Era el momento de la ejecución de Arlen Bitterbuck, que en realidad no era jefe sino primer consejero de la tribu de la reserva washita y miembro del Consejo de Ancianos Cherokee. Había matado a un hombre estando borracho; de hecho, los dos lo estaban. El Cacique había aplastado la cabeza del desafortunado contra un bloque de cemento. La disputa había comenzado por un par de botas. De modo que mi consejo de ancianos decidió poner fin a su vida el 17 de julio de aquel lluvioso verano.
Para la mayoría de los presos de Cold Mountain las horas de visita eran tan inflexibles como vigas de acero, pero aquello no contaba para los muchachos del bloque E. Así que el día 16 Bitterbuck entró en la larga estancia contigua a la cafetería: la Galería. La sala estaba dividida en el centro por una tela metálica. Allí, el Cacique se encontraría con su segunda esposa y los hijos que aún mantenían algún trato con él. Era la hora de la despedida.
Lo acompañaron Bill Dodge y dos temporeros. Los demás teníamos trabajo: una hora para hacer dos ensayos; tres, si alcanzábamos.
Percy no se quejó de que para la ejecución de Bitterbuck lo asignáramos al cuarto de los interruptores con Jack van Hay. Todavía estaba demasiado verde para saber si aquél era un buen puesto o no. Lo que sí sabía era que podría contemplar la escena a través de una ventana rectangular con rejilla, y aunque quizá no le entusiasmase mirar el respaldo de la silla en lugar de la parte delantera, estaría lo bastante cerca para ver saltar las chispas.
Al otro lado de aquella ventana había un teléfono negro sin manivela ni disco. El teléfono sólo podía recibir llamadas y exclusivamente de un lugar: el despacho del gobernador. He visto muchas películas de prisiones donde el teléfono suena en el momento preciso en que está a punto de accionar el interruptor para cargarse a un pobre inocente, pero en todos los años que pasé en el bloque E, el nuestro no sonó una sola vez. En las películas, la salvación resulta barata, y la inocencia también. Uno paga veinticinco centavos y consigue algo que vale exactamente eso. En la vida real, todo cuesta más y las respuestas son diferentes.
En la despensa había un maniquí de sastre que utilizábamos en los ensayos; para el resto, teníamos a Tuu–Tuu. Con el tiempo, Tuu se había convertido en una especie de doble de los condenados, tan tradicional a su manera como el pavo de Navidad que todos comemos nos guste o no. A la mayoría de los carceleros les caía bien, les divertía su acento —también francés, pero de Canadá—, suavizado; por sus años de cárcel en el sur. Hasta Bruto se divertía con el viejo Tuu; pero yo no. A mí me parecía una versión más vieja y suavizada de Percy Wetmore, un hombre demasiado cobarde para cazar y cocinar su propia presa, pero a quien de todos modos le encantaba el olor a barbacoa.
Estábamos todos reunidos para el ensayo, como lo estaríamos para el gran acontecimiento.
Brutus Howell se hallaba «fuera», como solíamos decir, lo que significaba que pondría el casquete al condenado, controlaría el teléfono del gobernador, llamaría al médico en caso de que fuese necesario y daría la orden de accionar el interruptor en el momento indicado. Si todo iba bien, nadie obtendría el menor crédito por su trabajo. Pero si algo salía mal, los testigos culparían a Bruto y el alcaide me culparía a mí. Ninguno de los dos se quejaba de ello; no habría servido de nada. El mundo gira y así son las cosas. Uno puede resignarse y girar con él o levantarse para protestar y seguir girando de todos modos.
Dean, Harry Terwilliger y yo nos dirigimos a la celda del Cacique apenas tres minutos después de que Bill y sus hombres escoltaran a Bitterbuck hasta la Galería. La puerta de la celda estaba abierta y el viejo Tuu–Tuu aguardaba sentado en el camastro del Cacique, con el fino pelo blanco alborotado.
—Hay manchas de leche por toda la sábana —señaló Tuu–Tuu—. Debe de querer ordeñar hasta la última gota antes de que se la friáis —añadió con una risita.
