Como supondréis, no descubrí todo aquello durante una única y calurosa tarde de octubre en la sofocante biblioteca de la prisión, leyendo una pila de periódicos guardados en una caja de naranjas, pero aquel día averigüé lo suficiente para pasar la noche prácticamente en vela.
Cuando mi esposa se levantó a las dos de la madrugada y me encontró sentado en la cocina, bebiendo leche y liándome un cigarro, me preguntó qué me pasaba y le conté una de las poquísimas mentiras que le diría en cuarenta y tres años de matrimonio. Dije que había tenido otra discusión con Percy Wetmore. Era cierto, por supuesto, pero no estaba allí sentado tan tarde por ese motivo. Por lo general, era capaz de dejar los problemas con Percy Wetmore en el despacho.
—Bueno, olvida a esa manzana podrida y vuelve a la cama dijo—. Tengo algo que te ayudará a dormir, y si lo quieres es todo tuyo.
—Suena bien —dije—, pero será mejor que lo dejemos. Tengo una infección ahí abajo y prefiero no contagiártela.
—¿Ahí abajo? —Arqueó una ceja—. Supongo que habrás topado con la puta equivocada la última vez que estuviste en Baton Rouge.
Yo nunca había estado en Baton Rouge y jamás había tocado a una puta, y ambos lo sabíamos.
—No es más que una infección de orina —expliqué—. Mi madre decía que los hombres la cogen por mear cuando sopla viento del norte.
—Tu madre también solía quedarse todo el día encerrada si volcaba un poco de sal —recordó mi esposa—. El doctor Sadier…
—De eso nada —la atajé, levantando la mano—. Querrá que tome sulfamidas y me pasaré la semana vomitando en todos los rincones del despacho. Ya se pasará. Pero mientras tanto, creo que será mejor que Caperucita y el Lobo no salgan a jugar al bosque.
Me besó en la frente, justo encima de la ceja izquierda, cosa que siempre me ponía la carne de gallina, y Janice lo sabía.
—Pobrecillo. Como si no tuvieras bastante con lo de Percy Wetmore. Ven pronto a la cama.
Lo hice, pero antes salí al patio trasero a vaciar la vejiga (no sin comprobar la dirección del viento mojando el pulgar con saliva. Rara vez olvidamos lo que nuestros padres nos enseñan de pequeños, por estúpido que sea). Mear al aire libre es uno de los placeres del campo que siempre olvidan mencionar los poetas, aunque puedo aseguraros que aquella noche no fue ningún placer. La orina me quemaba como una brasa ardiente. Sin embargo, tenía la impresión de que por la tarde había sido más doloroso, y sabía que un par de días antes había sido aún peor. Tenía la esperanza de que tal vez estuviera empezando a curarme, aunque nunca tuve una esperanza menos fundada. Nadie me había dicho que en ocasiones una bacteria atrapada en aquel sitio húmedo y cálido se toma un día o dos de descanso antes de atacar con mayor ferocidad. Me habría sorprendido que me lo dijeran. Y me habría sorprendido aún más que me dijeran que quince o veinte años más tarde habría unas píldoras que curaban aquella clase de infección en tiempo récord y que aunque esas píldoras provocaran náuseas o diarrea, casi nunca lo hacían vomitar a uno como las pastillas de sulfamida del doctor Sadler.
En 1932 uno no podía hacer mucho más que esperar e intentar olvidar la sensación de que alguien te había echado gasolina dentro de la polla y luego había encendido una cerilla.
Terminé la leche, volví a la habitación y por fin conseguí dormir. Soñé con niñas de sonrisa tímida y cabello ensangrentado.