Por el bien de la decencia, la cubierta verde del navío-melón había sido dividida en una sección masculina y una sección femenina. Eso significaba que la mayor parte de la cubierta estaba ocupada por la señora Panadizo, que dedicaba muchas horas a tomar baños de sol detrás de un biombo improvisado. Su intimidad era protegida por los mismos magos, dado que tres de ellos probablemente estaban dispuestos a matar a cualquier colega que no mantuviera una distancia mínima de tres metros entre su persona y las hojas de palmera.

Y también había lo que la tía de Ponder, que se había encargado de educarle, habría llamado una atmósfera.

—Sigo pensando que debería subirme a lo alto del mástil —protestó Ponder.

—¡Ah! Así que tenemos un mirón a bordo, ¿eh? —gruñó el prefecto mayor.

—No, no. Es sólo que… Bueno, he pensado que no estaría de más que echara un vistazo para averiguar hacia dónde nos dirigimos —dijo Ponder—. Ahí delante hay nubarrones muy negros.

—Estupendo. Un poco de lluvia no nos iría mal —dijo Estudios Indefinidos.

—Y en caso de que llueva, consideraré un gran honor que se me permita construir un refugio adecuado para la señora Panadizo —dijo el decano.

Ponder fue a la popa, donde el archicanciller estaba pescando con expresión sombría.

—Cualquiera pensaría que la señora Panadizo es la única mujer del universo —dijo.

—¿Cree que hay otras mujeres aparte de ella? —preguntó Ridcully.

La mente de Ponder galopó por los senderos del razonamiento, chocó con su imaginación y salió volando por los aires.

—¡Tiene que haberlas, señor! —exclamó.

—No lo sabemos, Ponder. Pero intente ver el lado bueno de la situación, ¿de acuerdo? Siempre podemos morir ahogados.

—Esto… ¿ha visto el horizonte, señor?

La tormenta que no se acababa nunca tenía diez mil kilómetros de longitud pero sólo un par de kilómetros de anchura, un hervidero de aire enfurecido describiendo círculos alrededor del último continente como una familia de zorros rondando un gallinero.

Las nubes se amontonaban hasta llegar a los confines de la atmósfera… y ya eran nubes ancianas, nubes que llevaban años recorriendo su torturado circuito, acumulando personalidad y odio y, por encima de todo, voltaje.

Más que una tormenta, aquello era una auténtica batalla. Las tempestades de segunda categoría, aquellas cuya longitud se medía por centenares de kilómetros, libraban sus pequeñas escaramuzas dentro del muro de nubes. Los relámpagos saltaban de un nubarrón a otro, y la lluvia caía y se convertía en vapor a un kilómetro del suelo.

El aire resplandecía.

Y allá abajo, emergiendo del océano de la potencialidad entre un aguacero tan saturado de truenos y rayos que no llegaba a ser más que un mar descendente, se alzaba el último continente.

En la pared de la celda de la cárcel de Bugarup que acababa de quedar vacía, entre los monigotes, los arañazos y los recuentos de los últimos y escasos días de vida que le quedaban a un hombre, el dibujo de una oveja se convirtió en el dibujo de un canguro y después desapareció de la piedra.

—¿Y bien? —preguntó el decano—. ¿Nos vamos a menear un poquito, sí o no?

La línea gris llenaba el futuro inmediato como una cita con el dentista.

—Me parece que puede ser mucho peor que eso —dijo Ponder.

—Bien, pues entonces pongamos rumbo hacia otro sitio.

—No hay timón, señor. Y no sabemos dónde quedan los otros sitios. Y además, hemos entrado en una zona de aguas poco profundas.

—¿No dicen que un gran banco de nubes indica que hay tierra cerca? —preguntó el decano.

—Pues entonces esa masa de tierra debe de ser condenadamente grande. ¿Cree que puede tratarse de EcksEcksEcksEcks?

—Eso espero, señor. —La vela temblaba y chasqueaba por encima de Ponder—. El viento arrecia, señor. Me parece que la tormenta está aspirando el aire hacia ella. Y… creo que hay otra cosa. Ojalá no me hubiera dejado el thaumómetro en la playa, porque me parece que el nivel de magia residual de esta área es bastante elevado.

—¿En qué se basa para decir eso, muchacho? —preguntó el decano.

—Bueno, para empezar todo el mundo parece un poco tenso, y los magos tienden a ponerse un poco… un poco susceptibles cuando se hallan en presencia de grandes cantidades de magia —dijo Ponder—. Pero en realidad empecé a sospechar cuando vi que el tesorero desarrollaba planetas.

Los dos planetas describían sus órbitas a unos centímetros por encima de la cabeza del tesorero. Como suele ocurrir con los fenómenos mágicos, los planetas poseían un índice de irrealidad virtual tan elevado que de vez en cuando pasaban a través de la cabeza del tesorero y el uno del otro sin causar ningún daño. También eran ligeramente transparentes.

—Oh, cielos. El Síndrome de Mugroop —dijo Ridcully—. Una clara manifestación cerebral, por supuesto. Como síntoma, es todavía más claro que un canario en una mina de carbón.

Una pequeña rutina inició una breve cuenta atrás dentro de la cabeza de Ponder.

—¿Se acuerda del viejo Pajarito Aviario? —preguntó Estudios Indefinidos—. Aviario…

—¡Tres! No, la verdad es que no me acuerdo de él. ¡Venga, cuéntenos qué hizo el tal Aviario! —se oyó ladrar Ponder, en un tono más elevado del que habría utilizado incluso si hubiera tenido intención de vocalizar sus pensamientos.

—Lo haré, señor Stibbons, lo haré —repuso Estudios Indefinidos sin inmutarse—. Aviario era muy susceptible a los campos mágicos de alta intensidad, y sí estaba un poco distraído, como solía ocurrirle cuando echaba la siesta, a veces alrededor de su cabeza aparecían, jejeje, unos…

—Sí, claro —se apresuró a decir Ponder—. Debemos mantener los ojos bien abiertos para detectar cualquier indicio de conducta inusual.

—¿Entre magos? —preguntó Ridcully—. Señor Stibbons, para los magos la conducta inusual es perfectamente normal.

—¡Cualquier comportamiento que no pueda esperarse habitualmente de esa persona, entonces! —gritó Ponder—. ¡Hablar de manera lógica y sensata durante dos minutos seguidos, tal vez! ¡Comportarse como personas civilizadas en vez de como un rebaño de tontos que sólo piensan en sí mismos!

—Ese tono tan seco y todos esos gritos no son propios de usted, Stibbons —dijo Ridcully.

—¡A eso me refería!

—No riña al pobre chico, Mustrum —dijo el decano—. Todos estamos sometidos a una gran tensión.

—¿Lo ven? ¡A él le ocurre lo mismo! —chilló Ponder, señalando al decano con un dedo tembloroso—.

¡Normalmente el decano siempre es sarcástico y desagradable, pero de repente se está mostrando agresivamente razonable!

Los historiadores han observado que es en las épocas de abundancia cuando se siente el deseo de ir a la guerra. En tiempos de hambruna, la gente está demasiado ocupada intentando encontrar algo que comer. Cuando sólo tienen lo justo para ir tirando, las personas tienden a ser afables y educadas. Pero cuando se les sirve un banquete, enseguida deciden que ha llegado el momento de discutir quién se sienta dónde[19].

Y la Universidad Invisible, como incluso los magos sabían, existía no para hacer progresar la magia sino, de una manera muy creativa, para acabar con ella. El mundo ya había visto lo que ocurría cuando los magos lograban servirse de enormes cantidades de poder mágico. Eso ocurrió hacía mucho tiempo y todavía había algunas áreas en las que nunca ponías los pies… a menos que quisieras salir de ellas caminando sobre unos pies distintos a los que tenías cuando entraste.

En un lejano pasado, el plural de la palabra «mago» había sido «guerra».

Pero el ambicioso e ingenioso propósito de la Universidad Invisible era servir de peso en el brazo de la magia, haciendo que éste se moviera con la solemne majestad del péndulo en vez de girar con la mortífera decisión de una maza erizada de pinchos. En vez de lanzarse bolas de fuego desde lo alto de torres fortificadas, los magos aprendieron a lanzar maliciosas indirectas a sus colegas mientras les acusaban de no saber interpretar las actas de la reunión del cuadro académico, y ya habían superado el asombro inicial que sintieron al descubrir que lanzar indirectas resultaba tan malévolamente divertido como lanzar bolas de fuego. Consumían cenas descomunales y, después de una cena realmente buena y un buen puro, incluso el Señor Oscuro más feroz se siente inclinado a poner los pies encima de la mesa y ver el mundo con mejores ojos, especialmente si el mundo le está ofreciendo otra copa de coñac. Y así, lentamente, los magos fueron adquiriendo y asimilando el más importante de todos los poderes mágicos: el que te convence de que debes dejar de utilizar todos los demás.

El problema es que abstenerse de los dulces siempre resulta más fácil cuando no llueve azúcar y no estás hundido hasta las rodillas en un mar de caramelo.

—Sí, la verdad es que hay cierto olor… peculiar en el aire —dijo Runas Recientes.

La magia sabe a latón.

—Un momento, un momento —dijo Ridcully y, alzando el brazo, abrió uno de los muchos compartimientos de su sombrero de mago y extrajo un cubo de cristal verdoso—. Aquí tiene —dijo, ofreciéndoselo a Ponder.

Ponder aceptó el thaumómetro y lo examinó.

—Nunca lo he usado —dijo Ridcully—. Siempre me ha bastado con humedecerme un dedo y levantarlo.

—¡No funciona! —dijo Ponder, golpeando el thaumómetro con un dedo mientras el navío se bamboleaba—. La aguja está… ¡Ay!

Ponder dejó caer el cubo, que ya se había derretido cuando chocó con la cubierta.

—¡Es imposible! —dijo—. ¡Estos instrumentos pueden aguantar hasta un millón de thaums!

Ridcully se lamió un dedo y lo alzó delante de su cara. El dedo desarrolló un halo de púrpura y octarino.

—Exactamente, y al parecer acabamos de superar ese nivel —dijo.

—¡Pero si ya no queda tanta magia suelta en ningún sitio! —gritó Ponder.

La popa del navío estaba siendo empujada por una galerna. Delante de la proa, el muro de la tormenta se ensanchaba y parecía mucho más negro.

—¿Cuánta magia se necesita para crear un continente? —preguntó Ridcully.

Los magos alzaron los ojos al cielo.

—Será mejor que aseguremos las escotillas —dijo el decano.

—No tenemos escotillas.

—En ese caso, aseguren a la señora Panadizo. Lleven al tesorero y al bibliotecario a algún lugar seguro…

Y entonces entraron en la tormenta.

Rincewind saltó a un callejón y pensó que había estado en prisiones mucho peores. Cuando no estaban borrachos o intentaban matarte o estaban borrachos e intentaban matarte, los ecksianos eran realmente encantadores. Lo que Rincewind deseaba encontrar en una buena cárcel era guardias que, en vez de estropearle la noche a todo el mundo merodeando por los corredores, se reunían en una habitación con unas cervezas y una baraja de cartas y disfrutaban de un rato de sana diversión. Eso creaba una atmósfera más… amistosa. Y, naturalmente, también facilitaba la fuga.

Se volvió… y allí estaba el canguro, enorme y esplendorosamente recortado contra el cielo. Rincewind se encogió durante un momento, y luego comprendió que sólo era una especie de valla publicitaria en el tejado de un edificio que se alzaba colina abajo. Alguien había colocado lámparas y espejos debajo de ella.

El canguro llevaba un sombrero, con un par de estúpidos agujeros para que sus orejas asomaran por ellos, y también llevaba una chaqueta, pero no cabía duda de que era el canguro. Ningún otro canguro podía sonreír de esa manera tan sarcástica y maliciosa, y además estaba sosteniendo una jarra de cerveza.

—¿De dónde te han traído las olas, ricitos? —preguntó una voz detrás de Rincewind.

La voz, sorprendentemente familiar, iba acompañada por una especie de zumbido quejumbroso. Era el tipo de voz que no paraba de lanzar miraditas de reojo y que siempre estaba lista para presentar excusas o salir huyendo. Era el tipo de voz que podrías haber usado para abrir una botella de vino.

Rincewind se volvió y descubrió que, salvo por algunos detalles, la figura que había delante de él le resultaba tan familiar como la voz.

—No puedes llamarte Dibbler —dijo Rincewind.

—¿Por qué no?

—Porque… Bueno, ¿cómo has llegado aquí?

—¿Qué? Oh, pues subiendo por la calle Puaf —dijo la figura.

Llevaba un sombrero enorme, unos pantalones cortos muy grandes y unas botas igualmente grandes, pero en todo lo demás era el doble del hombre que, en Ankh-Morpork, siempre estaba esperando en una esquina después de que hubieran cerrado las tabernas para venderte uno de sus pasteles de carne especiales. Rincewind tenía la teoría de que cada lugar poseía su Dibbler.

—He pensado que sería mejor que viniera a la cárcel lo más temprano posible para promocionar la mercancía —dijo Dibbler—. Un buen ahorcamiento siempre le abre el apetito a la gente. Bueno, compañero, ¿ves algo que te interese?

Rincewind volvió la mirada hacia la entrada del callejón. Las calles ya habían empezado a llenarse de gente, Un par de guardias pasaron por delante de la entrada del callejón.

—¿Como qué? —preguntó Rincewind con repentina suspicacia mientras retrocedía hacia las sombras.

—Tengo unas cuantas baladas realmente magníficas sobre el famoso forajido al que van a…

—No, gracias.

—¿Un trocito de la soga con que le van a colgar? ¡Recuerdo auténtico y garantizado!

Rincewind contempló el trocito de cordel grueso que estaba siendo agitado esperanzadamente delante de su rostro.

—Algunas personas quizá dirían que les recuerda a una cuerda de tender la ropa —dijo.

Dibbler contempló el cordel con interés.

—Hemos tenido que destrenzarla un poco, compañero —dijo.

—Y ciertas personas quizá pondrían ciertas objeciones a la sugerencia de que, filosóficamente hablando, puedas vender trozos de soga antes del ahorcamiento.

Dibbler, la sonrisa congelada en los labios, pareció reflexionar.

—Pero es soga, ¿eh? —dijo después—. Cáñamo de tres centímetros de grosor, el modelo habitual. Auténtica. Probablemente incluso haya salido del mismo taller. Venga, venga… Me conformo con obtener un beneficio justo y razonable. Y aun suponiendo que éste no sea el trozo que le van a poner alrededor del cuello, eso no quiere decir que…

—Pero sí apenas tiene un centímetro de grosor. Mira, puedo ver la etiqueta, y pone «Cuerdas para la colada Hill, siempre las mejores».

—¿Eso pone?

Dibbler, como ya había hecho antes, pareció examinar su producto por primera vez. Pero las tradiciones del clan Dibbler nunca permitirían que un mero hecho desastroso se interpusiera en el camino de un gran discurso de ventas.

—Pero sigue siendo una cuerda —declaró finalmente—. Es cuerda auténtica. ¿No? Calma y tranquilidad. ¿Qué me dirías de un poco de arte auténticamente nativo?

Rebuscó en su bandeja repleta de cosas y cogió un cuadrado de cartón. Rincewind lo contempló en silencio.

Ya había visto algo parecido en las tierras rojizas, aunque entonces no estuvo muy seguro de que fuese arte en el sentido en que lo entendía Ankh-Morpork. Más que una obra de arte, era algo así como una combinación de mapa, libro de historia y menú. En casa, la gente anudaba una punta del pañuelo para acordarse de que debía hacer algo. En aquel país tan cálido no había pañuelos, así que la gente hacía un nudo en sus pensamientos.

Pero cuando alguien decidía dedicarse a pintar, normalmente no escogía como tema una ristra de salchichas.

—Salchichas y patatas fritas soñando —dijo Dibbler—. Es el título, ¿sabes?

—Creo que nunca había visto uno igual —dijo Rincewind—. No con la botella de salsa de tomate incluida, quiero decir…

—¿Y qué? —replicó Dibbler—. Sigue siendo nativo, ¿no? Auténtica pintura de manduca ciudadana tradicional hecha por un nativo. Me conformo con un beneficio justo y razonable, ya sabes…

—Ya. Y en este caso da la casualidad de que el nativo eres tú, ¿verdad? —preguntó Rincewind.

—Ajá. Totalmente auténtico. ¿No estás de acuerdo?

—Oh, vamos…

—¿Qué pasa? Nací en la calle Regaliz de Bludgeree, y mi padre también nació allí. Y mi abuelo, y su padre.

Yo no he bajado de un trozo de madera arrastrado por la marea, como hicieron ciertas personas que podría mencionar. —Su pequeño rostro de roedor se ensombreció—. Vienen aquí y nos quitan el trabajo… ¿Qué pasa con el hombre de la calle, eh? Yo sólo pido una oportunidad de obtener un beneficio justo y razonable.

Por un momento Rincewind pensó que quizá sería mejor que se entregara a la guardia.

—Por suerte todavía quedan hombres dispuestos a defender los derechos de la población indígena —masculló mientras echaba otro rápido vistazo a la calle.

—¿Los indígenas? ¿Qué saben ellos de lo que es un día de trabajo? No, ésos también pueden volver al sitio del que han venido —dijo Dibbler—. No quieren trabajar.

—Lo que no deja de ser una suerte para ti, ¿verdad? —dijo Rincewind—. Porque de lo contrario te estarían quitando el trabajo, ¿no?

—Pues a mí me parece que soy más indígena que ellos —dijo Beneficio Justo y Razonable, señalándose con un pulgar que temblaba de indignación—. Me he ganado mí indigenez, ¿no?

Rincewind suspiró. La lógica podía ayudarte a recorrer una parte del camino, pero tarde o temprano siempre acababas teniendo que saltar al vacío.

—Veo que eres un hombre justo y razonable y que estás a favor de la igualdad de oportunidades —dijo—. Todos tenemos derecho a intentarlo, ¿verdad?

—¡Ajá!

—Bien… ¿Existe alguna persona a la que no quieras ver volver al sitio del que ha venido?

Beneficio Justo y Razonable Dibbler reflexionó en silencio.

—Bueno, pues para para empezar yo mismo —dijo—. Y mi compañero Duncan, porque Duncan y yo somos compañeros. Y la señora Dibbler, por supuesto. Y algunos de los tipos que trabajan en el puesto de pescado y patatas fritas. Montones de personas, realmente.

—Bien, voy a ser franco contigo. Da la casualidad de que yo sí quiero volver al sitio del que vine.

—¡Así se habla!

—Tu análisis sociopolítico me ha impresionado.

—¡Estupendo!

—Y me estaba preguntando si podrías ayudarme a volver. Podrías… eh… bueno, quizá podrías decirme por dónde se va a los muelles.

—Oh, me encantaría —dijo Dibbler—. Pero dentro de unas horas va a haber un ahorcamiento y quiero que mis pasteles de carne estén bien calentitos.

—De hecho, me he enterado de que el ahorcamiento acaba de ser cancelado —dijo Rincewind—. El prisionero se ha escapado.

—¡No! ¡Imposible!

—¡Que sí, que sí! Te juro que se ha escapado —exclamó Rincewind—. ¿Acaso tengo cara de mentiroso? ¡Es la pura verdad, créeme!

—¿Dijo sus Últimas Palabras?

—Creo que dijo «Adiós».

—¿Me estás diciendo que no libró una última batalla con la guardia?

—Al parecer no.

—¿Qué clase de fuga es ésa? —preguntó Beneficio Justo y Razonable—. ¡Menudo sinvergüenza! No tenía por qué venir aquí, ¿sabes? Tenía un rincón estupendo en la Gala, pero el deber me llamaba y aquí estoy. Un ahorcamiento sin pasteles de carne ni es ahorcamiento ni es nada. —Se acercó a Rincewind y miró furtivamente a un lado y otro antes de proseguir—. Tú dirás lo que quieras, pero en la Gala siempre hay mucho movimiento y te hinchas a vender. Y si quieres saber mi opinión, el dinero de esos tipejos es tan bueno como el de cualquiera.

—Sí, claro. Obviamente. De lo contrario sería… sería otra clase de dinero, ¿verdad? —murmuró Rincewind—. Bueno, ya que de todas maneras has perdido la noche, ¿por qué no me dices por dónde se va a los muelles?

Dibbler seguía sin parecer muy convencido. Rincewind tragó saliva. Se había enfrentado a arañas, salvajes furiosos armados con lanzas y osos que se dejaban caer sobre ti desde las copas de los árboles, pero ahora el continente le estaba obligando a encararse con su desafío más peligroso.

—Te diré lo que haremos. Te… te compraré algo, ¿de acuerdo?

—¿La soga?

—No, la soga no. Eh… Ya sé que esta pregunta quizá te parezca un tanto esotérica, pero ¿de qué son exactamente los pasteles de carne?

—De carne.

—¿De qué clase de carne?

—Ah. ¿Quieres un pastel de alta cocina?

—Oh, comprendo. Cuando alguien te pregunta de qué son exactamente, entonces vas y le dices que son de alta cocina.

—Ajá.

—¿Antes o después de que el cliente le haya dado un mordisco al pastel?

—¿Estás sugiriendo que mis pasteles no han sido preparados como es debido?

—Digamos que estoy avanzando lentamente hacia esa posibilidad. Bien, y ahora… De acuerdo, quiero un pastel de alta cocina.

—Así me gusta.

Dibbler extrajo un pastel de la pequeña sección calefactora de su bandeja.

—Y la carne es… es… ¿carne de gato, quizá?

—¿Tienes algo contra los gatos? El cordero es más barato que el gato —dijo Dibbler, colocando el pastel en un platito.

—Bueno, en ese caso… —Rincewind torció el gesto—. Oh, no. Y además ahora lo estás bañando con sopa de guisantes. ¿Por qué os gusta tanto echarle sopa de guisantes a todo?

—Calma y tranquilidad, compañero. La sopa de guisantes es muy digestiva —dijo Dibbler, blandiendo una botella roja.

—¿Y eso qué es?

—El golpe de gracia.

—Has echado sopa de guisantes encima de un pastel de carne, ¿y ahora además quieres echarle un montón de… de salsa de tomate?

—Con tantos colores queda precioso, ¿verdad? —dijo Beneficio Justo y Razonable, ofreciéndole una cuchara.

Rincewind empujó el pastel con la punta de un dedo. El pastel rebotó en el borde del plato.

Bueno, ya puestos… Rincewind había comido los bollos rellenos de salchichas del Dibbler de Ankh-Morpork y los huevos coloreados por el paso del tiempo de Me-Destriparé-Honorablemente Díbhala. Y había sobrevivido, aunque en ciertos momentos albergó la esperanza de que conseguiría morir. Había comido el sospechoso cus-cús de Al-Jiblah, bebido el horripilante té a la mantequilla de yak preparado por Que-Se-Me-Niegue-El-Nirvana Dhíblang, engullido valerosamente el insondable misterio planteado por el smorgasbord de Dib Hijodedíbhíjo e intentado no masticar la nefasta dureza de los glóbulos de grasa de ballena ofrecidos por Que-Mi-Iglú-Arda-Hasta-Los-Cimientos Díbookí (el recuerdo hizo que el estómago de Rincewind amenazara con rebelarse; después de todo, trocear ballenas muertas embarrancadas en la orilla era una cosa… y esperar a que las ballenas estallaran por sí solas y quedaran convertidas en fragmentos cocinables era otra). En cuanto a la cerveza verde destilada por Me-Tragaré-La-Cerbatana Dlang Dlang…

Rincewind había comido y bebido todas aquellas cosas. Fuera donde fuese, siempre acababa tropezándose con alguien, seguramente surgido de algún extraño molde primigenio, dispuesto a venderle un plato regional realmente atroz. Y después de todo, aquello sólo era un pastel. No podía ser tan terrible. O, para decirlo de otra manera, no podía ser definitiva y absolutamente espantoso, ¿verdad?

Rincewind mordió el pastel, masticó y tragó.

—Está bueno, ¿eh? —preguntó Beneficio Justo y Razonable.

—Dioses míos…

—Y no estamos hablando de meros guisantes reblandecidos —dijo Beneficio Justo y Razonable, ligeramente desconcertado por el hecho de que los ojos de Rincewind estuvieran girando frenéticamente en sus órbitas sin que pareciesen ver nada en concreto—. Esos guisantes han sido reblandecidos por un auténtico campeón del reblandecimiento de guisantes.

—Oh, cielos… —dijo Rincewind.

—¿Te encuentras bien?

