Capítulo 7

El ratón de Delacroix era uno de los grandes misterios de la vida. Antes de aquel verano, nunca había visto ninguno en el bloque E y jamás volví a ver uno después de aquel otoño, cuando Delacroix abandonó el mundo en una cálida y tormentosa noche de octubre. Lo hizo de una forma tan indescriptible que casi no me atrevo a recordar la escena. Delacroix afirmaba que había amaestrado a su ratón —que comenzó su vida entre nosotros como «Willie, el del barco de vapor»— pero yo creo que era al revés. Dean Stanton y Bruto estaban de acuerdo conmigo. Ambos se encontraban allí la noche en que apareció el ratón y, como decía Bruto:

«Ese bicho ya estaba medio domesticado y era mucho más listo que el francés que se creía su dueño.»

Dean y yo nos hallábamos en mi despacho revisando el archivo del año anterior y preparándonos para escribir cartas de seguimiento a los testigos de cinco ejecuciones y luego cartas de seguimiento a las cartas de seguimiento, hasta sumar un total de veintinueve. Lo que queríamos saber, fundamentalmente, era si estaban satisfechos con el servicio. Sé que suena morboso, pero era un punto importante. En su calidad de contribuyentes, eran nuestros clientes, al margen de las características peculiares del servicio. Un hombre o una mujer que acuden a una ejecución a medianoche tienen que tener una razón importante para estar allí, una necesidad especial, y para que la ejecución sirva de algo esa necesidad debe ser satisfecha.

Habían vivido una pesadilla, y el objeto de la ejecución era demostrarles que la pesadilla había terminado. Quizá diese resultado; al menos en ciertos casos.

—¡Eh! —gritó Bruto desde el otro lado de la puerta, sentado tras el escritorio de guardia—. ¡Eh, vosotros! ¡Venid aquí!

Dean y yo nos miramos con idéntica expresión de alarma, pensando que tal vez les hubiera ocurrido algo al indio de Oklahoma (se llamaba Arlen Bitterbuck, pero nosotros lo llamábamos el Cacique, y Harry Terwilliger Jefe Queso de Cabra, porque aseguraba que olía a algo semejante) o al tipo que llamábamos el Presidente. Pero de repente Bruto se echó a reír y los dos corrimos a ver qué pasaba. Reírse en el bloque E era casi tan irreverente como reír en misa.

El viejo Tuu–Tuu, el preso de confianza que en aquel entonces llevaba el carrito de la comida, había pasado con su surtido de delicias y Bruto había acumulado provisiones para la noche: tres bocadillos, dos gaseosas y un par de empanadillas.

También había una ensalada de patatas, indudablemente robada de la cocina de la prisión, a la que se suponía que Tuu no tenía acceso. El registro del día estaba abierto sobre la mesa y era un milagro que Bruto todavía no lo hubiese manchado. Claro que acababa de empezar a comer.

—¿Qué? —preguntó Dean—. ¿Qué pasa?

—Parece que este año el estado no repara en gastos y ha contratado a un nuevo carcelero —dijo Bruto sin dejar de reír—. Mirad eso.

Señaló el ratón. Yo también reí, y Dean me imitó. Era inevitable, porque aquel ratón tenía exactamente el mismo aspecto de un guardia que hace su ronda cada quince minutos: un diminuto guardia peludo que se aseguraba de que nadie intentara escapar o suicidarse. Corría por el pasillo de la muerte en dirección a nosotros, se detenía por un instante y volvía la cabeza a uno y otro lado como si controlase las celdas. Luego avanzaba otro trecho y repetía la operación. Los ronquidos de los presos, que dormían profundamente a pesar de nuestras carcajadas, hacían que la situación pareciera aún más cómica.

Era un ratoncillo marrón perfectamente vulgar, excepto por su forma de vigilar las celdas.

Incluso se escabulló dentro de un par de ellas con una habilidad que seguramente envidiarían los condenados pasados y presentes. Claro que a los presidiarios les interesaría salir, en lugar de entrar.

El ratón no entró en ninguna de las dos celdas ocupadas, sólo en las vacías, y por fin llegó muy cerca de nosotros. Yo esperaba que se volviera, pero no lo hizo. No parecía tememos en absoluto.

—No es normal que un ratón se acerque a la gente de ese modo —observó Dean con cierto nerviosismo—. Quizá tenga la rabia.

