El rey Algodón había sido destronado en el Sur unos setenta años antes y no volvería a reinar. Sin embargo, durante la década de los treinta, había experimentado un breve renacimiento. Ya no quedaban plantaciones de algodón, pero sí cuarenta o cincuenta granjas prósperas que se dedicaban a su cultivo en el sur de nuestro estado. Klaus Detterick era el propietario de una de ellas. Según los cánones de los cincuenta apenas habría estado un escalón por encima de un pobre diablo, pero en aquellos tiempos se lo tenía por próspero sólo porque podía pagar las cuentas al contado al final de casi todos los meses y mirar al banquero a los ojos si se cruzaban en la calle. La casa de la granja era grande y cómoda. Aparte de los beneficios del algodón, la familia contaba con un par de entradas adicionales, derivadas de la crianza de gallinas y vacas. Detterick y su esposa tenían tres hijos: Howard, de unos doce años y las gemelas, Cora y Kathe.
Una calurosa noche de junio las niñas quisieron dormir en la galería cubierta que se extendía a un lado de la casa. Era toda una aventura para ellas. La madre les dio un beso de buenas noches poco antes de las nueve, al caer la noche. Cuando volvió a verlas, las gemelas yacían en sus ataúdes, después de que el encargado de pompas fúnebres reparara la mayor parte de los daños.
En aquellos tiempos las familias del campo se acostaban temprano («En cuanto oscurecía debajo de la mesa», solía decir mi madre) y dormían a pierna suelta. De hecho, eso es lo que hicieron Klaus, Marjorie y Howie Detterick la noche en que secuestraron a las gemelas. En otras circunstancias, Klaus habría despertado con los ladridos de Bowser, el enorme pastor escocés de la familia, pero el perro no ladró aquella noche ni nunca volvería a hacerlo.
Klaus se levantó al alba para ordeñar las vacas, La galería estaba a un costado de la casa, al otro extremo del granero, y al hombre ni se le ocurrió comprobar cómo estaban las niñas.
Tampoco le sorprendió que Bowser no saliera a su encuentro. El perro detestaba a gallinas y vacas por igual y solía esconderse en su caseta, detrás del granero, hasta que las tareas estaban hechas… a menos que se lo llamara, y aun así con insistencia.
Marjorie bajó quince minutos después de que su esposo se pusiese las botas en el vestíbulo y se dirigiera al granero. Preparó café y puso a freír tocino. El aroma del desayuno atrajo a Howie a la planta baja, pero no a las niñas. Mientras cocía los huevos en la grasa del tocino, la madre mandó al niño a buscarlas. Klaus querría que salieran a recoger huevos frescos en cuanto acabaran de desayunar. Pero aquella mañana en la casa de los Detterick nadie desayunó. Howie regresó de la galería con la cara pálida y los ojos, poco antes somnolientos, completamente abiertos.
—No están —dijo.
Marjorie salió a la galería, más enfadada que alarmada. Más tarde diría que había supuesto que las niñas habían salido a recoger flores al amanecer. Eso u otra travesura propia de su edad. Después de echar un vistazo, descubrió el motivo de la palidez de Howie.
Gritó —más bien chilló— llamando a Klaus, y éste llegó corriendo con las botas empapadas con la leche del cubo que acababa de derramar. Lo que encontró en la galería habría bastado para que al padre más valiente le temblaran las rodillas. Alguien había arrojado a un rincón las mantas en que las niñas se habían envuelto al refrescar por la noche. La puerta de la mampara había sido arrancada de sus goznes y apoyada precariamente contra un muro del patio. Y tanto en las tablas de la galería como en los escalones que había al otro lado de la puerta arrancada se veían manchas de sangre.
