La ejecución fue bien. Si podía hablarse de una «buena ejecución», cosa que dudo mucho, la de Arlen Bitterbuck, primer consejero de la reserva cherokee washita, fue una de ellas. Le temblaban tanto las manos que no había conseguido hacerse bien las trenzas, de modo que permitieron que su hija mayor, una mujer de treinta y tantos años, las rehiciera con elegancia.
Quería adornar los extremos con plumas de halcón, el pájaro favorito de Arlen, pero no pude permitirlo, pues las plumas podrían incendiarse. Naturalmente, no se lo dije a la hija, a quien sencillamente expliqué que aquello iba en contra de las ordenanzas. La mujer no discutió; se limitó a inclinar la cabeza y a tocarse las sienes en señal de decepción y desaprobación. Aquella mujer se comportaba con enorme dignidad, lo que era casi una garantía de que su padre haría otro tanto.
Cuando llegó el momento, el Cacique dejó la celda sin protestas ni vacilaciones. A veces teníamos que soltar los dedos de los presos de los barrotes —rompí uno o dos en mis años de carcelero y aún no he podido olvidar aquel chasquido seco—, pero, gracias a Dios, el Cacique no era de ésos. Caminó con la cabeza alta por el pasillo de la muerte hasta mi despacho y allí cayó de rodillas para rezar con el hermano Schuster, que había venido desde la Iglesia Bautista de la Luz Divina en la vieja cafetera que tenía por coche. Schuster leyó varios salmos y el Cacique se echó a llorar al oír aquel que habla de descansar junto a las aguas tranquilas. Sin embargo, no se puso histérico ni nada por el estilo. Intuí que el hombre pensaba en un agua tranquila, tan pura y fría que cortaba la garganta al beberla.
En honor a la verdad, me gustaba verlos llorar un poco. Cuando no lo hacían, me preocupaba.
Muchos hombres son incapaces de volver a levantarse sin ayuda, pero el Cacique no tuvo problemas. Al principio se tambaleó ligeramente, como si estuviera borracho, y Dean le tendió una mano para ayudarlo, pero Bitterbuck había recuperado el equilibrio solo y siguió adelante.
Casi todas las sillas estaban ocupadas y la gente murmuraba, como suele hacerse mientras se espera que comience un funeral o una boda. Aquél fue el único momento en que a Bitterbuck le fallaron las fuerzas. No sé si le preocupaba alguna persona en particular, o todas ellas a la vez, pero oí nacer un sollozo en su garganta y el brazo que sujetaba mostró una tensión que no estaba allí antes. Vi con rabillo del ojo que Harry Terwilliger se acomodaba para cortar el paso del Cacique en caso de que irte decidiera ponerse difícil y retroceder.
Agarré la mano sobre su codo y golpeé el interior de su brazo con un dedo.
Tranquilo, Cacique —dije prácticamente sin mover los labios—. Lo que la gente recordará de ti es cómo te marchaste, de modo que ofréceles algo bueno; demuéstrales cómo se comporta un washita.
Me miró e hizo un pequeño gesto de asentimiento. Luego cogió una de las trenzas que le había hecho su hija y la besó. Miré a Bruto, que estaba de pie detrás de la silla, estupendo en su mejor uniforme azul con todos los botones de la chaqueta resplandecientes y el sombrero perfectamente colocado sobre su cabeza grande. Le hice una pequeña señal y de inmediato dio un paso al frente para ayudar a Bitterbuck a subir a la plataforma en caso de que necesitase ayuda.
Aunque no la necesitó.
Pasó menos de un minuto desde que Bitterbuck se sentó en la silla y el momento en que Bruto volvió la cabeza y dijo suavemente: «Interruptor dos.» Las luces bajaron otra vez, pero sólo un poco; nadie lo habría notado de no estar esperándolo. Eso significaba que Van Hay había accionado el interruptor que algún listo había apodado «el secador de Mabel». Se oyó un leve zumbido en el casquete y Bitterbuck se echó hacia adelante, contra las amarras y el cinturón de seguridad que le cruzaba el pecho.
El médico de la prisión contemplaba la escena con expresión imperturbable, apretando los labios hasta que su boca pareció una costura blanca. No hubo espasmos ni sacudidas, como en el ensayo con el viejo Tuu–Tuu, sólo una fuerte caída hacia adelante, como cuando un hombre se dobla desde las caderas durante un orgasmo particularmente intenso.
También olía. No era un olor desagradable por sí mismo, pero sí por las asociaciones que despertaba. Nunca he sido capaz de bajar al sótano de mi bisnieta cuando me llevan allí, aunque ahí es donde su pequeño tiene montado su tren eléctrico y le encantaría enseñárselo a su bisabuelo.