—¡Vaya! —exclamó Bruto masticando un bocadillo de carne enlatada—. El gran experto en ratones. El Maestro de los Ratones. ¿Acaso ves que le salga espuma de la boca?

—Ni siquiera le veo la boca —respondió Dean, y volvimos a reír.

Yo tampoco podía verle la boca, pero sí las pequeñas cuentas oscuras de los ojos, que no parecían enajenados ni rabiosos. De hecho, el ratón tenía una mirada curiosa e inteligente. He acompañado a la muerte a hombres que, a pesar de su alma supuestamente inmortal, eran más tontos que aquel ratón.

El ratón avanzó por el pasillo y se detuvo a menos de un metro de distancia del escritorio de guardia, que no era un mueble bonito, como quizá imagináis, sino una mesa similar a las que usaban los profesores del instituto local. Al llegar a aquel punto se sentó con la cola enroscada entre las patas, tan elegante como una anciana que se acomoda la falda.

De repente dejé de reír y sentí que un frío extraño me calaba los huesos. Me gustaría decir que no sé por qué tuve esa sensación —a nadie le gusta explicar algo que hace que se sienta o parezca ridículo—, pero lo sé, y si estoy dispuesto a contar la verdad sobre el resto de los acontecimientos supongo que también puedo confesar esto. Por un instante imaginé que era ese ratón, no un guardia sino un vulgar convicto del pasillo de la muerte, convicto y condenado pero aun así capaz de mirar con valentía el escritorio que parecía estar a kilómetros de distancia (como sin duda veremos el trono de Dios en el momento del juicio final) y a los gigantes de voces graves y uniforme azul sentados al otro lado. Gigantes que disparaban a los de su especie con pistolas, les pegaban escobazos o les tendían trampas para romperles el pescuezo mientras ellos trepaban cuidadosamente a mordisquear el queso dejado como señuelo sobre la pequeña placa de cobre.

Junto al escritorio de recepción no había ninguna escoba, pero sí un cubo y un mocho. Yo me había ocupado de fregar el suelo verde de linóleo y las seis celdas antes de sentarme con Dean delante de los archivos. Noté que Dean estaba a punto de echar mano del mocho y le cogí la muñeca justo cuando sus dedos rozaban el delgado mango de madera.

—Déjalo en paz —dije.

Dean se encogió de hombros y retiró la mano. Tuve la sensación de que tenía tan pocas ganas de espantar al ratón como yo.

Bruto partió un trozo pequeño de su bocadillo de carne, lo cogió delicadamente entre dos dedos y lo tendió delante del escritorio. El ratón miró hacia arriba con mayor interés, como si supiera exactamente de qué se trataba. Quizá lo supiera, pues lo vi mover los bigotes y arrugar el hocico.

—¡No, Bruto! —exclamó Dean y se volvió hacia mí—. No dejes que haga eso, Paul. Si alimenta a ese maldito bicho acabaremos tendiéndole una alfombra a cualquier ser de cuatro patas.

—Sólo quiero ver qué hace —explicó Bruto—. Simple interés científico.

Me miró. Después de todo yo era el jefe, incluso cuando se trataba de resolver pequeñas desviaciones de la rutina como aquélla. Reflexioné por un instante y me encogí de hombros, como si me diera igual una cosa que otra. La verdad es que yo también sentía cierta curiosidad por ver qué hacía el ratón.

Desde luego, se lo comió. Después de todo, estábamos en los tiempos de la Depresión.

Pero la forma en que lo hizo fue lo que más nos llamó la atención. Se aproximó al trozo de bocadillo, lo olfateó y luego se levantó en dos patas igual que un perro amaestrado, lo cogió y separó el pan para comerse la carne. Todo con los modales pausados y precisos de un hombre que da cuenta de un buen plato de carne asada en su restaurante favorito. Pero no nos quitó la vista de encima mientras comía.

—O es muy listo o está muerto de hambre —dijo una voz nueva. Era Bitterbuck. Había despertado y estaba junto a los barrotes de la celda, vestido únicamente con un par de calzoncillos anchos.

Tenía un cigarrillo en la mano derecha, entre los nudillos de los dedos índice y corazón, y el pelo gris acerado le caía sobre los hombros —antaño quizá musculosos, pero ahora bastante flácidos— en un par de trenzas.

—¿Conoces algún sabio proverbio indio sobre los ratones, Cacique? —preguntó Bruto mirando comer al ratón.