Marjorie suplicó a su esposo que no fuese a buscar a las niñas solo y que tampoco llevara a su hijo con él, pero podría haberse ahorrado la saliva. Klaus cogió la escopeta que guardaba en el vestíbulo, lejos del alcance de las manos de los niños, y le pasó a Howie la 22 que pensaba regalarle en julio, por su cumpleaños. Luego se marcharon sin prestar la menor atención a la mujer que gritaba y lloraba, preguntándoles qué harían si se encontraban con una pandilla de vagabundos o un grupo de negros salvajes escapados de la próspera granja de Lavine. Yo creo que los hombres tenían razón, ¿sabéis? Aunque la sangre no estaba líquida, tampoco mostraba el color granate que adquiere después de haberse secado, y seguía pegajosa y roja. El secuestro debía de ser reciente. Klaus seguramente supuso que aún quedaba alguna posibilidad de que las niñas continuasen con vida, y estaba resuelto a correr cualquier riesgo para comprobarlo.
Ninguno de los dos tenía experiencia en seguir un rastro. No eran cazadores sino granjeros, hombres que sólo se internaban en el bosque en temporada para perseguir mapaches y ciervos, y no porque les gustara, sino porque era lo que se esperaba de ellos. Además, el terreno que rodeaba la casa estaba lleno de barro y era un laberinto de huellas. Detrás del granero, descubrieron por qué Bowser —mal mordedor, pero buen ladrador— no había dado la voz de alarma. Estaba tendido, con medio cuerpo fuera de la caseta que había sido construida con los tablones sobrantes del granero (encima del ventanuco arqueado, había un letrero con la palabra «Bowser» prolijamente grabada; vi la foto en uno de los periódicos) y la cabeza girada de modo que el hocico quedaba prácticamente en la parte del cuello que correspondía a la nuca.
Como le había dicho el fiscal a John Coffey durante el juicio, sólo un hombre con una fuerza enorme podía haber hecho algo semejante a un animal. Luego había mirado con expresión significativa al defensor, sentado detrás de la mesa de la defensa con la cabeza gacha y vestido con un flamante par de pantalones pagados por el estado que por sí solos parecían merecer una condena. Junto al perro, Klaus y Howie encontraron un trozo de salchicha cocida. La teoría —bastante probable, no me cabe duda— era que Coffey había ofrecido un señuelo al perro y luego, mientras éste comía, le había roto el pescuezo con un poderoso giro de muñecas.
Detrás del granero se extendía el prado de Detterick, donde aquel día no pastaría ninguna vaca. Estaba empapado con el rocío de la mañana y las huellas clarísimas de un hombre lo cruzaban en diagonal en dirección a la llanura del norte.
Pese a que estaba casi histérico, Klaus Detterick vaciló antes de seguir las huellas. No es que tuviera miedo del hombre o los hombres que se habían llevado a sus hijas, sino que temía seguir un rumbo equivocado, caminar en la dirección errónea en un momento en que cada segundo contaba.
Howie resolvió el dilema al encontrar un trozo de tela de algodón amarilla en un arbusto, justo detrás del patio de entrada; el mismo trozo de tela que, con lágrimas en los ojos, Klaus identifico en el juicio como parte del pijama de su hija Kathe. Veinte metros más allá, colgado de una rama de enebro, encontraron un jirón verde del camisón que Cora tenía puesto cuando dio las buenas noches a mamá y papá.
Los Detterick, padre e hijo, corrieron empuñando las armas como hacen los soldados cuando cruzan territorio enemigo bajo fuego cerrado. Lo sorprendente de los sucesos de aquel día es que el niño, que corría desesperadamente detrás de Klaus temiendo quedarse atrás, no cayera al suelo y le metiera una bala en la espalda a su padre.
La granja tenía teléfono —otra señal de que Detterick prosperaba, al menos moderadamente para los tiempos que corrían— y Marjorie lo usó para comunicarse con el mayor número de vecinos posible, contándoles la catástrofe que les habia caido encima como un rayo en un día soleado, consciente de que cada llamada originaría otras y que la noticia se extendería como un reguero de pólvora. Finalmente levantó el auricular por última vez y pronunció las palabras que eran casi la marca de fabrica del servicio telefonico de la epoca, al menos en las comunidades rurales del Sur: —¿Telefonista? ¿Está en la línea?