—Es… todo lo que esperaba…

—Hombre, que tampoco está tan mal…

—Eres un auténtico Dibbler.

—¿Me estás insultando o qué?

—Coges un pastel y lo sumerges en una sopa de guisantes reblandecidos, y luego le echas salsa por encima. Vaya por Dios. —Rincewind contempló el pastel sumergido—. Esto va a hacer que la historia del país de los budines gigantes que andan parezca una auténtica noticia de primera página confirmada por un montón de testigos. No me extraña que bebáis tanta cerveza…[20] —Rincewind, meneando la cabeza, se acercó al tembloroso círculo de claridad proyectado, por la farola de la calle—. Primero os hincháis a comer pasteles y luego buscáis el olvido en el fondo de una lata de cerveza —añadió lúgubremente.

Después alzó la mirada y se encontró con el rostro del carcelero. Detrás de él había varios guardias.

—¡Es él!

Rincewind asintió alegremente.

—¡Buenos días! —dijo.

Dos golpecitos indicaron que las sandalias de fabricación casera de Rincewind acababan de quedar abandonadas en el centro de la calle.

El mar desprendía vapor y los rayos zumbaban sobre su superficie, siseando como gotas de agua encima de un fogón.

Las olas eran demasiado grandes para ser olas, pero tenían el tamaño justo para las montañas. Ponder sólo apartó la mirada de la cubierta en una ocasión, y se le ocurrió hacerlo justo en el instante en que el navío se hundía en una depresión con dimensiones de desfiladero.

El decano, que estaba junto a él y le sujetaba de la pierna, gimió.

—Usted sabe mucho de esta clase de cosas, Ponder —gruñó mientras llegaban al fondo del agujero e iniciaban el mareante ascenso hacia la próxima cresta—. ¿Vamos a morir?

—Eh… no lo creo, decano…

—Lástima…

Cuando Rincewind llegó a la esquina los silbatos ya estaban lanzando su estridente llamada detrás de él, pero Rincewind no era el tipo de fugitivo que se deja impresionar por esas menudencias.

¡Aquello era una ciudad! Las ciudades siempre encontraban alguna forma de facilitarte la huida. Rincewind era una criatura de ciudades. En una ciudad había tantos sitios para…

Más silbatos empezaron a sonar delante de él.

Allí las multitudes eran más compactas, y la mayoría de personas avanzaban en la misma dirección. Pero a Rincewind le encantaba disponer de multitudes a través de las que poder correr. Al ser el perseguido, tenía la sorpresa de su parte y podía apartar a codazos a quienes no tenían ni idea de lo que estaba ocurriendo, que a su vez luego se volvían y empezaban a formar grupos y a quejarse, con lo que no se hallaban en el estado de ánimo más propicio para acoger calurosamente a sus perseguidores. Rincewind podía correr a través de una multitud igual que una pelota por un campo de croquet, y al final siempre conseguía una pequeña ventaja extra.

A ser posible, Rincewind prefería ir cuesta abajo. Normalmente siempre ponían los muelles por esa zona, ya que eso permitía que estuvieran más cerca del agua.

Después de haber esquivado a montones de transeúntes a lo largo de una serie de calles, se encontró delante del agua. Había unas cuantas embarcaciones. Todas parecían un poco pequeñas para un polizonte, pero…

¡Ruido de pies corriendo en la oscuridad!

¡Aquellos guardias eran demasiado buenos para él!

¡Y ésa no era la forma en que se suponía que debían ir las cosas!

Se suponía que no debían seguirle los pasos. Se suponía que no debían pensar.

Rincewind corrió en la única dirección que le quedaba, a lo largo del muelle.

Y allí delante había un edificio. O por lo menos… Bueno, tenía que ser un edificio. Nadie podía haberse dejado abierta una caja de pañuelos de papel tan enorme.

Rincewind siempre había opinado que básicamente un edificio debía consistir en una caja con una tapa más o menos inclinada encima y, en lo referente al color, que éste debía ser lo más parecido posible al que tuviera el barro de la zona. Por otra parte, como observó en una ocasión el filósofo Li Lata Quejosa, no es de sabios encontrarle defectos a la decoración de un escondite.

Rincewind subió por la escalera saltando los peldaños de dos en dos e inició una rápida circunvalación del extraño edificio blanco. Al parecer era una especie de sala de música. Ópera, a juzgar por los sonidos, aunque no parecía el tipo de sitio donde se canta ópera: nadie habría podido imaginarse a un montón de señoras con cuernos en un edificio que parecía estar a punto de zarpar, pero Rincewind ya pensaría en eso más tarde, porque estaba viendo una puerta junto a la que había unos cubos de basura y, además, la puerta estaba abierta…

—¿Te envía la agencia, compañero? Rincewind escudriñó el vapor.

—Y espero que sepas hacer budines, porque el jefe de cocineros ya ha empezado a darse de cabezazos contra la pared —dijo la figura que emergió de entre las nubes blanquecinas.

—Calma y tranquilidad —dijo Rincewind con tembloroso optimismo, viendo que la cabeza de la figura terminaba en un gran sombrero blanco—. Ah, claro. Esto es una cocina, ¿verdad?

—¿Tienes ganas de broma o qué? —No, es sólo que había pensado que era una especie de ópera o algo por el estilo…

—Es la mejor ópera del mundo, compañero. Y ahora ven por aquí…

La cocina no era muy grande y, como la mayoría de cocinas en las que había estado Rincewind, se encontraba llena de hombres ocupadísimos que parecían tropezar continuamente unos con otros.

—El jefe acababa de decidir que íbamos a preparar un gran banquete para la prima donna —dijo el cocinero abriéndose paso a través del gentío—. Y de repente Charley se ha dado cuenta de que el budín le estaba mirando a los ojos.

—Ah, claro. Sí, suele ocurrir —dijo Rincewind, confiando en que tarde o temprano alguien le proporcionaría una pista.

—El caso es que el jefe miró a Charley y le dijo que podía encargarse de preparar el budín, ¿comprendes? —El budín, ¿eh?

—Y también le dijo que esperaba que fuese el mejor budín de toda la historia de los budines. —Ya

—Y el jefe dijo que el gran Nunco inventó el Sackville de Fresas para lady Wendy Sackville, y que el famoso chef Imposo creó el Vidriado de Manzanas para lady Margyreen Vidrieras y que el padre de Charley había honrado a lady Janeen Colgantes con el Colgante de Naranjas, y después le dijo a Charley que esta noche por fin iba a tener su gran ocasión. —El cocinero meneó la cabeza mientras llegaban a una mesa en la que un hombrecillo uniformado de blanco sollozaba desconsoladamente. Delante del hombrecillo había una hilera de latas de cerveza vacías—. Y el pobre Charley no ha parado de darle a la cerveza desde entonces, así que pensamos que sería mejor pedir refuerzos. Lo mío son los bistecs y los camarones, así que…

—Queréis que prepare un budín, ¿eh? Y además hay que ponerle el nombre de una cantante de ópera, claro —dijo Rincewind—. Debido a la tradición, ¿verdad?

—Sí, compañero, Y procura dejar en buen lugar a Charley, ¿de acuerdo? Él no ha tenido la culpa.

—Oh, bueno… —Rincewind empezó a pensar en los budines. Básicamente todo se reducía a mezclar fruta, nata y crema de leche, ¿verdad? Y luego añadías pasteles y ese tipo de cosas, ¿no? Por mucho que se esforzara, no veía dónde estaba el problema—. Calma y tranquilidad —añadió—. Creo que podré improvisar alguna cosita rápida.

La cocina quedó en silencio cuando los cocineros se detuvieron para contemplar a Rincewind.

—En primer lugar, ¿de qué clases de fruta disponemos? —preguntó Ridcully.

—A estas horas de la noche sólo hemos podido encontrar melocotones.

—Calma y tranquilidad. ¿Y tenemos algo de nata?

—¿Nata? Por supuesto.

—Perfecto, perfecto. Bien, entonces sólo necesito saber el nombre de la dama en cuestión…

Rincewind sintió cómo el silencio se abría debajo de él.

—Es una gran cantante, ojo —dijo un cocinero.

—Me alegro, me alegro. ¿Y cómo se llama? —preguntó Rincewind.

—Verás, ése es el problema —dijo otro cocinero.

—¿Porqué?

Ponder abrió los ojos. El mar estaba tranquilo, o por lo menos más tranquilo que antes. Incluso había retazos de cielo azul sobre su cabeza, aunque las hileras de nubes surcaban los aires tan deprisa como si cada una de ellas poseyera su propio saco de vientos particular.

La boca le sabía a metal, y el sabor era tan intenso como si llevara horas chupando una cucharilla.

Los magos estaban tratando de levantarse a su alrededor, y algunos de ellos ya habían conseguido quedar arrodillados sobre la cubierta. El decano se quitó el sombrero y sacó de él un pequeño cangrejo.

—Es un buen navío —murmuró.

El mástil verde seguía en pie, aunque la hoja-vela parecía un poco maltrecha. Aun así, la embarcación estaba soportando bastante bien los embates del viento que soplaba… del continente. Y el continente era una muralla rojiza que relucía bajo el resplandor de los relámpagos.

Ridcully logró incorporarse y lo señaló con un dedo.

—¡Bueno, ya falta poco!

El decano soltó un gruñido.

—Y yo estoy más que harto de esa insoportable jovialidad suya —dijo—. Haga el favor de cerrar el pico, ¿quiere?

—Eh, decano, que soy su archicanciller —repuso Ridcully.

—Así que es mi archicanciller, ¿eh? Bien, vamos a discutirlo —dijo el decano, y a Ponder no le pasó desapercibido el destello malévolo que iluminó sus ojos.

—¡No me parece el momento más adecuado, decano!

—¿En qué basa su derecho a dar órdenes, Ridcully? Dice que es el archicanciller, pero ¿de qué es usted archicanciller? ¡La Universidad Invisible todavía no existe! ¡Dígaselo, prefecto mayor!

—Se lo diré si me da la gana.

—¿Cómo? —balbuceó el decano.

—¡No estoy obligado a obedecer sus órdenes, decano! Cuando el tesorero subió a cubierta un minuto después, el navío se estaba bamboleando. Resultaba difícil saber cuántas facciones había exactamente, ya que un mago es capaz de constituir una facción por sí solo, pero básicamente había dos bandos, con los vínculos internos de cada uno tan estables como un huevo suspendido sobre los dientes de una sierra.

Lo que Ponder Stibbons encontró más asombroso cuando pensó en ello más tarde fue el hecho de que hasta el momento nadie hubiera recurrido a la magia. Los magos habían pasado mucho tiempo dentro de una atmósfera en la que una observación cortante hacía más daño que una espada mágica y sabían que, cuando realmente querías disfrutar del malévolo placer de ver sufrir a los demás, un memorándum bien estructurado siempre acababa siendo más destructivo que una bola de fuego. Además no disponían de sus cayados y nadie se había traído ningún hechizo, y en esas circunstancias siempre resulta más sencillo recurrir a la fuerza física, aunque en el caso de los magos las peleas no mágicas consisten en agitar los puños delante del oponente mientras intentas mantenerte prudentemente alejado de él.

La sonrisa congelada del tesorero empezó a desvanecerse.

—¡Saqué un tres por ciento más que tú en mis exámenes finales!

—Ah, ¿sí? ¿Y cómo lo sabes, decano?

—¡Porque cuando te nombraron archicanciller fui a los archivos y miré tus resultados!

—¿Qué? ¿Cuarenta años después?

—¡Un examen es un examen!

—Esto… —empezó el tesorero.

—¡Dioses, qué mezquindad! ¡Es justo la clase de cosa que esperaría de un estudiante capaz de usar la misma plumilla para la tinta negra y para la roja!

—¡Ja! ¡Por lo menos yo no dedicaba mis días y mis noches a beber, apostar y recorrer tugurios!

—¡Ja! ¡Pues yo sí y gracias a eso aprendí cómo funciona el mundo, y aun así me concedieron casi tantas menciones honoríficas como a ti a pesar de que tenía una resaca de las dimensiones de un acantilado, maldito barril de manteca pagado de sí mismo!

—¡Oh! ¿Conque hemos decidido pasar a las observaciones personales?

—¡Por supuesto, profesorcillo! ¿Quieres observaciones personales? ¡Pues vas tener que escuchar unas cuantas! ¡Para empezar, y por si no lo sabías, siempre hemos dicho que vas dejando tal estela de pestilencia que quien te sigue se marea!

—Llegados a este punto, me pregunto si no deberíamos… —dijo el tesorero.

El aire había empezado a chisporrotear alrededor de los magos. Un mago malhumorado atrae a la magia igual que una fruta demasiado madura atrae a las moscas.

—Yo sería mucho mejor archicanciller que tú —dijo el decano—. ¿No está de acuerdo conmigo, tesorero?

El tesorero parpadeó, intentando enfocarle con sus ojos legañosos.

—Yo… esto… bueno, ustedes dos… eh… tienen muchas cosas buenas y grandes virtudes… Quizá haya llegado el momento de… hacer causa común y…

Un silencio siguió a sus palabras mientras los magos reflexionaban sobre lo que acababan de oír.

—¡Bravo! ¡Así se habla! —exclamó el decano.

—Tiene razón —dijo Ridcully.

—Porque, verás, el caso es que Runas Recientes nunca me ha caído demasiado bien…

—Siempre con su sonrisita burlona, ¿verdad? —asintió Ridcully—. No es un miembro del equipo.

—Oh, ¿de veras? —El catedrático de Runas Recientes hizo que sus labios formaran una sonrisita particularmente burlona—. ¡Pues por lo menos saqué mejor puntuación que tú y estoy visiblemente más delgado que el decano! ¡Aunque hay montones de cosas que están más delgadas que el decano, por supuesto! ¡Dígaselo, Stibbons!

—¡Señor Stibbons para ti, gordo!

Ponder oyó la voz. Sabía que era su voz. Se sentía como si le hubieran hipnotizado. Podía parar cuando quisiera, pero sencillamente no le apetecía hacerlo.

—Si se me permite hablar, yo… eh… bueno, yo… —intentó balbucear el tesorero.

—¡Cállese, tesorero! —rugió Ridcully.

—Lo siento, lo siento.

Ridcully agitó un dedo delante del decano.

—Y ahora escúchame bien…

Un chispazo carmesí brotó de su mano, dejó una estela de humo junto a la oreja del decano y chocó con el mástil, que estalló en mil pedazos.

El decano hizo una profunda inspiración de aire, y cuando el decano hacía una profunda inspiración de aire el aire disponible en la atmósfera quedaba apreciablemente reducido. El aire aspirado fue expulsado en forma de rugido.

—¿Osas lanzarme magia?

Ridcully se estaba contemplando la mano.

—Pero… yo… —Ponder finalmente consiguió deslizar las palabras entre los dientes que estaba intentando apretar—: ¡Laagíanog egtáfegtando!

—¿Cómo dices? ¿Qué demonios estás farfullando, jovencito? —preguntó Runas Recientes.

—¡Ya te daré yo magia, payaso presuntuoso! —aulló el decano alzando ambas manos.

—¡La magia está hablando por sus bocas! —consiguió decir Ponder—. ¡En realidad usted no quiere hacer pedacitos al archicanciller, decano!

—¡Pues claro que quiero hacerle pedacitos, maldición!

—Discúlpenme. No deseo entrometerme, pero…

La cabeza de la señora Panadizo acababa de aparecer en el acceso.

—¿Qué sucede, señora Panadizo? —chilló Ponder mientras un chorro de fuego surgido de la mano del decano pasaba siseando por encima de su cabeza.

—Ya sé que están muy ocupados discutiendo asuntos universitarios, pero ¿es normal que haya tantas grietas? Está empezando a entrar agua. Ponder bajó los ojos. La cubierta crujió debajo de sus pies.

—Nos estamos hundiendo… —dijo—. Condenados viejos estúp… —Ponder se apresuró a cerrar la boca—. ¡El navío tampoco puede más! ¡Miren, se está poniendo amarillo!

El verde estaba desapareciendo de la cubierta tan deprisa como la luz del sol de un cielo que amenaza tormenta.

—¡Él ha tenido la culpa! —gritó el decano.

Ponder fue corriendo a la borda. Todo crujía y rechinaba a su alrededor.

Lo importante era mantener la calma y utilizar el cerebro y, tal vez, pensar en cosas bonitas como los gatitos y los cielos azules. Preferiblemente, en cosas bonitas que no estuvieran a punto de ahogarse.

—Oigan, si no hundimos nuestras diferencias en los abismos del olvido, ellas nos hundirán en las simas oceánicas —dijo—. El navío está… madurando o algo por el estilo. Y estamos muy lejos de la costa, ¿comprenden? Y ahí abajo podría haber tiburones. —Ponder miró hacia abajo y luego hacia arriba—. ¡Ahí abajo hay tiburones! —gritó.

El navío se escoró levemente cuando todos los magos se reunieron con él.

—¿Creen que son tiburones? —preguntó Ridcully.

—Podrían ser atunes —dijo el decano.

Los restos de la vela cayeron sobre la cubierta detrás de él.

—¿Y cómo se sabe cuándo son atunes y cuándo tiburones? —preguntó el prefecto mayor.

—Podrían contarles los dientes —suspiró Ponder.

Pero por lo menos nadie estaba lanzando chorros de magia por los aires. Podías sacar a los magos de la Universidad Invisible, pero no podías sacar a ésta de los magos.

El navío se escoró un poco más cuando la señora Panadizo se reunió con ellos para mirar por encima de la borda.

—¿Y qué pasa sí caemos al agua? —preguntó.

—Debemos trazar un plan —dijo Ridcully—. Decano, organice un grupo de trabajo para abordar la cuestión de nuestra supervivencia en aguas desconocidas e infestadas de tiburones.

—¿No deberíamos nadar hacia la orilla? —preguntó la señora Panadizo—. De joven yo nadaba muy bien.

—Todo a su debido tiempo, señora Panadizo —dijo Ridcully, sonriéndole afablemente—. Pero hemos tomado nota de su sugerencia.

—Que dentro de unos momentos será lo único que podremos hacer —dijo Ponder.

—¿Y en qué va a consistir exactamente su papel, archicanciller? —gruñó el decano.

—He definido sus objetivos —repuso Ridcully—. Ahora son ustedes los que deben examinar las opciones.

—En ese caso, voto por que abandonemos el navío —dijo el decano.

—¿Para ir adonde? —preguntó Estudios Indefinidos—. ¿A charlar con los tiburones, tal vez?

—Eso es un problema secundario —dijo el decano.

—Exacto —coincidió Ponder—. Siempre podemos votar abandonar a los tiburones.

El navío se bamboleó con repentina violencia. El prefecto mayor adoptó una pose heroica.

—¡La salvaré, señora Panadizo! —gritó, y la cogió en brazos.

O por lo menos intentó hacerlo. Pero el prefecto mayor estaba bastante delgado y la señora Panadizo era toda una mujer y, además, la capacidad de asir del mago se hallaba limitada por el hecho de que había muy pocas áreas de la señora Panadizo que se atreviera a tocar. El prefecto mayor hizo cuanto estaba en sus manos con algunas regiones periféricas de la señora Panadizo y logró elevarla ligeramente. Lo único que consiguió, sin embargo, fue transferir el peso conjunto del mago y del ama de llaves a los más bien pequeños pies del prefecto mayor, los cuales atravesaron la cubierta como una barra de acero.

El navío, que a esas alturas ya estaba más blando que la pulpa de madera, empezó a desintegrarse silenciosamente.

El agua estaba muy fría. El aire se fue llenando de espuma a medida que los cuerpos iban cayendo al océano. Un trozo de madera desprendido del navío golpeó a Ponder en la cabeza y lo arrastró hacia las profundidades, introduciéndolo en un mundo azul donde sus orejas empezaron a hacer gloing-gloing.

Cuando logró volver a la superficie, oyó una discusión. Una vez más, la magia en estado puro de la Universidad Invisible había triunfado. Cuando está tratando de mantenerse a flote dentro de un círculo de tiburones, un mago siempre considerará que el peligro más inmediato procede de los otros magos.

—¡Eh, que yo no tengo la culpa! Se había quedado… ¡Bueno, me parece que estaba dormido!

—¿Le parece?

—Era un colchón. ¡Rojo, para ser exactos!

—¡Es el único bibliotecario que tenemos! ¡Y si lo perdemos por su culpa, le advierto que tendrá que cargar con todas sus responsabilidades administrativas! —gritó Ridcully y, haciendo una profunda inspiración de aire, se sumergió.

—¡Abandonen el mar! —gritó alegremente el tesorero.

Ponder se estremeció cuando algo negro, enorme y lustroso surgió de las aguas delante de él. El objeto se hundió unos centímetros en la espuma y después se fue inclinando lentamente hasta quedar de lado.

Otras formas estaban emergiendo de las aguas alrededor de los magos mientras éstos se debatían para mantenerse a flote. El decano extendió la mano hacia una de ellas y la golpeó con los dedos.

—Bueno, estos tiburones parecen menos peligrosos de lo que me había imaginado —dijo.

—¡Son las semillas del navío! —exclamó Ponder—. ¡Súbanse a ellas, deprisa!

Estaba seguro de que algo le había rozado la pierna. En esas circunstancias, un hombre descubre una agilidad con la que no contaba. Después de un período de espumeante agitación en el que el hombre y la semilla lucharon por la supremacía, incluso el decano consiguió subirse a uno de aquellos flotadores improvisados.

Ridcully volvió a emerger entre un chorro de espuma.

—¡Es inútil! —balbuceó—. He bajado todo lo que he podido. ¡No hay ni rastro de él!

—Intente hacerse con una semilla, archicanciller —dijo el prefecto mayor.

Ridcully dirigió una serie de frenéticos ademanes a un tiburón que pasaba por allí.

—Si remueves las aguas y haces mucho ruido no te atacan —dijo.

—¡Me parece que es precisamente entonces cuando te atacan, señor! —gritó Ponder.

—Ah, un interesante experimento práctico —dijo el decano, estirando el cuello pata observar el espectáculo. Ridcully se encaramó a una semilla.

—Qué desastre. Bueno, quizá podamos llegar a tierra firme flotando encima de estas cosas —dijo—. Eh… ¿dónde está la señora Panadizo?

Todos miraron alrededor.

—Oh, no… —gimió el prefecto mayor—. Está nadando hacia la orilla…

Los otros magos siguieron la dirección de su mirada y consiguieron entrever un peinado que avanzaba, a sacudidas pero con notable determinación, hacia la orilla empleando lo que Ridcully probablemente habría denominado brazada delantera.

—No creo que sea una solución muy práctica —dijo el decano.

—¿Y los tiburones?

—Bueno, de hecho ahora están nadando en círculos por debajo de nosotros —dijo el prefecto mayor mientras las semillas se bamboleaban. Ponder bajó la mirada.

—Ahora que ya no tenemos las piernas metidas en el agua, parece que han decidido marcharse —dijo—. Ellos también… ellos también están yendo hacia la costa, señor.

—Bueno, cuando aceptó el empleo de ama de llaves de la Universidad Invisible ya conocía los riesgos —dijo el decano.

—¿Qué? —exclamó el prefecto mayor—. ¿Me estás diciendo que antes de solicitar un puesto en una universidad debes tomar en consideración la posibilidad de que acabes siendo devorado por los tiburones en la costa de un continente misterioso miles de años antes de haber nacido?

—Bueno, tanto como eso… Lo que sí sé es que cuando la entrevistamos para el puesto no hizo muchas preguntas.

—Creo que nos estarnos preocupando sin motivo —dijo Estudios Indefinidos—. La reputación de devoradores de hombres de que gozan los tiburones es totalmente falsa e inmerecida. A pesar de todo lo que hayan podido llegar a oír, no ha habido ni un solo caso verificado y documentado en el que un tiburón atacara a nadie. Los tiburones son criaturas sofisticadas y apacibles con una rica vida familiar y, lejos de ser ominosos heraldos de la catástrofe, sabemos de casos en los que han llegado a ofrecer su ayuda y amistad a más de un viajero perdido. Como cazadores son muy eficientes, por supuesto, y un tiburón adulto lanzado a la carga puede derribar incluso a un alce si… eh… —Estudios Indefinidos miró a sus colegas—. Esto… me temo que los estoy confundiendo con los lobos —farfulló—. Es así, ¿verdad?

Los magos asintieron.

—Eh… los tiburones son los otros, ¿verdad? —siguió Estudios Indefinidos—. Son esos feroces e implacables asesinos del mar tan decididos a devorarlo todo que ni siquiera mastican lo que tragan, ¿no?

Los magos volvieron a asentir.

