Capítulo 15

De modo que el Cacique se frió y el Presidente se marchó… al menos al bloque C, que era el hogar de la mayoría de los ciento cincuenta condenados a cadena perpetua de Cold Mountain. En el caso del Presi, su cadena perpetua sólo duró doce años, pues en 1944 lo ahogaron en la lavandería de la prisión. Claro que no fue en la lavandería de Cold Mountain, pues nuestra penitenciaría se cerró en 1933. Supongo que a los internos no les importaba demasiado. Como dicen ellos, una pared es igual a otra, y la Freidora era tan mortífera en su nuevo cubículo de la muerte como lo había sido en el almacén de Cold Mountain.

Volviendo al Presi, alguien lo empujó de cabeza en una tina de líquido para limpieza en seco y lo sostuvo ahí. Cuando los guardias lo rescataron, prácticamente no quedaban rastros de su cara.

Para identificarlo tuvieron que tomarle las huellas digitales. Quizá le hubiese convenido terminar en la Freidora, aunque entonces no habría tenido esos doce años de gracia, ¿verdad? Sin embargo, dudo que haya pensado en ellos durante su último minuto de vida, mientras sus pulmones intentaban aprender a respirar hexitol y lejía.

Nunca cogieron al que lo mató. Para entonces, yo estaba en el correccional de menores, pero Harry Terwilliger me escribió: «Le conmutaron la pena sobre todo porque era blanco; pero al final obtuvo su merecido. Yo lo veo como un largo aplazamiento de la ejecución que finalmente caducó.»

Cuando el Presi se marchó, tuvimos una época tranquila en el bloque E. Harry y Dean fueron asignados temporalmente a otros puestos y por un breve período en el pasillo de la muerte quedamos Bruto, Percy y yo; lo que era como si Bruto y yo estuviésemos solos, porque Percy se mantenía a distancia. Os aseguro que aquel tipo era un genio para eludir cualquier clase de responsabilidad. De vez en cuando (sólo cuando Percy no estaba por allí), los muchachos venían en busca de lo que Harry llamaba «una buena charla». Muchas de esas veces, también aparecía el ratón. Le dábamos de comer y él se sentaba allí, solemne como Salomón, mirándonos con sus ojitos brillantes como gotas de aceite.

Fueron unas semanas agradables, tranquilas y sin complicaciones a pesar de las frecuentes quejas de Percy. Pero todo lo bueno se acaba, y un lunes lluvioso de finales de julio —¿he dicho ya que aquel verano fue húmedo y desapacible? —me senté en elcamastro de una celda a esperar la llegada de Eduard Delacroix.

Llegó con inesperado estrépito. La puerta que conducía al patio de ejercicios se abrió con violencia, dejando entrar una ráfaga de luz, se oyó un ruido de cadenas, una voz balbuceando en una mezcla de inglés y francés cajún (una jerga que los reclusos de Cold Mountain solían llamar da ba you) y los gritos de Bruto: —¡Eh, basta! ¡Por todos los demonios, déjalo, Percy!

Yo estaba medio dormido en el camastro que luego pertenecería a Delacroix, pero me levanté deprisa, con el corazón desbocado. Esa clase de ruidos no solían oírse en el bloque E hasta la llegada de Percy; él los trajo consigo como un mal olor.

—¡Camina, maldito maricón francés! —gritó Percy sin hacer caso de la advertencia de Bruto, mientras tiraba de un tipo no mucho más grande que un bolo.

En la otra mano tenía la porra. Mostraba los dientes en una sonrisa truculenta y su cara tenía un intenso color rojo. Sin embargo, no parecía del todo amargado. Delacroix se esforzaba por seguirle el paso, pero tenía grilletes en los pies y por mucha prisa que se diera Percy tiraba más rápido. Salí de la celda justo para sostenerlo cuando cayó al suelo, y así fue como nos conocimos Del y yo.

Percy se acercó con la porra en alto, pero yo lo atajé con un brazo. Bruto nos alcanzó jadeando, tan escandalizado y sorprendido como yo por aquella escena.