Todos estábamos fascinados por la forma en que el animalito sostenía el trozo de carne enlatada entre las patas delanteras. De vez en cuando lo hacía girar o se detenía a contemplarlo como si lo admirase.

—No —respondió Bitterbuck—. Una vez conocí a un guerrero con un par de guantes que según él eran de piel de ratón, pero no me lo creí.

—Rió, como si hubiera contado un chiste, y se apartó de los barrotes. Oímos el crujido de la cama cuando volvió a tenderse.

Aquel sonido fue como una señal para que el ratón se marchara. Terminó de comer el trozo de carne que tenía entre las patas, olfateó lo que quedaba (en su mayor parte pan empapado en mostaza) y volvió a mirarnos, como si quisiera recordar nuestras caras por si volvía a topar con nosotros. Luego dio media vuelta y corrió por donde había venido, esta vez sin detenerse a controlar las celdas. Su prisa me recordó al conejo blanco de Alicia en el país de las maravillas, y sonreí. No se detuvo en la puerta de la celda de seguridad, pero desapareció por debajo de ella. La celda de seguridad tenía paredes acolchadas para la gente con la sesera blanda. Cuando no la usábamos, guardábamos allí los utensilios de limpieza y algunos libros (casi todas novelas del Oeste de Clarence Mulford, pero también una historieta ilustrada de Popeye —que sólo cogíamos en ocasiones especiales— donde el propio Popeye, Bruto, e incluso Cocoliso, el fanático de las hamburguesas, se turnaban para besuquear a Olivia).

También había material de artesanía, incluidos los lápices de cera que más tarde usaría Delacroix. No es que entonces el tipo fuese un problema; recordad que todo esto sucedió antes.

Además, en la celda de seguridad había una camisa que nadie quería usar: blanca, confeccionada en lona blanca reforzada y con botones, presillas y hebillas en la espalda.

Todos sabíamos cómo inmovilizar en un santiamén con aquella camisa a un muchacho travieso. Nuestros muchachos descarriados no solían ponerse violentos, pero cuando lo hacían, no esperábamos que la situación mejorara por sí sola.

Bruto abrió el cajón del escritorio y sacó el libro encuadernado en cuero con la palabra «VISITAS» grabada en letras doradas en la tapa. Por lo general, aquel libro permanecía meses enteros dentro del cajón. Cuando un prisionero tenía visita —a menos que fuera su abogado o el sacerdote— se lo llevaba a una sala reservada para ese uso. La llamábamos la Galería, aunque no sé por qué.

—¿Qué demonios haces? —preguntó Dean Stanton, mirando por encima de sus gafas cómo Bruto abría el libro y lo hojeaba, pasando las visitas de presos que ya habían muerto.

—Cumplir con la ordenanza número diecinueve —respondió Bruto, buscando la página correspondiente a la fecha del día.

Cogió un lápiz, chupó la punta —una desagradable costumbre que se resistía a abandonar— y se preparó para escribir. La ordenanza diecinueve decía exactamente: «Todo visitante del bloque E debe llevar un pase y su presencia debe quedar registrada sin excepciones.»

—Se ha vuelto loco —dijo Dean volviéndose hacia mi.

—No nos enseñó el pase, pero por esta vez lo dejaré pasar —dijo Bruto. Volvió a chupar la punta del lápiz y escribió 21.49 en la columna correspondiente a «Hora de entrada».

—Desde luego —dije—. Seguro que los jefes hacen una excepción con los ratones.

—Claro que sí —asintió Bruto—. No tiene bolsillos donde abrocharse el pase.

Se volvió para mirar el reloj colgado en la pared, detrás del escritorio, y apuntó 22.10 en la columna de «Hora de salida». La casilla más grande entre los dos números rezaba «Nombre del visitante». Después de un instante de reflexión —quizá dedicado a resolver sus problemas con la ortografía, pues estoy seguro de que ya sabía qué debía escribir— Brutus Howel escribió «Willie, el del barco de vapor», que era el mote que todo el mundo daba a Mickey Mouse en aquellos días. Quizá se debiera al primer dibujo animado hablado del ratón, donde el animalito hacía girar los ojos, balanceaba las caderas y tiraba del cordón de la sirena en la timonera de un barco de vapor.

—Ya está —dijo Bruto cerrando el libro y guardándolo luego en el cajón—. Todo arreglado.

