Mil novecientos treinta y dos fue el año de John Coffey. Cualquiera que sienta suficiente curiosidad por el caso —alguien con más energía que un viejo como yo, que pasa los últimos años de su vida dormitando en una residencia geriátrica de Georgia— aún podrá encontrar información al respecto en los periódicos.
Fue un otoño caluroso; lo recuerdo bien. Muy caluroso. Octubre parecía agosto, y la mujer del alcaide, Melinda, estaba ingresada en un hospital de Indianola. Aquel otoño tuve la peor infección urinaria de mi vida, no lo bastante grave para ingresar yo también en el hospital, pero sí lo suficiente para que deseara estar muerto cada vez que tenía que mear. También fue el otoño de Delacroix, aquel francés bajito y casi calvo que hacía un ingenioso truco con un carrete de hilo y un ratón. Pero el mayor acontecimiento de la temporada fue el ingreso en el bloque de John Coffey, sentenciado a muerte por la violación y el asesinato de las gemelas Detterick.
En el bloque E había cuatro o cinco guardias por turno, aunque muchos de ellos eran temporales. Dean Stanton, Harry Terwilliger y Brutus Howell (los hombres lo llamaban Bruto, pero era sólo una broma, pues a pesar de su corpulencia era incapaz de matar una mosca) ya han muerto. También ha muerto Percy Wetmore, que sí era bruto… además de estúpido, claro está. Percy no encajaba en el bloque E, donde tener un carácter agresivo podía resultar, además de inútil, peligroso, pero era pariente de la mujer del gobernador y allí estaba.
Fue Percy Wetmore quien acompañó a Coffey al bloque, al grito supuestamente célebre de: «¡Entra un muerto! ¡Entra un muerto!»
Aunque estábamos en octubre, hacía más calor que en el mismísimo infierno. Se abrió la puerta del patio de ejercicios para dejar paso a una luz deslumbrante y al hombre más grande que he conocido en mi vida, a excepción de algunos jugadores de baloncesto que he visto en la tele en el salón de esta casa para viejos babosos sin hogar donde estoy acabando mis días.
Coffey llevaba cadenas en los brazos y alrededor del tonel que tenía por torso. Mientras avanzaba entre las celdas, por el pasillo color lima, arrastraba las cadenas que unían los grilletes de sus tobillos produciendo un ruido similar al de una cascada de monedas. Percy Wetmore, a un lado, y el pequeño, esquelético Harry Terwilliger al otro, parecían dos niños pequeños flanqueando a un oso recién cazado. Hasta Brutus Howell parecía un crío al lado de Coffey, y eso que Bruto, corpulento y con más de un metro ochenta de estatura, había jugado en la liga nacional hasta que lo echaron y tuvo que volver a las colinas.
John Coffey era negro, como la mayoría de los hombres que venían a pasar una temporada en el bloque E antes de morir en la Freidora, y medía un metro noventa y ocho centímetros de estatura. No era esbelto, como los jugadores de baloncesto de la tele, pero tenía los hombros corpulentos y el torso enorme, surcados por grandes músculos en todas las direcciones. Le habían puesto el traje de presidiario más grande que habían encontrado en el almacén, y aun así los bajos de los pantalones le llegaban a la mitad de las gruesas pantorrillas, llenas de cicatrices. La camisa se abría a mitad del pecho y las mangas apenas alcanzaban a cubrirle los antebrazos. Llevaba la gorra en una de sus manazas, y mejor así, pues sobre su enorme calva caoba habría parecido la clase de gorra que usan los monos de los organilleros, sólo que azul en lugar de roja. Daba la impresión de que en cualquier momento podía romper las cadenas con la misma facilidad con que cualquiera abriría los lazos de un regalo navideño, pero en cuanto uno lo miraba a los ojos, sabía que era incapaz de hacer algo semejante. Sin embargo —pese a lo que creyera Percy, que poco después de su llegada comenzó a llamarlo el Tontaina— no parecía estúpido, sino perdido. Se la pasaba mirando alrededor, como si no supiera dónde estaba o incluso quizá, quién era. A primera vista me pareció un Sansón negro, sólo que después de que Dalila lo afeitara con su pequeña mano traidora para robarle todo vestigio de alegría.
—¡Entra un muerto! —anunció Percy a voz en cuello, tirando del puño de la camisa del grandullón como si de verdad se creyera capaz de moverlo en caso de que Coffey se negara a hacerlo por voluntad propia. Harry no dijo nada, pero parecía avergonzado—. ¡Entra un…!
—Ya es suficiente —dije yo, que estaba sentado en el camastro de la celda que pertenecería a Coffey.
Naturalmente, había sido informado de su ingreso y estaba allí para recibirlo, aunque no tenía idea de su tamaño hasta que lo vi. Percy me echó una mirada que insinuaba que todos sabían que yo era un imbécil (excepto el estúpido grandullón, por supuesto, que sólo sabía violar y asesinar niños), pero no dijo esta boca es mía.