—No deje que me pegue, m'sieu —gimió Delacroix—. S'il vous plait, s'il vous plait!—Dejádmelo a mí, dejádmelo a mí —gritó Percy al tiempo que se lanzaba hacia adelante y comenzaba a golpearlo en los hombros con la porra.

Delacroix levantó las manos, gritando, y la porra chocó con un ruido sordo contra las mangas del uniforme azul. Aquella noche lo vi sin la camisa, y el pobre estaba hecho un mapa de hematomas. Al verlo me sentí fatal. Era un asesino, no una dulce criatura, pero en el bloque E no hacíamos esas cosas. Al menos hasta que llegó Percy.

—¡Eh! ¡Eh! —exclamé—. ¡Basta! ¿A qué viene todo esto?

Intentaba interponerme entre Delacroix y Percy, pero no lo conseguía. Percy seguía sacudiendo la porra a un lado de mi cuerpo y luego al otro. Tarde o temprano me daría un porrazo en lugar de a su presa, y entonces estallaría una buena, fueran quienes fuesen sus malditos parientes. No sería capaz de contenerme y era muy probable que Bruto se uniera a mí. A veces pienso que ojalá lo hubiéramos hecho. Eso habría cambiado algunas cosas que pasaron después.

—¡Maldito maricón! Te enseñaré a no tocarme, asqueroso cabrón. ¡Pum! ¡Pum! ¡Pum! Delacroix gritaba y le sangraba una oreja. Dejé de intentar escudarlo, lo cogí por un hombro y lo empujé dentro de la celda, donde cayó sobre el camastro. Percy me esquivó y le dio un último golpe en el culo, algo así como la guinda del pastel. Entonces Bruto lo cogió de los hombros —me refiero a Percy— y lo arrastró por el pasillo.

Cerré la puerta de la celda y eché el cerrojo. Luego me volví hacia Percy, debatiéndome entre la incredulidad y la furia. Percy ya llevaba varios meses con nosotros, el tiempo suficiente para que todos hubiéramos aprendido a detestarlo, pero aquélla fue la primera vez que me di cuenta de que estaba totalmente fuera de control.

Se quedó mirándome, no sin cierto temor —en el fondo era un cobarde, nunca tuve la menor duda al respecto—, pero confiado en que sus relaciones lo protegerían. Y en eso tenía razón.

Supongo que habrá gente que no entienda cómo era posible después de todo lo que he dicho de él, pero esa gente conocerá la Gran Depresión sólo por los libros de historia. Aquello era mucho más que una frase de libro, y cuando uno tenía un empleo fijo, hermano, era capaz de hacer cualquier cosa para conservarlo.

Para entonces, Percy había palidecido bastante, pero sus mejillas seguían teñidas de rubor y el pelo, habitualmente peinado hacia atrás con brillantina, le caía sobre la frente.

—¡Demonios! ¿A qué viene todo esto? —pregunté—. Nunca se ha pegado a un prisionero en mi bloque.

—El maldito maricón intentó tocarme la polla cuando bajábamos del furgón —dijo Percy—. Se lo merecía y volvería a hacerlo.

Lo miré, demasiado asombrado para hablar. No podía imaginar ni siquiera al homosexual más degenerado de este mundo de Dios intentando hacer lo que Percy acababa de decir. El traslado a una celda del pasillo de la muerte no solía poner cachondos ni a los reclusos más pervertidos.

Volví a mirar a Delacroix, que estaba acurrucado en el camastro y se cubría la cara con las manos para protegerse. Tenía esposas en las muñecas y una cadena entre las piernas. Luego me volví hacia Percy.

—Vete de aquí —dije—. Hablaré contigo más tarde.

—¿Piensa escribir un informe sobre esto? —preguntó con voz truculenta—. Porque si lo hace, puedo redactar mi propio informe, ¿sabe?

No quería escribir ningún informe; sólo quería que desapareciera de mi vista, y se lo dije.

—El asunto está cerrado —concluí. Vi que Bruto me miraba con desaprobación, pero no hice caso—. Ahora vete de aquí. Ve a la administración y diles que estás allí para leer cartas y ayudar a clasificar paquetes.

—De acuerdo.