Como imaginaréis, no me molestan los trenes; es el transformador lo que no puedo soportar. Su zumbido y su olor cuando se calienta. Incluso después de tantos años, ese olor me recuerda a Cold Mountain.
Van Hay esperó treinta segundos y luego apagó el interruptor. El médico se adelantó y auscultó al Cacique con el estetoscopio. Los testigos habían dejado de murmurar. El médico se incorporó y miró a través de la tela metálica.
—Sigue vivo —dijo, e hizo un movimiento circular con un dedo.
Había oído unos cuantos latidos breves en el pecho de Bitterbuck, probablemente tan poco significativos como los últimos espasmos de una gallina decapitada, pero era mejor no correr riesgos. No queríamos que en mitad del túnel se sentara de repente en la camilla gritando que se sentía como si ardiera por dentro.
Van Hay le dio al interruptor por tercera vez y el Cacique volvió a caer hacia adelante, moviéndose ligeramente hacia los lados debido a la corriente. El médico volvió a auscultarlo y en esta ocasión hizo un gesto afirmativo. Una vez más, habíamos triunfado en la destrucción de aquello que no podíamos crear. Algunos de los testigos comenzaron.a murmurar de nuevo, pero la mayoría permanecieron sentados con la cabeza gacha, como si estuvieran paralizados. O quizá avergonzados.
Harry y Dean entraron con la camilla. En realidad, era Percy quien tenía que coger uno de los extremos, pero él no lo sabía y nadie se molestó en decírselo. Bruto y yo colocamos en la camilla al Cacique, que aún tenía la capucha puesta, y lo llevamos hacia la puerta que conducía al túnel lo más rápido posible sin llegar a correr. Desde el orificio superior del saco salía humo demasiado humo— y el olor era insoportable.
—¡Joder! —exclamó Percy con voz temblorosa—. ¿Qué es ese olor?
—Apártate y no vuelvas a ponerte en mi camino —dijo Bruto mientras se dirigía a la pared donde había un extintor. Era un modelo antiguo, de esos que hay que bombear para que salga el producto químico.
Entretanto, Dean le había quitado la capucha. El espectáculo no era tan horrible como nos temíamos, pero la trenza izquierda de Bitterbuck humeaba como un montón de hojas húmedas.
—Olvida eso —le dije a Bruto. No quería tener que limpiar aquel producto químico de la cara del muerto antes de ponerlo en la parte trasera de la furgoneta de los fiambres. Asesté unos cuantos golpes a la cabeza del Cacique (mientras Percy me miraba todo el tiempo con los ojos muy abiertos) hasta que dejó de salir humo. Luego bajamos los doce escalones de madera que conducían al túnel. Estaba frío y húmedo como una mazmorra y se oía el sonido sordo y constante del agua al gotear. Las luces cubiertas con rudimentarias pantallas de lata (hechas en el taller de la prisión) alumbraban un túnel de ladrillo que se extendía unos diez metros por debajo de la autopista y tenía un techo abovedado y húmedo.
Cada vez que bajaba allí, me sentía como un personaje de Edgar Allan Poe.
Había una camilla con ruedas esperando. Subimos el cuerpo de Bitterbuck y eché un último vistazo para asegurarme de que el pelo ya no ardía. La trenza estaba chamuscada y lamenté ver que el pequeño y elegante lazo de ese mismo lado se había reducido a un simple bulto negro cubierto de hollín.
Percy abofeteó la cara del muerto y el sonido sordo de su mano nos sobresaltó a todos. Miró alrededor con una sonrisa burlona y los ojos brillantes.
—Adiós, Cacique —dijo—. Espero que en el infierno haga suficiente calor para ti.
—No hagas eso —dijo Bruto, y su voz resonó grave y solemne en el túnel húmedo—. Ya ha pagado su deuda y está en paz con el mundo. No vuelvas a tocarlo.
—Vamos, no fastidies —replicó Percy, pero retrocedió con nerviosismo cuando Bruto se acercó a él y su sombra comenzó a crecer a su espalda, como la sombra del mono en el cuento de la calle Morgue.
Sin embargo, en lugar de coger a Percy, Bruto cogió el extremo de la camilla y empezó a empujar a Arlen Bitterbuck despacio hacia el fondo del túnel, donde le aguardaba su último vehículo, aparcado en la cuesta de la autopista. Las ruedas de goma de la camilla hacían crujir el suelo de madera y su sombra se agrandaba y achicaba contra los muros de ladrillo. Dean y Harry cogieron la sábana doblada a los pies y cubrieron la cara del Cacique, que comenzaba a adquirir el aspecto ceroso e inexpresivo de todas las caras muertas, ya pertenecieran a inocentes o a culpables.