A Tuu–Tuu cuatro centavos le parecieron muy poco por una bonita caja de cigarros Corona, y quizá tuviera razón. Las cajas de cigarros eran muy apreciadas en la prisión. En ellas podían guardarse miles de objetos pequeños, tenían un olor agradable y recordaban a los presos lo que era la vida en libertad. Supongo que porque en la prisión se permitía fumar cigarrillos, pero no cigarros.
Dean Stanton, que para entonces había regresado al bloque, contribuyó con un centavo y yo con otro. Al ver que Tuu–Tuu todavía se mostraba reacio a vender, Bruto intentó convencerlo.
Primero le dijo que debería avergonzarse de ser tan mezquino, y luego le prometió que él, Brutus Howell en persona, le devolvería la caja de cigarros una vez que Delacroix fuese ejecutado.
—Tal vez seis centavos no sean suficientes como precio de venta de una caja de cigarros.
Podríamos discutirlo largo y tendido —dijo Bruto—, pero tienes que reconocer que es un buen precio por un alquiler. El francés recorrerá el pasillo de la muerte en un mes; seis semanas, como máximo. Esa caja volverá a tu carrito antes de que te des cuenta de que no está allí.
—¿Y si le toca un juez de corazón blando y sigue aquí cuando nos entierren a todos? —dijo Tuu, pero tanto él como Bruto sabían que no sería así. El viejo Tuu–Tuu llevaba empujando aquel maldito carro lleno de citas de la Biblia desde los días de las diligencias y tenía información de buena fuente… Yo estaba seguro de que en eso nos superaba. Sabía que Delacroix no podía esperar nada de un juez de corazón blando. Su única esperanza era el gobernador, que no solía ser clemente con tipos capaces de asar vivos a media docena de sus votantes.
—Aunque no consiga un aplazamiento, ese ratón estará cagando en la caja hasta octubre, quizá incluso hasta el día de Acción de Gracias —protestó Tuu, pero Bruto notó que se estaba ablandando—. ¿Quién va a comprar una caja que ha servido de retrete a un ratón?
—Caramba, Tuu —dijo Bruto—. Ésa es la estupidez más grande que te he oído decir desde que te conozco, de verdad. En primer lugar, Delacroix mantendrá la caja tan limpia como para comer en ella. Quiere tanto a ese ratón que es capaz de limpiarla a lengüetazos si es necesario.
—No si es mierda —dijo Tuu arrugando la nariz.
—Y en segundo lugar —continuó Bruto—, la caca de ratón no es un problema. Sólo son unas bolitas, como los perdigones que se usan para cazar pájaros. Sacudes la caja y no queda nada.
El viejo Tuu sabía que no tenía sentido seguir protestando. Llevaba el tiempo suficiente en aquel sitio para reconocer cuándo podía enfrentarse con la brisa y cuándo le convenía rendirse a la fuerza del huracán. Aquello no era exactamente un huracán, pero a los muchachos de uniforme azul les caía bien el ratón y les gustaba la idea de que Delacroix se lo quedase, de modo que era, como mínimo, una fuerte ventolera. Así que Delacroix consiguió su caja y Percy cumplió con su palabra: dos días después, el recipiente estaba forrado con finas capas de algodón robado de la enfermería. Percy se lo entregó personalmente y yo vi el miedo en los ojos del francés cuando sacó la mano a través de los barrotes. Temía que Percy le cogiera la mano y le rompiera los dedos. Debo confesar que yo también tenía un poco de miedo, pero no ocurrió nada semejante. Nunca estuve tan cerca de apreciar a Percy como aquel día, aunque incluso entonces era imposible pasar por alto la expresión divertida de sus ojos. Delacroix tenía una mascota y Percy otra. El francés la cuidaría y la amaría tanto tiempo como pudiera; Percy esperaría con paciencia (tanta paciencia como podía tener alguien como él) y luego la achicharraría viva.
—El Hilton para ratones abre sus puertas —dijo Harry—. La gran incógnita es si ese cabroncete usará la caja.
La pregunta tuvo respuesta tan pronto como Delacroix cogió al ratón y lo colocó suavemente en la caja. El animal se acomodó en el algodón blanco como si estuviera en el paraíso y aquél fue su hogar hasta… Bueno, llegaré al final de la historia de Cascabel a su debido tiempo.
