Capítulo 16

Después de aquel incidente, las cosas volvieron a la normalidad, al menos por un tiempo. En los tribunales del condado, el estado se preparaba para llevar a juicio a John Coffey y el sheriff de Trapingus, Homer Cribus, restaba importancia a la posibilidad de que una multitud vengadora se tomara la justicia por sus manos y linchase al acusado. No es que aquello nos importara; en el bloque E, nadie prestaba demasiada atención a las noticias. En cierto modo, vivir en el pasillo de la muerte era como hacerlo en una habitación insonorizada. De vez en cuando se oían rumores de que en el mundo exterior se producían estallidos, pero eso era todo. No se darían prisa con el caso de John Coffey; querrían asegurarse de juzgarlo como merecía.

Percy provocó a Delacroix un par de veces, y la segunda lo separé y le ordené que fuera a mi despacho. No era la primera vez que discutía con Percy de su conducta, y tampoco sería la última, pero creo que en el transcurso de la entrevista entendí claramente con qué clase de persona estaba tratando. Tenía el corazón de un niño cruel que si va al zoológico no es para contemplar a los animales sino para arrojar piedras a las jaulas.

—Apártate de él, ¿me oyes? —dije—. A menos que yo te indique lo contrario, mantente alejado de él.

Percy se echó el pelo hacia atrás y luego lo alisó con sus pequeñas y suaves manos. A aquel muchacho le encantaba tocarse el pelo.

—No le he hecho nada —dijo—. Sólo le preguntaba qué se siente al saber que uno ha quemado vivos a unos cuantos niños.

—Me miró con los ojos muy abiertos y una expresión inocente en el rostro.

—Déjalo en paz o tendré que presentar un informe —lo amenacé. Percy rió.

—Escriba todos los informes que quiera. Después yo redactaré el mío, como ya le dije cuando entró ese tipo. Veremos quién gana.

Me incliné, con las manos entrelazadas sobre el escritorio, e intenté hablar como un amigo que hace una confidencia a otro.

—A Brutus Howell no le caes muy bien —dije—. Y cuando a Brutus no le gusta alguien, suele presentar su propio informe. No es muy bueno con la pluma, y es incapaz de abandonar el hábito de chupar la punta del lápiz, así que es probable que decida hacer el informe con los puños.

Supongo que entiendes qué quiero decir.

A Percy se le borró la sonrisa de la cara. ¿Qué pretende decir?

—No pretendo decir nada. Lo he dicho. Y si mencionas esta conversación a alguno de tus… amigos… diré que te lo has inventado todo. Lo miré fijamente y con seriedad—. Además, intento ser tu amigo, Percy. Dicen que a buen entendedor, pocas palabras. ¿Por qué quieres enemistarte con Delacroix? No vale la pena.

La táctica funcionó durante un tiempo, y tuvimos paz. En un par de ocasiones, incluso envié a Percy a acompañar a Delacroix a las duchas junto con Dean y Harry. Por las noches poníamos la radio y Delacroix comenzó a relajarse un poco, adaptándose a la rutina del bloque E. Y tuvimos paz.

Una noche, lo oí reír. Harry Terwilliger estaba en la mesa de entrada y pronto se echó a reír él también. Me levanté y fui a la celda del francés a ver qué pasaba.

—Mire, jefe —dijo al verme—. ¡He domesticado un ratón!

Era Willie, el del barco de vapor, y estaba en la celda de Delacroix. Es más, estaba sentado en un hombro del francés y nos miraba tranquilamente a través de los barrotes con sus ojos pequeños como gotas de aceite. Tenía la cola enroscada entre las patas y parecía muy a gusto. En cuanto a Delacroix, bueno, nadie hubiera dicho que era el mismo hombre que una semana antes estaba acurrucado llorando a los pies de la cama. Tenía la misma expresión que mi hija la mañana de Navidad, cuando bajaba al salón y veía sus regalos. —¡Mire esto! —exclamó Delacroix.