La telefonista estaba allí, tan horrorizada por lo que había oído que demoró un momento en responder. Por fin lo consiguió.
—Sí, señora Detterick. Y estoy rezando al bendito Jesús para que sus niñas se encuentren bien.
—Gracias —respondió Marjorie—, pero ¿podría pedirle al Señor que espere un momento y ponerme con la oficina del sheriff en Tefton?
El sheriff del condado de Trapingus era un viejo con nariz de borracho, una barriga como una tina y una cabellera cana tan fina que parecía la pelusilla de los limpiapipas. Yo lo conocía bien. Había visitado Cold Mountain muchas veces para presenciar el último viaje de aquéllos a quienes llamaba «sus muchachos». Los testigos de una ejecución se sentaban en sillas plegables idénticas a las que seguramente habréis usado alguna vez en funerales, cenas de la iglesia o partidas de bingo en una granja (de hecho, en aquel entonces nosotros tomábamos prestadas las nuestras de una de las granjas de la vecindad) y cada vez que el sheriff Homer Cribus se sentaba en una de ellas, yo esperaba que la silla cediera y se desmoronara. Temía y ansiaba ver ese día, pero nunca llegó. Poco tiempo después —no debe de haber pasado ni un año del secuestro de las gemelas Detterick—, tuvo un ataque al corazón en su oficina, al parecer mientras se follaba a una negra de diecisiete años llamada Daphne Shurtleff. Hubo un montón de cotilleos al respecto, sobre todo porque en época de elecciones el sheriff iba de aquí para allá acompañado de su esposa y sus seis hijos. En aquel entonces se decía que cuando uno aspiraba a un cargo «o se comportaba como un santo o estaba perdido». Pero, como ya sabréis, a la gente le encantan los hipócritas: saben que llevan uno en su interior, y siempre resulta agradable enterarse de que han pillado a alguien con los pantalones bajados y la polla levantada, y que ese alguien no es uno.
Además de hipócrita, el sheriff era incompetente, la clase de tipo que se hace fotografiar acariciando el gato de la anciana después de que otro —el agente Rob McGee, por ejemploarriesgara el pescuezo para bajar de un árbol al animal en cuestión.
McGee escuchó los balbuceos de Marjorie Detterick durante un par de minutos, luego la interrumpió con cuatro o cinco preguntas expeditivas y bruscas, como un luchador profesional que asesta varios golpes rápidos en la cara de su contrincante, tan pequenos y fuertes que la sangre comienza a manar antes de que éste alcance a sentir dolor.
—Llamaré a Bobo Marchant, que tiene perros. Quédese donde está, señora Detterick. Si su marido y su hijo vuelven, haga que también se queden allí. Por lo menos inténtelo.
Entretanto, su marido y su hijo habían recorrido cuatro kilómetros y medio en dirección al noroeste tras el rastro del secuestrador, pero lo perdieron al llegar al bosque de pinos. Como ya he dicho, no eran cazadores sino granjeros, y para entonces ya sabían a qué clase de alimaña perseguían. En el camino, habían encontrado la chaqueta amarilla del pijama de Kathe y otro trozo del camisón de Cora. Ambos estaban cubiertos de sangre y ni Klaus ni Howie tenían tanta prisa como al principio. A esas alturas, una certeza helada se había filtrado en la esperanza ardiente de los Detterick, descendiendo como el agua fría, hundiéndose en sus corazones por ser más pesada.