—Oh, cielos. Qué vergüenza, qué vergüenza… ¡Necesito un sitio para esconderme, por favor!

—Pruebe con el estómago de un tiburón —repuso Ridcully—. Venga, caballeros. ¡Es nuestra ama de llaves! ¿Acaso desean tener que hacerse la cama en el futuro? ¿Bolas de fuego, tal vez? Sí, creo que sí…

—Está demasiado lejos…

Una cosa roja salió disparada del mar con la velocidad de un cohete junto a Ridcully, describió una parábola y volvió a zambullirse como una navaja.

—¿Qué era eso? ¿Quién de ustedes ha hecho eso? —preguntó el archicanciller.

Una rápida ondulación hendió las aguas en dirección al grupo de aletas triangulares, avanzando tan inconteniblemente como una bola que rodara por la pista de una bolera. Después el océano pareció entrar en erupción.

—¡Dioses, miren cómo se ha lanzado sobre esos tiburones!

—¿Es un monstruo?

—Seguro que es un delfín…

—¿Con todo ese pelo rojo?

—¿Y si fuera el…? No, no puede ser el…

Un tiburón aterrorizado pasó a toda velocidad junto al prefecto mayor. Las aguas volvieron a estallar detrás de él y revelaron la enorme sonrisa roja del primer y único delfín de todos los tiempos que tenía el rostro tan negro como el cuero y el cuerpo recubierto de pelaje rojizo.

—¿Eek? —preguntó el bibliotecario.

—¡Bravo, viejo amigo! —gritó Ridcully desde su semilla—. ¡Ya les había dicho que podíamos contar con usted!

—Me temo que en realidad no llegó a decirlo, señor —intentó corregirle Ponder—. Lo que realmente dijo fue que…

—Y muy buena elección de forma, además —prosiguió Ridcully—. Y ahora, si pudiera agruparnos un poco quizá podría empujarnos hasta la orilla. No habremos perdido a nadie, ¿verdad? ¿Dónde está el tesorero?

El tesorero, que agitaba distraídamente las manos en el agua para no quedarse del todo atrás, era un puntito hacia la derecha

—Bueno, ya llegará —dijo Ridcully—. Volvamos a tierra firme.

—Ese mar —dijo nerviosamente el prefecto mayor, sin apartar los ojos de lo que había delante de ellos mientras las semillas eran empujadas hacia la orilla como una sarta de barcazas sobrecargadas—, ese mar… ¿A ustedes les parece que está circundando algo?

—No cabe duda de que es un mar muy grande —dijo Runas Recientes—. ¿Saben una cosa? Creo que no es sólo la lluvia la que está causando esa especie de rugido. Quizá estemos llegando a una zona de corrientes.

—Unas cuantas olas no nos harán ningún daño —dijo Ridcully—. Por lo menos el agua es blanda, ¿no?

Ponder sintió cómo la especie de tablón que lo mantenía a flote subía y bajaba cuando una ola muy larga pasó por debajo de él. Como forma para una semilla, Ponder tenía que admitir que aquélla resultaba francamente rara. La naturaleza prestaba mucha atención a las semillas, naturalmente, y las equipaba con alitas, pequeñas velas, diminutas cámaras de flotación y otros adminículos necesarios para proporcionarles cierta ventaja inicial sobre las otras semillas. Aquellas semillas sólo eran versiones aplanadas de la forma actual del bibliotecario, que obviamente había sido diseñada para moverse velozmente a través de las aguas.

—Esto… —le dijo al universo en general, aunque lo que quería decir en realidad era: «Me pregunto si realmente ha sido una buena idea.»

—No veo ninguna roca delante —observó el decano.

—Circundar —dijo el prefecto mayor con voz pensativa, como si no consiguiera dejar de pensar en esa palabra—. Es un término bastante preciso, ¿no? Suena un poco… un poco quirúrgico. Entre quirúrgico y bélico, quizá…

Y entonces Ponder cayó en la cuenta de que el agua no era exactamente blanda. Cuando estaba creciendo nunca había sentido demasiado interés por los deportes, pero recordaba haber compartido sus ratos libres con los otros muchachos de la zona y haber participado en sus juegos, como el de Empujar a Pondy Stibbons a los Zarzales o el de Atar A Stibbons e Irse a Casa a Tomar el Té, y de repente se acordó de aquella vez en que habían ido a la poza donde solían nadar y los chicos le habían lanzado al agua desde lo alto del risco. Le había dolido lo suyo.

La flotilla fue alcanzando a la señora Panadizo, que se había agarrado a un árbol flotante y se estaba impulsando con los pies. El árbol ya había acumulado un buen número de ocupantes: pájaros, lagartos y, por alguna razón inexplicable, un pequeño camello que intentaba acomodarse en las ramas.

La fuerza del oleaje había aumentado. Una especie de retumbar continuo vibraba bajo el estrépito de la lluvia.

—Ah, señora Panadizo —dijo el prefecto mayor—. Y qué árbol tan bonito. Mire, pero si hasta tiene hojas.

—Hemos venido a salvarla —dijo el decano, enfrentado a la evidencia.

—Quizá sería buena idea que la señora Panadizo se agarrara a una semilla —dijo Ponder—. Sí, creo que sería una idea magnífica. Me parece que las olas tal vez se vuelvan… ligeramente más grandes…

—Circundar —murmuró el prefecto mayor con voz lúgubre.

Volvió la mirada hacia la playa, y la playa ya no estaba delante de ellos.

La playa estaba muy abajo, al final de una colina verde. Y el verde estaba hecho de agua. Y, por alguna razón inexplicable, estaba creciendo.

—Oigan, ¿por qué no me dicen cómo se llama esa señora? —preguntó Rincewind—. Debe de haber muchas personas que saben cómo se llama, ¿no? Quiero decir que… bueno, tienen que poner su nombre en los letreros y todo ese tipo de cosas. Sólo es un nombre, ¿verdad? No veo dónde está el problema.

Los cocineros se miraron los unos a los otros, y después uno de ellos tosió y dijo:

—La prima donna se llama Nellie… Trasero.

—Oh. Ah. Eh.

—He dicho que la prima donna se llama Nellie Trasero.

Los labios de Rincewind se movieron sin llegar a producir ningún sonido.

—Oh —dijeron después.

Los cocineros asintieron.

—Me estaba preguntando si Charley se habrá bebido toda la cerveza —dijo Rincewind mientras se sentaba.

—Quizá podríamos encontrar unos cuantos plátanos, Ron —dijo otro cocinero.

Los ojos de Rincewind recobraron la capacidad de ver y sus labios volvieron a moverse.

—¿Se lo habéis dicho a Charley? —logró preguntar.

—Oh, sí. Se lo dijimos justo antes de que le diera el ataque de nervios.

Un ruido de pies lanzados a la carrera llegó hasta ellos desde el exterior. Un cocinero miró por la ventana.

—No es más que la guardia. Probablemente andarán detrás de algún pobre bastardo…

Rincewind retrocedió para no resultar tan visible desde la ventana.

Ron se removió nerviosamente.

—Supongo que si fuéramos a ver a Mustafá el Ocioso y le pidiéramos que abriera su tienda, quizá conseguiríamos encontrar unos cuantos…

—¿Melones? —sugirió Rincewind. Los cocineros se estremecieron. Charley dejó escapar otro sollozo ahogado.

—Llevaba toda la vida esperando esto —dijo un cocinero—. Es una condenada injusticia, eso es lo que es. ¿Os acordáis de aquella soprano que dejó la compañía para casarse con un ganadero? Charley estuvo llorando durante una semana entera.

—Sí. Lisa Deleite —dijo Ron—. Un poco insegura en la gama media, pero no cabe duda de que prometía.

—Charley había puesto todas sus esperanzas en ella. Decía que un nombre como ése podía combinar hasta con el ruibarbo.

Charley aulló.

—Me parece que… —dijo Rincewind meditando cada palabra.

—¿Sí?

—Me parece que ya he encontrado la solución.

—¿De veras?

Incluso Charley levantó la cabeza.

—Bueno, ya sabéis cómo son estas cosas. A veces los profesionales se atascan y necesitan que alguien de fuera les eche una mano. Necesitaremos los melocotones, la nata, un poquito de helado si podéis prepararlo a tiempo, puede que un chorrito de coñac… Y después, vamos a ver…

—¿Copos de coco rallado? —preguntó Charley, alzando la mirada.

—Sí, ¿por qué no?

—¿Y un poquito de salsa de tomate, tal vez?

—No, me parece que no.

—Pues será mejor que pongamos manos a la obra, porque ya van por la mitad del último acto —dijo Ron.

—Oh, todo saldrá bien —dijo Rincewind—. Bueno, partid los melocotones por la mitad, echadlos en un cuenco con las otras cosas y luego añadid el coñac y voilà.

—¿Voilà? Eso debe de ser algún condimento extranjero, ¿no? —preguntó Charley—. Me parece que no tenemos.

—Pues entonces bastará con echar una ración doble de coñac —dijo Rincewind—, y ya está.

—Sí, pero ¿cómo se llama? —preguntó Ron.

—Estaba a punto de llegar a esa parte —dijo Rincewind—. Cuenco, Charley, por favor. Gracias. —Lo alzó ante ellos—. Caballeros, les presento el Melocotón Nellie.

Una sartén burbujeaba encima de un fogón. Aparte de ese insistente ruidito y de los lejanos compases de la ópera, la cocina quedó sumida en el silencio más absoluto.

—¿Qué os parece? —preguntó Rincewind, sonriendo de oreja a oreja.

—Es… distinto —dijo Charley—. Sí, debo admitir que por lo menos es distinto.

—Pero en realidad no es como muy conmemorativo, ¿verdad? —preguntó Ron—. El mundo está lleno de Nellies.

—Claro, pero ¿preferirías que todo el mundo se acordara de la alternativa? —repuso Rincewind—. ¿Queréis que vuestros nombres sean asociados con algo llamado Melocotón Trase…?

Un segundo alarido precedió al nuevo estallido de llanto de Charley.

—Viéndolo desde esa perspectiva, la verdad es que no suena tan mal —dijo Ron—. Melocotón Nellie… Sí, podría pasar.

—Y podríais usar plátanos —dijo Rincewind.

Los labios de Ron se movieron en silencio.

—Creo que odia el amarillo —dijo—. Adelante con los melocotones.

Rincewind se alisó la túnica.

—Bueno, me alegro de haber podido ayudaros —dijo—. Y por cierto, ¿cuántas salidas tiene este sitio?

—Con la Gala y todo lo demás, esta noche todo el mundo va a estar muy ocupado —dijo Ron—. Personalmente esas cosas no me van, claro, pero atraen visitantes.

—Sí, y no nos olvidemos del ahorcamiento de mañana —dijo Charley.

—Ah, me temo que mis planes no incluyen asistir a él —dijo Rincewind—. Y ahora, si me…

—Pues yo espero que consiga escapar —dijo Charley.

—Y yo —dijo Rincewind.

Unas botas de suela gruesa pasaron por delante de la puerta y se detuvieron. Rincewind oyó voces lejanas.

—Dicen que se enfrentó a una docena de policías —dijo Ron.

—Tres —dijo Rincewind—. Eran tres. Bueno, eso es lo que he oído… Alguien me lo dijo, ¿sabes? Nada de una docena. Tres, seguro.

—Oh, tuvieron que ser más de tres. Con un merodeador de la maleza como él, seguro que fueron muchos más de tres. Rinsito, así le llaman.

—He oído decir que un tipo recién llegado de Tetrajisteunabirra contó que Rinsito había esquilado cien ovejas en cinco minutos.

—No me lo creo —dijo Rincewind.

—Dicen que es un mago, pero eso no puede ser verdad. ¿Un mago haciendo un trabajo honrado y decente? ¡Imposible!

—Bueno, de hecho…

—De acuerdo, de acuerdo. ¡Pero un tipo que trabaja en la cárcel dice que le han visto comer una extraña sustancia marrón que le da una fuerza increíble!

—¡Sólo era sopa de cerveza! —gritó Rincewind—. Quiero decir que… Bueno, eso es lo que he oído contar —añadió.

Ron le dirigió una sonrisa torcida.

—Oye, la verdad es que tienes cierta pinta de mago —dijo.

Alguien llamó enérgicamente a la puerta.

—Vistes igual que ellos —prosiguió Ron sin apartar los ojos de Rincewind—. Ve a abrir la puerta, Sid.

Rincewind retrocedió, estiró el brazo por detrás de él hacia una mesa llena de cuchillos y sus dedos se cerraron alrededor de un mango.

Sí, odiaba la idea de las armas. Hicieras lo que hicieras con ellas, siempre acababan complicando la situación. Pero impresionaban a la gente.

La puerta se abrió. Varias cabezas asomaron por el hueco, y una de ellas pertenecía al carcelero.

—¡Ahí está!

—Os advierto que soy un hombre desesperado —dijo Rincewind, apartando su mano de la espalda.

La mayoría de los cocineros se apresuraron a buscar refugio.

—Eso es un cucharón, compañero —dijo amablemente uno de los guardias—. Pero hay que seguir luchando hasta el último momento, ¿verdad? Bravo, chico, bravo. ¿Qué opinas, Charley?

—Pues que nadie podrá decir jamás que un bandolero tan osado y lleno de recursos como él mordió el polvo en una cocina como la mía —dijo Charley, empuñando un trinchante con una mano mientras alzaba el plato de Melocotones Nellie con la otra—. Sal por la puerta de atrás, Rinsito, y nosotros hablaremos con estos policías.

—Ah, como quieras —dijo el guardia—. Unos cuantos puñetazos en una cocina no serían una última batalla como es debido, ¿eh? Contaremos hasta diez, ¿de acuerdo?

Una vez más, Rincewind volvió a tener la sensación de que no le habían entregado el mismo guión que al resto del reparto.

—¿Quieres decir que me tenéis acorralado pero que no vais a arrestarme? —preguntó.

—Bueno, eso no quedaría demasiado bien en la balada, ¿verdad? —repuso el guardia—. Tenemos que pensar en esas cosas, ¿no? —Se apoyó en el quicio de la puerta—. Bueno, vamos a ver… Ah, claro, la vieja estafeta de correos de la calle Grurt, eso es. Creo que un hombre atrincherado en ella podría aguantar un par de días, quizá tres, calma y tranquilidad y montones de heroica resistencia. Después intentas huir, te llenamos de flechas, pronuncias unas cuantas Últimas Palabras… Apuesto a que dentro de cien años todos los niños tendrán que estudiar tus hazañas en la escuela, ¿eh? Y haz el favor de mirarte, ¿quieres? —El guardia dio un paso adelante, ignorando la mortífera amenaza del cucharón, y hundió el índice en la túnica de Rincewind—. ¿Cuántas flechas crees que va a detener eso, ¿eh?

—¡Estáis todos locos!

Charley meneó la cabeza.

—Nos gustan los tipos que no se dan por vencidos, caballero. Los ecksianos somos así, ¿comprende? Muere luchando, ése es nuestro lema.

—Y además sabemos lo de los patrulleros y cómo te enfrentaste a ellos —dijo el guardia—. Buen trabajo, desde luego. Un hombre capaz de hacer algo semejante aspira a algo más que a acabar colgando de una horca, ¿verdad? ¡No, no! Ese tipo de hombres siempre quieren despedirse del mundo con una Última Batalla.

Ya no quedaba ningún guardia fuera de la cocina. El camino hacia la puerta se hallaba libre de obstáculos.

—¿Nadie se ha conformado nunca con una Última Huida? —preguntó Rincewind.

—No. ¿Qué es eso?

—¡Buenos días!

Mientras corría a través de las sombras del muelle, Rincewind oyó un grito detrás de él.

—¡Así se habla! ¡Contaremos hasta diez!

Rincewind lanzó una rápida mirada hacia arriba sin dejar de correr y vio que el gran anuncio de encima de la destilería parecía haberse oscurecido de repente, y un instante después algo saltó junto a él.

—¡Oh, no! ¡Tú no!

—Buenos días —dijo Scrappy, poniéndose a su altura.

—¡Mira en qué lío me has metido!

—¿Lío? ¡Pero si te iban a ahorcar! ¡Ahora estás disfrutando del aire libre, que además es sanísimo, en la tierra de todo un señor dios!

—¡Y me van a llenar de flechas!

—¿Y qué? Siempre puedes esquivarlas. Este lugar necesita un héroe. Campeón de los esquiladores, guerrero de los caminos, merodeador de la maleza, ladrón de ovejas, cuatrero legendario… Ahora ya sólo necesitas dejar boquiabierto a todo el mundo con tus proezas en algún estúpido juego de bate y pelotas que nadie ha inventado y… eh, sí, construir unos cuantos edificios muy altos con dinero prestado, y ya habrás triunfado. ¡Entonces sí cuidarán todos los detalles antes de matarte, compañero!

—Menudo consuelo! Y de todas maneras, no he hecho ninguna de esas cosas… Bueno, quiero decir que sí que las hice, pero…

—Lo que importa es lo que piense la gente. Ahora creen que has conseguido escapar de una celda cerrada con llave.

—Lo único que hice fue…

—¡Da igual! Ahora mismo el número de carceleros que quieren estrecharte la mano es tan elevado que… ¡Bueno, no creo que pudieran ahorcarte antes de la hora de almorzar!

—Escucha, rata gigante saltarina, he conseguido llegar hasta los muelles, ¿no? ¡Puedo correr más que ellos! ¡Puedo despistarlos! Soy capaz de subir a un barco en calidad de polizón, vomitar, ser descubierto y arrojado por la borda, mantenerme a flote durante dos días agarrándome a un barril viejo mientras me alimento de plancton (usando la barba como cedazo, ojo), atravesar cautelosamente los traicioneros arrecifes de coral que rodean a un atolón y sobrevivir en él comiendo ñames.

—Te felicito, porque no todo el mundo posee esa clase de talentos —dijo el canguro, saltando por encima de la estacha de un barco—. ¿Cuántos navíos ecksianos has visto atracados en los muelles de Ankh-Morpork? Y estamos hablando del puerto más visitado del mundo.

Rincewind empezó a reducir la velocidad.

—Bueno…

—Es por las corrientes, compañero. Aléjate más de diez millas marinas de la costa y ni el mejor de todos los capitanes de navío podrá evitar que su barco se caiga por el Borde. Siempre se mantienen lo más cerca posible de la costa.

Rincewind se detuvo.

—¿Quieres decir que todo este sitio es una prisión?

—Ajá. Pero los ecksianos dicen que no hay un sitio mejor en el mundo y que nunca se irán de aquí, así que no hay ninguna necesidad de montar guardia.

Rincewind oyó gritos detrás de él. Para lo habitual entre los guardias, los de aquel país eran sorprendentemente rápidos a la hora de contar hasta diez.

—¿Y ahora qué vas a hacer? —preguntó Rincewind.

El canguro había desaparecido. Rincewind se metió por una calleja lateral y descubrió que no podía seguir avanzando. La calleja estaba llena de carretas, y todas estaban alegremente adornadas.

Rincewind se detuvo. Siempre había sido el máximo exponente de la huida-desde por oposición a la huida-hacia. De hecho, habría podido escribir «El desde de la huida». Pero de vez en cuando cierto sutil sentido le decía que el hacia era importante.

Para empezar, muchas de las personas que estaban charlando alrededor de las carretas iban vestidas de cuero. Había muchos argumentos a favor del cuero, desde luego. Era práctico, lo aguantaba casi todo y duraba mucho tiempo. Tipos como Cohen el Bárbaro habían descubierto que tenía tanto aguante y duraba tantísimo tiempo que cuando querían cambiarse el taparrabos debían recurrir al herrero. Pero a juzgar por el aspecto de aquellas personas, ése no era el tipo de cualidades que buscaban cuando fueron a la boutique. Aquellas personas seguramente habrían hecho preguntas como «¿Cuántos remaches tiene?», «¿Brilla mucho» o «¿Tiene agujeros en sitios inusuales?».

Aun así, una de las reglas básicas de la supervivencia en cualquier planeta es no buscarle las cosquillas a ningún ser vestido de cuero negro[21]. Rincewind dio un educado rodeo junto a ellos, saludándoles con una afable inclinación de la cabeza y un rápido vaivén de la mano cada vez que alguno volvía los ojos hacia él. Por alguna razón, eso hizo que un número cada vez más grande de ellos empezara a mostrar interés hacia su persona.

También había grupos de señoras, y enseguida saltaba a la vista que el derecho de andar erguido, del que tanto se enorgullecía EcksEcksEcksEcks, estaba tan al alcance de las mujeres como de los hombres. A pesar de ello algunas eran muy guapas, si bien siempre de una manera más bien aparatosa y desafiante: los bigotes que adornaban algún que otro rostro femenino parecían un poco fuera de lugar, pero Rincewind había estado en el extranjero y sabía que el clima de las regiones más rurales solía fomentar la opulencia pilosa.

Había muchas más lentejuelas de lo normal. También había más plumas de lo habitual.

Y entonces Rincewind lo comprendió todo y se sintió invadido por un inmenso alivio.

—Oh, esto es un carnaval, ¿verdad? —dijo en voz alta—. Esto es esa Gala de la que habla todo el mundo.

—¿Perdón? —preguntó una dama vestida con un traje azul cuajado de lentejuelas que estaba cambiando la rueda de una carreta púrpura.

—Son carrozas de carnaval, ¿verdad?

La mujer rechinó los dientes, encajó la rueda nueva en su sitio y soltó el eje. La carreta se posó sobre los adoquines.

—Maldición, creo que me he roto una uña —dijo mirando a Rincewind—. Sí, esto es la gran feria ambulante del carnaval. Ese traje ha conocido días mejores, ¿no? Bonito bigote, pero lamento no poder decir lo mismo de la barba. ¿Has probado a teñírtela?

Rincewind echó un rápido vistazo a la calle. Las carrozas y la multitud le ocultaban, pero aquello no duraría mucho.

—¿Podría ayudarme, señora? —balbuceó Rincewind—. La… la guardia anda detrás de mí.

—Sí, a veces pueden llegar a ponerse francamente pesados.

—Hubo un malentendido con una oveja.

—Suele haberlos. —La mujer le miró de arriba abajo—. Aunque la verdad es que no tiene aspecto de chico del campo.

—¿Yo? Me pongo nervioso en cuanto veo hierba, señora.

La mujer le miró fijamente.

—Y además me parece que no lleva mucho tiempo por aquí, señor…

—Rincewind, señora.

—Bien, señor Rincewind, suba a la carreta. Me llamo Leticia.

La mujer le ofreció su manaza. Rincewind la estrechó, y luego se masajeó disimuladamente los dedos en un intento de normalizar la circulación sanguínea mientras subía a la carreta.

La carreta púrpura había sido adornada con bandas de tela rosa y amarilla, así como con rosas de papel. Cajas, también cubiertas de telas, habían sido colocadas en el centro para que proporcionaran una especie de estrado improvisado.

—¿Qué le parece? —preguntó Leticia—. Las chicas se han matado a trabajar.

El concepto decorativo general resultaba excesivamente femenino para el gusto de Rincewind, pero le habían enseñado a ser educado y cortés.

—Muy bonito —dijo mientras intentaba encontrar un escondite seguro—. Muy alegre.

—Me agrada que le guste.

Una banda de música empezó a tocar delante de ellos, y a continuación hubo un ajetreo general cuando la gente se subió a las carrozas o formó un cortejo para desfilar. Un par de mujeres envueltas en lentejuelas y guantes largos subieron a la carreta y miraron fijamente a Rincewind.

—¿Qué demonios…? —dijo una.

—Tenemos que hablar, Darleen —terció Leticia desde el pescante delantero.

Rincewind vio cómo las tres formaban corro. De vez en cuando alguna de ellas levantaba la cabeza y le miraba de una manera bastante extraña, como sí quisiera asegurarse de que Rincewind seguía allí.

Bueno, está claro que EcksEcksEcksEcks sabe cómo alimentar a sus chicas, pensó Rincewind. Me pregunto dónde comprarán los zapatos…

Rincewind no estaba demasiado familiarizado con las mujeres. Una gran parte de su vida más o menos sedentaria —es decir, la que no había estado dominada por las hipervelocidades de la huida— había transcurrido detrás de los muros de la Universidad Invisible donde, en términos generales, se las incluía en la misma categoría que el papel de pared y los instrumentos musicales: a su manera eran interesantes, y no cabía duda de que constituían una parte pequeña aunque importante de la estructura de una civilización como es debido pero, en última instancia y a fin de cuentas, no eran esenciales.