El ratón estaba sentado en su hombro derecho. El francés extendió el brazo izquierdo y el roedor corrió por encima de su cabeza, usando su pelo (que al menos en al parte trasera era bastante espeso) para trepar. Luego descendió por el otro lado y Delacroix rió al sentir en el cuello el cosquilleo de su cola. El ratón recorrió todo el brazo hasta llegar a la muñeca, luego dio media vuelta y regresó al hombro izquierdo, donde volvió a sentarse con la cola enroscada entre las patas.

—¡Que me aspen! —exclamó Harry.

—Le he enseñado a hacerlo —dijo Delacroix con orgullo. Yo pensé «y una mierda», pero mantuve la boca cerrada—. Se llama Cascabel.

—No —replicó Harry con cordialidad—. Es Willie, el del barco de vapor, como el de los dibujos animados. El jefe Howell lo bautizó.

—Es Cascabel —insistió Delacroix. En cualquier otro tema, habría admitido que blanco era negro si uno lo hubiera querido, pero en lo referente al ratón era inflexible—. Me lo ha dicho al oído. Jefe, ¿podría darme una caja para él? ¿Podría darme una caja para que el ratón duerma aquí conmigo? —Su voz se volvió suplicante, con el mismo tono lloroso que había oído tantas veces antes—. Lo pondré debajo de la cama y no causará ningún problema.

—Tu inglés mejora mucho cuando quieres algo —dije, intentando ganar tiempo.

—Ah, ah —murmuró Harry dándome un codazo—. Ahora tendremos problemas.

Pero aquella noche, Percy no parecía dispuesto a causar problemas. No se alisaba el pelo con las manos ni jugaba con su porra, y hasta llevaba el primer botón de la camisa del uniforme desabrochado. Era la primera vez que lo veía así, y resultaba increíble que un pequeño detalle como aquél pudiera cambiarlo tanto. Sin embargo, lo que más me impresionó fue la expresión de su cara. Sin llegar a ser serena —no creo que Percy Wetmore tuviera un ápice de serenidad en todo el cuerpo—, era la expresión de alguien que ha descubierto que es capaz de esperar un tiempo por aquello que desea. No tenía nada que ver con el joven a quien unos días antes yo había amenazado con los puños de Bruto.

Pero Delacroix no notó el cambio y se acurrucó junto a la pared de la celda, flexionando las rodillas contra el pecho. Sus ojos parecieron crecer hasta ocupar la mitad de su cara. El ratón corrió a la coronilla calva y se sentó allí. No sé si recordaría que él también tenía motivos para desconfiar de Percy, pero al menos eso parecía. Aunque quizá su reacción obedeciera a que había olido el miedo del francés.

—Vaya, vaya —dijo Percy—. Parece que has encontrado un amigo, Eddie.

Delacroix quiso responder algo, adivino que una vana amenaza sobre lo que haría si Percy hacía daño a su nuevo compañero, pero no consiguió pronunciar una sola palabra. Su labio inferior tembló ligeramente y eso fue todo. Sin embargo, Cascabel no temblaba encima de su cabeza.

Estaba sentado perfectamente inmóvil con las patas traseras entre el pelo de Delacroix y las delanteras extendidas sobre la calva, mirando a Percy con aire desafiante, como quien mira a un antiguo enemigo.

—¿No es el mismo ratón que perseguí el otro día? —preguntó Percy—. ¿El que vive en la celda de seguridad?

Asentí con un gesto. Tenía la impresión de que Percy no había vuelto a ver al recién bautizado Cascabel desde aquella persecución y ahora no parecía tener ganas de cazarlo.

—Sí, es el mismo —dije—. Aunque Delacroix dice que no se llama Willie sino Cascabel.

Asegura que el ratón se lo ha dicho al oído.

—¿De veras? —dijo Percy—. Los milagros no se acaban nunca, ¿no es cierto?

Yo esperaba que desenfundara la porra y comenzase a golpear con ella los barrotes de la celda, para recordarle a Delacroix quién mandaba allí, pero se limitó a mirarlo con las manos en las caderas.

