poner las dos piernas en el mismo agujero. Por fin, Dean decidió ayudarlo: le pasó los pies por el sitio indicado, subió los pantalones y abrochó la bragueta. Wharton permaneció inmóvil, sin intentar cooperar. Miraba al otro lado de la habitación con expresión ausente y las manos laxas, y a ninguno de los presentes se le ocurrió que podía estar fingiendo. No es que tuviese la esperanza de escapar (al menos eso creo yo), pero sí de organizar la mayor cantidad de problemas posibles en cuanto se presentara la ocasión.
Se firmaron los papeles y William Wharton, que en el momento de su detención se había convertido en propiedad del condado, pasó a ser propiedad del estado. Lo condujeron por la escalera trasera, a través de la cocina del hospital, rodeado de uniformes azules. Wharton caminaba con la cabeza gacha y las manos de largos dedos colgando a ambos lados del cuerpo. La primera vez que se le cayó la gorra, Dean se la puso. La segunda vez, él mismo se la metió en el bolsillo trasero del pantalón.
Tuvo otra oportunidad de crear problemas cuando lo metieron en la diligencia y lo encadenaron, pero no lo hizo. Si esa idea se le cruzó por la cabeza (todavía hoy no estoy seguro de que lo hiciera), debe de haber supuesto que el espacio era demasiado pequeño y el número de contendientes demasiado alto para salir victorioso. De modo que le pusieron las cadenas, una entre los tobillos y otra —demasiado larga, según se descubriría más tarde entre las muñecas.
El viaje hasta Cold Mountain duró una hora. En todo ese tiempo, Wharton permaneció inmóvil en el asiento de la izquierda del furgón, con la cabeza gacha y las manos esposadas colgando entre las rodillas. Harry dijo que de vez en cuando murmuraba algo y Percy salió un instante de su enfurruñamiento para añadir que le caía la baba por encima del labio inferior, gota a gota, hasta formar un charco a sus pies. Como un perro con la lengua fuera en un caluroso día de verano.
Entraron en la penitenciaría por la puerta sur y se dirigieron al aparcamiento, supongo que pasando junto a mi coche. El guardia de servicio abrió la enorme puerta que separaba el aparcamiento del patio de ejercicios y la diligencia entró en el recinto. No había muchos presos en el patio y la mayoría trabajaba en el jardín. Debía de ser época de plantar calabazas. Condujeron directamente hacia el bloque E y se detuvieron. El conductor abrió la puerta, dijo a los guardias que había sido un placer trabajar con ellos y comentó que llevaría el furgón al taller para cambiarle el aceite. Los guardias de refuerzo siguieron en el vehículo y los dos que iban sentados atrás, ahora con las puertas abiertas, se alejaron comiendo manzanas.
Así pues, Dean, Harry y Percy se quedaron solos con el prisionero encadenado. Debería haber sido suficiente, de hecho lo habría sido si no se hubieran dejado engañar por el esquelético muchacho con cadenas en las muñecas y los tobillos. Lo escoltaron durante la docena de pasos que los separaban de la puerta del bloque E, en la misma formación que usábamos para conducir a los prisioneros por el pasillo de la muerte. Harry iba a la izquierda, Dean a la derecha y Percy detrás con la porra en la mano. Nadie me lo dijo, pero sé perfectamente que tenía la porra en la mano; aquel imbécil adoraba su porra de madera.
Entretanto, yo esperaba sentado en el sitio que sería el hogar de Wharton hasta que llegase su turno de freírle el culo en la silla: primera celda a la derecha del pasillo en dirección a la celda de seguridad. Tenía la carpeta de registro en la mano y esperaba impaciente el momento de pronunciar mi pequeño discurso y esfumarme de allí. El dolor recrudecía en mi vientre y quería encerrarme en el despacho hasta que pasara.
Dean dio un paso al frente para abrir la puerta. Escogió la llave indicada del llavero que llevaba colgado a la cintura y la metió en la cerradura. Cuando Dean hacía girar la llave y tiraba de la manija de la puerta, Wharton pareció cobrar vida. Soltó un aullido desgarrado, incoherente, similar al grito de guerra de un rebelde, que paralizó temporalmente a Harry y dejó a Percy fuera de combate. Yo oí el grito a través de la puerta entreabierta y al principio no lo asocié con un sonido humano. Pensé que un perro se habría colado en el patio y lo habrían herido o que quizá algún preso malhumorado le había dado con un pico.
Wharton levantó los brazos, pasó la cadena que unía sus muñecas por encima de la cabeza de Dean, y comenzó a estrangularlo. Dean soltó un grito ahogado y se inclinó hacia adelante, bajo la fresca luz eléctrica de nuestro pequeño mundo. Wharton se alegró de caer con él, hasta le dio un empujón sin dejar de gritar, murmurar incoherencias e incluso reír. Tenía los brazos flexionados y los puños pegados a las orejas de Dean, tensando al máximo la cadena y moviéndola de delante atrás.
Harry se lanzó sobre la espalda de Wharton, le cogió el grasoso pelo rubio con una mano y le asestó un puñetazo en la cara con la otra. Tenía una pistola y una porra, pero en la confusión del momento no usó ninguna de las dos armas. Habíamos tenido problemas con algún prisionero antes, pero hasta el momento ninguno nos había pillado por sorpresa como Wharton. La astucia de aquel hombre superaba nuestra experiencia. Nunca había visto nada igual, y nunca lo vería.
Además, era fuerte. La aparente flojedad había desaparecido de sus miembros y, como luego diría Harry, fue como saltar en un nido de alambres de espino que misteriosamente habían cobrado vida. Wharton, que ya estaba dentro y cerca de la mesa de entrada, se volvió hacia la izquierda y se deshizo de Harry, que chocó contra la mesa y cayó al suelo.
—¡Ehhh, muchachos! —gritaba Wharton—. ¿Qué me decís de esta fiesta?
Sin dejar de reír y gritar, Wharton volvió a sus intentos de estrangular a Dean con la cadena. ¿Por qué no? Wharton sabía lo que todos sabíamos: sólo podían freírlo una vez.
—¡Pégale Percy, pégale! —gritó Harry mientras se incorporaba. Pero Percy estaba paralizado, con la porra en la mano y los ojos grandes como platos.
Cualquiera hubiera dicho que aquélla era la oportunidad que esperaba, la ocasión ideal para hacer buen uso de su porra, pero estaba demasiado asustado y confuso para eso. No se encontraba ante un pequeño francés aterrorizado ni ante un gigante negro que parecía ausente de su propio cuerpo, sino ante el mismísimo demonio.
Arrojé la carpeta de registro al suelo, desenfundé mi 38 y salí de la celda de Wharton, olvidando por completo la infección que ardía en mi vientre por segunda vez en el día. No es que dude de la descripción de Wharton que hicieron los muchachos, lo de la expresión ida y los ojos ausentes, pero ése no fue el tipo que yo vi. Yo vi la cara de un animal, no un animal inteligente, sino uno lleno de astucia, maldad y… sí, alegría. Hacía lo que le correspondía hacer. El sitio y las circunstancias no importaban. Otra cosa que vi fue la cara hinchada y enrojecida de Dean. Al reparar en la pistola, Wharton hizo girar a Dean hacia ella, de modo que por fuerza tendría que darle a uno para derribar al otro. Por encima del hombro de Dean, un ojo ardiente y azul me desafiaba a disparar.