Pronto se demostró que la preocupación del viejo Tuu–Tuu de que la caja de cigarros acabara llena de mierda de ratón no tenía ningún fundamento. Jamás vi una sola cagarruta allí, y Delacroix afirmaba que él tampoco. Ni allí, ni en ninguna otra parte de la celda. Mucho más adelante, en la época en que Bruto me enseñó el agujero en la viga y encontramos las astillas de colores, saqué una silla de un rincón de la celda de seguridad y me encontré con un montoncito de cagarrutas de ratón. Por lo visto, siempre cagaba en el mismo sitio, lo más lejos posible de nosotros. Y hay algo más: nunca lo vi mear, y eso que los ratones son incapaces de mantener el grifo cerrado más de dos minutos seguidos, sobre todo cuando comen. Como ya he dicho, aquel maldito roedor era uno de los misterios del buen Dios.
Una semana después de que Cascabel se instalara en la caja de cigarros, Delacroix nos llamó a mí y a Bruto para enseñarnos algo. Lo hacía con tanta frecuencia que resultaba pesado (para el pequeño francés, el solo hecho de que Cascabel diese una voltereta sobre la espalda con las patas en alto era una maravilla de la naturaleza), pero esta vez lo que tenía que mostrarnos era realmente divertido.
Después del juicio, el mundo entero parecía haber olvidado a Delacroix, pero el francés tenía una parienta —una vieja tía soltera, según creo— que le escribía una vez por semana. La anciana también le había enviado una bolsa enorme de caramelos de á menta, de esos que en la actualidad se comercializan con el nombre de Canada Mints. Parecían grandes píldoras rosadas.
Naturalmente, no se le permitió quedarse con toda la bolsa de una vez, í pues pesaba más de dos kilos y si se la hubiera comido de una sentada habría acabado en la enfermería. Como casi todos los asesinos que tuvimos en el pasillo de la muerte, el francés no tenía idea de la mesura, de modo que le entregábamos los caramelos por docenas y sólo si los pedía.
Cuando llegamos a la celda, Cascabel estaba sentado en el camastro junto a Delacroix.
Sostenía uno de aquellos caramelos rosados entre las patas y lo mordía con aire satisfecho.
Delacroix estaba rebosante de alegría, como un pianista que contempla a su hijo de cinco años tocar sus primeras piezas clásicas. Pero lo cierto es que la cosa tenía auténtica gracia. El caramelo era casi tan grande como Cascabel y el vientre peludo de éste ya estaba hinchado de tanto comer.
—¡Quítaselo, Eddie! —dijo Bruto entre divertido y horrorizado—. Por todos los santos, si sigue comiendo va a reventar. Puedo oler a menta desde aquí. ¿Cuántos le has dado?
—Éste es el segundo —respondió Delacroix mirando la barriga del ratón con cierto nerviosismo—. ¿De verdad cree que…? Bueno, ¿podrían estallarle las tripas?
—Es posible —contestó Bruto.
Eso fue suficiente para Delacroix, que cogió el caramelo a medio comer. Yo esperaba que el ratón le diera un mordisco, pero lo cierto es que entregó el caramelo —o lo que quedaba de él— con absoluta docilidad. Miré a Bruto y él sacudió la cabeza como diciendo que no, que él tampoco lo entendía. Entonces Cascabel saltó a su caja y se tumbó con aire cansado, haciéndonos reír a los tres. Después de aquel día, nos acostumbramos a ver a Cascabel sentado junto a Delacroix, comiendo un caramelo con los modales exquisitos de una señora en una merienda elegante, ambos rodeados del olor que más tarde aspiraría en el agujero de la viga: el olor entre picante y dulce de la menta.
Antes de hablar de la llegada de William Wharton, el auténtico ciclón que azotó el bloque E, quiero contaros algo más sobre Cascabel. Aproximadamente una semana después del incidente del primer caramelo de menta, cuando habíamos llegado a la conclusión de que Delacroix no permitiría que al ratón le estallaran las tripas, el francés me llamó a su celda. En aquel momento Bruto había ido a buscar algo al economato y yo estaba solo, lo que significaba que, según las ordenanzas, no debía acercarme a ningún prisionero. Sin embargo, quizá porque sabía que con un simple puñetazo podía arrojar a Delacroix a veinte metros de distancia, decidí romper las reglas e ir a ver qué quería.
—Mire esto, jefe Edgecombe —dijo—. ¡Ahora verá lo que es capaz de hacer Cascabel! —Metió la mano detrás de la caja de cigarros y sacó un pequeño carrete de madera.
—¿De dónde has sacado eso? —pregunté, aunque creía saberlo. Sólo podía habérselo dado una persona.
—Me lo dio el viejo Tuu–Tuu —respondió—. Mire.