Los tres se detuvieron delante de la puerta entreabierta de la celda. Hice una señal de asentimiento a Harry, quien dijo: —¿Está seguro de que quiere quedarse a solas con él, jefe?
No estaba acostumbrado a ver a Harry Terwillinger nervioso. Siete u ocho años antes había estado a mi lado durante un motín y no se había acobardado en ningún momento, ni siquiera cuando empezaron a circular rumores de que algunos presos tenían armas. Pero aquel día parecía nervioso.
—¿Me darás problemas, grandullón? —pregunté, sin levantarme del camastro e intentando disimular mi aflicción. La infección urinaria que mencioné antes aún no había llegado a su peor estadio, pero aquel día no estaba yo para una excursión a la playa, creedme.
Coffey sacudió la cabeza lentamente: primero a la derecha, luego a la izquierda y por fin al centro. Una vez que me clavó la mirada, no volvió a quitármela de encima.
Harry llevaba una carpeta con el registro de entrada de Coffey.
—Dásela —le dije a Harry—. Entrégasela a él.
Harry obedeció y el tontorrón la cogió como si estuviera sonámbulo.
—Ahora dámela a mí —dije, y Coffey lo hizo, acercándose con un rumor de cadenas. Tuvo que agacharse para franquear la puerta de la celda.
Eché un vistazo al informe, sobre todo para comprobar que en efecto era alto y no se trataba de una ilusión óptica. Lo era: un metro noventa y ocho centímetros. Decía que pesaba ciento treinta kilos, pero creo que se trataba de un cálculo estimativo, pues debía de pesar ciento cincuenta o tal vez ciento sesenta kilos. En el apartado correspondiente a «Cicatrices o señas particulares» Magnusson, el viejo preso de confianza de recepción, había escrito «Numerosas» con su letra trabajosa.
Cuando alcé la vista, Coffey se había apartado un poco, de modo que pude ver a Harry al otro lado del pasillo, frente a la celda de Delacroix, el único preso en el bloque E en el momento del ingreso de Coffey. Delacroix era un flacucho de pelo ralo con la expresión preocupada de un contable corrupto que sabe que están a punto de descubrir su último desfalco. Tenía al ratón domado en un hombro.
Percy Wetmore estaba apoyado en el marco de la puerta de la celda que ocuparía John Coffey. Había sacado la porra de madera de la funda hecha a medida donde la llevaba y se golpeaba suavemente la palma de una mano con ella, como si estuviera impaciente por usarla.
De repente, no pude soportar su presencia allí, no sé si debido al inoportuno calor, a la infección que me quemaba las ingles y hacía intolerable el roce de la ropa interior o a la idea de que el estado me había enviado a aquel negro subnormal para que lo ejecutara, cuando resultaba obvio que antes de que lo hiciese Percy quería divertirse con él. Quizá fueran las tres cosas; lo cierto es que en ese momento sus contactos políticos dejaron de importarme.
—Percy —dije—, están trasladando la enfermería.
—Bill Dodge se ocupa de eso.
—Ya lo sé respondí—. Ve a ayudarlo.
—No es mi trabajo —protestó Percy—. Mi trabajo es este «capugante».
«Capugante» era el mote particular de Percy para los tipos corpulentos, una combinación de «capullo» y «gigante». Detestaba a los grandullones. No era esquelético, como Harry Terwilliger, pero sí bajo; el típico gallito de riña al que le gusta organizar peleas, sobre todo cuando sabía que llevaba las de ganar.
—En tal caso, ya has terminado dije—. Ve a la enfermería.
Apretó los labios. Bill Dodge y sus hombres estaban trasladando cajas, pilas de sábanas, incluso camas. La enfermería entera se mudaba a un edificio nuevo en el ala oeste de la prisión. Habría que trabajar y levantar bultos pesados, dos cosas a las que Percy Wetmore no estaba acostumbrado.
—Tienen todos los hombres que necesitan —dijo.
—Entonces ve a supervisar el trabajo —repliqué levantando la voz. Advertí que Harry se sobresaltaba, pero no hice caso. Si el gobernador ordenaba al alcaide Moores que me echara por reñir a su enchufado, ¿a quién iba a poner Hal Moores en mi lugar? ¿A Percy? Ni en broma—. En realidad me da igual lo que hagas, Percy, siempre y cuando te esfumes de aquí durante un buen rato.
Por un instante pensé que se resistiría y que tendría problemas, con Coffey allí inmóvil como el reloj parado más grande del mundo, pero entonces Percy metió violentamente la porra en la funda hecha a mano —un gesto estúpido y arrogante— y se marchó dando grandes zancadas. No recuerdo qué guardia estaba en la mesa de entrada aquel día —supongo que sería uno de los temporales—, pero fue obvio que a Percy no le gustó su expresión, porque lo oímos gruñir al pasar:
—Si no te borras esa estúpida sonrisa de la jeta, te la borraré yo de un puñetazo.
