Capítulo 18

Casi todas las fechas se han borrado de mi mente. Supongo que podría pedirle a mi nieta, Danielle, que las buscara en los periódicos viejos, pero ¿para qué? De todos modos, las más importantes —como el día que entramos en la celda de Delacroix y encontramos al ratón sentado sobre su hombro o el día que William Wharton llegó al bloque y estuvo a punto de matar a Dean Stanton— no aparecerán en la prensa. Tal vez sea mejor que siga como hasta ahora. Al fin y al cabo, supongo que las fechas no tienen mayor importancia si uno es capaz de recordar qué vio y en qué orden lo hizo.

Sé que los hechos se precipitaron. Cuando me enviaron los papeles para la ejecución de Delacroix desde el despacho de Curtis Anderson, me sorprendió ver que la fecha se había adelantado, algo que rara vez sucedía, ni siquiera en aquellos días en que no era necesario remover cielo y tierra para cargarse legalmente a un hombre. Según creo, sólo eran dos días, del 27 al 25 de octubre. No me toméis la palabra, pero era algo así, pues recuerdo que pensé que Tuu iba a recuperar su caja de cigarros incluso antes de lo previsto.

Wharton, por el contrario, llegó después de lo esperado. Para empezar, su juicio duró más de lo que suponían los informadores habitualmente fiables de Anderson (en lo referente a Will Wharton, uno no podía fiarse de nada, ni siquiera de nuestros métodos para controlar a los prisioneros que hasta entonces parecían probados e infalibles). Luego, una vez que lo encontraron culpable —al menos en ese punto siguieron el guión— lo llevaron al Hospital General de Indianápolis para hacerle unas pruebas. Al parecer, durante el juicio había sufrido varios ataques lo bastante graves para que se desplomara y agitara espasmódicamente, pataleando contra el suelo de madera. El abogado de oficio alegó que Wharton padecía «ataques epilépticos» y que había cometido sus crímenes en momentos de «enajenación mental», en tanto que el fiscal sostenía que las supuestas crisis no eran más que la representación de un cobarde desesperado por salvar su vida. Después de observar de cerca los aparentes ataques epilépticos, el jurado decidió que eran falsos. El juez estuvo de acuerdo, pero de todos modos ordenó una serie de análisis antes de dictar sentencia. Sólo Dios sabe por qué; quizá por simple curiosidad.

Fue un milagro que Wharton no escapara del hospital (tampoco nos pasó inadvertida la ironía de que Melinda, la esposa de Moores, estuviera en el mismo hospital al mismo tiempo), pero no lo hizo.

Supongo que lo tendrían rodeado de guardias y que el muchacho aún conservaría alguna esperanza de que lo declararan incompetente a causa de la epilepsia, si padecía algo así.

Sin embargo, no fue así. Los médicos no encontraron nada anormal en su mente, al menos desde el punto de vista físico, y William Billy El Niño Wharton fue enviado a Cold Mountain.

Debe de haber sido alrededor del 18, pues recuerdo que llegó dos semanas antes que John Coffey y una semana después de que Delacroix recorriera el pasillo de la muerte.

El día de la llegada de nuestro nuevo psicópata fue especialmente memorable para mí.

Desperté a las cuatro de la madrugada con un latido en el vientre y el pene hinchado y ardiente.

Antes de poner los pies en el suelo, supe que mi infección urinaria no se había terminado de curar, como yo había deseado. Había experimentado una breve mejoría, pero eso era todo.

Salí al retrete para descargar la vejiga —aquello sucedió al menos tres años antes de que instaláramos el primer cuarto de baño dentro de la casa—, pero cuando llegué a la pila de leña amontonada en un costado de la casa, comprendí que no podía aguantar más. Me bajé los pantalones del pijama justo cuando comenzaba a salir la orina, y aquella meada estuvo acompañada del dolor más intenso que he experimentado en toda mi vida. En 1956 tuve una piedra en la vesícula, y sé que la gente dice que es peor, pero comparado con aquel ataque ese cálculo fue como una leve indigestión.

Se me aflojaron las rodillas y caí pesadamente sobre ellas, rasgando el trasero de mi pijama al abrir las piernas para mantener el equilibrio y evitar caer de cara en un charco de orina. Si no me hubiera cogido de uno de los leños con la mano izquierda, allí habría acabado.

Sin embargo, todo aquello podría haber sucedido en Australia o en algún otro planeta. Lo único que me preocupaba era el dolor; la parte inferior del vientre ardía como si se estuviera incendiando y mi pene —un órgano que solía olvidar, excepto cuando me procuraba el mayor placer que puede experimentar un hombre— parecía a punto de derretirse. Miré hacia abajo, esperando ver salir sangre de la punta, pero en su lugar observé un chorro de orina aparentemente normal.

Me cogí del leño con una mano y me cubrí la boca con la otra, intentando mantener la boca cerrada. No quería despertar a mi esposa con un grito. Tuve la impresión de que nunca terminaría de mear, pero por fin el chorro cesó. Por un instante, quizá un minuto entero, fui incapaz de levantarme. Luego el dolor comenzó a ceder y me incorporé con esfuerzo. Miré el charco de orina, que ya se filtraba en la tierra, y me pregunté si Dios estaría cuerdo al crear un mundo donde un poco de humedad como aquella podía producir un dolor tan terrible.