Se internaron en el bosque en busca de pistas, pero no encontraron nada. Exploraron otro sitio con los mismos resultados, y por fin un tercero. Esta vez hallaron un reguero de sangre a los pies de un pino. Durante unos minutos lo siguieron hacia donde parecía apuntar y continuaron explorando en los alrededores. Para entonces eran las nueve ae la mañana y oyeron gritos y ladridos de perros a sus espaldas. Rob McGee había organizado una cuadrilla de voluntarios en el tiempo en que el sheriff Cribus habría necesitado para terminar su taza de café con brandy, y un cuarto de hora después alcanzaron a Klaus y Howie Detterick, que deambulaban a tientas por el bosque. Se pusieron en marcha de inmediato, guiados por los perros de Bobo. McGee permitió que Klaus y Howie los acompañaran —aunque temían descubrir la verdad, no se habrían marchado por más que se los ordenara—, pero los obligó a descargar las armas. McGee dijo que los demás también lo habían hecho porque era más seguro. Lo que ni él ni nadie les dijo a los Detterick fue que eran los únicos que habían tenido que entregar las municiones. Aturdidos y ansiosos por despertar de aquella pesadilla, padre e hijo obedecieron. Cuando Rob McGee exigió a los Detterick que descargaran sus armas y le entregaran las balas, probablemente salvó la miserable vida de Coffey.
Los perros los condujeron ladrando y aullando en dirección noroeste, a lo largo de varios kilómetros de pinares. Por fin llegaron a la orilla del río Trapingus, que en aquel punto es largo y tranquilo y corre hacia el sudeste entre colinas bajas y arboladas, donde familias llamadas Cray, Robinette y Duplissey todavía fabrican sus propias mandolinas y escupen los dientes podridos mientras aran. El Sur profundo, donde los hombres se ocupan de las serpientes el domingo por la mañana y se acuestan con sus hijas el domingo por la noche. Yo conocía a aquellas familias, pues casi todas enviaban carne a la Freidora de tanto en tanto. Al otro lado del río, los miembros de la cuadrilla podían ver el sol de junio brillar sobre las vías del ferrocarril del sur. A un kilómetro y medio río abajo, un viaducto cruzaba hacia las minas de carbón de West Green.
Entre la hierba y los arbustos, encontraron una zona pisoteada y tan empapada de sangre que varios de los hombres tuvieron que apartarse para vomitar el desayuno. También encontraron el resto del camisón de Cora, y Howie, que hasta entonces había demostrado una entereza admirable, se abrazó a su padre y estuvo a punto de desmayarse.
En aquel punto, los perros de Bobo Marchant tuvieron el primer desacuerdo del día. Había seis en total, dos sabuesos, dos zorreros y un par de esos híbridos similares a los terrier que los surenos de la frontera llaman «cazamapaches». Estos últimos querían ir hacia el noroeste, río arriba, en tanto que el resto apuntaba en la dirección opuesta, hacia el sudeste. Las correas se enredaron y, aunque los periódicos no decían nada al respecto, imagino las maldiciones que les habra echado Bobo mientras usaba las manos —sin duda su parte mas educada— para restituir el orden. En tiempos tuve oportunidad de conocer a varios cazadores y, según mi experiencia, son una raza aparte.
Bobo reorganizó la jauría e hizo que los perros olfatearan los restos del camisón de Cora, como para recordarles lo que hacían allí un día en que la temperatura debía de aproximarse a los cuarenta grados y los buitres volaban en círculos sobre la cuadrilla. Por fin los cazamapaches se pusieron de acuerdo con el resto de los sabuesos y todos corrieron río abajo, ladrando.
Diez minutos después, los hombres se detuvieron al oír algo más que el ladrido de los perros. Eran unos aullidos que ningún perro puede emitir, ni siquiera en plena agonía. Un sonido que ninguno de los integrantes de la cuadrilla había oído jamás, aunque de inmediato supieron que salía de la garganta de un hombre. Eso dijeron, y yo les creo. Supongo que yo también lo habría reconocido, porque he oído a algunos hombres chillar así de camino a la silla eléctrica. No todos lo hacen; la mayoría conservan la compostura y marchan en silencio o hacen bromas como si fueran de excursión al campo. Pero unos pocos gritan; casi siempre aquellos que creen en el infierno y saben que éste les aguarda al final del pasillo de la muerte.