Yo reí, pero Dean, que se tomaba con seriedad incluso las bromas más evidentes, se limpiaba las gafas con nerviosismo y expresión ceñuda.

—Si alguien ve eso, tendrás problemas.

—Vaciló y añadió—: Sobre todo si lo ve la persona equivocada.

—Volvió a vacilar, mirando alrededor como si temiera que las paredes tuvieran oídos, y concluyó—: Alguien como Percy Lameculos Wetmore.

—Bah —dijo Bruto—. El día que Percy Wetmore ponga sus asquerosas garras sobre esta mesa, dimitiré.

—No tendrás necesidad de hacerlo —señaló Dean—. Te echarán por hacer bromas en el libro de visitas en cuanto Percy se lo cuente a la persona indicada. Y lo hará. Sabes que lo hará.

Bruto lo fulminó con la mirada, pero no dijo nada. Supuse que esa misma noche borraría lo que había escrito. Y si no lo hacía él, lo haría yo.

La noche siguiente, después de acompañar a Bitterbuck y al Presidente al bloque D, donde duchábamos a nuestro grupo después de encerrar a los reclusos normales, Bruto me preguntó si debíamos buscar a Willie en la celda de seguridad.

—Creo que sí —dije.

La noche anterior nos habíamos divertido con el ratón, pero sabía que si Bruto y yo lo encontrábamos en la celda —sobre todo si descubríamos que había comenzado a abrir una ratonera en una de las paredes acolchadas— lo mataríamos. Mejor matar al pionero, por divertido que éste fuera, que tener que lidiar luego con sus seguidores. Y no necesito deciros que ninguno de los dos tendría demasiados escrúpulos a la hora de asesinar a un ratón. Al fin y al cabo, el gobierno nos pagaba para que matáramos ratas.

Pero aquella noche no encontramos a Willie, el del barco de vapor —más tarde conocido como Cascabel— ni en las paredes acolchadas ni detrás de ninguno de los trastos que sacamos al pasillo. De hecho, allí dentro había mucha más basura de la que yo esperaba, quizá porque hacía tiempo que no usábamos la celda. Eso cambiaría con la llegada de William Wharton, pero, naturalmente, entonces aún no lo sabíamos. Por suerte.

—¿Dónde se habrá metido? —preguntó Bruto al fin, secándose el sudor de la nuca con un pañuelo azul—. No hay agujeros, ni grietas… Está eso, por supuesto, pero… —Señaló una rejilla en el suelo por donde podría haberse escabullido, pero debajo había una finísima tela metálica que no hubiera permitido el paso de una mosca—. ¿Cómo entró? Y ¿cómo salió?

—Ni idea —respondí.

—Porque entró aquí, ¿verdad? Los tres lo vimos.

—Sí, pasó por debajo de la puerta. Habrá tenido que encogerse un poco, pero lo hizo.

—¡Por el Altísimo! —exclamó Bruto, una expresión que sonaba extrana viniendo de un tipo tan alto como él—. Es una suerte que los presos no puedan encogerse de ese modo, ¿verdad?

—Ya lo creo —respondí, echando un último vistazo a las paredes acolchadas con la esperanza de encontrar un agujero, una grieta o algo por el estilo. No había nada semejante—.

Bueno, vámonos.

Willie, el del barco de vapor, reapareció tres noches después, cuando Harry Terwilliger estaba en la mesa de guardia. Percy también se encontraba de guardia y persiguió al ratón por todo el pasillo con el mismo mocho que Dean había tenido intención de usar. El roedor lo esquivó con facilidad y se escabulló victorioso debajo de la puerta de la celda de seguridad.

Maldiciendo a voz en cuello, Percy abrió la puerta y volvió a sacar todos los trastos. Según dijo Harry, fue una escena aterradora y graciosa al mismo tiempo. Percy juraba que iba a coger al maldito ratón y a arrancarle de cuajo la asquerosa cabeza, pero no lo hizo, desde luego. Media hora más tarde volvió a la mesa de guardia, sudoroso y desaliñado, con la camisa del uniforme fuera de los pantalones. Se apartó el pelo de los ojos y le dijo a Harry —que durante todo el incidente había permanecido leyendo tranquilamente— que iba a poner un burlete de goma debajo de la puerta para solucionar el problema.

—Lo que te parezca mejor, Percy —respondió Harry, pasando la página de la novela que estaba leyendo. Supuso que Percy se olvidaría de cerrar el intersticio de debajo de la puerta, y tenía razón.