Se oyó un ruido de llaves, entró una momentánea ráfaga de luz caliente del patio de ejercicios y Percy Wetmore desapareció, al menos por el momento. El ratón de Delacroix corría de un hom bro al otro del pequeño francés, moviendo sus finísimos bigotes.
—Quieto, Cascabel —dijo Delacroix, y el ratón se detuvo en el hombro izquierdo, como silo hubiera entendido—. Quieto y callado.
—Con el cantarín acento acadio de Delacroix, «quieto» sonaba como una palabra exótica, algo así como cuietó.
—Tú échate un rato —dije con brusquedad—. Descansa. Esto tampoco es asunto tuyo.
El francés me obedeció. Había violado y asesinado a una jovencita, arrastrado el cadáver detrás del bloque de pisos donde vivía la chica, y después de rociarla con gasolina le había prendido fuego, esperando deshacerse de la prueba del crimen. Sin embargo, el fuego se había extendido al edificio y como consecuencia habían muerto otras seis personas, entre ellas dos niños. Era el único crimen de su historial, y se comportaba como un hombre de modales exquisitos, con cara de preocupación y el pelo largo hasta el cuello de la camisa. Pronto se sentaría en la Freidora y ella acabaría con él… pero lo que fuera que lo había impulsado a cometer ese delito monstruoso, ya no estaba allí. Entretanto el francés se tendería en su camastro y dejaría que su pequeño compañero corriese sobre sus manos. En cierto modo, eso era lo peor: la Freidora nunca quemaba lo que había en el interior de aquellos tipos, y estoy seguro de que los fármacos que les inyectan en la actualidad tampoco pueden eliminarlo.
Aquello se muda de sitio, salta a otra persona y sólo nos deja hollejos vacíos para ejecutar, hollejos que de cualquier modo ya no están vivos.
Me volví hacia el gigante.
—Si dejo que Harry te quite esas cadenas, ¿te portarás bien?
Hizo un gesto de asentimiento, como si su cabeza temblase: arriba, abajo y luego otra vez al centro. Me miró con sus extraños ojos. Había una especie de paz en ellos, pero no estaba seguro de poder fiarme. A una seña mía, Harry se acercó y le quitó las cadenas. Me tranquilizó ver que ya no parecía asustado, ni siquiera cuando se agachó junto a las piernas como troncos de Coffey para abrir los grilletes. Yo confiaba en su intuición y por lo visto la culpa de que Harry estuviese nervioso era de Percy. En realidad, yo confiaba en la intuición de todos los hombres que trabajaban en el bloque E, con la única excepción de Percy.
Tenía preparado un pequeño discurso para todos los nuevos, pero con Coffey dudé, porque parecía anormal, y no sólo por su talla.
Cuando Harry retrocedió (durante toda la operación Coffey había permanecido inmóvil y tranquilo como un percherón), miré a mi nuevo pupilo, señalé el registro con el pulgar y pregunté: —¿Sabes hablar, grandullón?
—Sí, señor, sé hablar —respondió con un vozarrón grave y sereno que me recordó el ruido de un tractor recién aceitado. No tenía acento sureño, aunque más tarde notaría que su forma de construir las frases era típica del Sur. Como si viniese del Sur pero no fuera de allí. No parecía analfabeto, pero tampoco ilustrado. Su forma de hablar era ¡un misterio, como tantas otras cosas en él. Lo que más me inquietaba eran sus ojos, pues reflejaban una especie de tranquila ausencia, como si estuviese flotando muy, muy lejos de nosotros.
—Te llamas John Coffey.
—Sí señor, suena parecido a café, pero no se escribe igual.
—¿Así que sabes leer y escribir?.
—Sólo mi nombre, jefe —respondió con calma.
Suspiré y pronuncié una versión abreviada de mi discurso. Ya estaba convencido de que no iba a causar problemas, cosa en la que tenía y no tenía razón.
—Yo me llamo Paul Edgecombe dije—. Soy el encargado del bloque E, el jefe de la plantilla. Si quieres algo de mí, llámame por mi nombre. Si no me encuentro aquí habla con este hombre. Se llama Harry Terwilliger. ¿Entendido? —Coffey asintió en silencio—. Pero no esperes conseguir todo lo que quieras, porque sólo te daremos lo que consideremos necesario. Esto no es un hotel. ¿Me sigues? —Asintió otra vez—. Éste es un sitio tranquilo, grandullón, no como el resto de la prisión. Aquí sólo estáis tú y Delacroix. No trabajaréis; estaréis casi siempre sentados. De ese modo tendréis tiempo para reflexionar sobre lo que habéis hecho.