Decidí pedir la baja por enfermedad e ir a ver al doctor Sadler. No soportaba el olor de las píldoras de sulfamida ni las náuseas que me provocaban, pero cualquier cosa sería mejor que estar de rodillas junto a un montón de leña, intentando contener los gritos mientras parecía que alguien me había rociado la polla con gasolina y había arrojado una cerilla.

Luego, mientras me tomaba una aspirina y oía los suaves ronquidos de Janice procedentes de la habitación, recordé que aquél era el día de la llegada de Will Wharton al bloque E y que Bruto no estaría allí. Según el orden del día, debía ir al otro lado de la prisión a ayudar a trasladar la biblioteca y el resto del equipo de enfermería al nuevo edificio. A pesar del dolor, no me parecía bien dejar a Dean y a Harry solos con Wharton. Eran funcionarios competentes, pero el informe de Curtis Anderson había sugerido que William Wharton era excepcionalmente peligroso. «A ese hombre no le importa nada», había escrito, subrayando la frase para darle énfasis.

Para entonces el dolor se había calmado un poco y yo ya podía pensar con claridad. Supuse que lo mejor era salir pronto para la prisión. Podía llegar a las seis, la hora en que solía hacerlo el alcaide Moores. Él enviaría a Brutus Howell de nuevo al bloque E con tiempo suficiente para recibir a Wharton y yo cumpliría con mi postergada visita al médico. De hecho, Cold Mountain me quedaba de camino.

Durante los treinta kilómetros de viaje a la penitenciaría, en dos ocasiones volví a sentir esa necesidad urgente de orinar. Las dos veces pude detenerme y solucionar el problema sin ponerme en evidencia (gracias al cielo, el tránsito a aquellas horas en las carreteras comarcales era casi inexistente). Ninguna de las dos meadas fue tan dolorosa como la que me había arrojado al suelo del camino al retrete, pero en ambas ocasiones tuve que sostenerme de la manija de la puerta del acompañante de mi pequeño cupé Ford y sentí correr el sudor por mi cara ardiente. Estaba enfermo, no cabía duda; muy enfermo.

Sin embargo, lo conseguí. Entré por la puerta sur, aparqué en el sitio habitual y fui directamente a ver al alcaide. Eran cerca de las seis, la oficina de Miss Hannah estaba vacía (no llegaría hasta las siete, una hora más civilizada) pero vi luz en el despacho de Moores a través del cristal de la puerta. Llamé y abrí. Moores alzó la vista, sobresaltado al ver a alguien por allí a horas tan intempestivas, y yo habría dado cualquier cosa por no haberlo sorprendido en aquel estado, con expresión afligida e indefensa. Cuando entré, se tiraba con las dos manos del pelo blanco, por lo general cuidadosamente peinado, que ahora estaba enmarañado y en punta. Tenía los ojos enrojecidos y rodeados de bolsas. Pero lo peor era su palidez; tenía el aspecto de un hombre que acaba de regresar de una larga caminata en una noche helada.

—Lo siento, Hal. Volveré… —empecé.

—No —dijo—. Pasa, Paul, por favor. Cierra la puerta y entra. Nunca en toda mi vida había necesitado tanto ver a alguien. Cierra la puerta y entra.

Obedecí y olvidé mi propio dolor por primera vez desde que me había despertado aquella mañana.

—Es un tumor en el cerebro —dijo Moores—. Sale en las radiografías. De hecho, los médicos parecían muy satisfechos con ellas. Uno incluso ha dicho que eran las mejores que habían tomado hasta el momento y que las publicarán en una célebre revista médica de Nueva Inglaterra. Dicen que es del tamaño de un limón y que está muy adentro, donde no pueden operar. Suponen que morirá antes de Navidad. No se lo he dicho, porque no sé cómo hacerlo. ¡Dios, no se me ocurre la manera de decírselo!

Entonces se echó a llorar con unos sollozos largos y asmáticos que me llenaron de pena y horror al mismo tiempo. Cuando un hombre tan discreto como Hal Moores pierde el control, asusta verlo. Permanecí inmóvil por unos instantes, luego me acerqué y le rodeé los hombros con un brazo. Se cogió a mí con las dos manos, como un hombre a punto de ahogarse, y comenzó a sollozar contra mi estómago, olvidando la compostura. Más tarde, cuando consiguió controlarse, me pidió perdón. Lo hizo sin mirarme a los ojos, como alguien que siente que se ha humillado tanto que quizá nunca logre superarlo. Un hombre puede acabar odiando a otro que lo ha visto en ese estado, y aunque supuse que el alcaide Moores no era de esos, no me atreví a mencionar el verdadero motivo de mi visita. De modo que cuando salí del despacho de Moores, me dirigí al bloque E en lugar de a mi coche. Para entonces, la aspirina comenzaba a hacer efecto y el dolor de vientre se había convertido en una punzada sorda. Supuse que me las apañaría para pasar el día; recibiría a Wharton, volvería a visitar a Hal Moores por la tarde y cogería la baja de enfermedad para el día siguiente. Creía que ya había pasado lo peor, pero lo cierto es que lo peor de aquel día ni siquiera había comenzado.