A la mañana siguiente había una nota en mi escritorio pidiéndome que pasara por la oficina del alcaide lo antes posible. Sabía de qué se trataba —había reglas tácitas pero importantes, y el día anterior las había pasado por alto—, de modo que pospuse la visita todo lo que pude. Como acudir al médico para solucionar mi problema de vejiga, supongo. Siempre he creído que la filosofía del «cuanto antes, mejor» está sobrevalorada.
La cuestión es que no me di ninguna prisa para ir a ver al alcaide Moores. Me quité la chaqueta de lana del uniforme, la colgué en el respaldo de la silla y encendí el ventilador. Era otro día caluroso. Luego me senté y estudié el informe nocturno de Brutus Howell. No había motivo para alarmarse. Delacroix había llorado un rato, como hacía casi todas las noches, aunque estoy seguro de que más por sí mismo que por la gente que había quemado viva, y luego había sacado a Cascabel, el ratón, de la caja de cigarros donde pasaba la noche. Eso lo había calmado, y había dormido como un niño el resto de la noche. Cascabel seguramente la habría pasado sentado sobre el estómago de Delacroix, con la cola enrollada y los ojos muy abiertos. Era como si Dios hubiera decidido que Delacroix necesitaba un ángel de la guarda, aunque, en su infinita sabiduría, había considerado que sólo un ratón podía cumplir esa función con una rata como nuestro homicida de Louisiana. Naturalmente, nada de aquello aparecía en el informe de Bruto, pero yo había hecho suficientes turnos de noche para llenar los espacios entre líneas. Había una nota breve sobre Coffey: «Permaneció despierto, callado, aunque puede que haya llorado un poco. Intenté entablar conversación, pero después de recibir unos cuantos gruñidos por respuesta, me di por vencido. Quizá Paul o Harry tengan más suerte.»
En realidad, «entablar conversación» era nuestra principal misión. Entonces no lo sabía, pero ahora que lo veo desde la perspectiva de esta extraña vejez (supongo que la vejez siempre parece extraña a quien tiene que sufrirla) comprendo que era así, y también comprendo por qué no me daba cuenta de ello entonces: era demasiado importante para nosotros, tan vital como respirar. No era preciso que los guardias temporales supieran «entablar conversación», pero era fundamental para mí y para Harry, Bruto, Dean… Por eso Percy Wetmore era un desastre. Los presos lo detestaban, los guardias lo detestaban… Creo que todo el mundo lo odiaba excepto sus contactos políticos y, quizá, su madre. Era como una dosis de arsénico espolvoreado sobre una tarta de bodas, y supe desde el principio que causaría problemas.
Percy era un accidente que espera el momento oportuno para producirse.
En aquel tiempo el resto de nosotros nos habríamos reído de la idea de que más que carceleros éramos psiquiatras de los condenados. Una parte de mí todavía se ríe de esa idea, pero entonces sabíamos que debíamos entablar conversación y que sin ella la mayoría de los hombres que tenían que sentarse en la silla acababan volviéndose locos.
Apunté la sugerencia de hablar con John Coffey —o al menos intentarlo— al pie del informe de Bruto, y luego leí una nota de Curtis Anderson, el ayudante del alcaide. Decía que muy pronto llegaría la FDE de Edward Delacroix (Anderson se equivocaba: el nombre del condenado era Eduard Delacroix). Las siglas FDE significaban «fecha de ejecución» y, según aquella nota, el pequeño francés recorrería el pasillo de la muerte antes de Haloween.
Anderson calculaba que el 27 de octubre, y sus cálculos casi siempre eran exactos. Pero antes de aquello recibiríamos a un nuevo residente, llamado William Wharton. «Es lo que llamarías un chico travieso —había escrito Curtis con su letra inclinada hacia la izquierda y algo remilgada—. Salvaje y orgulloso de serlo. Ha vagado por todo el estado durante el último año y por fin la ha hecho gorda: mató a tres personas en un atraco a mano armada (una de ellas una mujer embarazada) y a una cuarta mientras huía (un agente del estado). Lo único que le faltó fue cargarse a una monja y a un ciego.» Sonreí al leer eso último. «Wharton tiene diecinueve años y lleva tatuado "Billy el Niño" en el antebrazo izquierdo. Creo, o mejor dicho estoy seguro de que tendrás que azotarlo un par de veces, pero ten cuidado al hacerlo. Al tipo no le importa nada.» Había subrayado la última frase y por fin concluía: «Además, es probable que consiga un indulto. Ha interpuesto una apelación y tiene a su favor que es menor de edad.»
