Capítulo 8

A finales del invierno, mucho después de estos episodios, Bruto vino a buscarme una noche en que estábamos los dos solos. El bloque E se hallaba temporalmente vacío y los demás guardias habían sido asignados a otras tareas. Percy ya se había marchado a Briar Ridge.

—Ven aquí —dijo Bruto con una voz tan chillona y graciosa que hizo que levantase la cabeza de inmediato. Aquella noche caía una fina cellizca y yo, que acababa de llegar de la calle, estaba sacudiendo mi chaqueta antes de colgarla.

—¿Algún problema? —pregunté.

—No dijo—, pero he descubierto por dónde entraba y salía Cascabel. Me refiero al sitio por donde entró la primera vez, antes de que Delacroix lo adoptara. ¿Quieres verlo?

Por supuesto que quería. Lo seguí por el pasillo de la muerte hasta la celda de seguridad.

Todos los trastos que guardábamos allí estaban en el pasillo. Era obvio que Bruto había aprovechado la ausencia de huéspedes para hacer limpieza general. La puerta estaba abierta y vi el cubo y el mocho dentro. El suelo, del mismo y nauseabundo color verdoso del pasillo, se secaba por franjas. En medio de la habitación estaba la escalera que solíamos guardar en el almacén, que también era la última parada de los condenados. En el peldaño superior de la escalera había un tablón de madera, como el que usan los obreros para apoyar las herramientas o el bote de pintura mientras trabajan. En este caso, encima del tablón había una linterna, y Bruto me la paso.

—Sube. Eres más bajo que yo, así que tendrás que llegar casi arriba del todo, pero yo te sujetaré las piernas.

—Tengo las piernas algo enclenques —dije mientras comenzaba a subir—. Sobre todo las rodillas.

—Lo tendré en cuenta.

—Bien —dije—, porque romperme una cadera sería un precio demasiado alto para descubrir la madriguera de un ratón.

—¿Qué?

—Olvídalo.

—Mi cabeza rozaba la lámpara colgada en el centro del techo y sentía la escalera balancearse precariamente bajo mi peso. También oía rugir el viento invernal en el exterior del edificio.

—No me sueltes.

—No te preocupes, te tengo.

—Agarró mis pantorrillas con fuerza y subí otro escalón. Ahora mi cabeza estaba a menos de treinta centímetros del techo y veía las telarañas que un par de arañas laboriosas habían tejido en las juntas de las vigas. Apunté con la linterna, pero no vi nada que mereciera el riesgo que estaba corriendo.

—No, jefe —dijo Bruto—. Estás mirando demasiado lejos. Mira a la izquierda, en la unión de esas dos vigas. ¿La ves? Una está algo descolorida.

—Las veo.

—Apunta la luz a la junta.

Lo hice y de inmediato descubrí a qué se refería. Las vigas estaban sujetas con media docena de tarugos y faltaba uno, dejando un agujero negro y circular del tamaño de una moneda de veinticinco centavos. Lo miré y luego me volví hacia Bruto con cuidado.

—El ratón era pequeño dijo—, ¿pero tanto? Hombre, no lo creo.

—Se fue por ahí —dijo Bruto—. Está más claro que el agua.

—Yo no lo veo tan claro.

—Acércate y huele. No te preocupes, te tengo bien sujeto.

Obedecí. Me cogí de una de las vigas con la mano izquierda y me sentí mejor al hacerlo.

El viento soplaba otra vez en el exterior y sentía una ráfaga de aire procedente del agujero.

Podía oler el característico aroma de una noche de invierno en el sur… pero también algo más.

Olía a menta.

Recordé la voz quebrada de Delacroix diciendo «No deje que le pase nada a Cascabel».

Aún podía oírla y sentir el calor del cuerpo del ratón mientras el francés me lo entregaba. Era sólo un ratón, más listo que la mayor parte de los miembros de su especie, pero un ratón de cabo a rabo. «No deje que ese maldito cerdo le haga daño a mi ratón», había dicho, y yo le había prometido que no lo permitiría, como siempre prometía a los condenados lo que querían cuando recorrer los pasillos de la muerte dejaba de ser un mito o una hipótesis para convertirse en una realidad ineludible. ¿Me pedían que enviara una carta a un hermano que no habían visto en veinte años? Lo prometía. ¿Me pedían que rezara quince avemarías por su alma? Lo prometía. ¿Me pedían que los dejara morir con el nombre espiritual y que grabara ese mismo nombre en sus tumbas? Lo prometía. Era la forma de que aceptaran recorrer el pasillo sin causar problemas, la forma de sentarlos en la silla situada al fondo sin que perdieran la razón.