Había recuperado la compostura, o la tercera arrogancia que en su caso hacía las veces de compostura. Se apartó el cabello de la frente con las manos blandas, blancas y pequeñas (las manos de una niña) y se acercó a la celda. Delacroix lo vio y se encogió aún más en el camastro, balbuceando en una mezcla de inglés y francés macarrónico.

—Todavía no he terminado contigo, Pierre —dijo. Entonces una de las enormes manazas de Bruto cayó sobre su hombro y Percy dio un salto.

—Sí que has terminado —le espetó Bruto—. Ahora vete. Esfúmate.

—No me das miedo, ¿sabes? —dijo Percy—. Ni un poco.

—Volvió la mirada hacia mí—. Ninguno de los dos me asusta.

Pero lo hacíamos. Se notaba en sus ojos, tan claro como la luz del día, y eso lo volvía aún más peligroso. Un hombre como Percy nunca sabe qué va a hacer un minuto después, un segundo después.

Lo que hizo entonces fue volverse y caminar por el pasillo con pasos largos y arrogantes.

Había demostrado al mundo lo que era capaz de hacer cuando un francés esquelético y medio calvo se atrevía a tocarle la polla —¡por todos los santos!— y abandonaba victorioso el campo de batalla.

Recité el discursillo de rigor: que oiríamos la radio —El salón de baile y La chica del domingo— y que lo trataríamos bien si él hacía otro tanto. Aquella pequeña homilía no fue lo que podríamos definir como uno de mis éxitos. Delacroix lloró todo el tiempo, acurrucado a los pies del camastro, tan lejos de mí como era posible sin estamparse en el rincón. Cada vez que yo me movía, él se encogía, y no creo que escuchase más que una palabra de cada seis. Aunque quizá fuese mejor así. De todos modos, no creo que mi peculiar sermón tuviera mucho sentido.

Quince minutos más tarde volví a la mesa de entrada, donde Brutus Howell, con expresión afligida, chupaba la punta del lápiz que guardábamos con el libro de visitas.

—¡Por el amor de Dios! —exclamé—. ¿Quieres parar antes de que te envenenes?

—Dios santísimo jesucristo —repuso él dejando el lápiz en la mesa—. No quiero volver a presenciar jamás un recibimiento como éste a un preso del bloque.

—Mi padre solía decir que los problemas vienen en series de tres —dije.

—Entonces espero que tu padre no supiera una mierda de ese tema —respondió Bruto, pero no fue así. Hubo una riña cuando llegó John Coffey y una auténtica tormenta cuando ingresó el Salvaje Bill. Tiene gracia, pero es cierto que los problemas vienen en series de tres.

Es justo advertiros que pronto llegaré a la parte de cómo conocimos al Salvaje Bill y de cómo intentó cometer un asesinato en cuanto entró en el pasillo de la muerte.

—¿Qué hay de cierto en eso de que Delacroix le tocó la polla? —pregunté.

—Tenía los tobillos encadenados y el bestia de Percy tiraba demasiado rápido de él —gruñó Bruto—. Cuando bajó del furgón tropezó y estuvo a punto de caer al suelo. El pobre desgraciado extendió las manos para contener el golpe y rozó la bragueta de los pantalones de Percy. Fue un accidente.

—¿Crees que Percy se dio cuenta? —pregunté—. ¿Que lo usó como excusa sencillamente porque le apetecía pegarle a Delacroix y demostrarle quién manda aquí?

Bruto asintió lentamente.

—Sí, creo que fue así.

—Entonces tendremos que vigilarlo —dije mientras me alisaba el pelo. Como si aquel trabajo no fuera lo bastante difícil por sí solo—. Demonios, odio todo esto. Y odio a ese tipo.

—Yo también. ¿Y sabes otra cosa, Paul? No lo entiendo. Tiene contactos, eso sí que lo entiendo, pero ¿por qué usarlos para conseguir un trabajo en el maldito pasillo de la muerte o en cualquier prisión estatal? ¿Por qué no se buscó un puesto de ujier en el senado o de secretario del ayudante del gobernador? Seguro que su familia le habría conseguido un empleo mejor si lo hubiera pedido, así que ¿por qué ha acabado aquí?

Sacudí la cabeza. No lo sabía. En aquel entonces ignoraba muchas cosas. Supongo que era ingenuo.