Entonces, sin ninguna razón aparente, añadí:

—Delacroix acababa de pedirnos una caja, Percy. Cree que el ratón dormirá en ella y que podrá tenerlo consigo como si fuera una mascota.

—Mi voz estaba cargada de escepticismo y más que ver, sentí la mirada sorprendida de Harry—. ¿Tú qué opinas?

—Opino que una noche, mientras esté dormido, le cagará en la nariz y saldrá corriendo —respondió Percy con tranquilidad—. Aunque supongo que eso es asunto del francés. La otra noche vi una bonita caja de cigarros en el carro de Tuu–Tuu. No sé si la habrá regalado. Tal vez pida cinco centavos por ella, o incluso veinticinco.

Esta vez miré a Harry y vi que estaba boquiabierto. No era exactamente como el cambio que había experimentado Ebenezer Scrooge la mañana de Navidad, después de que los fantasmas se ocuparan de él, pero se parecía bastante.

Percy se acercó a la celda de Delacroix y metió la cabeza entre los barrotes. El francés se encogió aún más. Juro que de haber podido se habría fundido con la pared.

—¿Tienes cinco centavos, o quizá veinticinco para comprar una caja de cigarros, capugante? —preguntó. —Tengo cuatro centavos —respondió Delacroix—, y los pagaré por una caja si está en buenas condiciones, s'il est bon.

—Haremos un trato —dijo Percy—. Si ese viejo chulo desdentado está dispuesto a venderte la caja de Corona por cuatro centavos, robaré un poco de algodón de la enfermería para forrarla. Haremos un auténtico Hilton para ratones.

—Se volvió hacia mí—. Tengo que escribir un informe sobre Bitterbucle, Paul —dijo—. ¿Hay plumas en su despacho?

—Sí, desde luego —respondí—. Y formularios también. En el primer cajón de la izquierda.

—Estupendo —dijo, y se marchó contoneándose.

Harry y yo nos miramos.

—¿Crees que está enfermo? —preguntó Harry—. Quizá ha ido al médico y ha descubierto que le quedan tres meses de vida.

Contesté que no tenía la menor idea de qué le pasaba. En ese momento era cierto, y lo fue durante un tiempo, pero al final lo descubrí. Unos años más tarde tuve una interesante conversación de sobremesa con Hal Moores. Para entonces, él estaba retirado y yo en el correccional de menores, de modo que podíamos hablar con libertad. Fue una de esas comidas en que uno bebe demasiado y come poco, así que la lengua se suelta. Hal me contó que Percy había ido a quejarse de mí y de la situación general en el pasillo de la muerte. Había sido poco después de que Delacroix ingresara en el bloque y Bruto y yo evitáramos que lo matase a golpes. Al parecer, lo que más había molestado a Percy fue que le dijera que desapareciese de mi vista. Creía que un hombre emparentado con el gobernador no debía ser tratado con semejantes modales.

En fin, Moores me contó que intentó contener a Percy todo lo que pudo, pero que cuando comprobó que el tipo estaba dispuesto a utilizar sus contactos para que me amonestaran y trasladaran a otra parte de la prisión, lo llamó a su despacho y le dijo que si dejaba las cosas como estaban, él mismo se ocuparía de que tuviese un papel protagónico en la ejecución de Delacroix.

Lo pondría junto a la silla. Yo estaría a cargo, como de costumbre, pero los testigos no se enterarían. Para ellos, Percy Wetmore sería el maestro de ceremonias. Moores se había limitado a prometerle lo que ya habíamos acordado antes, pero Percy no lo sabía. Aceptó cejar en sus empeños para que me trasladaran y la atmósfera del bloque E mejoró. Aceptó incluso que Delacroix conservase a su viejo enemigo como mascota. Es sorprendente la forma en que algunos hombres cambian con el incentivo apropiado. En el caso de Percy, el alcaide Moores sólo tuvo que prometerle que podría matar a un pequeño francés calvo.