Naturalmente, no podía cumplir con todas las promesas, pero sí cumplí con la que le hice a Delacroix. El pobre había pagado su crimen con creces. El maldito cerdo no había vuelto a hacerle daño al ratón, pero se había desquitado a gusto con Delacroix. Sé muy bien lo que había hecho el francés, pero nadie merece lo que le pasó a Eduard Delacroix cuando se sentó en el feroz regazo de la Freidora.

En aquel agujero olía a menta. A menta y a algo más.

Extraje una pluma del bolsillo de mi chaqueta con la mano derecha, sin dejar de sujetarme a la viga con la izquierda y olvidando las cosquillas que Bruto me hacía involuntariamente en mis sensibles rodillas. Le quité el capuchón a la pluma con una sola mano, luego metí la punta en el orificio y saqué algo. Era una pequeña astilla de madera pintada de color amarillo chillón.

Entonces volví a oír la voz de Delacroix, esta vez con tanta claridad como si el francés estuviera con nosotros en la celda, la misma celda donde William Wharton había pasado tanto tiempo.

«¡Eh, muchachos! —dijo en esta ocasión la voz, la voz risueña y asombrada de un hombre que ha olvidado, al menos por un momento, dónde estaba y lo que le aguardaba—. Vengan a ver lo que es capaz de hacer Cascabel.»

—Cielos —murmuré. Me había quedado sin aliento.

—Has encontrado otra, ¿verdad? —pregunto Bruto—. Yo encontré tres o cuatro.

Bajé y proyecté la luz de la linterna sobre la mano grande y abierta del guardia. Me mostraba varias astillas de colores que parecían un juego de palitos chinos para enanos. Dos eran amarillas, como la que había encontrado yo, una verde y otra roja. No estaban pintadas sino coloreadas con lápices de cera.

—¡Vaya, chico! —dije en voz baja y temblorosa—. ¿Qué hacían allí arriba?

—Cuando yo era pequeño, no era corpulento como ahora —dijo Bruto—. Crecí sobre todo entre los quince y los diecisiete años. Hasta entonces era un renacuajo. Y la primera vez que fui a la escuela me sentí pequeño como… bueno, como un ratón. Estaba asustadísimo. ¿Y sabes lo que hice?

Sacudí la cabeza. Fuera sopló otra racha de aire y en los ángulos formados por las vigas las telarañas se movieron suavemente, como si fueran hilos de encaje podrido. Nunca había estado en un sitio tan lúgubre, y en aquel momento, mirando las astillas del carrete que tantos problemas había causado, mi cabeza comprendió lo que el corazón me decía desde que John Coffey había recorrido el pasillo de la muerte: no podría seguir mucho tiempo en aquel empleo. Con Depresión o sin ella, no podría ver a muchos más hombres dirigirse desde mi despacho hacia la muerte.

—Le pedí un pañuelo a mi madre —continúo Bruto—. Así, cuando me sentía pequeño y asustado podía oler su perfume para no sentirme tan mal.

—¿Crees que ese ratón arrancó algunas astillas del carrete para recordar a Delacroix? ¿Acaso piensas que un raton…?

Alzó la vista y por un instante me pareció ver lágrimas en sus ojos, aunque quizá fuese una ilusión óptica.

—No digo nada, Paul, pero las encontré allí arriba y olí a menta, igual que tú. Y no puedo seguir haciendo esto. No pienso seguir haciéndolo. Si veo a un solo hombre más en esa silla, me moriré. El lunes voy a pedir el traslado al correccional de menores. Si lo consigo, bien; si no, dimitiré y volveré a dedicarme a la agricultura.

—¿Alguna vez cultivaste algo más que piedras?

—No me importa.

—Ya lo sé —dije—: Creo que haré lo mismo que tu.

Me miró fijamente para asegurarse de que no le tomaba el pelo, y luego hizo un gesto afirmativo con la cabeza, como si la cuestión hubiera quedado zanjada. El viento volvió a soplar, esta vez con suficiente fuerza para hacer crujir las vigas, y ambos miramos con inquietud las paredes acolchadas. Creo que por un instante ambos pudimos oír a William Wharton —no Billy el Niño, sino el Salvaje Bill, como lo habíamos llamado desde el día en que entró en el bloque— gritando y riendo, diciéndonos que nos alegraríamos de librarnos de él, que nunca lo olvidaríamos. Y tenía razón.

Bruto y yo respetamos el acuerdo al que llegamos aquella noche en la celda de seguridad.

Fue como un juramento solemne sobre las pequeñas astillas de colores. Ninguno de los dos volvió a participar en una ejecución. La de John Coffey fue la última.