De modo que un muchacho salvaje que esperaba una apelación iba a pasar una temporada con nosotros. Genial. De repente el día me pareció más caluroso y no pude seguir postergando la visita al alcaide Moores.
Durante mis años de carcelero en Cold Mountain estuve a las órdenes de tres alcaides, y Hal Moores fue el mejor. Con mucho. Honrado, directo, carecía del rudimentario ingenio de Curtis Anderson, pero tenía la suficiente habilidad política para mantener su cargo durante aquellos años nefastos y la integridad necesaria para no dejarse seducir por los trapicheos. No ascendería de rango, pero no parecía importarle. En aquel entonces tendría cincuenta y ocho o cincuenta y nueve años y una cara de sabueso llena de arrugas con la que Bobo Marchant seguramente se habría sentido familiarizado. Tenía el cabello blanco y las manos temblorosas como si hubiera sufrido alguna clase de parálisis, pero era un tipo fuerte. Un año antes, cuando un recluso lo había atacado con una astilla arrancada de una caja, Moores había mantenido la calma, había cogido al rebelde por la muñeca y se la había retorcido con tal fuerza que los huesos crujieron como unas ramitas que crepitan en el fuego. El recluso se había arrodillado y había empezado a llamar a su madre.
—No soy tu madre —le había dicho Moores—, pero si lo fuera, me recogería la falda, te mostraría el agujero por donde te parí y te mearía encima.
Cuando entré en su despacho, hizo ademán de levantarse, pero le indiqué con un gesto que siguiera sentado. Tomé asiento frente a él y lo primero que hice fue preguntarle por su esposa.
Aunque en nuestra tierra, esas cosas se preguntan de otro modo: —¿Cómo está su preciosa chica? —dije, como si Melinda tuviera diecisiete veranos en lugar de sesenta y dos o sesenta y tres.
Mi preocupación era sincera, pues su esposa era la clase de mujer a la que podría haber amado y con la que podría haberme casado si nuestros caminos se hubieran cruzado, pero tampoco me importaba distraerlo del verdadero motivo de mi visita.
Moores suspiró.
—No muy bien, Paul. No muy bien.
—¿Más dolores de cabeza?
—Esta semana sólo ha padecido uno, pero fue el peor de su vida. La tuvo en cama casi todo el día. Y ahora siente una extraña debilidad en la mano derecha.
—Levantó su propia diestra, salpicada de manchas seniles. Ambos la miramos temblar unos segundos sobre el escritorio; luego la bajó.
Sé que habría dado cualquier cosa por no tener que contarme aquello, y yo habría dado cualquier cosa por no tener que oírlo. Los dolores de cabeza de Melinda habían empezado en la primavera y durante todo el verano el médico había insistido en que eran «migrañas nerviosas», quizá provocadas por el inminente retiro de Hal. Pero lo cierto era que ambos esperaban con impaciencia la jubilación de Moores y mi esposa me había dicho que las migrañas eran un trastorno propio de los jóvenes y que con la edad no solían empeorar sino mejorar. Y ahora esa debilidad en la mano. A mí no me parecía que aquello tuviese que ver con los nervios. Más bien tenía la impresión de que se trataba de una maldita apoplejía.
—El doctor Haverstrom quiere ingresarla en el hospital de Indianola —continuó Moores—.
Para hacerle algunas pruebas. Radiografías de la cabeza y vaya a saber qué más. Está aterrorizada.
—Hizo una pausa y añadió—: Para serte franco, yo también.
—Ya, pero encárguese de que lo haga dije—. No espere. Si es algo que puede ver en la radiografía, tal vez también puedan curarlo.
—Sí —asintió, y luego, sólo por un instante (el único que recuerdo en nuestra conversación) nuestras miradas se encontraron y se produjo esa clase de perfecto entendimiento que no necesita palabras.
