Todo ocurrió en 1932, cuando la penitenciaría del estado aún estaba en Cold Mountain. La silla eléctrica también estaba allí, por supuesto.
Los internos hacían chistes sobre la silla; la gente siempre hace bromas acerca de las cosas que le asustan pero no puede controlar. La llamaban la Freidora o la Gran Licuadora.
Bromeaban sobre la cuenta de la luz o la posibilidad de que el alcaide Moores preparase allí la comida del día de Acción de Gracias, ya que su esposa, Melinda, estaba demasiado enferma para cocinar.
Pero aquellos que estaban destinados a sentarse en la silla no encontraban ninguna gracia en la situación. Durante mi estancia en Cold Mountain supervisé setenta y ocho ejecuciones (es una cifra que nunca olvidaré; ni siquiera en mi lecho de muerte), y creo que la mayoría de los condenados sólo se percataban de lo que iba a ocurrirles cuando les amarraban los tobillos a las firmes patas de roble de la Freidora. Entonces tomaban conciencia (uno veía la comprensión ascender a sus ojos en medio de una fría desolación) de que sus piernas ya nunca los llevarían a ningún lado. La sangre seguia corriendo por ellas, los músculos conservaban su fortaleza, pero de todos modos estaban acabadas; nunca darían otro paseo por el campo o bailarían con una chica en una fiesta popular. Los clientes de la Freidora sentían subir la muerte desde los tobillos. Cuando terminaban de pronunciar sus delirantes y casi siempre inconexas últimas palabras, les cubrían la cabeza con un saco negro de seda. Se suponía que la bolsa era una indulgencia para con ellos, pero yo siempre pensé que estaba destinada a ahorrarnos sufrimiento a nosotros, a evitarnos la contemplación de la horrorosa oleada de angustia que aparecía en sus ojos cuando se percataban de que iban a morir con las rodillas flexionadas.
En Cold Mountain el pasillo de la muerte era en realidad un bloque, el bloque E, separado de los otros cuatro y cuyo tamaño apenas llegaba a la cuarta parte de los demás. No estaba construido con madera sino con ladrillos, y su abominable techo desnudo de metal fulguraba al sol del verano como un ojo delirante. Dentro había seis celdas, tres a cada lado del ancho pasillo central, cada una de ellas casi el doble de grandes que las de los otros cuatro bloques.
También eran individuales. Se trataba de unas estancias demasiado cómodas para una prisión (sobre todo en los años treinta), pero sus residentes las habrían cambiado gustosamente por cualquier celda en los otros bloques. Creedme, las habrían cambiado sin vacilar.
Durante los años que trabajé allí como carcelero, nunca estuvieron ocupadas las seis celdas a la vez (debemos dar gracias a Dios por sus pequeños favores). Lo máximo que llegó a albergar fueron cuatro reclusos, blancos y negros (en Cold Mountain no había segregación racial entre los muertos andantes), y se trató de una experiencia verdaderamente infernal.
Entre los condenados había una mujer, Beverly McCall, negra como el carbón y hermosa como un pecado que nadie se atrevería a cometer. Había aguantado las palizas de su marido durante seis años, pero no estaba dispuesta a tolerar que la engañase un solo día. La noche que descubrió que él le metía los cuernos, esperó al desafortunado Lester McCall (Cutter para los amigos y, quizá, para su extremadamente efímero amor) en lo alto de las escaleras de su apartamento, encima de una barbería. Apenas si le dio tiempo al traidor de quitarse el impermeable, y desparramó sus tripas sobre sus zapatos bicolor. Había usado una de las cuchillas de afeitar de Cutter.
Dos noches antes de que le tocara el turno de sentarse en la Freidora, Beverly me llamó a su celda y me contó que su padre espiritual africano la había visitado en sueños. Le había dicho que renunciara a su nombre de esclava y muriera con su nombre de mujer libre, Matuoni. Era su última voluntad que en el certificado de defunción figurara el nombre de Beverly Matuoni. Supongo que su padre espiritual no le propuso un nombre de pila o que a ella no se le ocurrió ninguno. Le dije que sí, que de acuerdo. Si algo aprendí durante mis largos años de carcelero comemierda fue a no rechazar las peticiones de los condenados a menos que no me quedara otro remedio. En el caso de Beverly Matuoni, la cosa daba igual. El gobernador llamó al día siguiente, a eso de las tres de la tarde, conmutando la sentencia por cadena perpetua en el penal para mujeres Grassy Valley; un penal sin pene, como solíamos bromear entonces. Debo decir que me alegró ver el rotundo trasero de Bey torcer a la izquierda en lugar de a la derecha, en dirección a la mesa de guardia.