Sus momentos de intimidad con las mujeres generalmente consistían en que la mujer estaba intentando cortarle la cabeza o convencerle de que siguiera un curso de acción que, muy probablemente, haría que alguna otra persona intentara cortarle la cabeza. Si las mujeres fuesen radios, Rincewind habría necesitado la ayuda de un ingeniero electrónico para sintonizar las noticias. Ciertos instintos atrofiados por la falta de práctica le estaban diciendo que allí había algo que no encajaba, pero Rincewind no conseguía determinar de qué se trataba exactamente.

Darleen avanzó por la carreta con andares decididos y un tanto agresivos. Rincewind se quitó respetuosamente el sombrero.

—Muy gracioso. Veo que eres uno de esos tipos que siempre le están tomando el camarón a la gente, ¿eh?

—¿Yo? Por supuesto que no, señorita. Nada de camarones, de veras. Lo único que pido es que me permitan seguir escondido aquí hasta que nos hayamos alejado un buen trecho, y después…

—Ya sabes qué es esto, ¿verdad?

—Sí, señorita. Es el carnaval. —Rincewind tragó saliva—. Calma y tranquilidad, ¿de acuerdo? A todo el mundo le gusta disfrazarse de vez en cuando, ¿verdad?

—Pero ¿me estás diciendo que realmente crees que…? Bueno, ¿piensas que nosotras…? ¿Por qué no dejas de mirarme el pelo?

—Me estaba preguntando cómo consigue que brille de esa manera. Y supongo que se dedica a algo relacionado con los escenarios, ¿verdad?

—Nos vamos, chicas —anunció Leticia—. Y acordaos de sonreír, ¿eh? Deja de meterte con él, Darleen: no tienes ni idea de dónde ha estado.

La tercera mujer, aquella a la que las demás habían llamado Neilette, le estaba observando con curiosidad, y de repente Rincewind tuvo la impresión de que había algo raro en ella. Su cabellera no estaba nada mal, desde luego, pero cuando se la comparaba con la de sus colegas pasaba a ser un simple montón de pelos. No parecía llevar suficiente maquillaje. Neilette, para decirlo brevemente, no estaba a la altura.

Y entonces Rincewind vio a un guardia y se apresuró a pegarse al suelo de la carreta. Mientras la carreta doblaba la esquina, un resquicio entre dos tablones le permitió ver a las multitudes que les estaban esperando.

Rincewind había estado en muchas celebraciones y carnavales populares, aunque normalmente no por decisión propia. Incluso había asistido a la Comilona Lardera de Genua, considerada el mayor carnaval del mundo, aunque creía recordar que lo había hecho colgando cabeza abajo de una de las carrozas para poder escapar de sus perseguidores. Intentó acordarse de por qué le perseguían, pero se le había olvidado, y además en ese tipo de circunstancias nunca es demasiado aconsejable pararse para preguntar. Rincewind había recorrido una gran parte del Disco a lo largo de su vida, pero la mayoría de sus recuerdos eran tan confusos y poco detallados como los que guardaba de Genua: las imágenes mentales del pasado de Rincewind casi siempre estaban borrosas, pero no por falta de memoria, sino por puro y simple exceso de velocidad.

El público tenía el aspecto habitual. Un auténtico desfile de carnaval sólo debería tener lugar después de que los bares y las tabernas llevaran un buen rato abiertas. Eso refuerza la espontaneidad. Había vítores, silbidos, gritos burlones y alaridos varios. Delante de ellos, algunas personas hacían sonar trompetas y cuernos de caza. Unas cuantas siluetas absortas en la danza pasaron a toda velocidad por delante de la mirilla de Rincewind.

Rincewind se apartó de la hendidura y se tapó la cabeza con una banda de tafetán. Las celebraciones de aquella naturaleza, con sus carteristas y demás atracciones similares, siempre mantenían muy ocupada a la guardia. Rincewind esperaría hasta que hubieran llegado al descampado en el que siempre parecían terminar ese tipo de actos y después desaparecería sigilosamente.

Bajó los ojos.

Aquellas damas adoraban los zapatos, eso estaba claro. Tenían docenas de ellos. Docenas de zapatos, todos pulcramente alineados, asomando por debajo de un montón de prendas femeninas. Rincewind se apresuró a apartar la mirada mientras se decía que, desde una perspectiva moral, probablemente hubiera algo reprochable en dedicarse a contemplar prendas femeninas dentro de las que no había ninguna mujer.

Pero su cabeza se volvió nuevamente hacia los zapatos. Estaba seguro de que varios de ellos se habían movido…

Una botella se hizo añicos cerca de su cabeza y los trozos de cristal se esparcieron alrededor. Darleen, subida al pescante, pronunció una palabra que Rincewind jamás habría esperado oír de labios de una dama.

Rincewind alzó cautelosamente la cabeza y otra botella rebotó en su sombrero.

—Unos cuantos imbéciles que quieren divertirse —dijo Darleen—. Siempre hay algún gracioso que…

Oh, ¿de veras?

—¿Nos das un besito? —preguntó un muchacho que acababa de saltar al lateral de la carreta y agitaba alegremente una lata de cerveza.

Rincewind había tenido ocasión de ver actuar a unos cuantos luchadores temibles, pero ninguno de ellos había lanzado jamás un puñetazo comparable al que vio lanzar a Darleen. Los ojos de Darleen se entrecerraron, y su puño pareció describir un círculo completo para encontrarse con el mentón del muchacho hacia la mitad del giro final. Cuando el muchacho desapareció del campo visual del mago, su cuerpo aún no había terminado su trayectoria ascendente.

—¿Has visto lo que me ha obligado a hacer? —masculló Darleen, agitando la mano delante de Rincewind—. Ah, el muy bastardo… ¡Y estos guantes de noche cuestan una fortuna! —Una lata de cerveza pasó silbando junto a su oreja—. ¿Has visto quién ha tirado eso? ¿Lo has visto? ¡Te he visto, atontado! ¡Te meteré la mano por la boca y te pondré los pantalones por sombrero, ya lo verás!

La multitud soltó un rugido de admiración y burla. Los ojos de Rincewind detectaron varios cascos de la guardia que avanzaban decididamente hacia él.

—Esto… —dijo.

—¡Eh, es él! ¡Es Rinsito, el merodeador de los matorrales! —gritó alguien señalándole con un dedo.

—¡No eran matorrales, sólo era una oveja!

Rincewind se preguntó quién había dicho aquello, y un instante después comprendió que había sido él. No había escapatoria. Los guardias estaban alzando la mirada hacia él. La calle estaba llena de gente. Otra pelea acababa de estallar cerca de la cabecera del cortejo. Los callejones, esos eternos amigos del fugitivo, quedaban demasiado lejos, y los guardias se estaban abriendo paso a través del gentío. Y la multitud lo estaba pasando en grande. Y el gigantesco letrero de la cerveza del canguro brillaba en las alturas.

Bien, estaba claro que había llegado el momento de la famosa Última Batalla.

—¿Qué? —exclamó Rincewind—. ¿Nunca es buen momento para una Ultima Batalla? —Se volvió hacia Leticia—. Han intentado ayudarme y querría agradecérselo. Por fin he conocido a unas auténticas damas, y les aseguro que ha sido un placer.

—El placer ha sido nuestro —dijo Leticia—. Ya iba siendo hora de que conociéramos a un auténtico caballero, ¿verdad, chicas?

Darleen extendió una pierna envuelta por una media de malla hacia un hombre que intentaba subir a la carreta, y el estilete con forma de tacón en que terminaba la pierna produjo en una fracción de segundo el efecto que, según todos los expertos, tarda varias semanas en presentarse si alguien te ha echado bromuro dentro del té.

—Y que lo digas, maldición —asintió Darleen.

Rincewind saltó de la carreta, aterrizó sobre el hombro de alguien y volvió a saltar para pasar sobre la cabeza de otro alguien. El truco dio resultado. Con tal que no dejaras de moverte, siempre daba resultado. Unas cuantas manos intentaron agarrarle y una o dos latas fueron lanzadas, pero también hubo muchos gritos de «¡Bien por él!» y «¡Así se hace!».

Y, por fin, un callejón. Rincewind saltó del último hombro que había tenido la amabilidad de acogerle y cambió la marcha de piernas, y un instante después descubrió que la mejor manera de describir el callejón era empleando la ya clásica expresión «callejón sin salida»; la peor, que era un callejón en el que había tres o cuatro guardias fumándose un pitillo.

Los guardias le lanzaron la clase de mirada a la que recurren los policías de todos los lugares del universo cuando alguien les está molestando. La mirada dejaba muy claro que, al ser un intruso que había osado perturbar su breve pausa pitillera, Rincewind iba a ser encontrado culpable de algo. Y entonces la comprensión iluminó el rostro del sargento.

—¡Es él!

El público empezó a gritar en la calle. Aquéllos no eran los gritos acervezados del carnaval. Ahí fuera había gente que lo estaba pasando realmente mal. La densidad de cuerpos por metro cuadrado era tan elevada que nadie podía huir.

—Puedo explicarlo todo —dijo Rincewind, vagamente consciente del repentino aumento del ruido—. Bueno… la mayor parte. Unas cuantas cosas, ciertamente. Dos o tres, vamos. Respecto a esa oveja…

Algo brillante pasó por encima de su cabeza y aterrizó sobre los adoquines entre él y los guardias.

Parecía una mesa engalanada con un traje de noche, y tenía centenares de piececitos. Y todos los piececitos calzaban zapatos de tacón.

Rincewind se llevó las manos a la cabeza e intentó taparse los oídos hasta que el ruido se hubiera disipado.

Una vez hubo llegado al límite del mar, la ola burbujeó y chupó la arena. Cuando la olita en que acababa de convertirse retrocedió, fluyó alrededor de la masa astillada que había sido un árbol.

El cargamento de cangrejos y pulgas marinas acumulado sobre la madera flotante aguardó su momento y después se deslizó por los lados, apresurándose a ponerse a salvo antes de que llegara la próxima ola.

La lluvia cayó sobre la playa, formando en la arena precarios desfiladeros en miniatura en su camino hacia el mar. Los cangrejos fluyeron por ellos como una estampida de colonos, decididos a marcar sus territorios sobre la interminable playa virgen.

Siguieron la línea salada de algas y conchas dejada por la marea, encaramándose unos sobre otros en su búsqueda de un espacio en el que un cangrejo pudiera caminar orgullosamente de lado, iniciar una nueva vida y probar la deliciosa arena de la libertad.

Unos cuantos cangrejos investigaron el empapado cono grisáceo de un sombrero puntiagudo que asomaba de un montón de algas, y después avanzaron hacia un montón más prometedor de tela mojada que ofrecía interesantes agujeros y hendiduras.

Uno de ellos intentó introducirse en la nariz de Ponder Stibbons y fue expulsado por un estornudo.

Ponder abrió un ojo. Al mover la cabeza, el agua que llenaba sus oídos produjo una especie de tintineo.

La historia de los últimos minutos era complicada. Ponder recordaba un vertiginoso descenso por un tubo de agua verde, suponiendo que semejante cosa fuera posible, y también varios períodos en los que el aire, el mar y el mismo Ponder estuvieron más o menos entrelazados. En cuanto al momento actual, Ponder se sentía como si alguien hubiera empleado un martillo para machacar hasta la última parte de su cuerpo.

—¡Largo de aquí!

Ponder se sacó de la oreja otro cangrejo y se percató de que había perdido sus gafas. Probablemente estarían dando tumbos por el fondo del mar, asustando a las langostas. Bien, allí estaba: acababa de llegar a una costa desconocida y por fin podría verlo todo claro, eso con tal de que se supusiera que todo tenía que estar borroso.

—Esta vez sí he muerto, ¿verdad?

Era la voz del decano, y no parecía venir de muy lejos.

—No, señor, sigue vivo —dijo Ponder.

—Maldición. ¿Está seguro?

Después se fueron oyendo nuevos gemidos a medida que algunos restos traídos por las olas resultaron ser magos mezclados con algas.

—¿Estamos todos aquí? —preguntó Ridcully mientras intentaba levantarse.

—Estoy seguro de que no —gimió el decano.

—No veo… a la señora Panadizo —dijo Ridcully—. Ni al tesorero…

Ponder logró erguirse.

—Allí… Oh, cielos… Bueno, el tesorero está allí…

Una ola gigantesca iba creciendo rápidamente en el mar. Su altura aumentaba por momentos, y el tesorero se encontraba justo encima de ella.

—¡Tesorero! —aulló Ridcully.

La lejana figura se puso en pie sobre la semilla y les saludó con la mano.

—Se ha puesto de pie —dijo Ridcully—. ¿Alguien sabe qué se supone que debería hacer nuestro tesorero en estas circunstancias? No, no me lo digan. Se supone que no debería hacerlo, ¿verdad? Estoy seguro de que no debería haberlo hecho. ¡¡Se supone que no debe ponerse de pie, tesorero!! ¿Cómo…? Se supone que eso no debe ocurrir, ¿verdad?

La ola empezó a curvarse, pero el tesorero parecía estar descendiendo por la nueva pendiente, deslizándose a lo largo de la gigantesca pared de verdor mojado como un esquiador.

Ridcully se volvió hacia los otros magos.

—No puede hacer eso, ¿verdad? Está subiendo y bajando por la ola. ¿Puede hacer eso? La ola se está curvando por encima de él y el tesorero se limita a deslizarse tranquilamente a lo largo de… Oh, no…

La cresta envuelta en espuma se desplomó sobre el mago que estaba intentando infringir todos los límites de velocidad.

—Bueno, se acabó —dijo Ridcully.

—Eh… no… —dijo Ponder.

El tesorero reapareció playa abajo, expulsado como una flecha del tubo de agua en proceso de desintegración. La ola se desplomó detrás de él, golpeando la playa como si ésta acabara de ofenderla.

La semilla cambió de dirección, se deslizó plácidamente por encima de las olitas y acabó deteniéndose sobre la arena con un suave crujido.

—¡Hurra! —exclamó el tesorero—. Tengo los píes mojados. Qué bosque tan bonito. Es hora de tomar el té.

Cogió la semilla e incrustó su punta en la arena. Después se alejó por la playa.

—¿Cómo lo ha hecho? —preguntó Ridcully—. Quiero decir que… ¡Bueno, ese nombre está más loco que un rebaño de cabras! Pero es un tesorero condenadamente bueno, por supuesto.

—La falta de equilibrio mental probablemente significa que no hay nada susceptible de obstaculizar la estabilidad física —dijo Ponder.

—Ah. ¿Usted cree?

—En realidad no, señor. Lo he dicho meramente por decir algo.

Ponder intentó devolver un poco de vida a sus piernas mediante un masaje y empezó a contar en voz baja.

—¿Hay algo de comer por aquí? —preguntó Estudios Indefinidos.

—Cuatro —dijo Ponder.

—¿Cómo ha dicho?

—¿Qué? Oh, sólo estaba contando, señor. No, señor. Probablemente habrá peces y langostas en el mar, pero el terreno parece bastante desértico.

Y lo parecía, desde luego. La arena rojiza se extendía a través de la llovizna grisácea hasta terminar en unas montañas azuladas. El único verdor visible estaba en el rostro del decano y, de repente, en los brotes que empezaron a surgir de la semilla que había permitido que el tesorero cabalgara sobre la ola. Varias hojas se desplegaron bajo la lluvia, y flores minúsculas se abrieron con un suave flop.

—Bueno, por lo menos tendremos otro navío —dijo el prefecto mayor.

—Lo dudo, señor —dijo Ponder—. Al dios no se le daba muy bien eso de criar cosas —añadió, y de hecho el fruto que se estaba hinchando ante ellos no parecía tener forma de embarcación.

—¿Saben una cosa? Sigo pensando que considerar todo esto como una oportunidad valiosa podría sernos de gran ayuda —dijo Ridcully.

—Es verdad —dijo el decano, incorporándose—. ¿Cuántas veces creen que tendremos ocasión de morir de hambre en un continente desértico miles de años antes de haber nacido? Es una gran oportunidad, y deberíamos aprovecharla al máximo.

—Lo que quiero decir es que enfrentarnos a los elementos hará aflorar lo mejor de nosotros mismos y que la forja de la experiencia nos convertirá en un equipo invencible capaz de superar todos los obstáculos —dijo Ridcully.

Era una forma de ver las cosas, desde luego, pero nadie parecía muy dispuesto a compartir su perspectiva.

—Estoy seguro de que tiene que haber algo para comer —murmuró Estudios Indefinidos mientras sus ojos iban de un lado a otro—. Normalmente siempre lo hay.

—Después de todo, no hay nada que gente como nosotros no sea capaz de hacer.

—Es verdad —dijo Ponder—. Oh, dioses, sí. Es verdad.

—Y por lo menos un mago siempre puede encender un buen fuego.

Ponder puso ojos como platos y se levantó en un movimiento que tenía por objetivo a Ridcully, pero su cuerpo aún no había acabado de surcar los aires cuando el archicanciller arrojó una bolita de fuego contra unos trozos de madera. La bola resplandeciente llevaba recorrida la mitad del trayecto cuando Ponder chocó con la espalda de Ridcully, por lo que cuando el mundo hizo wooooof los dos yacían sobre la arena mojada.

Y cuando levantaron la cabeza, la madera traída por la corriente se había convertido en un cráter ennegrecido.

—Bueno, muchas gracias —dijo el decano detrás de ellos—. Ahora ya estoy seco, y además nunca me habían gustado demasiado mis cejas.

—El campo taumatúrgico es muy intenso, señor —dijo Ponder—. Ya se lo había advertido, ¿recuerda?

Ridcully se miró las manos.

—Iba a encender mi pipa con una… —farfulló, manteniendo la mano cautelosamente alejada de la cara—. Sólo era una Número Diez —añadió.

El decano se levantó y se sacudió unos restos de barba quemada de la túnica.

—Acabo de verlo, pero todavía no sé si me lo creo —dijo, y dirigió un dedo hacia una roca cercana.

—No, señor, me parece que no debería…

La mayor parte de la roca salió despedida del suelo y aterrizó a cien metros de distancia. El resto había quedado convertido en un charquito al rojo vivo que siseaba y crujía.

—¿Puedo probar? —preguntó el prefecto mayor.

—Señor, creo que no…

—Oh, bravo, prefecto mayor —dijo el decano mientras otra roca quedaba convertida en fragmentos.

—¡Por todos los dioses! ¡Tenía razón, Stibbons! —exclamó Ridcully—. ¡El campo mágico de este lugar es realmente enorme!

—¡Sí, señor, pero me parece que no deberíamos utilizarlo! —chilló Ponder.

—Somos magos, muchacho, y ser mago consiste en usar la magia.

—¡No, señor! ¡Ser mago consiste en no usar la magia!

Ridcully titubeó.

—¡Esto es magia fósil, señor! —dijo Ponder—. ¡Es lo que se está utilizando para crear este sitio! ¡si no vamos con mucho cuidado podríamos causar daños inimaginables!

—Bueno, bueno. Que nadie haga nada, al menos de momento —dijo Ridcully—. Y ahora… ¿de qué está hablando, señor Stibbons?

—Me parece que este sitio todavía no está… acabado, señor. Quiero decir que… bueno, no hay plantas ni animales.

—Tonterías. Hace un rato vi un camello.

—Sí, señor, pero ese camello vino con nosotros. Y en la playa hay algas y cangrejos, y también llegaron hasta aquí arrastrados por el oleaje. Pero ¿dónde están los árboles, los matorrales y la hierba?

—Interesante —dijo Ridcully—. Este sitio está tan pelado como el trasero de un bebé.

—Todavía se encuentra en proceso de construcción, señor. El dios dijo que estaba siendo construido.

—Increíble, Ponder —dijo Ridcully—. ¿Todo un continente siendo creado a partir de la nada?

—Exactamente, señor.

—Cachillones de thaums de magia sueltos por el mundo.

—Veo que lo ha entendido, señor.

—Montañas, acantilados y playas allí donde antes no había nada. Se refiere a ese tipo de cosas, ¿verdad?

—Exacto, señor.

—Prácticamente un milagro, podríamos decir.

—Yo lo diría, señor.

—Cantidades de magia inconcebiblemente vastas haciendo lo que hace la magia.

—Asombroso, señor.

—En ese caso supongo que nadie echaría en falta un poquito, ¿eh?

—¡No! ¡La cosa no funciona así, señor! Si la usamos, es como si… ¡Es como pisar hormigas, señor! Esto no es como… como encontrar un cayado viejo en un armario y usar la magia que le queda. ¡Estamos hablando de la energía primigenia! Cualquier cosa que hagamos podría tener un efecto.

El decano le dio una palmadita en el hombro.

—Y aquí nos tiene, joven Stibbons, atrapados en esta playa olvidada del mundo. ¿Qué sugiere? Nos encontramos a miles de años de casa. Quizá deberíamos sentarnos y esperar, ¿no cree? El tal Rincewind tendrá que dejarse caer por aquí dentro de unos milenios, ¿no?

—Decano… —dijo el prefecto mayor.

—¿Sí?

—¿Está usted de pie detrás de Stibbons o está sentado en esa roca de ahí?

El decano se contempló a sí mismo sentado en la roca.

—Oh, maldición —masculló—. La discontinuidad temporal de nuevo.

—¿De nuevo?

—En una ocasión tuvimos una pequeña bolsa de discontinuidad temporal en la Sala 5b —dijo el prefecto mayor—. Era de lo más ridículo, se lo aseguro. Tenías que toser antes de entrar por sí acaso ya estabas dentro. Pero no debería sorprenderse, jovencito. Una acumulación de magia realmente grande distorsiona todas las leyes fí…

El prefecto mayor desapareció, dejando únicamente un montón de ropa.

—Y la situación tardó algún tiempo en normalizarse —dijo Ridcully—. Me acuerdo de cuando…

Su voz se agudizó repentinamente. Ponder giró sobre los talones y vio un montoncito de ropa con un sombrero puntiagudo encima de él.

Levantó el sombrero y un rostro sonrosado alzó su infantil mirada hacia él.

—¡Maldición! —graznó Ridcully—. ¿Cuántos años tengo?

—Pues yo diría que unos seis, señor —repuso Ponder, sintiendo un súbito tirón en la espalda.

La carita llena de preocupación se frunció de repente.

—¡Quiero a mi mamá! —La naricita sorbió aire—. ¿He sido yo quien ha dicho eso?

—Pues… sí.

—¡Si te concentras puedes controlarlo! —chilló el archicanciller—. Reajusta el tempor… ¡Quiero caramelos! Reajusta la glándula tempo… ¡Quiero caramelos, oh, espera a que haya vuelto a casa y verás la azotaina que te doy! Reajusta el reloj corpo… ¿Dónde está el señor Orinalito? Reajusta el reloj corporal… ¡Quiero al señor Orinalito! No se preocupe, me parece que ya le he pillado el truco…

Una serie de gemidos hizo que Ponder girara nuevamente. Allí donde habían estado los magos vio más montones de ropa. Ponder levantó el sombrero del decano en el mismo instante en que un tenue bloop sugería que Mustrum Ridcully había conseguido recuperar hasta el último de sus años.

—¿Acabo de oír al decano, Stibbons?

—Podría ser, señor. Esto… ¡algunos de ellos han desaparecido, señor!

Ridcully no se inmutó.

—La glándula temporal está reaccionando al campo de alta intensidad —dijo—. Ahora es hace millares de años, así que probablemente ha decidido que no están aquí. No se preocupe, Stibbons. Cuando la glándula haya conseguido aclararse volverán a…

De repente Ponder sintió que le faltaba la respiración.

—Y… creo que éste es Runas Recientes… Claro que… sssss… todos los bebés parecen… ssssss… iguales.

Otro gemido brotó de debajo del sombrero del prefecto mayor.

—Esto empieza a parecer… sssss… un jardín de infancia, señor —jadeó.

Cuando intentó incorporarse, le crujió la espalda.

—Oh, probablemente volverán sí no les dan de comer —dijo Ridcully—. El problema realmente serio vamos a tenerlo con usted, muchacho. Quiero decir, señor.

Ponder extendió los brazos. Podía ver las venas a través de la pálida piel. Casi podía ver los huesos.

Los montones de ropa volvieron a subir a su alrededor a medida que los magos recuperaban su verdadera edad.

—¿Cuántos años… sssss… aparento? —logró jadear—. ¿Se me ve… sssss… muy viejo? ¿Como alguien que no debería empezar a leer un… sssss… libro que tenga muchas páginas, quizá?