—Calla, Tuu —dijo Dean—. Hagamos esto en serio.
—De acuerdo —replicó Tuu–Tuu, poniendo cara de lúgubre seriedad. Sin embargo, le brillaban los ojos. El viejo Tuu nunca parecía tan vivo como cuando interpretaba el papel de futuro muerto.
—Arlen Bitterbuck —dije dando un paso al frente—, como funcionario de la corte y del estado de bla, bla, tengo una orden de bla, bla. La ejecución se llevará a cabo a las doce en bla, bla. ¿Quiere ponerse de pie?
Tuu–Tuu se levantó de la cama.
—Me pongo de pie, me pongo de pie, me pongo de pie —dijo.
Vuélvase —lijo Dean, y cuando Tuu–Tuu obedeció, le examinó el casposo cuero cabelludo.
A la noche siguiente, la coronilla del Cacique estaría afeitada, y el registro de Dean tendría la finalidad de comprobar que no necesitaba un retoque. Los pelos podían obstaculizar la conductividad de la corriente y complicar las cosas. La práctica de aquel día estaba destinada a simplificar las cosas.
—De acuerdo, Arlen, vamos —dije a Tuu–Tuu, y salimos de la celda.
—Camino por el pasillo, camino por el pasillo, camino por el pasillo —dijo Tuu–Tuu. Yo iba a su izquierda y Dean a su derecha. Harry iba detrás.
Al final del pasillo, torcimos a la derecha, lejos de la vida tal como se vivía en el patio de ejercicios, en dirección a la muerte que se moría en el almacén. Entramos en mi oficina y Tuu se arrodilló sin que nadie se lo pidiera. Era evidente que conocía el guión mejor que cualquiera de nosotros. Dios bien sabía que llevaba más tiempo allí que ninguno.
—Estoy rezando, estoy rezando, estoy rezando —dijo Tuu–Tuu, entrelazando las manos huesudas, en una actitud similar a la de la célebre estampa religiosa. Seguro que sabéis a cuál me refiero: El señor es mi pastor, etcétera, etcétera.
—¿Quién vendrá a atender a Bitterbuck? —preguntó Harry—. No aparecerá un hechicero cherokee y lo bendecirá agitando la polla, ¿verdad?
—En realidad…
—Sigo rezando, sigo rezando, reconciliándome con Jesús —prosiguió Tuu–Tuu.
—Cierra el pico, zoquete.
—Estoy rezando.
—Pues reza en voz baja.
—¿Por qué tardáis tanto, muchachos? —gritó Bruto desde el almacén, que también había sido vaciado para el ensayo. Estábamos otra vez en la zona de la muerte y prácticamente olía a cadáver.
—Aguanta un poco —respondió Harry con otro grito—. No seas tan impaciente.
—Estoy rezando —dijo Tuu con su desdentada sonrisa de satisfacción—. Rezando por paciencia, un poco de maldita paciencia.
—En realidad, Bitterbuck dice que es cristiano —expliqué—, y está conforme con que lo asista el bautista que vino a ver a Tillman Clark. Se llama Schuster..A mí también me gusta. Es rápido y no los pone nerviosos. Levántate, Tuu. Ya has rezado bastante por hoy.
—Camino —dijo Tuu—, camino otra vez, camino otra vez; sí señor, camino por el pasillo de la muerte.
A pesar de lo bajo que era, tuvo que agacharse un poco para pasar por la puerta del despacho, y nosotros tuvimos que agacharnos aún más. Aquél era un momento crítico para el auténtico prisionero. Cuando miré al otro lado de la plataforma donde aguardaba la Freidora y vi a Bruto con la pistola desenfundada, hice un gesto de satisfacción. Perfecto.
Tuu–Tuu bajó los escalones y se detuvo. Las sillas plegables de madera, unas cuarenta en total, estaban en su sitio. Bitterbuck cruzaría hacia la plataforma en un ángulo que lo mantendría alejado de los espectadores, aunque habría media docena de guardias apostados para reforzar las medidas de seguridad. Bill Dodge estaría al mando. Hasta el momento, y a pesar de la precariedad del escenario, ninguno de los condenados había intentado agredir a un testigo, y yo debía asegurarme de que las cosas siguieran igual.