Yo ya miraba y veía a Cascabel dentro de la caja, con las pequeñas patas delanteras levantadas y apoyadas sobre uno de los lados y los ojos negros fijos en el carrete que Delacroix sostenía entre el índice y el pulgar de la mano derecha. Un escalofrío me recorrió la espalda.
Nunca había visto a un simple ratón mirar algo con tanta atención, con tanta inteligencia. Jamás creí que Cascabel fuera un ser sobrenatural, y si he dado esa impresión, lo lamento; pero tampoco tengo ninguna duda de que dentro de su especie era un genio.
Delacroix se inclinó e hizo rodar el carrete por el suelo de la celda. Se deslizó suavemente, como un par de ruedas conectadas mediante un eje. En un instante, el ratón saltó de la caja y corrió detrás del carrete, igual que un perro que persigue un palo. Dejé escapar una exclamación de sorpresa y Delacroix sonrió.
El carrete chocó contra la pared y volvió atrás. Cascabel lo rodeó y lo empujó hacia la cama, corriendo de un extremo a otro cada vez que parecía que iba a desviarse de su rumbo. Empujó el carrete hasta que éste topó con los pies de Delacroix. Luego alzó la vista, como para asegurarse de que el francés no tenía otra tarea para él (quizá unos cuantos problemas aritméticos para resolver o una frase en latín para analizar). Aparentemente satisfecho de su trabajo, Cascabel volvió a acomodarse dentro de la caja de cigarros.
—Se lo has enseñado tú —dije.
—Sí, jefe Edgecombe —respondió Delacroix, incapaz de reprimir una sonrisa de satisfacción—.
Lo ha cogido todas las veces que se lo arrojé. Es más listo que el demonio, ¿verdad?
—¿Y el carrete? —pregunté—. ¿Cómo sabías que debías buscarle uno, Eddie?
—Me lo dijo al oído —respondió Delacroix con tranquilidad—. Igual que cuando me murmuró su nombre.
Delacroix enseñó su truco a todos los muchachos; a todos, excepto a Percy. No parecía importarle que Percy hubiera tenido la idea de la caja de cigarros ni que le hubiera dado algodón para forrarla. El francés era como algunos perros; si se los patea una vez, no vuelven a confiar en uno por agradable que se muestre en adelante.
Aún me parecía oír a Delacroix gritar: —¡Muchachos! ¡Vengan a ver lo que es capaz de hacer Cascabel!
Y a continuación se formaba un tumulto de uniformes azules: Bruto, Harry, Dean, incluso Bill Dodge. Todos se habían quedado atónitos con el truco, igual que yo.
Tres o cuatro días después de que Cascabel comenzara a hacer el truco del carrete, Harry Terwilliger encontró unos lápices de cera entre los materiales de artesanía que guardábamos en la celda de seguridad y se los llevó a Delacroix con una sonrisa tímida.
—He pensado que quizá te gustaría pintar el carrete de varios colores —dijo—. Entonces tu amiguito sería como un ratón de circo, o algo por el estilo.
—¡Un ratón de circo! —exclamó Delacroix, rebosante de alegría. Creo que se sentía auténticamente feliz, quizá por primera vez en su miserable vida—. ¡Eso es lo que es! Un ratón de circo. Cuando salga de aquí, me haré rico con él. Ya lo verán.
Sin duda, Percy Wetmore habría recordado a Delacroix que cuando saliese de allí lo haría en una ambulancia que no tendría necesidad de hacer sonar su sirena, pero Harry calló. Le dijo al francés que pintara el carrete lo mejor posible en el mínimo de tiempo, pues tendría que devolver los lápices de cera a su sitio después de cenar.
Del pintó el carrete, desde luego. Cuando terminó, un extremo era amarillo, el otro verde y el centro rojo intenso. Nos acostumbramos a oír a Delacroix anunciar a voz en cuello:
—Maintenant, m'sieurs et mesdames! Le cirque présentement le mous' amusant et amazeant!
No era exactamente así, pero eso os dará una idea de su francés macarrónico. Luego emitía un sonido gutural, que según creo pretendía imitar un tambor, y arrojaba el carrete. Cascabel lo perseguía de inmediato y lo empujaba con el hocico o con las patas. En el segundo caso, el truco parecía realmente digno de un circo. Delacroix, su ratón y el colorido carrete eran nuestro principal entretenimiento en el momento en que pusieron a John Coffey bajo nuestra custodia, y continuaron siéndolo durante un tiempo. Luego recrudeció mi infección urinaria, que había permanecido tranquila durante un tiempo, y llegó William Wharton. Fue como si alguien abriera las puertas del infierno.