—¡Una frase larga! —exclamó jovialmente Ridcully, sosteniéndole para que no se cayera—. ¿Se siente muy viejo? En su fuero interno, quiero decir…

—Debería sentir… sssss… que tengo… sssss… veinticuatro años, señor —gimió Ponder—. De hecho, me siento… sssss… como un joven de veinticuatro años que acaba de ser atropellado por ochenta años que iban… sssss… muy deprisa.

—Aférrese a ese pensamiento. Su glándula temporal sabe qué edad tiene.

Ponder intentó concentrarse, pero resultaba difícil. Una parte de él quería dormir. Una parte de él quería decir: «Ja, ¿y a esto le llama una perturbación temporal? Debería ver las perturbaciones temporales que solíamos tener en mis tiempos.» Una parte de él, quizá la más insistente, estaba amenazando con tomar medidas por su cuenta si no le encontraba un lavabo inmediatamente.

—Todavía conserva el cabello —dijo el prefecto mayor, intentando darle ánimos.

—¿Se acuerdan del viejo Callos Trusset? Ese mago sí tenía una… cabellera… realmente… magnífica. —Ponder intentó poner orden en sus pensamientos—. Todavía vive, ¿verdad? —siseó—. Tiene la misma edad que yo. Oh, no… ¡Ahora me estoy acordando del día de ayer como sí… sssss… hubiera ocurrido hace setenta años!

—Puede superarlo —dijo Ridcully—. Tiene que hacerle entender que no lo está aceptando, ¿sabe? Lo importante es no dejarse dominar por el pánico.

—Me estoy dejando dominar por el pánico —graznó Ponder—. ¡Pero muy despacio, que conste! ¿Por qué tengo la horrible sensación de que… sssss… me estoy precipitando en el vacío… sssss… continuamente?

—Oh, sólo son aprensiones de mortalidad —dijo Ridcully—. Le ocurre a todo el mundo.

—Y… sssss… ahora me parece que mi memoria… Creo que mi memoria está fallando…

—¿Qué le hace creer que le está fallando la memoria?

Algo explosionó detrás de los globos oculares de Ponder y lo levantó del suelo. Por un momento se sintió como si acabara de zambullirse en un lago de agua helada.

Después la sangre fue volviendo a sus manos.

—Bravo, muchacho —dijo Ridcully—. Y el cabello también se le está volviendo a poner castaño.

—Ay… —Ponder cayó de rodillas—. ¡Era como llevar un traje de plomo! ¡No quiero volver a pasar por eso nunca más!

—En ese caso yo le aconsejaría que optara por el suicidio —dijo Ridcully.

—¿Es que va a volver a ocurrir?

—Probablemente. En todo caso, por lo menos una vez.

Ponder se levantó con un brillo acerado en los ojos.

—Pues entonces encontraremos a quienquiera que esté construyendo este sitio y le pediremos que nos envíe a casa —gruñó.

—Quizá se nieguen a escucharnos —dijo Ridcully—. Las deidades pueden ser muy suyas.

Ponder se sacudió las mangas para que sus manos estuvieran lo más libres posible. Para un mago, esto era el equivalente a comprobar el funcionamiento de un rifle automático.

—Entonces insistiremos —dijo.

—¿De veras, Stibbons? ¿Y qué pasa con la protección de la ecología mágica?

Ponder le lanzó una mirada que habría podido abrir una caja fuerte. Ridcully tenía setenta años y estaba en muy buena forma incluso para lo habitual entre los magos, que si conseguían sobrevivir a sus primeros cincuenta años tendían a rebasar con creces los dos siglos de vida. Ponder no estaba demasiado seguro de cuántos años había llegado a tener, pero estaba totalmente seguro de que había oído el inconfundible ruido que producía una hoja de metal al ser afilada. Saber que estabas haciendo un viaje era una cosa, y ver tu destino en el horizonte era otra y muy, muy distinta.

—Que le den morcilla. O una ensalada, suponiendo que sea vegetariana. Que… ¡bueno, que alguien le dé un menú y que pida lo que quiera![22]

—¡Muy bien dicho, señor Stibbons! Veo que todavía conseguiremos hacer un mago de usted. Ah, el decano está… Oh…

Las ropas del decano ascendieron, pero no se hincharon hasta alcanzar sus antiguas dimensiones. El sombrero en particular era suficientemente grande para bambolearse sobre las orejas del decano, que eran más rojas y sobresalían bastante más de lo que recordaba Ponder.

Ridcully levantó el sombrero.

—Largo, abuelo —dijo el decano.

—Ah —murmuró el archicanciller—. Trece años, diría yo. Lo cual explica muchas cosas. Bien, decano, ¿tendría la bondad de echarnos una mano con los demás?

—¿Por qué debería hacerlo? —El decano adolescente se chascó los nudillos—. Ja! ¡Vuelvo a ser joven, y ustedes no tardarán en estar muertos! ¡Tengo toda la vida por delante!

—En primer lugar, pasará toda esa vida aquí, y en segundo lugar, decano, ahora cree que ser el decano en un cuerpo de trece años de edad va a resultar condenadamente divertido, ¿verdad?, pero dentro de dos empezará a olvidarse de todo, ¿comprende? Su vieja glándula temporal no puede permitir que se acuerde de que ha tenido catorce años cuando ni siquiera tiene trece, y no sé sí me explico. Usted ya sabe todo lo que hay que saber sobre estos asuntos, pero naturalmente se le está olvidando. Tendrá que volver a pasar por todo eso, decano…

El grado de control que el cerebro ejerce sobre el cuerpo es muy inferior al que el cuerpo ejerce sobre el cerebro. Y la adolescencia no es una buena época. Tampoco lo es la vejez, desde luego, pero por lo menos los granos ya han desaparecido, algunas de las glándulas más problemáticas ya se han calmado y puedes echar una siesta por las tardes y decirle cosas ingeniosas y encantadoras a las chicas. En cualquier caso, el cuerpo del decano todavía no había experimentado mucha ancianidad, mientras que todos los dolores, estremecimientos y granitos de la adolescencia se hallaban firmemente grabados en la memoria mórfica. Después de pensárselo, la memoria mórfica decidió que una vez era más que suficiente.

El decano se expandió, y a Ponder le llamó la atención la forma en que su cabeza se hinchó para acomodarse a sus orejas.

El decano se frotó su cara libre de granos.

—Cinco minutos no habrían estado nada mal —protestó—. Bueno, ¿qué ha sido exactamente eso?

—Un episodio de incertidumbre temporal —dijo Ridcully—. Ya la ha visto antes. ¿No se dio cuenta de lo que era? ¿En qué estaba pensando?

—En el sexo.

—Oh, sí, por supuesto… Qué pregunta más tonta, ¿verdad? —Los ojos de Ridcully recorrieron la playa desierta—. El señor Stibbons cree que podemos… ¡Dioses! ¡Aquí hay gente!

Una joven avanzaba hacia ellos, o por lo menos se contoneaba hacía ellos.

—¡Caramba! —dijo el decano—. Supongo que este sitio no será Slakki, ¿verdad?

—Creía que allí llevaban faldas de hierba… —dijo Ridcully—. ¿Qué es eso que lleva, Stibbons?

—Un sarong.

—Entonces voy a buscar un palo y les daré una serenata, jajaja —dijo el decano.

—Hace que un hombre desee tener cincuenta años menos, desde luego —dijo Estudios Indefinidos.

—Yo me conformaría con cinco minutos menos —dijo el decano—. Por cierto, ¿nadie se ha dado cuenta de que hace unos momentos he estado graciosísimo? ¡Y además sin querer, jajaja! Stibbons dijo que esa chica llevaba «un sarong» y yo…

—¿Qué tiene en las manos? —preguntó Ridcully.

—No, escúchenme. Verán, el caso es que no le oí bien y…

—Parecen… cocos —dijo Ponder.

—…porque pensé que había dicho que llevaba «un gong», ¿comprenden?

—Un coco, en todo caso —dijo Ridcully—. No me estoy quejando, por supuesto, pero generalmente estas voluptuosas y bellísimas doncellas suelen tener el cabello negro, ¿verdad? El rojo no me parece muy típico.

—Por eso dije lo de…

—Supongo que aquí habrá cocos en alguna parte, ¿no? —preguntó Runas Recientes—. Y los cocos flotan, ¿verdad?

—Y, escuchen, cuando Stibbons dijo «sarong» yo…

—Hay algo familiar en ella —dijo Ridcully con aire pensativo.

—¿Han visto ese coco del museo de Cosas Francamente Poco Usuales? —preguntó el prefecto mayor—. Lo llaman coco-de-mar y… Ja, ja! —añadió después de haber hecho acopio de valor—. El caso es que tiene una forma muy curiosa, saben, y nunca adivinarán en quién me hacía pensar cada vez que lo veía…

—No puede ser la señora Panadizo, ¿verdad? —murmuró Ponder.

—De hecho, debo admitir que…

—Bueno, pues a mí me ha parecido levemente gracioso —dijo el decano.

—Es la señora Panadizo —dijo Ridcully.

—En realidad más que un coco parecía una nuez grande, pero…

El prefecto mayor empezó a percatarse de que el cielo de su planeta personal había cambiado de color. Se volvió lentamente, miró, dijo «Mwaaaa» y se desplomó sobre la arena.

—No acabo de entender qué le ha ocurrido al señor bibliotecario —dijo la señora Panadizo con una voz que hizo que el prefecto mayor se retorciera en su desmayo.

El coco abrió los ojos. Parecía como si acabara de ver algo horripilante, pero ésa es una expresión normal en los bebés orangutanes y, en cualquier caso, estaba mirando al decano.

—¡Eek! —dijo. Ridcully tosió.

—Bueno, por lo menos tiene la forma correcta —dijo—. ¿Y… eh… usted, señora Panadizo, qué tal se encuentra?

—Mwaaa… —dijo el prefecto mayor.

—Pues muy bien, gracias —dijo la señora Panadizo—. Este país me sienta maravillosamente. No sé si habrá sido el nadar, pero el caso es que hacía años que no me sentía tan animada y llena de energías. Pero entonces miré alrededor y vi a este monito tan encantador sentado ahí, y…

—Ponder, ¿querría hacer el favor de sumergir al prefecto mayor en el mar durante unos momentos? —dijo Ridcully—. Procure escoger un sitio no demasiado profundo, y no se preocupe si ve que empieza a echar vapor. No quiero inquietarla, señora Panadizo —dijo, volviéndose hacia ella y tomándole la mano libre—, pero creo que está a punto de pasar por una experiencia que le resultará sorprendente. En primer lugar, y le ruego que no me malinterprete, quizá sería buena idea que se aflojara la ropa. —Tragó saliva—. Ligeramente, claro.

El tesorero había experimentado algunos cambios de edad mientras vagaba por aquella tierra húmeda pero estéril, mas para un hombre capaz de pasarse una tarde entera siendo un jarrón de flores, el cambiar de edad apenas era una pequeña molestia.

Lo que había atraído su atención era una hoguera. La hoguera estaba consumiendo trozos de madera arrastrados por la corriente, y la sal hacía que las llamas adquiriesen ribetes azules.

Junto a ella había un saco confeccionado con pieles de animales.

La tierra húmeda tembló junto al tesorero y un árbol surgió de ella, creciendo tan deprisa que la lluvia se evaporó de las hojas que se desplegaban a toda velocidad. Eso no le sorprendió. Muy pocas cosas le sorprendían. Además, nunca había visto crecer un árbol antes, por lo que no tenía ni idea de con qué rapidez lo hacían.

Después varios árboles más estallaron a su alrededor. Uno de ellos creció tan deprisa que pasó de la categoría de plantón a la de tronco medio podrido en escasos segundos.

Y de repente al tesorero le pareció que había otras personas por allí. No podía verlas ni oírlas, pero una pequeña parte de su ser percibía su presencia. Aun así, el tesorero estaba acostumbrado a la presencia de personas que no podían ser vistas ni oídas por nadie más, y había pasado muchas horas absorto en deliciosas conversaciones con figuras históricas y, en ocasiones, con la pared.

En conjunto, y dependiendo de cuál fuese tu punto de vista sobre los encuentros realmente cercanos con la deidad, el tesorero era o el candidato ideal o la elección menos adecuada.

Un anciano salió de detrás de una roca, fue hacía la hoguera y se detuvo al percatarse de la presencia del tesorero.

Había muchas cosas que la mente del tesorero era incapaz de entender, y el concepto del racismo figuraba entre ellas. Como color de la piel, el negro era infinitamente preferible a algunos de los colores que conocía, aunque nunca había visto a nadie tan negro como el hombre que le estaba contemplando. Al menos eso era lo que el tesorero creía que estaba haciendo, porque los ojos del anciano se hallaban tan hundidos en las órbitas que no estaba totalmente seguro.

—Hurra —dijo el tesorero, que había sido educado como es debido—. ¿Hay un rosal?

El anciano le dirigió una inclinación de la cabeza con cierta perplejidad. A continuación fue hasta el árbol muerto, arrancó una rama y la echó a las llamas. Después se sentó y se dedicó a observarlas, como si el ver consumirse la madera fuese el espectáculo más fascinante del mundo.

El tesorero se sentó en una roca y esperó. Si el juego era paciencia, siempre podían jugar dos.

De vez en cuando el anciano alzaba la mirada hacía él. El tesorero siguió sonriendo, y en un par de ocasiones le saludó agitando la mano.

Finalmente la rama fue sacada de la hoguera. El anciano cogió el saco de cuero con la otra mano y se alejó por entre las rocas. El tesorero le siguió.

Debajo de un pequeño risco había un saliente que protegía de la lluvia un tramo de roca vertical. Era la clase de superficie tentadora que, en Ankh-Morpork, ya estaría cubierta por tales grosores superpuestos de carteles, anuncios y pintadas que, si hubieras quitado la pared, la acumulación general se habría sostenido por sí sola.

Alguien había dibujado un árbol. Era el árbol dibujado más simple que el tesorero había visto desde los tiempos en que aún no era lo bastante mayor para leer libros donde hubiera más texto que imágenes, pero de alguna extraña manera también era el que mejor se correspondía con la realidad. Era sencillo porque algo muy complejo había sido apretadamente enrollado sobre sí mismo; como si alguien que quería dibujar árboles hubiese empezado con la habitual nube verde sostenida por un palote, y luego la hubiese refinado, y después la hubiese refinado un poco más y hubiera buscado las pequeñas variaciones en una línea que decían «árbol» y las hubiera refinado hasta que sólo quedó una línea que decía árbol.

Y ahora cuando lo mirabas podías oír el viento en las ramas.

El anciano bajó la mano y cogió una piedra plana embadurnada con una pasta blanca. Trazó otra línea sobre la roca, ligeramente parecida a una V aplanada, y la emborronó con fango.

El tesorero se echó a reír cuando las alas surgieron de la pintura y pasaron junto a él con un veloz zumbido.

Y una vez más volvió a ser consciente de un extraño efecto en el aire. Ese efecto hizo que se acordara del viejo Gomas Houser, ése era su nombre y ya llevaba muchos años muerto, por supuesto, pero seguía siendo recordado por sus contemporáneos como el inventor del Artilugio Gráfico.

El tesorero ingresó en la Universidad cuando los aspirantes a magos iniciaban su aprendizaje muy pronto, poco después del momento en que habían aprendido a andar pero antes de que empezaran a pelearse por las chicas en el parque de juegos. Copiar un montón de veces la misma línea en el aula disciplinaria era uno de los castigos más habituales y el tesorero, como todos los demás, hizo algunos experimentos con el concepto de atar varias plumas a una regla en un intento de escribir las líneas de tres en tres. Pero Houser, un chico reservado y pensativo, cogió unos trozos de madera, despojó a un colchón de sus muelles y acabó creando una máquina capaz de escribir primero cuatro, luego dieciséis y, finalmente, treinta y dos líneas. La máquina había llegado a ser tan popular que los chicos infringían deliberadamente las reglas para tener acceso a ella, a tres centavos la sesión de uso y un real para ayudar a tensar los muelles. Preparar la máquina requería más tiempo del que nunca llegó a ser ahorrado utilizándola, naturalmente, pero eso suele ocurrir en muchos campos similares y es un signo del progreso. Los experimentos tuvieron un final trágico cuando alguien abrió una puerta en el momento equivocado y la repentina liberación de la tensión acumulada en el prototipo experimental de máquina de 256 líneas hizo que su creador saliera despedido por una ventana del cuarto piso.

Salvo por la ausencia de gritos, la mano que estaba trazando sus líneas infinitamente sencillas sobre la roca hizo que el tesorero se acordara de Houser. Había cierta sensación de estar haciendo algo pequeño que estaba haciendo ocurrir algo enorme.

El tesorero se dedicó a contemplarla. Fue, como recordaría posteriormente cada vez que se encontraba en condiciones de recordar algo, uno de los momentos más felices de su vida.

Cuando Rincewind levantó la cabeza, el casco de un guardia estaba girando en el suelo.

Para su asombro, los hombres todavía estaban allí, aunque se hallaban esparcidos por el suelo en distintas actitudes de inconsciencia o, por lo menos y si su cerebro todavía estaba en condiciones de funcionar, fingiéndolas. El Equipaje, al igual que los gatos, tiende a dejar de interesarse por las cosas que se niegan a seguir oponiendo resistencia incluso después de que les hayas atizado unas cuantas patadas.

El suelo también estaba lleno de zapatos. El Equipaje, cojeando lentamente, se estaba moviendo en círculos.

Rincewind suspiró y se puso en pie.

—Quítate los zapatos. No te quedan bien —dijo.

El Equipaje se detuvo, y un instante después los zapatos restantes chocaron con la pared.

—Y el traje. ¿Qué pensarían esas damas tan encantadoras si te vieran vestido de esa manera?

El Equipaje se encogió de bisagras, quitándose de encima los tres o cuatro jirones llenos de lentejuelas que aún llevaba.

—Date la vuelta, quiero verte las asas. No; he dicho que te des la vuelta. Haz el favor de darte la vuelta como es debido, ¿quieres? Ah, ya me parecía a mí… He dicho que te des la vuelta. Esos pendientes… La verdad es que no te favorecen nada, ¿sabes? —Se inclinó sobre el Equipaje—. ¿Qué es eso? ¿Un remache, quizá? ¿Es la nueva moda en tapas o qué?

El Equipaje reculó. Su comportamiento dejaba muy claro que aunque estaba dispuesto a renunciar a los zapatos, al traje e incluso a los pendientes, lucharía hasta el fin por el remache.

—De acuerdo, de acuerdo. Ahora dame mi ropa interior limpia, porque con la que llevo puesta se podrían hacer estantes.

El Equipaje abrió su tapa.

—Bien, y ahora vamos a… ¿Eso es mi ropa interior? ¡Antes la muerte que permitir que alguien me vea llevando esas cosas! Sí, sospecho que el que me vieran llevando esas cosas significaría mi muerte… Mi ropa interior, por favor. Tiene mí nombre dentro, aunque ya no recuerdo por qué me pareció necesario ponerle mi nombre

La tapa se cerró. Y luego se abrió.

—Gracias.

Preguntarse cómo se hacía o, ya puestos, por qué la colada siempre aparecía recién planchada era una forma muy entretenida de perder el tiempo.

Los guardias seguían inconscientes, pero la fuerza de la costumbre hizo que Rincewind se cambiara detrás de una pila de cajas viejas. Rincewind era la clase de persona que, si estuviera sola en una isla desierta, se cambiaría detrás de un árbol.

—¿No has notado nada raro en este callejón? —preguntó por encima de las cajas—. No hay desagües. No hay alcantarillas. Aquí nunca han oído hablar de la lluvia. Supongo que eres el Equipaje y no un canguro disfrazado, ¿verdad? ¿Por qué lo pregunto? Dioses, esto ya está mejor. Bueno, vamos…

El Equipaje abrió la tapa, y una joven alzó la mirada hacia Rincewind.

—¿Quién…? Oh, eres el ciego —dijo.

—¿Perdón?

—Oh, lo siento. Darleen dijo que debías de estar ciego. ¿Podrías ayudarme a salir?

Rincewind comprendió que la joven que estaba saliendo del Equipaje tenía que ser Neilette, la tercera integrante del grupo de Leticia y la que apenas llamaba la atención comparada con las demás y era bastante menos… ¿atractiva? Rincewind acabó decidiendo que la palabra adecuada era «exuberante». Las otras chicas llenaban todo el espacio que las rodeaba. No había más que pensar en Darleen, por ejemplo: era toda una señora, y cuando Rincewind la había visto por última vez estaba sosteniendo a un hombre por el cuello para poder atizarle puñetazos en la cara. Cuando Darleen entraba en una habitación, todos los presentes se daban cuenta de ello.

Neilette, que era sencillamente corriente, se quitó un poco de tierra del vestido y suspiró.

—Enseguida comprendí que iba a haber otra pelea, así que me escondí dentro de Baulito —dijo.

—Baulito, ¿eh? —dijo Rincewind.

El Equipaje tuvo la decencia de parecer avergonzado.

—Cuando Darleen va a algún sitio, tarde o temprano siempre hay pelea —dijo Neilette—. Te asombraría lo que es capaz de hacer con un tacón-estilete.

—Creo que la he visto emplear uno, así que necesito que me cuentes lo que puede llegar a hacer con dos —dijo Rincewind—. ¿Puedo ayudarte en algo? Claro que yo y Baulito… —le asestó una patada al Equipaje— estábamos a punto de emprender un largo viaje, ¿verdad, Baulito?

—Oh, no le des patadas. El pobrecito se ha portado muy bien —dijo Neilette.

—¿De veras? —preguntó Rincewind.

El Equipaje se volvió lentamente para que Rincewind no pudiera ver la expresión que acababa de aparecer en su cerradura.

—Oh, sí. Los mineros de Cangoolie se habrían puesto muy… desagradables con Leticia si Baulito no hubiera intervenido.

—Y supongo que su intervención consistió en pisotearlos, ¿no?

—¿Cómo lo sabes?

—Oh, el Equi… Baulito me pertenece. Nos habíamos separado.

Neilette intentó atusarse los cabellos.

—Las otras nunca tienen problemas con el pelo —dijo—. Les basta con cambiar de peluca, ¿sabes? La cerveza puede ser un buen champú. —Suspiró—. Oh, bueno. Supongo que tendré que encontrar alguna manera de volver a casa.

—¿Dónde vives?

—En Worralorrasurfa. Yendo hacía el Borde, ya sabes… —Volvió a suspirar—. ¡Hola de nuevo, y adiós al mundo del espectáculo!

Después se echó a llorar y se sentó sobre el Equipaje.

Rincewind se preguntó si debía recurrir a la rutina del «palmadita, palmadita, vamos, vamos». Si Neilette era como Darleen, podía perder un brazo. Rincewind acabó por emitir lo que esperaba fuese un balbuceo tranquilizador.

—Quiero decir que, bueno, ya sé que no canto demasiado bien y que soy incapaz de bailar pero, francamente, Leticia y Darleen lo hacen igual de mal que yo —prosiguió Neilette—. Cuando Darleen canta La Reinona Alegre podrías cortar pan con sus notas. No es que se hayan portado mal conmigo —se apresuró a añadir—, pero en la vida tiene que haber algo más que ver cómo te tiran latas de cerveza cada noche y te echan del pueblo a patadas.

Rincewind se atrevió a aventurar un «vamos, vamos», pero no osó añadirle «palmadita, palmadita».

—En realidad sólo lo hice porque Noelene no estaba disponible —sollozó Neilette—. Y yo tengo más o menos la misma altura y Leticia no consiguió encontrar a nadie y yo necesitaba el dinero y ella dijo que no me preocupara porque todo iría bien siempre que nadie se diera cuenta de que mis manos eran tan pequeñas…

—¿Y Noelene es…?

—Mí hermano. Y conste que se lo dije, ¿de acuerdo? Le dije que me parecía muy bien que intentara ganar el campeonato de surf y que le encantaran los trajes de noche, pero ¿las dos cosas juntas? Son incompatibles, ¿comprendes? A veces las olas te lanzan contra los corales, y no puedes imaginar lo malo que es eso para la piel. Y Leticia ya había organizado toda esta gira y tenían que irse a la mañana siguiente y, bueno, en ese momento me pareció una buena idea.

