Capítulo 10

El ratón volvió unos tres días después de que Percy lo persiguiera por el pasillo de la muerte por primera vez. Dean Stanton y Bill Dodge discutían de política… lo que en aquellos días significaba que hablaban de Roosevelt y Hoover (Herbert, no J. Edgar). Comían galletas Ritz de una caja que Dean había comprado a Tuu–Tuu una hora antes. Percy los escuchaba desde la puerta del despacho, mientras hacía prácticas con la porra que tanto le gustaba. La sacaba de aquella ridícula funda hecha a mano que vaya a saber dónde había conseguido, la arrojaba y la atajaba en el aire (al menos lo intentaba: de no ser por el lazo que la mantenía sujeta a su mano, la mayor parte de las veces habría acabado en el suelo) y volvía a enfundarla. Aquella noche yo no estaba de servicio, pero Dean me lo contó todo al día siguiente.

El ratón apareció en el pasillo de la muerte como había hecho antes: avanzaba dando pequeños saltitos, se detenía y se volvía como si inspeccionase las celdas vacías. Al cabo de un rato, seguía avanzando, incansable, como si supiera que le esperaba un largo recorrido y estuviese dispuesto a hacerlo.

Esta vez el Presidente estaba despierto, de pie junto a la puerta de su celda. Aquel tipo era demasiado: se las apañaba para parecer elegante incluso con el uniforme azul de presidiario. Todos sabíamos que con esa pinta no podía acabar en la Freidora, y teníamos razón, porque menos de una semana después de que el ratón apareciese por segunda vez, la sentencia se conmutó por cadena perpetua, y el Presi fue a reunirse con los presos corrientes.

—¡Eh! —llamó—. ¡Aquí hay un ratón! ¿Qué clase de pocilga es ésta?

Aunque reía, Dean dijo que parecía indignado, como si una sentencia de muerte no fuera suficiente para acallar al miembro del club Kiwani que llevaba en su interior.

Había sido coordinador regional de una organización llamada Asociación Inmobiliaria del Sur[2] y se había creído lo bastante listo para salir impune después de arrojar al viejo chocho de su padre desde un tercer piso y cobrar una póliza vitalicia en concepto de indemnización. Se había equivocado, aunque no por mucho.

—Calla, capugante —dijo Percy, aunque calificar así a la gente ya era un acto reflejo en él.

En realidad, estaba pendiente del ratón. Había enfundado la porra y sacado una de sus revistas, pero arrojó ésta sobre la mesa de entrada, volvió a desenfundar la porra y comenzó a golpearla contra los nudillos de su mano izquierda.

—Hijo de puta —dijo Bill Dodge—. Nunca había visto un ratón por aquí.

—Es bastante simpático —señaló Dean—. Y no tiene miedo a nadie.

—¿Cómo lo sabes?

—Estuvo aquí la otra noche. Percy también lo vio. Bruto lo llama Willie, el del barco de vapor.

Percy dejó escapar una risita burlona, pero no dijo nada. Golpeaba la porra con más fuerza contra la palma de la mano.

—Miradlo —añadió Dean—. El otro día llegó hasta el escritorio. Quiero ver si lo hace otra vez.

Lo hizo, apartándose del Presi al pasar, como si no le gustara cómo olía nuestro interno parricida. Inspeccionó dos de las celdas desocupadas, trepó incluso a dos de los camastros vacíos y sin colchón para olfatearlos, y volvió al pasillo de la muerte. Y todo el tiempo Percy siguió allí, dando golpes con la porra, callado para variar, ansioso por hacer que el ratón se arrepintiera de haber regresado. Impaciente por enseñarle una lección.

—Es una suerte que no tengáis que sentarlo en la Freidora, muchachos —dijo Bill, interesado a su pesar—. Lo tendríais muy mal para abrocharle el casquete.

Percy permaneció callado, pero cogió la porra entre los dedos muy lentamente, como si se tratara de un cigarro.

El ratón se detuvo en el mismo sitio que la vez anterior, a menos de un metro de la mesa de entrada, y alzó la vista hacia Dean como un prisionero ante el juez. Miró a Bill por un instante y luego volvió a concentrar su atención en Dean. A Percy no pareció hacerle el menor caso.

—Hay que reconocer que el cabroncete es valiente —dijo Bill, y alzó un poco la voz—: ¡Eh, tú, Willie, el del barco de vapor!

El ratón se encogió un poco y movió las orejas, pero no huyó; ni siquiera demostró que tuviera intención de hacerlo.

—Ahora mirad esto —dijo Dean, recordando que Bruto le había dado un trozo de su bocadillo de carne—. No sé si volverá a hacerlo, pero…

Partió la galleta y arrojó un trozo al ratón. Por un par de segundos el animalito contempló el fragmento anaranjado con sus ojos negros e intensos, mientras lo olfateaba a distancia moviendo sus finísimos bigotes. Luego se acercó, cogió el trozo de galleta entre las patas delanteras, se sentó y comenzó a comer.