—¿Listos, muchachos? —preguntó Tuu cuando volvimos a colocarnos en nuestro sitio, al pie de la escalera. Asentí con un gesto y nos dirigimos hacia la plataforma. A menudo pensaba que parecíamos un cuerpo de escolta que había perdido la bandera.
—¿Qué se supone que tengo que hacer? —preguntó Percy al otro lado de la tela metálica que separaba el almacén del cuarto de los interruptores.
—Mira y aprende —respondí.
—Y no te toques la salchicha —murmuró Harry, aunque Tuu–Tuu lo oyó y rió.
Lo escoltamos hasta la plataforma y Tuu se volvió sin necesidad de que le dijésemos nada; el viejo veterano en acción.
—Me siento —dijo—, me siento, me siento en el regazo de la Freidora.
Flexioné la rodilla derecha junto a la izquierda de él. En ese momento éramos totalmente vulnerables al ataque físico, en caso de que el condenado enloqueciera, cosa que ocurría de vez en cuando. Ambos doblamos la rodilla ligeramente hacia adentro para protegernos la entrepierna, agachamos la cara para protegernos el cuello y, naturalmente, nos apresuramos a amarrar los tobillos para neutralizar el peligro lo antes posible. En el momento de la ejecución el Cacique llevaría zapatillas, pero la idea de que «la cosa podría haber sido peor» no es un gran consuelo para un hombre con la laringe rota. Tampoco lo es revolcarse en el suelo con los huevos hinchados del tamaño de botes de conserva, mientras unos cuarenta espectadores —la mayoría periodistas observan la escena sentados en sillas plegables.
Amarramos los tobillos de Tuu–Tuu. La correa del lado de Dean era un poco más grande porque transmitía la corriente. Cuando Bitterbuck se sentara allí la noche siguiente, tendría la pantorrilla izquierda afeitada. Los indios no suelen tener vello en el cuerpo, pero no podíamos correr riesgos.
Mientras amarrábamos los tobillos de Tuu–Tuu, Bruto le aseguró la muñeca derecha. Luego Harry dio un paso al frente y le ató la izquierda. Cuando terminaron, Harry hizo una señal a Bruto, que gritó a Van Hay:
—Primera descarga.
Escuché que Percy le preguntaba a Jack van Hay qué significaba aquello (era increíble lo poco que sabía, lo poco que había aprendido durante su estancia en el bloque E) y luego oí a Van Hay susurrar la respuesta. Aquel día, «primera descarga» no significaba nada, pero cuando Bruto lo dijera la noche siguiente, Van Hay le daría a la palanca que activaba el generador de la prisión, situado detrás del bloque B. Los testigos oirían un zumbido persistente y las luces de la prisión se volverían más brillantes. En las celdas de los demás bloques, los prisioneros verían aquellas luces y creerían que ya estaba, que la ejecución había terminado, cuando en realidad acababa de empezar.
Bruto hizo girar un poco la silla para que Tuu pudiera verlo.
—Arlen Bitterbuck, ha sido condenado a morir en la silla eléctrica por un jurado de conciudadanos y por la sentencia de un juez del estado. Que Dios proteja al pueblo de este estado. ¿Tiene algo que decir antes de que se cumpla la sentencia?
—Sí —respondió Tuu con los ojos brillantes y una sonrisa alegre que fruncía los labios—. Quiero pollo frito y patatas con salsa para cenar, quiero cagarme en tu cabeza y quiero que Mae West se siente en mi cara, porque estoy cachondo.
Bruto intentó mantenerse serio, pero no lo consiguió. Echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada. Dean cayó junto a la plataforma como si le hubieran disparado, aullando como un coyote y cogiéndose la frente con una mano, como si quisiera mantener los sesos en su sitio. Harry se golpeaba la cabeza contra la pared y repetía «ju ju ju» como si se hubiera atragantado con un trozo de comida. Incluso Jack van Hay, que no era precisamente foso por su sentido del humor, reía. Naturalmente, yo también estaba tentado, pero logré contenerme. La noche siguiente aquella escena sería real y un hombre moriría en la silla donde Tuu–Tuu estaba sentado.