—Para la mayoría era demasiado tiempo, pero no lo mencioné—. Por las noches, si todo está en orden, encendemos la radio. ¿Te gusta la radio?
Hizo otro gesto afirmativo, aunque vacilante, como si no estuviera seguro de qué era una radio. Más tarde descubrí que en parte era así. Coffey reconocía las cosas cuando volvía a verlas, pero hasta entonces se olvidaba de ellas. Si bien conocia a los personajes de La chica del domingo, apenas recordaba qué les había sucedido en el último episodio.
—Si te comportas como es debido, comeras bien, no conocerás la celda de seguridad que está al final del pasillo ni tendrás que usar esas camisas de lona abrochadas a la espalda. Podrás salir al patio dos horas cada tarde, de cuatro a seis, excepto el sábado, cuando los demás reclusos juegan al fútbol. Podrán visitarte el domingo por la tarde, si es que alguien quiere hacerlo. ¿Es así, Coffey?
—No tengo a nadie —dijo sacudiendo la cabeza.
—Entonces tu abogado.
—Creo que ya no volveré a verlo dijo—. Me lo puso el estado y no sabría llegar hasta estas montañas.
Lo miré atentamente para comprobar si bromeaba, pero no me dio esa impresión. Yo no esperaba otra cosa. Los tipos como Coffey no conseguían apelaciones, al menos en aquellos tiempos. Después de dos o tres días de juicio, el mundo se olvidaba de ellos hasta que aparecía una noticia breve en los periódicos informando que cierto individuo se había achicharrado vivo a medianoche. Pero un hombre con esposa, hijos o amigos a quienes esperar los domingos por la tarde era más fácil de controlar, sobre todo cuando el control se convertía en problema. Éste no parecía el caso. Y era una suerte, porque el tío era enorme.
Me moví un poco en el camastro, pero llegué a la conclusión de que mis partes me molestarían menos si me levantaba, y lo hice. Coffey retrocedió con respeto y entrelazó las manos.
—Tu estancia en este lugar puede ser tranquila o difícil, grandullón; todo depende de ti.
Estoy aquí para decirte que no nos compliques las cosas, porque hagas lo que hagas acabarás en el mismo sitio. Te trataremos tan bien como te merezcas. ¿Alguna pregunta?
—¿Dejan una luz encendida a la hora de dormir? —preguntó de inmediato, como si hubiera estado esperando la ocasión para hacerlo.
Parpadeé. Los recién llegados al bloque E me habían hecho muchas preguntas raras —en una ocasión me habían interrogado incluso sobre el tamaño de las tetas de mi mujer—, pero ninguna tan rara como esa.
Coffey sonreía, algo avergonzado, como si supiese que lo tomaríamos por idiota pero aun asi no pudiera evitarlo.
—Es que a veces me asusta la oscuridad —dijo—. Sobre todo cuando estoy en un sitio que no conozco.
Miré su imponente corpachón y me sentí curiosamente conmovido. Creedme, a veces los prisioneros me conmovían. Uno nunca veía su peor parte, forjando horrores a martillazos como demonios en una fragua.
—Las celdas están bastante iluminadas durante toda la noche —dije—. La mitad de las luces de la Milla Verde están encendidas desde las nueve hasta las cinco de la mañana. —Entonces pensé que no tendría la más remota idea de qué estaba hablando; no podía diferenciar la Milla Verde del lodo de Misisipi, de modo que añadí—: Me refiero a las luces del pasillo.
Hizo un gesto de alivio. No estaba seguro de que supiera lo que era un pasillo, pero podía ver las bombillas de doscientos vatios en sus portalámparas de acero.
Aquel día hice algo que no había hecho nunca con un prisionero: le tendí la mano. Ni siquiera hoy sé por qué lo hice. Quizá fuese por la pregunta sobre las luces. Os aseguro que Harry Terwilliger se quedó de piedra. Coffey me estrechó la mano con sorprendente suavidad; mi mano se perdió en la de él y eso fue todo. Tenía otra polilla en mi frasco asesino y nada más.
Salí de la celda y Harry aseguró los dos cerrojos de la puerta. Por un par de segundos Coffey permaneció donde estaba, como si no supiese qué hacer a continuación, y luego se sentó en el camastro, entrelazó sus manazas entre las rodillas y agachó la cabeza como un hombre que llora o reza. Luego dijo algo con su extraño acento sureño. Escuché sus palabras con absoluta claridad, y aunque no sabía mucho sobre lo que había hecho —no es preciso saber qué ha hecho un hombre para alimentarlo y cuidarlo hasta que le llega la hora de saldar sus deudas— sentí un escalofrío.
—No pude evitarlo dijo—. Lo intenté, pero era demasiado tarde.