—¡Que me aspen! —exclamó Bill—. Come con los mismos modales que un párroco en la casa parroquial el sábado por la noche.

—A mí me recuerda más a un negro comiendo sandía —señaló Percy, aunque ninguno de los dos guardias le prestó atención. En realidad, el Cacique y el Presi tampoco lo hicieron.

El ratón terminó la galleta, pero siguió sentado, aparentemente equilibrado sobre la ingeniosa espiral de su rabo, mirando a los gigantes vestidos de azul.

—Dejadme probar —dijo Bill. Rompió otro trozo de galleta, se inclinó por encima del escritorio y lo dejó caer con cuidado. El ratón lo olfateó, pero no lo tocó.

Vaya —dijo Bill—. Debe de estar lleno.

—No —intervino Dean—. Sabe que eres uno de los guardias temporeros, eso es todo.

—¿Temporero yo? ¡Vaya! ¡Llevo tanto tiempo aquí como Harry Terwilliger! ¡O quizá más!

—Tranquilízate, veterano, tranquilízate —dijo Dean con una sonrisa—. Pero mira y comprobarás que tengo razón.

Arrojó otro trozo de galleta por el costado y el ratón comenzó a comer otra vez, sin hacer el menor caso a lo que Bill Dodge le había ofrecido. Sin embargo, antes de que pudiera dar el segundo bocado, Percy le arrojó la porra como si fuese una lanza.

El ratón era una diana pequeña y, para reconocer el mérito del cabrón de Percy, el tiro había sido lo suficientemente bueno para arrancarle la cabeza, de no ser porque Willie tenía unos reflejos perfectos. Esquivó el golpe —sí, como lo habría hecho una persona— y arrojó el trozo de galleta al suelo. La pesada porra de nogal pasó lo bastante cerca de su cabeza y su lomo para erizarle los pelos (al menos eso es lo que dijo Dean, y yo lo transmito textualmente, aunque no acabe de creérmelo). Luego corrió por el suelo de linóleo verde y rebotó contra los barrotes de una celda vacía. El ratón no esperó a comprobar si se trataba de un error; como si de repente hubiera recordado un compromiso previo, se volvió y corrió por el pasillo hacia la celda de seguridad. Percy, consciente de lo cerca que había estado de matarlo, rugió de frustración y lo persiguió. Bill Dodge lo cogió del brazo, quizá maquinalmente, pero Percy se soltó. Sin embargo, según dijo Dean, es probable que aquel hecho salvara la vida de Willie, el del barco de vapor.

Percy no quería matar al ratón; quería aplastarlo, de modo que corrió dando grandes y cómicas zancadas, como si fuera un ciervo, pisando con fuerza con sus pesadas botas negras de trabajo. El ratón escapó por milagro a los últimos dos saltos con un movimiento zigzagueante. Se metió por debajo de la puerta agitando su largo rabo rosado y desapareció.

—¡Mierda! —exclamó Percy, dando un puñetazo contra la puerta. Luego comenzó a buscar las llaves, resuelto a entrar en la celda de seguridad y continuar la persecución.

Dean lo siguió por el pasillo, caminando lentamente para controlar sus emociones. Según me dijo, una parte de él quería burlarse de Percy, pero otra parte quería cogerlo, obligarlo a volverse, inmovilizarlo contra la puerta de la celda y romperle la cara. La falta principal de Percy había sido agitar los ánimos. Nuestro trabajo en el bloque E consistía en limitar al mínimo los follones, y follón parecía ser el segundo nombre depila de Percy Wetmore. Trabajar con él era como intentar desactivar una bomba mientras alguien a tu espalda toca los platillos de vez en cuando. En una palabra, exasperante. Dean dijo que notó esa exasperación en los ojos de Arlen Bitterbuck e incluso en los del Presidente, aunque aquel caballero solía ser más frío que el hielo.

Pero había algo más. En el fondo de su corazón, Dean comenzaba a aceptar al ratón como… bueno, si no como un amigo, al menos como parte de la vida del bloque. Eso convertía lo que Percy había hecho, y lo que intentaba hacer, en algo incorrecto, aunque lo hiciera contra un ratón.

Y el hecho de que Percy fuese incapaz de entender qué tenía de malo, era un ejemplo perfecto de su incompetencia para el trabajo que desempeñaba.

Cuando Dean llegó al fondo del pasillo, había conseguido recuperar la compostura e intuía cómo debía manejar la cuestión. Todos sabíamos que si algo no podía soportar Percy, era pasar por estúpido.

Vaya, te ha engañado otra vez —dijo con una sonrisa burlona.

Percy le dedicó una mirada fulminante y se apartó el cabello de la frente.

—Cuida tus palabras, Cuatro Ojos. Estoy furioso, así que no eches más leña al fuego.

—¿Conque es día de limpieza otra vez? —dijo Dean sin sonreír con la boca, pero sí con los ojos—. Bueno, si no te importa, después de sacar los trastos fuera, friega el suelo.