Podía ser una apoplejía, es cierto, pero también un cáncer de cerebro, y en tal caso los médicos de Indianola no podrían hacer prácticamente nada. Recordad que todo esto sucedió en 1932, cuando algo tan sencillo como una infección de orina se trataba con sulfamidas o había que resignarse a sufrir y esperar.
—Agradezco tu interés, Paul. Pero ahora hablemos de Percy Wetmore.
Gruñí y me cubrí los ojos con las manos.
—Esta mañana recibí una llamada de la capital del estado —prosiguió el alcaide con serenidad—. Como imaginarás, estaban furiosos. Paul, el gobernador está tan casado con su esposa que es como si no tuviese voluntad propia… No sé si me explico. Su mujer tiene un hermano que a su vez tiene un hijo. Y ese hijo es Percy Wetmore. Anoche Percy llamó a su padre y su padre llamó a su hermana. ¿Tengo que contarte el resto?
—No dije—. Percy se chivó. Igual que el mariquita de la clase que le cuenta a la maestra que vio a un niño y una niña morreándose en el lavabo.
—Sí —respondió Moores—. Algo así.
—¿Recuerda lo que pasó cuando ingresó Delacroix? —pregunté—. Percy y su maldita porra de madera.
—Sí, pero…—Y sabe bien que de vez en cuando la mete entre los barrotes, sólo por diversión. Es cruel y estúpido. No sé cuánto tiempo más podré soportarlo. Lo digo de verdad.
Nos conocíamos desde hacía cinco años, un tiempo más que suficiente para dos hombres que se llevan bien, sobre todo cuando su trabajo consiste en hacer un trueque entre la vida y la muerte. Con esto quiero decir que Moores me entendía. No es que fuera a dejar mi puesto, sobre todo entonces que la Depresión merodeaba alrededor de los muros de la cárcel como un criminal peligroso, como un delincuente que no podíamos enjaular junto con los demás.
Hombres mejores que yo estaban en la calle o haciendo chapuzas. Yo tenía suerte y lo sabía.
Hacía dos años que me había desembarazado de mis hijos, ya mayores, y de la losa de doscientos pavos mensuales de la hipoteca. Pero un hombre necesita comer y su esposa también. Además, estábamos acostumbrados a enviar a nuestra hija y a nuestro yerno veinte pavos siempre que podíamos permitírnoslo (y a veces, si las cartas de Jane parecían desesperadas, también cuando no podíamos). Mi hija era una profesora de instituto en paro y en aquellos días eso era motivo más que suficiente para estar desesperada. Por lo tanto, uno no dejaba un empleo fijo como el mío, por lo menos si sabía mantener la sangre fría. Pero aquel otoño yo no tenía sangre fría. La temperatura era totalmente inadecuada para la época del año y la infección que asolaba mis entrañas había subido aún más el termostato. Y cuando un hombre se encuentra en una situación semejante… bueno, siempre cabe la posibilidad de que sus puños piensen por él. Pero sí uno le daba un puñetazo a un tipo como Percy Wetmore, más valía seguir golpeando, porque no había forma de rectificar.
—Aguanta —dijo Moores en voz baja—. Te he llamado principalmente para decirte eso. Sé de buena fuente, de hecho por la misma persona que me telefoneó esta mañana, que Percy ha presentado una solicitud para que lo admitan en Briar. Y lo aceptaran.
—Briar —repetí. Se refería a Briar Ridge, uno de los dos hospitales del estado, ambos nidos de víboras—. ¿Cómo se las arregla ese tío? ¿Piensa pasearse por todas las instituciones del estado?
—Es un trabajo administrativo. Tendrá un sueldo mejor y trabajará con papeles, en lugar de tener que levantar camas en un día caluroso.
—Moores sonrió con malicia—. ¿Sabes, Paul? Podrías haberte librado de él si no lo hubieras mandado a la sala de los interruptores con Van Hay cuando indultaron al Cacique.
Sus palabras me sonaron tan extrañas que no entendí adónde quería llegar. Quizá no quisiera entenderlo.
—¿Dónde quería que lo mandase? —pregunté—. ¡Demonios! El tipo no sabe qué hacer en el bloque. Integrarlo en la plantilla de ejecuciones… —Me detuve a mitad de la frase. No podía terminar. Las posibilidades de que fastidiara aún más las cosas parecían infinitas.