Bobo volvió a reunir a los perros. Eran animales caros y no estaba dispuesto a perderlos a manos de un psicópata que aullaba y gemía de aquel modo. El resto de la cuadrilla cargó las armas y las empuñó. Aquel grito los había sobresaltado, haciendo que el sudor de las axilas y de la espalda pareciera agua helada. Cuando los hombres sufren una impresión semejante, necesitan un jefe que los guíe para seguir adelante, y McGee tomó el mando. Encabezó la marcha resueltamente (aunque supongo que en aquel momento no se sentía muy resuelto) hacia un grupo de alisos que se alzaban a la derecha del bosque, mientras el resto de la cuacargó las armas y las empuñó. Aquel grito los había sobresaltado, haciendo que el sudor de las axilas y de la espalda pareciera agua helada. Cuando los hombres sufren una impresión semejante, necesitan un jefe que los guíe para seguir adelante, y McGee tomó el mando.
Encabezó la marcha resueltamente (aunque supongo que en aquel momento no se sentía muy resuelto) hacia un grupo de alisos que se alzaban a la derecha del bosque, mientras el resto de la cuadrilla lo seguía a unos cinco pasos. Se detuvo sólo una vez para indicar al hombre más corpulento del grupo —Sam Hollis— que no se apartara de Klaus Detterick.
Al otro lado de los alisos había un claro que se extendía hacia la derecha del bosque. A la izquierda, estaba la larga y suave cuesta de la ribera. Todos se detuvieron, como paralizados por un rayo. Supongo que todos ellos habrían dado cualquier cosa por evitarse aquella escena, que ninguno podría olvidar. Era la clase de pesadilla, descarnada y casi humeante bajo el sol, que acecha detrás de los velos de la sencilla vida cotidiana, con cenas en la iglesia, paseos por el campo, trabajo honrado y besos amorosos en la cama. Todo hombre lleva consigo su calavera, y puedo aseguraros que en un momento u otro de su vida se vuelve visible. Aquel día la vieron. Esos hombres reconocieron la truculenta mueca que se oculta detrás de una sonrisa.
Sentado a la orilla del río, con el mono de trabajo manchado de sangre, se hallaba el hombre más grande que hubieran visto en su vida: John Coffey. Sus enormes pies de dedos aplastados estaban descalzos. Llevaba un descolorido pañuelo rojo atado a la cabeza, similar al que se ponen las mujeres del campo para ir a la iglesia, y estaba envuelto en una nube de mosquitos. En cada brazo, apretaba el cuerpo sin vida de una niña. Las cabelleras rubias, antes rizadas y claras como la pelusilla del diente de león, ahora estaban enmarañadas y teñidas de rojo. El hombre que las sostenía en brazos aullaba al cielo como una vaca enajenada, con las oscuras mejillas surcadas de lágrimas y la cara contraída en una monstruosa mueca de dolor.
Respiraba hondo, tanto como le permitían los tirantes de su mono de trabajo, y luego soltaba el aire con fuerza junto a otro escalofriante chillido. Con frecuencia leemos en los periódicos que «el asesino no dio muestras de arrepentimiento», pero en este caso no fue así. John Coffey estaba destrozado por lo que había hecho… pero él sobreviviría y las niñas no. En el caso de las gemelas, los destrozos no eran una metáfora.
Más tarde, nadie sería capaz de recordar cuánto tiempo habían permanecido allí, contemplando al hombre que aullaba y a la vez miraba más allá de las aguas tranquilas un tren que rugía a toda velocidad en dirección al viaducto que cruzaba el río. Permanecieron así durante una hora o quizá una eternidad, y sin embargo el tren no se movió, sino que contlnuó rugiendo en el mismo sitio como un niño con una rabieta, ni el sol se escondió detrás de una nube para borrar aquella horrible escena de sus ojos. Seguía allí, delante de ellos, tan real como una mordedura de perro. El negro se mecía hacia adelante y hacia atrás y Cora y Kathe se mecían con él, como muñecas rubias en los brazos de un gigante. Los músculos manchados de sangre de los enormes brazos desnudos se contraían y relajaban, se contraían y relajaban, se contraían y relajaban.