Percy miró la puerta y las llaves. Consideró la idea de otra larga, sofocante e infructífera inspección a la celda de paredes acolchadas mientras todos, incluidos el Cacique y el Presi, lo miraban, y dijo:

—Yo no le veo la maldita gracia. No necesitamos ratones en el bloque. Ya hay suficientes gusanos, para tener que vérnoslas también con roedores.

—Lo que tú digas, Percy —respondió Dean levantando las manos. Al día siguiente me confesó que por un instante temió que Percy quisiera desahogarse con él.

Entonces se acercó Bill Dodge y calmó los ánimos.

—Creo que se te ha caído esto —dijo a Percy pasándole la porra—. Un centímetro más abajo y le habrías roto el pescuezo a ese cabroncete.

Al oír ese comentario, Percy se encogió de hombros.

—Sí, no fue un mal tiro —dijo guardando la porra en su ridícula funda—. En el instituto jugaba de lanzador. En dos partidos no dejé que el equipo contrario hiciera un solo tanto.

—¡Vaya! ¿De veras? —dijo Bill y su tono respetuoso (aunque cuando Percy se volvió, le guiñó un ojo a Dean) bastó para acabar de zanjar la cuestión.

—Sí —respondió Percy. Uno fue en Knoxville. Esos chicos de ciudad no sabían qué les había caído encima. Hicimos dos carreras completas. Habría sido un partido perfecto si el árbitro no hubiera sido un capugante.

Dean podría haber dejado las cosas así, pero era un veterano al lado de Percy y parte del trabajo de los veteranos consiste en instruir a los más nuevos. En aquel momento, antes de la llegada de Coffey y de Delacroix, aún creía que Percy era capaz de aprender algo. De modo que lo cogió por la muñeca y le dijo:

—Deberías pensar un poco en lo que acabas de hacer.

Según me dijo, intentó que su tono fuera serio, pero no reprobador. O al menos no demasiado reprobador.

Pero con Percy esas tácticas no funcionaban. Él no aprendería nada… pero nosotros sí.

—¿Qué dices, Cuatro Ojos? Sé perfectamente lo que he hecho: perseguir un ratón. ¿O estás ciego?

—También nos asustaste a Bill, a mí y a ellos —dijo Dean, señalando a Bitterbuck y Flanders.

—¿Y qué? —preguntó Percy haciéndose el gallito—. Por si no lo has notado, no están en el parvulario. Aunque vosotros los tratáis como si lo estuvieran.

—Bueno, no me gusta que me asusten —rugió Bill—, y por si no lo has notado, trabajo aquí. No soy— uno de tus capugantes.

Percy entornó los ojos y lo miró con aire dubitativo.

—No tiene sentido asustarlos más de lo necesario, porque están bajo una gran presión —dijo Dean manteniendo la voz baja—. Y los hombres que están bajo una gran presión pueden estallar, hacerse daño o hacer daño a otros. Incluso pueden causarnos problemas.

—Al oír esa palabra, Percy hizo una mueca. La idea de que surgieran «problemas» no le gustaba. Crearlos no tenía nada de malo, pero verse implicado en ellos, sí—. Nuestro trabajo no es gritar sino hablar —continuó ordenanza: yo. El jefe. No había un ápice de simpatía entre Percy Wetmore y Paul Edgecombe, y recordad que aún estábamos en verano, mucho antes de que empezara el auténtico circo.

—Sería conveniente que vieras este sitio como la sala de cuidados intensivos de un hospital.

Es mejor guardar silencio…

—Lo veo como un cubo lleno de orina donde se ahogan las ratas —dijo Percy— y eso es todo. Ahora suéltame.

Se liberó de la mano de Dean, pasó entre él y Bill, y caminó por el pasillo con la cabeza gacha. Pasó demasiado cerca de la celda del Presidente, tanto que Flanders podría haber sacado los brazos, cogerlo y darle en la cabeza con su propia porra. Eso si Flanders hubiese sido de los agresivos, cosa que no era; aunque el Cacique tal vez lo fuese. Si hubiera tenido ocasión, el Cacique podría haberle dado una paliza para enseñarle la lección. Lo que Dean me dijo la noche siguiente, mientras rememoraba los hechos, me quedó grabado porque resultó ser una especie de profecía.

—Wetmore no entiende que no tiene ningún poder sobre ellos —dijo—. Que nada de lo que haga va a complicarles más las cosas, porque sólo pueden electrocutarlos una vez. Hasta que se meta esa idea en la cabeza, será un peligro para él mismo y para todos nosotros.

Percy entró en mi despacho y cerró dando un portazo.

—Vaya, vaya —dijo Bill Dodge—. Es un cojón hinchado e infectado.

—Y eso que todavía no lo conoces bien.

Vamos, míralo desde el punto de vista positivo —dijo Bill, que siempre estaba aconsejándole a la gente que se tomara las cosas con optimismo; tanto que a uno le daban ganas de darle un puñetazo en la nariz cada vez que lo sugería—. El ratón amaestrado escapó.

—Sí, pero no volveremos a verlo —replicó Dean—. Creo que esta vez el maldito Percy lo ha ahuyentado para siempre.