—De todos modos, harás bien en mandarlo allí para la ejecución de Delacroix. Eso si quieres librarte de él, claro está.
Lo miré boquiabierto. Por fin comprendí adónde quería ir a parar y logré articular: —¿Qué dice usted? ¿Que quiere estar lo bastante cerca para oler cómo se fríen los huevos del tipo?
Moores se encogió de hombros. Sus ojos, que parecían tan dulces cuando hablaba de su esposa, cobraron una expresión cruel.
—Los huevos de Delacroix se freirán tanto si Wetmore está en la plantilla como si no —dijo ¿No es así?
—Sí, pero podría fastidiarla. De hecho, Hal, es muy probable que la fastidie. Y delante de treinta testigos, un montón de periodistas venidos de Louisiana…—Tú y Brutus Howell os aseguraréis de que no la cague —dijo Moores—. Y silo hace, aparecerá en su informe y seguirá allí mucho después de que pierda sus contactos políticos. ¿Lo entiendes?
Lo entendía. La idea me aterraba y me producía náuseas, pero lo entendía.
—Quizá quiera estar presente en la ejecución de Coffey —añadió Moores—, pero si la suerte nos sonríe tendrá suficiente con la de Delacroix. Asegúrate de que esté presente.
Había planeado poner a Percy en la sala de los interruptores otra vez y luego mandarlo a vigilar la camilla que llevaría a Delacroix al furgón fúnebre, al otro lado de la calle de la prisión, pero cambié de planes sin pensármelo dos veces. Asentí con un gesto. Tenía la impresión de que estaba corriendo un riesgo importante, pero no me importaba. Con tal de librarme de Percy era capaz de desafiar al mismísimo diablo. Lo dejaría participar en la ejecución, ponerle el casquete al condenado e indicarle a Van Hay que le diera al interruptor; podría contemplar al pequeño francés sufriendo la descarga que él mismo, Percy Wetmore, había preparado en persona. Que tuviera su asquerosa diversión, si eso era lo que significaba para él un asesinato impuesto por el estado. Y que luego se marchara a Briar Ridge, donde tendría su propio despacho y un ventilador para refrescarse. Y si su tío perdía su cargo en las próximas elecciones y Percy debía descubrir qué significaba trabajar en el mundo exterior, donde no todos los tipos malos son encerrados detrás de los barrotes de una celda y donde de vez en cuando hay que agachar la cabeza, tanto mejor.
—De acuerdo —dije al tiempo que me ponía de pie—. Lo dejaré a cargo de la ejecución de Delacroix y mientras tanto intentaré mantener la paz.
—Bien —respondió Hal, y también se incorporó—. A propósito, ¿cómo va tu problema? —añadió señalando mi entrepierna con delicadeza.
—Un poco mejor.
—Me alegro.
—Me acompañó hasta la puerta—. ¿Y qué me dices de Coffey? ¿Crees que nos dará problemas?
—No lo creo respondí—. Hasta el momento ha permanecido más quieto que un gallo muerto. Es raro, tiene unos ojos extraños, pero parece tranquilo. No se preocupe por él.
—Naturalmente, estarás al corriente de lo que hizo.
—Por supuesto.
Ya estábamos en la oficina contigua, donde la vieja Miss Hannah aporreaba la máquina de escribir, como venía haciendo desde el final de la era glacial. Me alegré de irme. Después de todo, la había sacado barata. Y era agradable saber que tenía posibilidades de sobrevivir a Percy.
—Déle recuerdos a Melinda dije—. Y no se coma el coco. Es muy probable que no tenga nada mas que migrañas.
Ojalá —dijo y sus labios esbozaron una sonrisa que me dirigía una mirada temerosa. La combinación de las dos expresiones resultaba truculenta.
Regresé al bloque E a comenzar una nueva jornada. Había que leer y escribir papeles, limpiar suelos, servir comidas, preparar las actividades para la semana siguiente… organizar centenares de cosas. Pero sobre todo había que esperar. En las prisiones ésa es la actividad fundamental. Esperar a que Eduard Delacroix recorriera el pasillo de la muerte, esperar la llegada de William Wharton con su mueca de odio y su tatuaje de «Billy el Niño» y, especialmente, esperar a que Percy Wetmore desapareciera de mi vida.