Klaus Detterick rompió la calma. Gritando a voz en cuello, se arrojó sobre el monstruo que había violado y matado a sus hijas. Sam Hollins sabía qué debía hacer, e intentó hacerlo.
Era doce centímetros más alto que Klaus y pesaba al menos treinta kilos más que él, pero Klaus se escabulló de entre sus brazos. Cruzó el claro corriendo y le dio una patada en la cabeza a John Coffey. Su bota manchada de leche, agria ya a causa del calor, dio contra la sien izquierda de Coffey, pero el hombretón no pareció inmutarse. Siguió allí sentado, meciéndose y mirando más allá del río. Tal como lo imagino, podría haber sido una estampa del sermón de Pentecostés, el leal seguidor de la cruz con la vista fija en la tierra prometida… aunque, naturalmente, le sobraban los cadáveres.
Se necesitaron cuatro hombres para separar de John Coffey al histérico granjero y no sé cuántos golpes habrá recibido aquél antes de que lo consiguieran. Pero al gigantesco negro no parecía importarle; seguía meciéndose y mirando el río. En cuanto a Detterick, pareció perder toda la fuerza apenas lo separaron, como si el negro despidiese una extraña corriente galvánica (tendréis que perdonarme, pero no puedo evitar que mis metáforas sigan aludiendo a la electricidad) y cuando por fin se interrumpió el contacto entre Detterick y esa fuente de energía, el pobre quedó tan débil como un hombre que sale despedido al tocar un cable pelado.
Se sentó en la orilla con las piernas abiertas y las manos en la cara, sollozando. Howie se acercó a él y se abrazaron con las cabezas juntas.
Dos hombres los vigilaban mientras el resto formaba un círculo alrededor del negro, que seguía meciéndose y gimoteando, apuntándole con sus rifles. Coffey aún no parecía haberse dado cuenta de la presencia de los demás. McGee dio un paso al frente, se apoyó con nerviosismo en una pierna y luego en la otra y finalmente se agachó.
—Señor —dijo, y Coffey calló de inmediato.
McGee lo miró a los ojos, rojos a causa del llanto, de donde seguían manando lágrimas, como si alguien hubiera dejado un grifo abierto en su interior. A pesar de los sollozos, aquellos ojos tenían una expresión inmutable, distante y serena. Pensé que eran los ojos más raros que había visto en mi vida, y al parecer McGee compartía mi opinión. «Eran como los ojos de un animal que nunca había visto un hombre», le dijo a un periodista poco antes del juicio.
—¿Me oye, señor? —preguntó McGee.
Coffey asintió lentamente con la cabeza. Seguía abrazando a sus atroces muñecas, que por tener la barbilla pegada al pecho no mostraban la cara; ésa fue tal vez la única gracia que Dios decidió conceder aquel día a los hombres de la cuadrilla.
—¿Cómo se llama? —preguntó McGee.
—John Coffey —respondió con voz apagada, pastosa por las lágrimas—. Como café, aunque no se escribe igual.
McGee asintió y luego señaló con el pulgar el bolsillo abultado del mono de trabajo de Coffey. McGee temió que llevara un arma, aunque un hombre tan grande como él no necesitaba un arma para cometer semejante atrocidad.
—¿Qué tiene ahí, John Coffey? ¿Es un arma?, ¿una pistola?
—No, señor —susurró el negro, con aquellos extraños ojos (en apariencia angustiados y llenos de lágrimas, pero distantes y serenos en el fondo, como si el verdadero John Coffey estuviera en otro sitio, mirando un paisaje donde no hubiera que preocuparse de niñas asesinadas) fijos en el agente McGee—. Es mi almuerzo.