Unos treinta y cinco años después —debieron de ser al menos treinta y cinco— vi su nombre en la página de anuncios fúnebres de un periódico, debajo de la fotografía de una anciana esquelética con una aureola de pelo blanco y gafas con piedras de bisutería a los lados. Era Beverly. Según decía la esquela, había pasado los últimos diez años de su vida en libertad, rescatando del olvido la pequeña biblioteca de Raines Falles prácticamente sola.
También había dado clases en la escuela dominical y se había ganado el aprecio de todos los habitantes de aquel recóndito paraje.
BIBLIOTECARIA MUERE DE UN ATAQUE AL CORAZÓN rezaba el titular, y debajo, con letra más pequeña: «Cumplió una condena por asesinato durante más de dos décadas». Sólo los ojos, grandes y luminosos detrás de las gafas con piedras en los extremos, eran los mismos. Incluso a los setenta y tantos años, eran los ojos de una mujer que no dudaría en sacar una cuchilla de afeitar de la jarra azul de desinfectante y empuñarla como arma. Uno conoce a los asesinos, aunque acaben como bibliotecarias en aburridos pueblos de mala muerte. Al menos alguien como yo, que ha pasado tanto tiempo al cuidado de criminales.
Sólo una vez tuve cierta duda, y creo que ésa es la razón de que escriba esto.
El amplio pasillo central del bloque E tenía un suelo de linóleo del color de las limas viejas, por eso lo que en otras prisiones se llamaba la Última Milla, en Cold Mountain se había bautizado como la Milla Verde. Supongo que medía unos sesenta pasos largos de norte a sur, de un extremo al otro. Al fondo estaba la celda de seguridad y en el extremo opuesto había un cruce en forma de T. Doblar a la izquierda significaba la vida, si podía llamarse así a lo que sucedía en el sofocante patio de ejercicios, aunque para muchos lo era. Muchos vivieron allí durante años sin consecuencias aparentemente graves. Ladrones, pirómanos y violadores paseaban, conversaban y cumplían con sus pequeñas tareas cotidianas.
Doblar a la derecha era algo completamente distinto. Primero había que entrar en mi despacho (cuya alfombra, también verde, había pensado cambiar en más de una ocasión, aunque nunca me decidía a hacerlo) y pasar frente a mi escritorio, flanqueado por la bandera norteamericana a la izquierda y la del estado a la derecha. Al fondo había dos puertas. Una conducía al pequeño retrete que usábamos los guardias y yo (en ocasiones también el alcaide Moores), la otra a un almacén. Allí acababa uno tras recorrer el pasillo de la muerte.
Era una puerta baja; yo tenía que agachar la cabeza para entrar y John Coffey prácticamente tuvo que sentarse. Más allá de un pequeño rellano, había que bajar tres escalones de cemento hasta el suelo de madera. Era una habitación miserable, sin calefacción y con un techo metálico idéntico al del bloque contiguo. En invierno hacía suficiente frío como para que al respirar se formasen nubes de vapor y en verano el calor resultaba sofocante.
Durante la ejecución de Elmer Manfred, en julio o agosto del treinta, se desmayaron nueve testigos.
A la izquierda del almacén, otra vez había vida: herramientas (guardadas en armarios protegidos con cadenas, como si en lugar de palas y azadones fuesen carabinas), alimentos secos, sacos con semillas destinadas a ser plantadas en los jardines de la prisión en primavera, cajas de papel higiénico, tarimas cargadas con planchas para el taller de grabado de la prisión.., incluso sacos de arena para marcar el cuadrado de béisbol y el campo de fútbol. Los presos jugaban en un sitio llamado el Prado, y todo el mundo en Cold Mountain esperaba con expectación las tardes de otoño.
A la derecha, una vez más, la muerte. La mismísima Freidora apoyada sobre una plataforma de tablas y situada en el extremo sudeste del almacén, con sus sólidas patas y sus anchos brazos de roble que habían absorbido el sudor de centenares de hombres aterrorizados en sus últimos minutos de vida; y el casquete metálico, por lo general suspendido descuidadamente sobre el respaldo de la silla, como el sombrero de un robot de juguete en una tira cómica de Buck Rogers. Un cable colgaba de él y acababa en un orificio rodeado de una arandela situado en el muro, detrás de la silla. A un lado había un cubo de hierro galvanizado.
Si uno miraba en el interior, veía una esponja circular, cortada de modo que encajara perfectamente dentro del casquete metálico. Antes de la ejecución, la esponja se empapaba en una solución salina para conducir mejor la electricidad hacia el cerebro del condenado.