—Noelene… —dijo Rincewind con aire pensativo—. Es un nombre bastante raro para una…

—Darleen dijo que no lo entenderías —repuso Neilette con la mirada clavada en una pared—. Me parece que mi hermano trabajó demasiados años en esa fábrica —murmuró—. Siempre fue muy impresionable. Bien, el caso es que…

—Oh, ya lo entiendo. Es uno de esos hombres que se disfrazan de mujer, ¿verdad? —dijo Rincewind—. Sí, los he visto actuar en algunas ocasiones. Una vieja tradición de la pantomima: un par de globos, una peluca de paja y unos cuantos chistes subidos de tono. Vaya, pero si recuerdo que cuando estudiaba, en las fiestas de la vigilia de los cerdos, el viejo Vientos Cárter y Pantalones de Acero siempre nos hacían reír con sus…

Rincewind se dio cuenta de que Neilette le estaba lanzando una de esas miradas terriblemente penetrantes que parecen no acabar nunca.

—¿Viajas mucho? —le preguntó.

—Te asombraría lo mucho que llego a viajar —repuso Rincewind.

—¿Y conoces a toda clase de gente?

—Generalmente a la peor, debo admitirlo.

—Bueno, pues algunos hombres… —Neilette no llegó a completar la frase—. ¿Pantalones de Acero? ¿Alguien se llamaba así?

—No exactamente. En realidad se llamaba Ronaldo Pantalones, pero le encantaba hacerse el duro, y cuando oías las cosas que contaban de él…

—Oh, ¿eso es todo? —dijo Neilette. Se levantó y se sonó—. Les dije que me iría en cuanto hubiéramos llegado a la Gala, así que lo entenderán. Disfrazarse de mujer no es trabajo para una mujer… que, dicho sea de paso, es lo que soy. Siempre había creído que resulta obvio que soy una mujer, pero en tu caso he pensado que sería preferible mencionarlo. ¿Puedes sacarnos de aquí, Baulito?

El Equipaje fue a la pared del extremo del callejón y la pateó hasta producir un agujero. Al volver le atizó unas cuantas patadas a un guardia que había cometido la imprudencia de removerse.

—Eh… Yo le llamo el Equipaje —dijo Rincewind.

—¿De veras? Nosotros le llamamos Baulito.

El agujero de la pared daba a una habitación sumida en la oscuridad. Había muchas cajas amontonadas junto a las paredes, todas cubiertas de telarañas.

—Oh, estamos en la vieja fábrica de cerveza —dijo Neilette—. Bueno, en realidad es la nueva. Busquemos una puerta.

—Buena idea —dijo Rincewind, contemplando las telarañas—. ¿La nueva fábrica de cerveza? Pues a mí me parece bastante vieja…

Neilette intentó abrir una puerta.

—Cerrada —dijo—. Bueno, ya encontraremos otra. Mira, es la nueva fábrica de cerveza porque la construimos para sustituir a la que había junto al río. Pero nunca llegó a entrar en funcionamiento. La cerveza no hacía espuma. Todos decían que estaba encantada. Mi padre perdió casi todo su dinero.

—¿Porqué?

—Porque era el dueño. Y además eso le destrozó el corazón, claro. Me la dejó en herencia —probó con otra puerta—, porque, bueno, nunca se llevó muy bien con Noelene, seguramente debido a ese asunto de los trajes de noche, ya sabes, o mejor dicho, obviamente no lo sabes… Pero el caso es que acabó arruinado. Y la Cerveza Ro había sido la mejor de todo el país.

—¿No puedes venderla? La fábrica de cerveza, quiero decir.

—¿Aquí? ¿Vender una fábrica de cerveza que se queda sin espuma en cinco segundos? No podría ni regalarla.

Rincewind alzó la mirada hacia las enormes cubas metálicas.

—Quizá la construyeron encima de algún antiguo lugar sagrado —dijo—. Puede ocurrir, ya sabes. En mi ciudad había un restaurante especializado en pescado que se construyó justo encima de…

Neilette sacudió otra puerta que se negó a abrirse.

—Eso es lo que pensó todo el mundo —dijo—. Pero al parecer papá se lo preguntó a las tribus locales y le dijeron que no se trataba de eso. Dijeron que de sagrado nada, más bien todo lo contrario. El jefe de una tribu fue a ver al primer ministro a la cárcel y le dijo: «Compañero, en lo que respecta a nosotros tu chusma puede desenterrar todo lo que haya en ese sitio y tirarlo por el borde del mundo. Calma y tranquilidad, ¿de acuerdo?»

—¿Y por qué tuvo que ir a la cárcel?

—Siempre metemos en la cárcel a nuestros políticos en cuanto acaban de ser elegidos. ¿Vosotros no?

—¿Porqué?

—Ahorra tiempo. —Neilette probó un picaporte que se negó a girar—. ¡Maldición! Y las ventanas están demasiado altas…

El suelo tembló. Un tintineo metálico llegó hasta ellos desde algún lugar de la oscuridad. Extrañas olitas de polvo se deslizaron por el suelo.

—Oh, no, otra vez no —dijo Neilette.

Ahora no sólo el polvo se movía. Formas minúsculas corrieron a través de él, fluyeron alrededor de los pies de Rincewind y se escabulleron velozmente por debajo de la puerta cerrada.

—¡Las arañas se van! —dijo Neilette.

—¡Estupendo! ¡Por mí pueden irse todas! —dijo Rincewind.

Esta vez el temblor hizo crujir la pared.

—Nunca habían sido tan fuertes —murmuró Neilette—. Busca una escalera y echaremos un vistazo a las ventanas.

Una escalera decidió separarse de la pared en las alturas y se dobló sobre sí misma para acabar convirtiéndose en un rompecabezas metálico encima del suelo.

—Puede que no te parezca un buen momento para preguntarlo —dijo Rincewind—, pero no serás un canguro, verdad?

El metal empezó a crujir por encima de sus cabezas, y después siguió crujiendo en un interminable gemido de dolor inorgánico. Rincewind alzó la mirada y vio que la cúpula de la, fábrica de cerveza se estaba deshaciendo en una miríada de trozos de cristal que iniciaban una lenta caída.

Y, precipitándose también al vacío con algunas de sus lámparas todavía encendidas, vio la silueta sonriente del canguro de la Cerveza Ro.

—¡Baulito! ¡Abre la tapa! —gritó Neilette.

—No… —comenzó a decir Rincewind, pero Neilette le cogió del brazo y tiró de él. Delante del mago había una tapa que ya se estaba abriendo…

El mundo se oscureció.

Había madera debajo de él. Rincewind la tocó con cautela. Y delante de él también había madera. Y junto a él había…

—¿Te importaría dejar de hacer eso, por favor?

—¿Estamos dentro del Equipaje?

—¿Por qué no? Así es como conseguimos salir de Cangoolie la semana pasada. Creo que quizá sea una caja mágica.

—¿Tienes idea de lo que ha llegado a contener?

—Sé que Leticia guardaba su ginebra dentro de ella.

Rincewind alzó los brazos y examinó el techo.

El Equipaje tal vez tuviera más de un interior. Rincewind ya lo había sospechado, desde luego. Quizá fuera como una de esas cajas de prestidigitador en las que, después de que habías introducido una moneda, el cajón giraba milagrosamente y la moneda desaparecía. De niño a Rincewind le habían regalado una de esas cajas para que jugara con ella. Rincewind perdió casi dos dólares antes de darse por vencido y tirarla a la basura.

Sus dedos encontraron una tapa y la abrieron.

Seguían en la fábrica de cerveza. Eso no dejaba de ser un alivio, considerando la clase de lugares en que podías acabar encontrándote si te metías dentro del Equipaje. El inquietante ruido no había cesado, y de vez en cuando era puntuado por tintineos y tañidos cuando trozos de metal oxidado caían al suelo con intenciones letales.

El letrero del canguro estaba encendido.

Y por entre el humo que desprendía se divisaban unos cuantos sombreros puntiagudos. Es decir, que las nubéculas que giraban y ondulaban alrededor de los agujeros en el aire se parecían muchísimo a las siluetas tridimensionales de un grupo de magos.

Rincewind salió del Equipaje.

—Oh, no —farfulló—. Sólo llevo un par de meses aquí. ¡Yo no tengo la culpa!

—Parecen fantasmas —dijo Neilette—. ¿Los conoces?

—¡No! ¡Pero tienen algo que ver con estos terremotos! ¡Y con algo llamado Lo-Que-Moja, sea lo que sea!

—Eso sólo es una vieja leyenda. Y en todo caso, señor mago, quizá te haya pasado por alto que este sitio se está llenando de humo. ¿Por dónde hemos entrado?

Rincewind miró desesperadamente alrededor. El humo lo ocultaba todo.

—¿Este sitio tiene sótanos? —preguntó.

—¡Sí! Yo solía jugar con Noelene en ellos cuando éramos pequeños. ¡Busca escotillones en el suelo!

Tres minutos después, el viejo escotillón de madera del callejón acabó cediendo ante la insistente ofensiva del Equipaje. Unas cuantas ratas salieron del hueco, seguidas por Rincewind y Neilette.

Nadie les prestó atención. Una columna de humo se estaba elevando por encima de la ciudad. Guardias y ciudadanos ya habían formado una cadena de cubos, y hombres provistos de un ariete intentaban derribar la puerta principal de la fábrica de cerveza.

—Me alegro de no estar ahí dentro —observó Rincewind—. Oh, ya lo creo que me alegro.

—Eh, ¿qué está pasando? ¿Dónde se ha metido la maldita agua? —gritó un hombre que accionaba en vano la palanca de una bomba en la calle. Un guardia le cogió del brazo.

—¡Hay otra en ese patio de ahí! ¡Muévete, compañero!

Un par de hombres empezaron a accionar la otra bomba. El caño emitió una especie de tos ahogada, escupió unas gotas de agua y un poco de óxido mojado, y se dio por vencido.

Rincewind tragó saliva.

—Creo que el agua se ha ido —dijo.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Neilette—. Siempre hay agua. ¡Hay mares enormes debajo del suelo!

—Sí, pero… no están muy llenos. Aquí no llueve.

—Ya estás otra vez con… ¿Qué es lo que sabes? Tienes cara de tener un plan, señor mago.

Rincewind alzó los ojos hacia la torre de humo. Las chispas giraban y bailaban dentro de ella, elevándose entre las oleadas de calor para acabar cayendo sobre la ciudad. Y todo debe de estar más seco que un desierto, pensó. Aquí no llueve. Aquí… Eh, espera un momento.

—¿Cómo sabes que soy un mago? —preguntó.

—Lo pone en tu sombrero —dijo Neilette—. No muy bien, pero lo pone.

—¿Sabes qué es un mago? Te lo pregunto muy en serio.

—¡Todo el mundo sabe lo que es un mago! ¡Tenemos una universidad entera llena de esos inútiles!

—¿Podrías enseñarme dónde está esa universidad?

—¡Encuéntrala tú solo!

Neilette intentó abrirse paso entre la multitud. Rincewind echó a correr detrás de ella.

—¡No te vayas, por favor! ¡Necesito a alguien como tú! En calidad de intérprete, ¿comprendes?

—¿Qué quieres decir? ¡Hablamos la misma lengua!

—¿De veras? ¿Aquí los chaparros son tipos muy bajitos o son botellitas de cerveza? ¿Con qué frecuencia confunden los recién llegados a los bajitos con las botellitas?

Neilette sonrió.

—No más de una vez.

—Llévame a esa universidad vuestra, ¿quieres? Presiento que no tardaremos en presenciar una Última Batalla.

Un alarido metálico resonó en las alturas y el regulador de un molino se estrelló contra la calle.

—Será mejor que nos demos prisa, porque de lo contrario lo único que podremos beber será cerveza —añadió.

—Dioses, ¿qué es eso?

—¿Una especie de rata? —sugirió Estudios Indefinidos.

—Eh, miren. El tesorero ha encontrado a uno de los lugareños… —El decano fue hacía el pintor, que estaba contemplando a los magos con la boca abierta—. Buenos días, amigo. ¿Cómo se llama esa cosa?

La mirada del pintor siguió la dirección del dedo.

—¿Canguro? —aventuró.

—Canguro, ¿eh?

—Puede que eso que ha dicho no sea su nombre, señor —dijo Ponder—. Quizá sólo está diciendo «No lo sé».

—No veo por qué no va a saberlo. Parece el tipo de hombre que encuentras en esta clase de sitios —dijo el decano—. Bronceado intenso, escasez de pantalones… Sí, no cabe duda de que es el tipo de hombre que sabe cómo se llaman los bichos.

—Sólo lo dibujó —dijo el tesorero.

—Oh, ¿de veras? Algunos de estos tipos son grandes artistas.

—No es Rincewind, ¿verdad? —preguntó Ridcully, que rara vez se molestaba en recordar una cara—. Ya veo que está bastante moreno, pero unos meses al sol cocerían a cualquiera.

Los otros magos se reunieron con ellos y miraron alrededor en busca de algún signo de rectangularidad móvil.

—No lleva sombrero —dijo Ponder, y eso puso fin a la discusión.

El decano estaba contemplando el muro de roca.

—Para ser arte nativo estos dibujos no están nada mal —dijo—. Unas líneas muy… interesantes.

El tesorero asintió. A sus ojos, los dibujos sencillamente estaban vivos. Quizá fueran tierra coloreada esparcida sobre la roca, pero estaban tan vivos como el canguro que acababa de irse a grandes saltos.

El anciano había empezado a dibujar una serpiente. Una línea llena de ondulaciones.

—Hace tiempo vi algunos de los palacios que los tezumen construyeron en la jungla —dijo el decano mientras le miraba—. Ni un gramo de cemento en todo el edificio, y las piedras encajaban tan bien que no podías hundir la hoja de un cuchillo entre ellas. ¡Ja! Las piedras eran lo único en lo que los tezumen no hundían cuchillos —añadió—. Un pueblo muy raro, desde luego… Siempre le estaban dando al cacao y al sacrificio humano a gran escala. Como combinación resulta bastante exótica, ¿no les parece? Mata a cincuenta mil personas y luego disfruta de una taza de chocolate bien caliente. Disculpe, ¿me permite? Antes se me daba bastante bien.

Para horror incluso de Ridcully, el decano cogió el trocito de rama despuntada de entre los dedos del pintor y lo deslizó delicadamente sobre la roca.

—¿Ve? Un punto para representar el ojo —dijo el decano, devolviéndole la ramita.

El pintor le dirigió una especie de sonrisa o, lo que es lo mismo, le enseñó los dientes. Como les había ocurrido anteriormente a muchos otros seres de multitud de planos astrales, no conseguía entender a los magos. Éstos poseían esa confianza en sí mismos de tamaño familiar a la que todo parece estarle permitido. Generaban un campo inconsciente que decía que era perfectamente lógico, natural y justo que estuvieran allí, pero que nadie debía atenderles o empezar a poner orden por ellos y que todo el mundo debía seguir adelante con lo que estuviera haciendo. Las víctimas más sensibles acababan teniendo la impresión de que cada mago empuñaba una tablilla para hacer anotaciones y estaba repartiendo calificaciones.

Una serpiente se escabulló detrás del decano con una rápida ondulación.

—¿Alguien ha notado algo raro? —preguntó Runas Recientes—. Acabo de sentir un cosquilleo en los dedos. ¿Alguno de ustedes ha hecho algo de magia?

El decano cogió una ramita quemada. El pintor se quedó boquiabierto mientras veía cómo el mago trazaba una línea sobre la roca.

—Me parece que le está ofendiendo —dijo Ponder.

—¡Tonterías! Un buen artista siempre está preparado para aprender —repuso el decano—. Es curioso, pero estos tipos parecen incapaces de entender la perspectiva…

Eso es debido a que la perspectiva es una mentira, pensó, o recibió el pensamiento, el tesorero. Si sé que un estanque es redondo, ¿por qué debería dibujarlo ovalado? Lo dibujaré redondo porque es redondo y ésa es la verdad. El que mis ojos me mientan no significa que mi pincel deba mentiros.

El pensamiento parecía lleno de irritación.

—¿Qué está dibujando, decano? —preguntó el prefecto mayor.

—¿A usted qué le parece? Un pájaro, por supuesto.

Pero un pájaro debe volar, pensó la voz que se había infiltrado en la cabeza del tesorero. ¿Dónde están las alas?

—Está posado en el suelo, y por eso no se le ven las alas —dijo el decano, y luego pareció sorprenderse de haber respondido a una pregunta que nadie había formulado—. ¡Maldición! La verdad es que dibujar encima de una roca resulta más difícil de lo que parece…

Yo siempre veo las alas, pensó la voz. El tesorero se apresuró a buscar su frasquito de píldoras de extracto de rana. Normalmente las voces no se expresaban con tanta precisión.

—Es un pájaro muy plano —dijo Ridcully—. Déjelo, decano, nuestro amigo está empezando a ponerse muy serio. Vamos a ver si conseguimos organizar un buen hechizo de embarcaciones…

—Pues a mí me parece una comadreja —dijo el prefecto mayor—. Por la cola, ¿sabe? No le ha quedado demasiado bien.

—Me ha resbalado la ramita.

—Los patos están más gordos —dijo Estudios Indefinidos—. No debería tratar de impresionarnos, decano. ¿Cuándo vio un pato por última vez? Uno que no estuviera rodeado por una guarnición de guisantes, quiero decir…

—¡Pues la semana pasada, sin ir más lejos!

—Sí, cenamos pato al horno. Con salsa de ciruelas, creo recordar. Venga, déjeme probar…

—¡Ahora tiene tres patas!

—¡Yo pedí la ramita y usted me la quitó!

—Oiga, yo entiendo bastante de patos y sé que lo que tiene ahí es risible —dijo Ridcully—. Démelo… Gracias. El pico se hace así…

—Está en el extremo equivocado y es demasiado grande.

—¿Me está diciendo que eso es un pico?

—Oigan, los tres le están ladrando al árbol equivocado. Déme esa ramita…

—¡Ah, pero es que los patos no ladran! ¡Ja! No hay por qué ponerse sarcástico…

La Universidad Invisible estaba hecha de piedra: en realidad, estaba tan firme y decididamente hecha de piedra que había muchos sitios en los que no se podía distinguir dónde terminaba la roca salvaje y empezaba la piedra domesticada.

¿Y con qué otra cosa se habría podido construir una universidad, después de todo? Si Rincewind hubiera tenido que redactar una lista de posibles materiales, nunca se le habría ocurrido incluir las planchas de hierro acanaladas.

Pero en respuesta a alguna clase de memoria ancestral de los magos, las planchas que enmarcaban las puertas habían sido expertamente dobladas y trabajadas a martillazos hasta darles la forma de un arco de piedra. Encima de ellas, grabadas a fuego sobre el delgado metal, se leía: sedatio et tranquilitas.

—No debería sorprenderme, ¿verdad? —murmuró Rincewind—. «Calma y tranquilidad.»

Las puertas, que también estaban hechas de planchas de hierro acanalado unidas a fragmentos de madera por un hombre que había utilizado clavos de segunda mano, se hallaban sólidamente cerradas. Una multitud las estaba golpeando con los puños.

—Parece que otras muchas personas han tenido la misma idea —dijo Neilette.

—Tiene que haber otra forma de entrar —dijo Rincewind, alejándose de las puertas—. Habrá un callejón… Ah, aquí está. Bien, estas paredes no son de piedra, así que no habrá ladrillos extraíbles, lo cual significa que… —Empujó las planchas de metal con los dedos y una de ellas onduló—. Ah, sí. Una plancha suelta que se hace a un lado para que puedas volver a entrar después que los porteros hayan cerrado las puertas.

—¿Cómo lo sabías?

—Esto es una universidad, ¿no? Vamos.

Alguien había escrito un mensaje con tiza al lado de la plancha suelta.

—«Nulli Sheilae sanguineae» —leyó Rincewind—. Pero tú no te llamas Sheila, así que no creo que haya problemas.

—Si significa lo que creo que significa, quiere decir que no se admiten mujeres —dijo Neilette—. Deberías haber traído a Darleen.

—¿Cómo dices?

—Oh, olvida que la he mencionado.

Rincewind se sorprendió al ver que al otro lado de la valla había una pequeña extensión de césped iluminada por las luces de un edificio no muy alto. Todos los edificios eran más bien bajos pero tenían techos enormes, con lo que se obtenía el efecto general de que alguien había pisado un montón de setas cuadradas. Quizá los hubieran pintado alguna vez, pero saltaba a la vista que el pintarlos había sido un auténtico acontecimiento histórico, probablemente acaecido en algún momento entre el Fuego y la Invención de la Rueda.

Y había una torre de unos seis metros de altura.

—Ya veo que aquí a cualquier cosa le llamáis universidad —dijo Rincewind, permitiéndose cierto sarcasmo—. ¿Seis metros de altura? Podría me… podría escupir desde lo alto de ella. Oh, bueno…

Echó a andar hacia la entrada en el mismo instante en que la luz se volvía más intensa y quedaba teñida de octarino, el octavo color íntimamente asociado con la magia. Las puertas estaban cerradas.

Rincewind las golpeó con el puño, haciéndolas temblar.

—¡Saludos fraternales, hermanos! —gritó—. Os traigo… Oh, ciel…

El mundo sencillamente cambió. En un momento dado Rincewind estaba de pie delante de unas puertas oxidadas, y al siguiente se encontraba en el centro de un círculo formado por media docena de magos que le miraban fijamente.

Recuperó el equilibrio.

—Bueno, nota máxima por el esfuerzo —logró decir—. En el sitio del que vengo, y si lo desean pueden llamarme señor Plomo, nos limitamos a abrir la puerta.

—¡Por todos los cuervos lapidados, cada vez nos sale mejor! —exclamó un mago.

Y eran magos. Rincewind no tenía ninguna duda de ello. Llevaban los sombreros puntiagudos de rigor, aunque las alas eran tan anchas que más bien parecían cornisas. Sus túnicas terminaban por debajo de la cintura, y debajo de ellas llevaban pantalones cortos, calcetines grises extralargos y grandes sandalias de cuero. Su atuendo no tenía mucho que ver con la típica indumentaria del practicante de la magia tal como Rincewind había llegado a entenderla, pero seguían siendo magos. Todos tenían ese inconfundible aspecto de dirigible que se dispone a elevarse por los aires.

El que parecía el líder del grupo dirigió una inclinación de cabeza a Rincewind.

—Buenas noches, señor Plomo, Debo decir que ha llegado mucho más deprisa de lo que esperábamos.

—Esto… digamos que ha sido una especie de desplazamiento asistido —repuso Rincewind.

—No tiene un aspecto muy demoníaco —dijo un mago—. ¿Se acuerdan del último que invocamos? Seis ojos y tres…

—Los que son realmente buenos en su oficio pueden disfrazar su apariencia, decano.

—Pues entonces éste debe de ser un auténtico genio, archicanciller.

—Gracias —dijo Rincewind.

El archicanciller volvió a asentir. Era muy mayor, por supuesto, con un rostro que parecía atornillado a su cuello, y una barbita que empezaba a encanecer. Tenía algo familiar que Rincewind no consiguió identificar.

—Le hemos invocado, señor Plomo, porque queremos saber qué le ha pasado al agua —dijo.

—Toda el agua se ha ido, ¿verdad? —dijo Rincewind—. Sí, ya me lo parecía.

—No puede irse —dijo el decano—. Es agua. Si profundizas lo suficiente, al final siempre acabas encontrando agua.

—Pero si continuamos bajando, algún elefante acabará teniendo serios problemas de espalda —dijo el archicanciller—. Así pues, decidimos…

Las puertas cayeron al suelo con un repentino estruendo metálico. Los magos retrocedieron.

—¿Qué cuernos es eso? —preguntó uno de ellos.

—Oh, es mi Equipaje —dijo Rincewind—. Está hecho de…

—¡No me refiero a la caja con piernas! Eso es una mujer, ¿no?

—Mi amigo no entiende mucho de esas cosas, así que será mejor que no le hagan ese tipo de preguntas —dijo Neilette, saliendo de detrás del Equipaje—. Lo siento, pero Baulito se hartó de esperar.

—¡No podemos consentir que haya mujeres en la Universidad! —gritó el decano—. ¡Querrán tomar una copa de jerez!

—Calma y tranquilidad —dijo el archicanciller, agitando una mano con irritación—. ¿Qué le ha pasado al agua, Plomo?

—Supongo que la habrán gastado toda —contestó Rincewind.

—¿Y cómo podemos conseguir más agua?

—¿Por qué todo el mundo me pregunta a mí? ¿No tienen hechizos para hacer llover o algo por el estilo?

—Esa palabra de nuevo —dijo el decano—. Agua que cae del cielo, ¿eh? ¡Lo creeré cuando lo vea!

—Intentamos crear una de esas… ¿cómo se llaman? Esas enormes bolsas grises llenas de agua, ya sabe. Las cosas que algunos marineros dicen ver en el cielo, vamos…

—Nubes.