—Conque el almuerzo, ¿eh? —preguntó McGee.
Coffey asintió y volvió a decir:
—Sí, señor.
—Las lágrimas se deslizaban por sus mejillas y los mocos le colgaban de la nariz.
—¿Y de dónde saca un tipo como tú su almuerzo, John Coffey? —añadió McGee intentando mantener la calma, aunque ya empezaba a oler a las niñas y veía las moscas recreándose en los sitios empapados de sangre.
Más tarde diría que lo peor era el pelo, aunque este detalle no apareció en los periódicos porque era demasiado morboso para que lo leyeran las familias. No; me lo contó el periodista que escribió el artículo y a quien conocí más tarde, cuando John Coffey se convirtió en una obsesión para mí. McGee le contó al periodista que el cabello rubio de las gemelas ya no era rubio sino color caoba. La sangre se había extendido a las mejillas, como si el pelo hubiera sido teñido con un tinte barato, y no se necesitaba ser médico para saber que aquellas poderosas manazas habían reventado los frágiles cráneos de las niñas golpeando el uno contra el otro. Probablemente lloraron y Coffey quiso hacerlas callar. Si las niñas habían tenido suerte, aquello habría ocurrido antes de la violación.
Semejante escena impediría razonar a cualquier hombre, incluso a uno tan decidido a cumplir con su deber como el agente McGee. Y la dificultad para razonar podía inducir a errores, o incluso a derramar más sangre. McGee respiró hondo e intentó calmarse. Al menos, se lo propuso.
—Bueno, señor, estúpido de mí, no lo recuerdo con claridad —dijo Coffey con la voz quebrada por las lágrimas—, pero es un pequeño almuerzo; bocadillos y creo que unos cuantos pepinillos.
—Si no le importa, me gustaría echarle un vistazo —dijo McGee—. Pero no se mueva, John Coffey. Le apuntan suficientes armas como para hacerlo desaparecer de cintura para arriba si mueve un solo dedo.
Coffey volvió la cabeza hacia el río y permaneció inmóvil mientras McGee le revisaba el bolsillo del mono y sacaba un paquete de papel de periódico atado con una cuerda de carnicero. McGee rompió la cuerda y abrió el paquete, aunque a esas alturas, estaba seguro de que contenía lo que Coffey aseguraba: su almuerzo. Había un bocadillo de tocino y tomate, un bizcocho relleno de jalea y un pepinillo envuelto en una página de tiras cómicas que McGee fue incapaz de identificar. No había salchichas. Bowser había dado cuenta de las salchichas del almuerzo de Coffey.
McGee entregó el paquete a uno de sus hombres sin quitarle los ojos de encima a Coffey.
Estaba demasiado cerca del grandullón para permitirse desviar la atención de él un solo segundo. El almuerzo, envuelto y atado otra vez, acabó en la mochila de Bobo, donde llevaba comida para los perros (y seguramente algún anzuelo para pescar). No se presentó como prueba en el juicio, aunque se mostraron fotografías. Por rápida que fuera la justicia en aquel rincón del mundo, un bocadillo de tocino y tomate se pudre más deprisa.
—¿Qué ha ocurrido, John Coffey? —preguntó McGee en voz baja y ansiosa—. ¿Quiere contármelo?
Entonces Coffey dijo a McGee y a los demás lo mismo que a mí, las mismas palabras que repitió el fiscal al terminar su alegato en el juicio:
—No pude evitarlo —susurró, con las niñas violadas y asesinadas desnudas entre sus brazos, mientras las lágrimas se deslizaban por sus mejillas—. Lo intente, pero era demasiado tarde.
—Queda arrestado por asesinato —dijo el agente McGee, y a continuación escupió en la cara del negro.
El jurado deliberó apenas cuarenta y cinco minutos. El tiempo suficiente para almorzar.
Me pregunto si tuvieron estómago para hacerlo.