—Cierra el pico, Bruto —dije—. Y vosotros tam%ién, Dean, Harry. Y tú, Tuu, la próxima vez que hagas un comentario semejante, será el último que salga de tu boca. Haré que Van Hay le dé al interruptor de verdad.
Tuu sonrió como diciendo «buen chiste, jefe Edgecombe, buen chiste», pero al ver que yo no respondía me miró con perplejidad.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—No tiene gracia —respondí—, eso es lo que pasa. Y si no eres capaz de entenderlo, será mejor que mantengas la bocaza cerrada.
Sin embargo, creo que lo que de verdad me enfurecía era que la cosa tenía gracia. Miré alrededor y advertí que Bruto me observaba fijamente, todavía sonriente.
—Mierda —dije—. Estoy volviéndome demasiado viejo para este trabajo.
—No —dijo Bruto—, estás en la flor de la vida, Paul.
Pero no era cierto. Él tampoco lo estaba, al menos en lo que se refería a aquel maldito trabajo, y ambos lo sabíamos. Lo importante era que elataque de risa había pasado. Eso me alegraba, porque lo último que deseaba era que alguien recordase el comentario de Tuu la noche siguiente y volviera a tentarse. Cualquiera diría que era imposible que pasara algo así, que un guardia se desternillara de risa mientras escoltaba a un condenado a la silla delante de un montón de testigos, pero cuando los hombres están bajo tensión, puede pasar cualquier cosa. Y un incidente semejante daría que hablar durante veinte años.
—¿Te callarás la boca, Tuu? —pregunté.
—Sí —respondió con una expresión que le hacía parecer el niño más viejo y enfurruñado del mundo.
Hice una señal a Bruto para que siguiera adelante con el ensayo. Cogió un saco del gancho de bronce situado en el respaldo de la silla y lo colocó sobre la cabeza de Tuu, ajustándolo debajo de la barbilla, de modo que el agujero en la parte superior se extendió al máximo. Entonces Bruto se inclinó, cogió el círculo mojado de esponja del cubo, apretó un dedo contra él y se lamió la punta del dedo. Acto seguido, volvió a introducir la esponja en el cubo. Al día siguiente, no lo haría así, sino que metería la esponja dentro del casquete colgado en el respaldo de la silla. Sin embargo, aquel día no había necesidad de mojarle la cabeza al viejo Tuu.
El casquete era de acero, y las tiras que colgaban a los lados hacían que pareciese el casco de un soldado de infantería. Bruto lo colocó sobre la cabeza del viejo Tuu–Tuu, ajustándolo sobre el agujero de la funda negra.
—Me ponen el casco, me ponen el casco, me ponen el casco —dijo Tuu, y ahora su voz sonaba ahogada además de amortiguada por la tela. Las correas prácticamente lo obligaban a mantener las mandíbulas apretadas y yo sospechaba que Bruto las había ajustado un poco más de lo estrictamente necesario para el ensayo. Retrocedió un par de pasos, se volvió hacia las sillas vacías y dijo:—Arlen Bitterbuck, se le someterá a una descarga eléctrica hasta que muera, tal como determina la ley del estado. Que Dios se apiade de su alma.
—Se volvió hacia el rectángulo cubierto de tela metálica—. Descarga dos.
El viejo Tuu, quizá intentando recuperar su. vena cómica, comenzó a sacudirse y agitarse espasmódicamente en la silla, cosa que nunca había hecho ningún cliente auténtico de la Freidora.
—Me estoy friendo, me estoy friendo —gritó—. ¡Ahhhhh! Soy un pavo asado.
Entonces noté que Harry y Dean no prestaban la menor atención a la escena. Se habían vuelto de espaldas a la Freidora y miraban hacia la puerta que conducía a mi despacho.
—¡Demonios! —exclamó Harry—. Uno de los testigos ha llegado con un día de antelación.
Sentado en el umbral, con la cola elegantemente enroscada entre las patas, estaba el ratón, contemplándonos con sus ojos brillantes como gotas de aceite.