—Exacto. Pues no hay manera de que floten, Plomo. La semana pasada lanzamos una desde la torre y luego tuvimos que sacar al decano de debajo de ella.

—Nunca he creído en esas viejas historias —dijo el decano—. Y supongo que además esperaron a que yo estuviera pasando por allí para lanzarla, ¿no?

—No hay que fabricarlas, sencillamente aparecen por sí solas —dijo Rincewind—. Oigan, no sé cómo hacer llover. Creía que cualquier mago medianamente decente sabría componer un hechizo para hacer llover —añadió.

—¿De veras? —preguntó el archicanciller con peligrosa jovialidad.

—Dicho sea sin ánimo de ofender —se apresuró a aclarar Rincewind—. Estoy seguro de que su universidad está muy bien, sobre todo viendo cómo andan las cosas. Salta a la vista que no es una auténtica universidad, claro, pero dadas las circunstancias no cabe duda de que es asombrosamente buena.

—¿Qué le pasa a la Universidad? —preguntó el archicanciller.

—Bueno… su torre es bastante pequeña, ¿no? Incluso en comparación con los edificios de los alrededores, quiero decir… Después de todo, no…

—Creo que deberíamos enseñarle nuestra torre al señor Plomo —dijo el archicanciller—. Me temo que no nos está tomando en serio.

—Ya la he visto —dijo Rincewind.

—¿Desde lo alto?

—No, evidentemente desde lo alto no…

—No tenemos tiempo para esto, archicanciller —dijo un mago bajito—. Mandemos de vuelta al infierno a este pesado y ya se nos ocurrirá algo.

—Disculpen, pero ¿cuando hablan del «infierno» se están refiriendo a un sitio muy caliente y muy rojo? —preguntó Rincewind.

—¡Sí!

—¿De veras? ¿Y cómo saben los ecksianos que han llegado allí? ¿La cerveza está más caliente, quizá?

—Basta de discusiones. Éste apareció enseguida que hicimos la invocación, así que es el que necesitamos —dijo el archicanciller—. Acompáñeme, Plomo. Será cosa de un momento.

Ponder meneó la cabeza y fue hacia la hoguera. La señora Panadizo estaba recatadamente sentada en una roca. Delante de ella, y manteniéndose lo más cerca posible del fuego, estaba el bibliotecario. Seguía siendo muy pequeño, y Ponder pensó que su glándula temporal quizá requería más tiempo del habitual para aclararse.

—¿Qué están haciendo los caballeros? —preguntó la señora Panadizo.

—Tuvo que levantar la voz para hacerse oír por encima de la discusión, pero ella era el tipo de mujer capaz de ver cómo los magos les lanzaban bolas de fuego a los monstruos de las Dimensiones Desconocidas y preguntar si había alguna dificultad. Le gustaba que la informaran acerca de esas cosas.

—Se han encontrado con un hombre que estaba haciendo los dibujos más realistas y llenos de vida que he visto jamás —dijo Ponder—, así que ahora están tratando de enseñarle a dibujar. Ya han organizado un comité, y le están dando clases.

—Los caballeros siempre se toman mucho interés por las cosas —dijo la señora Panadizo.

—Siempre interfieren —dijo Ponder—. No sé qué les pasa a los magos, pero son incapaces de estarse quietos y mirar. Han estado discutiendo cómo hay que dibujar un pato, y el único punto sobre el que han conseguido ponerse de acuerdo hasta el momento es que los patos pertenecen a la familia de los cuadrúpedos. Yo no lo creo así. Sinceramente, señora Panadizo, son como unos gatitos en un cobertizo lleno de plumas… ¿Qué es eso?

El bibliotecario había vaciado la bolsa de cuero junto a la hoguera y estaba examinando su contenido para averiguar a qué sabía, tal como suelen hacer los mamíferos jóvenes en todas partes.

Cogió un trozo de madera pintado con líneas de muchos colores: había más pigmentos de los que el anciano estaba utilizando para pintar, y Ponder se preguntó por qué. El bibliotecario lo sometió a la prueba de la aceptabilidad gustativa, golpeó el suelo con él con gesto vagamente esperanzado y acabó tirándolo. Después cogió una especie de óvalo aplanado de madera unido a un trozo de cordel e intentó masticar el cordel.

—¿Eso es un yo-yo? —preguntó la señora Panadizo.

—Cuando era pequeño solíamos llamarlos ranas rugidoras —dijo Ponder—. Lo haces girar alrededor de tu cabeza y produce un ruido muy curioso —añadió, agitando la mano en el aire.

—¿Eeek?

—Oooh, qué monito tan encantador. ¡Está tratando de hacer lo mismo que usted!

El bibliotecario intentó hacer girar el cordel y sólo consiguió enrollárselo en la cara y golpearse la nuca con el óvalo de madera.

—¡Oh, pobrecito! Quíteselo, señor Stibbons, haga el favor.

El bibliotecario enseñó unos cuantos colmillos mientras Ponder desenrollaba el cordel.

—Espero que crezca pronto —dijo—. De lo contrarío la Biblioteca se llenará de libros sobre conejitos…

La torre era rechoncha. La base era de piedra, pero los constructores parecían haberse hartado de ella hacía la mitad de la torre y habían recurrido a planchas de latón oxidado clavadas sobre una estructura de madera. Una escalera de aspecto precario llevaba a lo alto de la torre.

—Muy impresionante —suspiró Rincewind.

—El panorama es todavía mejor desde arriba. Siga subiendo.

La escalera tembló bajo el peso de Rincewind hasta que consiguió llegar al suelo de tablones, donde se acostó y jadeó. Debe ser la cerveza y las emociones, pensó. Una escalerita de nada no debería hacerme esto.

—Aquí arriba se respira mejor, ¿verdad? —dijo el archicanciller, yendo hacia el parapeto y señalando la ciudad con una mano.

—Oh, desde luego —dijo Rincewind, yendo con paso tambaleante hacia las planchas de hierro acanalado—. Seguro que incluso puedes ver el sue… ¡Aaaargh!

El archicanciller le cogió de los brazos y tiró de él.

—Muy bien… —boqueó Rincewind.

—¿Quiere volver a bajar?

Rincewind miró al mago y después, centímetro a centímetro, empezó a retroceder hacia la escalera. Bajó la mirada, listo para volver a levantar la cabeza en una fracción de segundo, y contó los escalones.

Después, y siempre moviéndose con la misma cautela, fue hasta el parapeto y se atrevió a asomarse.

Podía ver el puntito llameante de la fábrica de cerveza incendiada. También podía ver Bugarup y su puerto…

Rincewind alzó la mirada y vio el desierto rojo reluciendo bajo la luz de la luna.

—¿Qué altura tiene esto? —graznó.

—¿Por fuera? Unos ochocientos metros —dijo el archicanciller.

—¿Y por dentro?

—Acaba de subir por ella. Dos pisos.

—¿Está intentando decirme que tienen una torre que es más alta por fuera que por dentro?

—No está mal, ¿verdad? —exclamó alegremente el archicanciller.

—Muy… muy astuto —dijo Rincewind.

—Los ecksianos somos muy astutos y…

—¡Rincewind!

La voz procedía de abajo.

—¿Sí? —dijo Rincewind.

—No, usted no —replicó el mago—. ¡Quiero hablar con el archicanciller!

—Yo soy Rincewind —dijo Rincewind.

El archicanciller le dio una palmadita en el hombro.

—Qué coincidencia —dijo—. Yo también.

Ponder le devolvió la rana rugidora al pequeño bibliotecario.

—Puedes quedártelo, ¿entiendes? —dijo—. Te lo estoy dando y, a cambio, quizá podrías apartar los dientes de mi pierna.

La voz de la razón llegó hasta ellos desde el otro lado de la roca.

—Nada de peleas, caballeros. Vamos a votar: bien, todos los que estén seguros de que un pato tiene los pies palmeados, que levanten la mano…

El bibliotecario hizo girar el artilugio unas veces más.

—No parece de las mejores —dijo Ponder—. Apenas hace ruido… Oh, ¿cuánto tiempo piensan seguir discutiendo?

… whum…

—¡Eek!

—Sí, sí, muy bien.

… whum… whum… whuuMMMMM…

Ponder alzó la mirada para ver cómo un resplandor amarillo se extendía sobre la llanura.

Un círculo de cielo azul había empezado a abrirse en las alturas. Estaba dejando de llover.

—¿Eek?

Ponder se preguntó qué habría llevado hasta allí a aquel anciano. ¿Por qué estaba pintando figuras sobre la roca en las tierras desérticas de un continente nuevo?

Y entonces todo se oscureció.

El anciano sonrió con aire de satisfacción y dio la espalda al dibujo que acababa de terminar. El dibujo había contenido un montón de sombreros puntiagudos, y acababa de desaparecer de la roca.

Y el anciano se había puesto muy contento, y había dibujado todas las arañas y unas cuantas zarigüeyas antes de descubrir qué era lo que faltaba.

Ni siquiera vio a la extraña criatura de expresión melancólica y pico parecido al de un pato que se estaba introduciendo silenciosamente en las aguas del río a unos metros de él.

—Tenemos que ser primos lejanos o algo así —dijo el archicanciller—. No es un nombre demasiado común, ¿sabes? Tómate otra cerveza.

—En una ocasión me dediqué a repasar los registros de la Universidad Invisible —dijo Rincewind con malhumor—. Antes de mí nunca habían tenido un Rincewind. —Invirtió la lata de cerveza y acabó de apurarla—. Y pensándolo bien, yo nunca había tenido un pariente. ¿Parientes? Nunca jamás. —Abrió otra lata—. Nunca he tenido a nadie que me hiciera todas esas cositas que se supone que hacen los parientes, como… como… bueno, como regalarte un suéter horrible para la vigilia de los cerdos. Ese tipo de cosas, ya sabes.

—¿Cómo te llamas? Aparte de Rincewind, quiero decir. Yo me llamo Bill.

—Es un buen nombre. Bill Rincewind… Sí, me gusta. La verdad es que no estoy muy seguro de cómo me llamo.

—¿Cómo suele llamarte la gente?

—Bueno, normalmente dicen «¡Alto!» o «¡Detente!» —repuso Rincewind, y bebió un sorbo de cerveza—. Eso no es más que un apodo, naturalmente. Cuando quieren ponerse más ceremoniosos gritan «¡No dejéis que se escape!». —Entrecerró los ojos y estudió la lata de cerveza—. Es mejor que la otra —dijo—. ¿Qué pone aquí? ¿«Redembudo»? Qué nombre más raro para una cerveza, ¿no?

—Estás leyendo la lista de ingredientes —dijo Bill.

—¿De veras? —farfulló Rincewind—. ¿Qué estaba diciendo?

—Sombreros puntiagudos. El agua se acaba. Canguros parlantes. Dibujos que cobran vida.

—Exacto —dijo el decano—. Y sí dices esas cosas cuando estás sobrio, queremos ver qué efecto tiene la cerveza.

—Verás, cuando salga el sol tendré que bajar a la cárcel para hablar con el primer ministro y explicarle por qué no sabemos lo que le ha pasado al agua —dijo el archicanciller Bill—. Cualquier cosa que puedas hacer para ayudarnos nos seria de gran utilidad. Déle otra lata, decano. La gente ya está golpeando las puertas. En cuanto la cerveza se haya acabado tendremos problemas.

Rincewind tenía la sensación de estar envuelto por una cálida niebla ambarina. Estaba entre magos, que siempre estaban discutiendo. Y la cerveza hacía que le resultara más fácil pensar.

Un mago se inclinó sobre su hombro y colocó un libro abierto delante de él.

—Esto es una copia de una pintura rupestre de Cangoolie —dijo—. Siempre nos hemos preguntado qué son esa especie de glóbulos que hay encima de las figuras…

—Lluvia —dijo Rincewind después de echarle un vistazo.

—Sí, ya la habías mencionado antes —dijo Bill—. Gotitas de agua que vuelan por los aires, ¿verdad?

—Que caen —le corrigió Rincewind.

—¿Y no duele?

—No.

—El agua pesa. Y todo eso de las bolsas enormes llenas de agua que van flotando de un lado a otro por encima de nuestras cabezas… Francamente, como idea no me parece nada atractiva.

Rincewind nunca había estudiado meteorología, pero llevaba toda una vida consumiendo sus productos.

—Son como… vapor —dijo mientras agitaba las manos en el aire, y después eructó—. Sí, eso es. Son muy bonitas: blandas, esponjosas… Como el vapor, vamos.

—¿Están hirviendo?

—No, no. Las nubes están muy frías. A veces llegan a bajar tanto que incluso tocan el suelo.

Los magos se miraron.

—Ya sé que sólo es cerveza, pero cada vez nos sale más condenadamente buena —dijo Bill.

—Pues a mí estas nubes me parecen condenadamente peligrosas —dijo el decano—. No queremos que vayan por ahí chocando con los árboles y los edificios.

—Ah, pero es que… es que son blandas. Son tan blandas como… como el humo.

—¡Pero has dicho que no estaban calientes!

Y de repente Rincewind dio con la explicación perfecta.

—¿Nunca le habéis jadeado encima a un espejo frío? —preguntó sonriendo.

—No de manera regular, pero sé a qué te refieres.

—¡Bueno, pues básicamente las nubes son eso! ¿Podría tomarme otra cerveza, por favor? Es asombroso: pomuchimisimo que bebaba, no paice tener solutamente ningún festo sobre mí. Me ayuda a pensar con más claclaclaridad.

El archicanciller Rincewind tabaleó con los dedos sobre la mesa.

—Tú y todo este asunto de la lluvia… Tenéis que estar relacionados de alguna manera, ¿no? Se nos ha acabado el agua y entonces apareces de repente…

Rincewind eructó.

—Y además he de arreglar algo que no va bien —dijo—. Sombreros puntiagudos, todos flotando en el aire…

—¿Dónde los viste por última vez?

—En la fábrica de cerveza donde no había cerveza. Dicen que está encantada, jajá. Encantada por un montón de sombreros puntiagudos, jajajaja…

Bill le miraba fijamente.

—Claro —dijo. Contempló la cada vez más encorvada silueta de su primo lejano, esta vez desde muy cerca—. Vayamos ahí. —Después volvió a mirar a Rincewind y pareció reflexionar—. Y nos llevaremos unas cuantas cervezas —añadió.

Ponder Stibbons intentó pensar, pero sus pensamientos discurrían muy despacio. Todo estaba oscuro y no podía moverse, pero eso no le preocupaba demasiado. Era como estar en la cama disfrutando de uno de esos momentos tan agradables en los que te encuentras suficientemente despierto para saber que todavía estás deliciosamente dormido.

Hay que ver lo deprisa que pasa el tiempo…

La cadena de cubos se había vuelto enorme, e iba desde el muelle hasta la fábrica de cerveza. A pesar del refrescante olor a roble especiado de sus Chardonnays, los ecksianos no eran la clase de personas capaces de cruzarse de brazos mientras una fábrica de cerveza arde hasta los cimientos. El que no hubiera cerveza dentro de ella carecía de importancia, porque estaba en juego un principio.

Los magos se abrieron paso a través de la multitud entre un coro de murmullos y algún que otro grito despectivo lanzado desde la segundad de las últimas filas.

Nubes de humo y vapor brotaban de la entrada principal, cuyas puertas habían sido derribadas por un ariete.

El archicanciller Rincewind entró, remolcando a su risueño pariente detrás de él.

El letrero de la Cerveza Ro, reducido a un esqueleto metálico, todavía humeaba en el centro del suelo.

—No paraba de señalarlo y decía no sé qué de unos sombreros puntiagudos —se atrevió a decir Neilette.

—Compruebe si es mágico, decano —dijo el archicanciller Rincewind.

El decano agitó una mano y unas chispas volaron por los aires.

—Nada —dijo—. Sigo insistiendo en que deberíamos…

Por un momento unas siluetas puntiagudas flotaron en el aire y después desaparecieron.

—Eso no es magia —dijo un mago—. Eran fantasmas.

—Todo el mundo sabe que este lugar está encantado. Espíritus malignos, dicen.

—Tendrían que haberse conformado con hacer cerveza —observó el archicanciller Rincewind.

Neilette señaló el escotillón.

—Pero no lleva a ninguna parte —dijo—. Hay una trampilla por la que puedes salir de la fábrica y unos cuantos almacenes, y eso es todo.

Los magos miraron hacia abajo.

Debajo sólo había oscuridad. Algo pequeño se apresuró a huir, correteando sobre lo que parecían mucho más de cuatro patas. El aire olía a cerveza muy vieja y muy rancia.

—Calma y tranquilidad —dijo Rincewind, agitando alegremente una lata—. Yo iré delante, ¿de acuerdo?

Aquello era divertido.

Debajo de él había una escalerilla oxidada atornillada a la pared. Crujió bajo su peso y se desprendió de la pared cuando Rincewind estaba a un metro del suelo del sótano, arrojándole contra las piedras. Los magos le oyeron reír.

—¿Alguno de vosotros conoce a un tipo llamado Dibbler? —gritó Rincewind, levantando la cabeza hacia ellos.

—¿El viejo Beneficio Justo y Razonable? —preguntó Bill.

—El mismo. Estará fuera vendiendo cosas a la multitud, ¿verdad?

—Muy probablemente.

—¿Alguien podría traerme uno de sus pasteles de albóndiga flotante con ración extra de salsa de tomate? Me parece que necesito comer algo.

El decano miró al archicanciller Rincewind.

—¿Cuántas cervezas se ha bebido? —Tres o cuatro latas. El pobre bastardo debe de ser alérgico a la cerveza.

—¡Creo que incluso podría comerme dos! —gritó Rincewind.

—¿Dos?

—Calma y tranquilidad. ¿Alguien tiene una antorcha? Aquí abajo está muy oscuro.

—¿Quieres los pasteles de alta cocina o los corrientes? —preguntó el decano.

—Oh, me conformo con los corrientes. ¡Viva la comida sencilla!

—Pobre bastardo —dijo Bill, y empezó a seleccionar unas monedas de entre la calderilla de su bolsillo.

Los sótanos estaban muy oscuros, pero la trampilla dejaba pasar luz suficiente para que Rincewind distinguiese enormes cañerías entre la penumbra.

Saltaba a la vista que poco después de que la fábrica de cerveza hubiera cerrado, pero antes de que la gente hubiera tenido tiempo de bloquear todas las entradas, los sótanos habían sido empleados por la juventud para lo que suelen emplearse ese tipo de lugares cuando estás viviendo con tus padres, la casa es demasiado pequeña y nadie ha tenido la genial idea de inventar los vehículos motorizados.

En resumen, que habían escrito en las paredes. Rincewind vio meticulosas inscripciones contándole a la posteridad que, por ejemplo, «B. Abosa es un Pozza». Rincewind no sabía qué era un pozza, pero estaba seguro de que a B. Abosa no le haría ninguna gracia. La forma en que la jerga parecía irradiar significado incluso en otro idioma era asombrosa.

Un golpe sordo indicó que el Equipaje acababa de aterrizar sobre el suelo de piedra detrás de él.

—Baulito, mi viejo compañero —dijo Rincewind—. ¡Calma y tranquilidad!

Otra escalerilla fue introducida en la abertura y los magos, moviéndose cautelosamente, se reunieron con él. El archicanciller Rincewind empuñaba un cayado cuyo extremo emitía luz.

—¿Has encontrado algo? —preguntó.

—Bueno, sí. No sé quién puede ser B. Abosa, pero me niego a estrecharle la mano —dijo Rincewind.

—Oh, cuando llegas a conocerle un poco acabas descubriendo que el decano no es tan mal tipo… ¿Qué pasa?

Rincewind estaba señalando el otro extremo de la sala.

Allí, encima de una puerta, alguien había dibujado varios sombreros puntiagudos con trazos rojos. Los sombreros relucían bajo la luz.

—Cielos. Es sangre —dijo Rincewind.

Su primo deslizó un dedo por las líneas.

—Es ocre —dijo—. Arcilla…

La puerta llevaba a otro sótano donde sólo había barriles vacíos, cajas rotas y oscuridad que olía a moho.

El polvo se arremolinó en el suelo, impulsado por la corriente de aire provocada por sus movimientos, y creó una serie de diminutos torbellinos invertidos. Más sombreros puntiagudos.

—Hmmmm. Paredes por todas partes —dijo Bill—. Será mejor que escojas una dirección, compañero.

Rincewind tomó un sorbo de cerveza, cerró los ojos y extendió un dedo, señalando al azar.

—¡Por ahí!

El Equipaje se lanzó hacia adelante y chocó con los ladrillos, que cayeron para revelar un espacio oscuro al otro lado.

Rincewind metió la cabeza por el hueco. Los constructores se habían limitado a levantar un muro de ladrillos para cerrar una parte de la caverna. A juzgar por el frescor del aire, la caverna era bastante grande.

Neilette y los magos le siguieron.

—¡Estoy segura de que este sitio no estaba aquí cuando construyeron la fábrica! —dijo Neilette.

—Es muy grande —dijo el decano—. ¿Qué puede haberla creado?

—El agua —dijo Rincewind.

—¿Qué estás diciendo? ¿El agua hace grandes agujeros en las rocas?

—Sí, y no me preguntes por qué. ¿Qué ha sido eso?

—¿El qué?

—¿No habéis oído nada?

—Sí, a ti preguntando qué había sido eso.

Rincewind suspiró. El aire frío le estaba despejando la borrachera.

—Sois magos, ¿verdad? —preguntó—. Oh, sí, ya veo que eso es lo que sois. Lleváis unos sombreros con más ala que punta y toda la Universidad está hecha de latón, y además tenéis una torre minúscula que es, cielos, debo admitirlo, mucho más alta por fuera que por dentro, pero sois magos. Bien, ¿queréis hacer el favor de callaros de una vez?

Un plinc casi inaudible resonó en el silencio.

Rincewind intentó examinar las profundidades de la caverna. La luz de los cayados las volvía todavía más amenazadoras, porque proyectaba sombras. La oscuridad no era más que oscuridad, pero las sombras podían ocultar cualquier cosa.

—Estas cavernas tienen que haber sido exploradas —dijo.

Era más una esperanza que una declaración. Allí la historia tendía a volverse bastante flexible y fofa.

—Nunca había oído hablar de ellas —dijo el decano.

—Más puntas. Mirad —dijo Bill mientras avanzaban.

—Sólo son estalactitas y estalagmitas —dijo Rincewind—. No sé cómo funciona exactamente, pero el agua gotea sobre las cosas y deja montones de cosas. Se necesitan millares de años, pero ocurre continuamente.

—¿Estamos hablando de la misma clase de agua que flota por el cielo y abre grandes agujeros en las rocas? —preguntó el decano.

—Esto… sí… eh… obviamente sí —dijo Rincewind.

—Entonces es una suerte que sólo tengamos de la clase que sirve para beber y lavarse.

—Teníais —dijo Rincewind.

Un mago en período de prácticas llegó corriendo con una bandeja tapada por un plato.

—¡He traído el último que le quedaba! —dijo—. Y además es de los de alta cocina.

Levantó la tapa. Rincewind contempló el contenido de la bandeja y tragó saliva.

—Oh, cielos…

—¿Qué pasa?

—¿Queda alguna cerveza? Me parece que estoy empezando a… perder la… concentración…

Su primo, que ya estaba abriendo una lata de Redembudo, fue hacia él.

—Tape ese pastel y manténgalo caliente, Cartwright. Bébete esto, Rincewind.

Los magos lo observaron mientras Rincewind vaciaba la lata.

—Muy bien, compañero —dijo el archicanciller—. Y ahora, ¿te apetecería un exquisito pastel de carne en un gran cuenco de guisantes reblandecidos y recubierto con salsa de tomate? —Vio que el rostro de Rincewind empezaba a cambiar de color—. Necesitas otra lata —sugirió. Los magos vieron cómo se la bebía.

—Bueno —dijo el archicanciller—. Y ahora, Rincewind, ¿qué tal si nos tomamos uno de los deliciosos pasteles flotantes de Beneficio Justo y Razonable? Albóndiga de carne con sopa de guisantes y salsa de tomate, ya sabes… El rostro de Rincewind se desencajó levemente.

—Buena… idea —dijo—. ¿Con un poquito de coco por encima, quizá? Los magos se relajaron.

—Bien, ahora ya lo sabemos —dijo el archicanciller Rincewind—. Debemos mantenerte suficientemente borracho para que los pasteles de Dibbler te parezcan sabrosos, pero no tan borracho como para que tu cerebro sufra daños permanentes.

—Entonces estamos hablando de un margen muy estrecho —dijo el decano.

Bill alzó la mirada hacía el techo, donde las sombras bailaban entre las estalactitas, a menos que fueran estalagmitas.

—Estamos debajo de la ciudad —dijo—. ¿Cómo es que nunca habíamos oído hablar de este sitio?

—Buena pregunta —respondió el decano—. Los hombres que construyeron los sótanos tienen que haberlo visto.

Rincewind intentó pensar.

—Por aquel entonces no estaba aquí —dijo.

—Antes dijiste que esas estalacosas tardaban millares de años en…

—Probablemente el mes pasado no estaban aquí, pero ahora llevan miles de años en este sitio —dijo Rincewind, y eructó—. Es como vuestra torre —añadió—. Más alta por fuera que por dentro, ¿no?

—¿Eh?

—Probablemente sólo funciona aquí —dijo Rincewind—. ¿Nunca os habéis dado cuenta de que a más geografía, menos historia? Más espacio, menos tiempo. Apuesto a que este sitio sólo ha necesitado un par de segundos para estar aquí desde hace milenios. ¿Lo entendéis? Más corto por fuera. Está clarísimo.

—Creo que no he bebido suficientes cervezas para entender eso —dijo el decano.

Algo le empujó las piernas por detrás. El decano bajó la vista y vio al Equipaje. Una de las costumbres más molestas del Equipaje era la de pegarse tanto a las personas que cuando éstas bajaban la mirada, se sentían repentinamente aquejadas de un grave exceso de pies.

—O esto —añadió.

Los magos se fueron callando a medida que Rincewind los conducía hacia las profundidades de la caverna. Rincewind no tenía muy claro quién le conducía a él, pero estaba decidido a mantener la calma y la tranquilidad.

En contra de los procedimientos habituales, empezó a haber más luz, aunque la proliferación de hongos luminosos o cristales iridiscentes en cavernas dentro de las que el héroe —que no ha sido suficientemente previsor para coger una linterna— necesita ver representa una de las intrusiones más obvias de la causalidad narrativa en el universo físico. En este caso, las rocas brillaban no debido a alguna misteriosa luz interior sino sencillamente como si el sol estuviera bañándolas con sus rayos unos instantes después del amanecer.

El cerebro humano también se encuentra sometido a otros imperativos. Uno de ellos dice que cuanto más grande es el espacio más bajo será el tono de voz empleado dentro de él, y tiene su origen en la tendencia natural a hablar en voz muy baja cuando estás pisando algo enorme. Ésa fue la razón por la que cuando el archicanciller Rincewind entró en la gigantesca caverna dijo casi inaudiblemente: «¡Caray, es condenadamente grande!»

Pero el decano gritó «¡Yuuuuuuju!» porque siempre hay alguien que grita.

El techo de aquella parte también estaba lleno de estalactitas y, justo en el centro, había una estalactita gigantesca que casi rozaba a la estalagmita que le reflejaba. El aire estaba irrespirablemente caliente.

—Aquí hay algo que no… —empezó Rincewind.

Plinc.

Poco después localizaron la fuente del ruido. Un hilillo de agua estaba descendiendo por un lado de la estalactita y formaba gotitas que caían sobre la estalagmita.

Otra gota se formó delante de sus ojos, y quedó suspendida del extremo de la estalactita.

Un mago subió por la pendiente de roca reseca y la contempló.

—No se mueve —dijo—. El hilillo se está secando. Creo que… se está evaporando.

El archicanciller se volvió hacia Rincewind.

—Bueno, compañero, te hemos seguido hasta aquí —dijo—. ¿Y ahora qué?

—Creo que necesito otra cer…

—No quedan más latas, compañero.

Los ojos de Rincewind recorrieron desesperadamente la caverna y acabaron posándose en la enorme masa translúcida de piedra caliza que se alzaba delante de él.

Era puntiaguda, y además ocupaba justo el centro de la caverna. De hecho poseía cierta inevitabilidad.

Y pensándolo bien, el que algo semejante se hubiese formado precisamente allí abajo, donde podía relucir como una perla dentro de una ostra, no dejaba de ser bastante extraño. El suelo volvió a temblar. Arriba la gente ya empezaría a tener sed, y no tardarían en maldecir a los molinos como sólo los ecksianos eran capaces de maldecir. El que no hubiese agua ya era bastante grave, y cuando se acabara la cerveza… Bueno, entonces la gente empezaría a enfadarse de veras.

Todos los magos estaban esperando a que Rincewind hiciera algo.

Bien, en tal caso habría que empezar por la roca. ¿Qué sabía sobre las rocas y las cavernas de esa zona?

Aquella clase de momentos siempre traían consigo una curiosa sensación de libertad. Hiciera lo que hiciera acabaría metido en un buen lío, así que ¿por qué no intentarlo?

—Necesito un poco de pintura —dijo.

—¿Para qué?

—Para lo que he de hacer —contestó Rincewind.

—Bueno, quizá podríamos recurrir al joven Salid —dijo el decano—. Siempre está presumiendo de lo mucho que entiende de arte. Vayamos a verle y derribemos su puerta a patadas.

—¡Y traed más cerveza! —gritó Rincewind mientras se iban.

Neilette le dio una palmadita en el hombro.

—¿Vas a hacer algo mágico? —preguntó.

—En cualquier otro lugar lo haría, pero aquí… Bueno, no estoy muy seguro —dijo Rincewind—. Si no da resultado, procura mantenerte alejada.

—Ah. Entonces va a ser peligroso, ¿verdad?

—No. Quizá tenga que echar a correr sin mirar por dónde voy. Pero… ¿te has dado cuenta de que esta roca está caliente?

Neilette la tocó.

—Así es…

—Estaba pensando que… Supongamos que alguien estuviera en un país que no hubiese debido estar allí. ¿Qué haría?

—Oh, supongo que la guardia lo arrestaría.

—No, no. No me refería a la gente. ¿Qué haría la tierra? Creo que necesito otro trago. Antes lo veía más claro, pero ahora…

—Bueno, ya estamos aquí —dijeron los magos mientras entraban corriendo en la caverna—. No hemos podido encontrar gran cosa, pero hay un poco de lechada y un poco de pintura roja y una lata de algo que podría ser pintura negra o aceite de brea. De pinceles, en cambio, andamos francamente mal.

Rincewind cogió un pincel que parecía haber sido utilizado hacía mucho tiempo para encalar una pared muy rugosa y para limpiarle los dientes a un cocodrilo.

Rincewind nunca había tenido mucha mano para el arte. Las habilidades artísticas básicas y una familiaridad con la caligrafía oculta forman parte del adiestramiento inicial de un mago, pero en los dedos de Rincewind la tiza se partía y los lápices se astillaban. Probablemente fuera debido a una profunda desconfianza hacia cualquier intento de trasladar al papel cosas que ya estaban muy bien allí donde estaban.

Neilette le pasó una lata de Redembudo. Rincewind bebió un buen trago de cerveza y después metió el pincel en lo que quizá fuese pintura negra y, como primer intento, trazó unas cuantas uves invertidas sobre la roca y unos cuantos círculos debajo de las líneas, con tres puntos en una de las uves y una simpática curvita en cada uno.

Tomó otro trago de cerveza y comprendió que estaba haciendo mal. Tratar de mantenerse estrictamente fiel a la vida en aquel lugar no servía de nada: lo que debía hacer era tratar de producir una impresión.

Rincewind empezó a esparcir pinceladas sobre la piedra, canturreando entre dientes mientras pintaba.

—¿Todavía no habéis adivinado qué es? —preguntó por encima del hombro.

—A mí me parece un poquito moderno —dijo el decano.

Pero Rincewind ya le había pillado el truco. Cualquier idiota es capaz de copiar lo que ve (por lo menos cualquier idiota salvo, posiblemente, Rincewind), pero lo importante era pintar algo que se moviese, que expresase de forma clara y precisa el… que expresase de forma clara y precisa el lo-que-fuese, vamos. Lo que hacías era seguir la dirección que la pintura y el color querían que siguieras.

—Quizá sea por el ángulo de la luz y todo lo demás, pero… —dijo Neilette—. Bueno, podría ser un grupo de magos…

Rincewind entrecerró los ojos. Quizá fuese por la manera en que se movían las sombras, pero tenía que admitir que había hecho un trabajo magnífico. Aplicó un poco más de pintura.

—Parece como si estuvieran saliendo de la piedra —dijo alguien detrás de él, con voz débil y ahogada.

Rincewind se sintió como si estuviera cayendo dentro de un agujero. Ya había experimentado esa sensación con anterioridad, aunque normalmente sólo cuando estaba cayendo dentro de un agujero. Las paredes se habían vuelto borrosas, como si estuvieran desfilando junto a él a gran velocidad. El suelo temblaba.

—¿Nos estamos moviendo?

—Eso parece, ¿verdad? —dijo el archicanciller Rincewind—. ¡Pero permanecemos inmóviles!

—Moverse mientras permaneces inmóvil —murmuró Rincewind, y soltó una risita—. ¡Muy bueno, muy bueno! —Después entrecerró los ojos, sonrió y se dedicó a contemplar la lata de cerveza—. ¿Sabéis una cosa? ¡Con la cerveza que tenemos en casa nunca he podido aguantar más de un par de pintas seguidas, pero con ésta es como beber limonada! ¿Alguien tiene a mano ese pastel de carne…?

Tan estrepitosamente como una tempestad debajo de la cama pero tan suavemente como dos flanes colisionando, el pasado y el presente se encontraron por fin.

Y tanto el pasado como el presente contenían un montón de personas.

—¿Qué está pasando aquí?

—¿Decano? —¿Sí?

—¡Usted no es el decano!

—¿Cómo osa decir eso? ¿Quién es usted?

—¡Ook!

—¡Que lapiden a las vacas, pero sí hay un mono aquí dentro!

—¡No! ¡No! ¡Yo no he dicho eso! ¡Ha sido él quien lo ha dicho!

—¿Archicanciller?

—¿Sí?

—¿Sí?

—¿Qué? ¿Cuántos de ustedes hay?

La oscuridad pasó al púrpura, y el púrpura se fue deslizando hacia el violeta.

—¿Quieren dejar de gritar y hacer el favor de escucharme de una vez? —Para asombro de Rincewind, así lo hicieron—. ¡Miren, las paredes se están aproximando! ¡Este sitio está tratando de no existir!

Y después de haber cumplido con su deber hacia la comunidad, Rincewind giró sobre los talones y echó a correr sobre el tembloroso suelo de roca.

Un par de segundos después el Equipaje le rebasó, lo que siempre era una mala señal.

Rincewind oyó voces detrás de él. A los magos siempre les costaba mucho aceptar que, si había algo que caracterizara a los peligros claros e inminentes, era precisamente el hecho de ser claros e inminentes. Preferían los peligros ambiguos acerca de los que se podía discutir. Pero un techo que está descendiendo rápidamente tiene un no-sé-qué capaz de atraer la atención incluso del mago más empecinado en discutir.

—¡La salvaré, señora Panadizo!

—¡Por el túnel!

—¿A qué velocidad diría usted que se están aproximando las paredes?

—¡Cállese y corra!

Un canguro cubierto de pelo rojizo dejó atrás a Rincewind. El morfismo errático del bibliotecario, después de haberlo convertido por unos momentos en una estalactita roja debido al evidente éxito alcanzado por esa forma a la hora de sobrevivir en las cavernas, se percató de que la supervivencia de una estalactita en una caverna que se está empequeñeciendo muy deprisa tendría los minutos contados, y optó por un campo mórfico local especialmente diseñado con vistas a la velocidad.

Hombre, canguro y Equipaje saltaron por el agujero que daba al sótano y aterrizaron en el otro extremo.

Un estrépito repentino resonó detrás de ellos y magos y mujeres fueron impulsados hacia el sótano, donde varios de ellos aterrizaron encima de Rincewind. La roca gimió y crujió detrás del muro, expulsando a aquellos cuerpos extraños en lo que Rincewind pensó era una auténtica vomitona geológica.

Algo salió despedido del agujero y le golpeó en la oreja, pero eso sólo fue un problema menor comparado con el pastel de carne que, dejando tras de sí una estela de guisantes reblandecidos y salsa de tomate, surgió del agujero y le dio de lleno en la boca.

Rincewind comprobó que, en realidad, no sabía tan mal.

La capacidad para formular preguntas como «¿Dónde estoy y quién cuernos está haciendo esta pregunta?» es una de las cosas que distinguen a la humanidad de, por ejemplo, las sepias.[23] Los magos de la Universidad Invisible —que dentro de ciertos círculos estaban considerados la flor y nata de la intelectualidad de su tiempo, aunque la opinión más extendida era que formaban el yogur cerebral de su generación— pasaron por aquella fase en cuestión de minutos. Los magos poseen un don natural para hacer malabarismos con ciertas ideas. En un momento dado están discutiendo la forma de la cabeza de un pato, y al siguiente te están diciendo que se han pasado miles de años dentro de una roca porque el tiempo transcurre más despacio en el interior. Esto no le plantea ningún problema a un hombre que ha sido capaz de localizar los lavabos de la Universidad Invisible.[24]

Había preguntas más importantes a las que responder después de que hubieran tomado asiento alrededor de la mesa de la Universidad Invisible.

—¿Hay comida? —preguntó Ridcully.

—Falta poco para que amanezca, señor.

—¿Quiere decir que nos hemos perdido la cena?

—Nos hemos perdido miles de años de cenas, archicanciller.

—¿De veras? Pues entonces más valdrá que empecemos a recuperar el tiempo perdido, señor Stibbons. De todas maneras, este sitio no está nada mal, archicanciller.

Ridcully pronunció la palabra con exagerada meticulosidad para dejar en claro que no empezaba con mayúscula.

El archicanciller Rincewind le dirigió un fraternal asentimiento de la cabeza.

—Gracias.

—Para ser una colonia, naturalmente. Me atrevería a decir que han intentado hacerlo lo mejor posible.

—Muchas gracias, Mustrum. Después me encantará enseñarle nuestra torre.

—Parece más bien pequeña.

—Eso dice la gente.

—Rincewind, Rincewind… Ese nombre me suena… —dijo Ridcully.

—Estábamos intentando encontrar a Rincewind, archicanciller —dijo pacientemente Ponder.

—¿Sí? Ah, pues yo diría que por fin ha aprendido a cuidarse. Veo que el aire fresco ha hecho un hombre de él.

—No, señor. Nuestro Rincewind es el flacucho del conato de barba y el sombrero torcido. ¿Se acuerda? El que está sentado ahí.

Rincewind levantó respetuosamente una mano.

—Yo —dijo.

Ridcully resopló.

—Bueno, qué se le va a hacer. ¿Y qué es esa cosa con la que está jugando, amigo mío?

Rincewind alzó la rana rugidora.

—Salió de la caverna con ustedes —dijo—. ¿Qué estaban haciendo con ella?

—Oh, sólo es un juguete que encontró el bibliotecario —contestó Ponder.

—Entonces todo resuelto —repuso Ridcully—. Oigan, esta cerveza no está nada mal, ¿verdad? Muy bebible, ¿no? Sí, estoy seguro de que podemos aprender muchas cosas los unos de los otros, archicanciller. Más ustedes de nosotros que nosotros de ustedes, por supuesto. Quizá deberíamos organizar un programa de intercambio de estudiantes o algo por el estilo…

—Buena idea.

—Puede quedarse con seis de los míos a cambio de una segadora de césped en buen estado. La nuestra se ha averiado.

—El excelentísimo señor Rince… El archicanciller Rincewind está intentando decir que el volver quizá resulte bastante difícil, señor —dijo Ponder—. Al parecer las cosas deberían haber cambiado ahora que estamos aquí, pero no han cambiado.

—Su Rincewind parecía convencido de que traerles aquí haría que lloviera —dijo Bill—. Pero no ha sido así.

… whummm…

—Oh, deje de jugar con esa cosa, Rincewind —pidió Ridcully—. Es obvio, ¿verdad, Bill? Como magos más experimentados que ustedes, naturalmente conocemos muchas maneras de hacer llover. No hay problema.

…whummm…

—Oiga, amigo, váyase a jugar fuera con esa cosa, ¿quiere?

El bibliotecario estaba sentado en lo alto de la torre de latón con una hoja encima de la cabeza.

—Es sorprendente, ¿no? —dijo Rincewind, sosteniendo la rana rugidora por el cordel—. Lo único que he de hacer es menear la mano y enseguida empieza a girar.

—Ook…

El bibliotecario estornudó.

—Awk…

—Ahora eres una especie de pájaro grande —dijo Rincewind—. Te encuentras fatal, ¿verdad? Bueno, en cuanto les haya dicho cómo te llamas…

El bibliotecario cambió de forma y se movió deprisa. Después hubo un breve lapso de tiempo durante el que ocurrieron muchas cosas.

—Ah —dijo calmadamente Rincewind cuando todo pareció haber terminado—. Bueno, empecemos por lo que sabemos. No veo nada. La razón por la que no veo nada es que mi túnica me tapa los ojos. A partir de esto, deduzco que estoy cabeza abajo. Me tienes agarrado por los tobillos. Corrección, por un tobillo, lo que indica que me has levantado del suelo y me has dado la vuelta. Nos encontramos en lo alto de la torre. Esto significa… —Rincewind se calló—. De acuerdo, volvamos a empezar —dijo pasados unos momentos—. Empezaremos dejando muy claro que no voy a decirle a nadie cómo te llamas.

El bibliotecario le soltó.

Un palmo de trayecto después, Rincewind cayó sobre los tablones de la torre.

—Eso no ha estado nada bien, ¿sabes?

—Ook.

—No volveremos a mencionar el tema, ¿de acuerdo?

Rincewind alzó la mirada hacia el enorme cielo vacío. Tendría que estar lloviendo. Había hecho todo lo que se suponía que debía hacer, ¿no? Y lo único que había ocurrido era que el cuadro académico de la Universidad Invisible al completo había caído sobre ellos para mostrarse condescendiente acerca de todo. ¡Y ni siquiera eran capaces de componer un hechizo para hacer llover! Para que uno de esos hechizos funcionara, necesitabas un poco de lluvia inicial con la que empezar. De hecho, siempre era más prudente asegurarse de que unos cuantos nubarrones bien negros venían hacia ti.

Y si no estaba lloviendo, entonces esas terribles corrientes de las que habían hablado probablemente seguirían haciendo de las suyas…

Aquel país no estaba tan mal, después de todo. Les encantaban los sombreros, en particular los sombreros enormes. Siempre podía ahorrar un poco de dinero, comprar una granja en el Nunca-Nunca y dedicarse a contemplar ovejas. Después de todo, las ovejas se buscaban la comida por sí solas y producían más ovejas. Lo único que tenías que hacer era recoger la lana de vez en cuando. El Equipaje probablemente acabaría aprendiendo a ser un buen perro ovejero.

Podría hacerlo, desde luego, si no fuese porque… porque ya no había agua, claro. No más ovejas, no más granjas. Loco, y Cocodrilo Cocodrilo, las hermosas damas Darleen y Leticia, Remordimiento y sus caballos, todas aquellas personas que le habían enseñado cómo encontrar las cosas que podías comer sin vomitar demasiado… todos irían secándose poco a poco hasta convertirse en polvo que sería barrido por el viento. Igual que él.

—BUENOS DÍAS.

—¿Ook?

—Oh, no… —gimió Rincewind.

—¿LA GARGANTA UN POCO RESECA, TAL VEZ?

—Oye, se supone que no debes…

—OH, TRANQUILO. TENGO UNA CITA EN LA CIUDAD. HA HABIDO UNA PELEA POR LA ÚLTIMA BOTELLA DE CERVEZA. SIN EMBARGO, TE ASEGURO QUE PUEDES CONTAR CON MI ATENCIÓN PERSONAL EN TODO MOMENTO.

—Bueno, muchas gracias. ¡Cuando llegue el momento de dejar de vivir, te aseguro que la Muerte será mi opción número uno!

La Muerte empezó a desvanecerse.

—¡Qué descaro, aparecer de esa manera! Todavía no estamos muertos —le gritó Rincewind al cielo abrasador—. ¡Podríamos hacer muchas cosas! Si consiguiéramos llegar al Cubo podríamos cortar un gran iceberg y remolcarlo hasta aquí, y eso nos proporcionaría agua de sobras… ¡sí consiguiéramos llegar al Cubo! ¡Donde hay esperanza hay vida! ¡Encontraré alguna manera! ¡En algún lugar hay una manera de hacer llover!

La Muerte había desaparecido.

Rincewind alzó amenazadoramente la rana rugidora y la hizo girar.

—¡Y no vuelvas!

—¡Ook!

El bibliotecario le cogió del brazo y olisqueó el aire.

Unos instantes después Rincewind también percibió el olor.

Rincewind hablaba una lengua bastante primitiva y no disponía de ninguna palabra para «ese olor que hueles después de que ha llovido» (aparte de «ese olor que hueles después de que ha llovido», naturalmente, y eso ya es toda una frase). Cualquier persona que tratara de describir ese olor habría tenido que abrirse paso a través de palabras como humedad, calor, vapor y, después de haber tragado aire, exhalación.

Aun así, el olor que hueles después de que ha llovido estaba allí. En aquella tierra reseca y calcinada era como una breve joya suspendida en el aire.

Rincewind volvió a hacer girar la rana rugidora. El trocito de madera produjo un ruido que no guardaba ninguna relación con el movimiento, y el olor volvió a flotar en el aire.

Rincewind examinó el juguete. Sólo era un óvalo de madera. No había ninguna marca o señal en él.

Sujetó el extremo del cordel y, a modo de experimento, lo hizo girar varias veces más.

—¿Te has dado cuenta de que cuando hago esto…? —dijo.

Pero la rana rugidora no quería detenerse. Rincewind descubrió que no podía bajar el brazo.

—Esto… Creo que quiere que lo hagan girar —dijo.

—¡Ook!

—¿Crees que debería hacerlo girar?

—¡Ook!

—Gracias, me has sido de mucha ayuda. Oooh…

El bibliotecario se apresuró a agacharse.

Rincewind giraba y giraba. Ya no podía ver la madera, porque el cordel se alargaba con cada nuevo giro. Un manchón borroso hendía el aire con sus curvas a cierta distancia de la torre, alejándose más a cada nuevo giro. Producía una especie de interminable zumbido.

Cuando hubo llegado a la ciudad, el sonido estalló en un gran trueno. Pero al extremo del cordel algo seguía girando como una nube de plata enrollada mientras dejaba tras de sí una estela de partículas blancas que, a su vez, iban formando una espiral cada vez más ancha.

El bibliotecario se había tirado al suelo y se cubría la cabeza con las manos.

Un chorro de aire subió rugiendo por el lado de la torre, arrastrando polvo, viento, calor y periquitos. La túnica de Rincewind aleteó alrededor de su mentón.

Soltar la rana rugidora era impensable. Rincewind ni siquiera estaba seguro de poder hacerlo, a menos que la rana rugidora quisiera que la soltase.

Tan tenue como un hilillo de humo, la espiral se alejó hacía la calima.

(…Y por encima del desierto rojo y los canguros que seguían saltando como si tal cosa, y mientras su cola se desplegaba sobre la costa y se introducía en el muro de tormentas, las corrientes de aire eternamente enfrentadas se confundieron las unas con las otras. Las nubes interrumpieron su majestuosa rotación alrededor del último continente, se alzaron en un hervor de confusión y nubarrones tempestuosos, invirtieron su dirección y empezaron a desplomarse sobre la tierra…)

Y el cordel escapó de la mano de Rincewind. La rana rugidora salió despedida y Rincewind no la vio caer.

Eso quizá fue debido a que aún estaba haciendo piruetas, pero la gravedad acabó imponiéndose a la inercia y Rincewind se desplomó sobre los tablones.

—Me parece que se me han incendiado los pies —murmuro.

El calor, opresivo y asfixiante, flotaba sobre la tierra como un sudario. Clancy se secó el sudor de la frente y después exprimió el trapo en un frasco de mermelada vacío. Tal como estaban yendo las cosas, después se alegraría de haberlo hecho. Luego, sosteniendo el frasco con cuidado, bajó por la escalera del molino.

—Al taladro no le ocurre nada, jefe —dijo—. Lo que pasa es que la maldita agua se ha acabado.

Remordimiento meneó la cabeza.

—Fíjate en esos caballos —dijo—. ¿Los ves? Tumbados en el suelo, sin fuerzas para levantarse… Mal asunto, mal asunto. Esta vez va en serio, Clancy. Las hemos visto de todos los colores y siempre hemos salido adelante de una manera u otra, pero me temo que esto es el fin. Quizá deberíamos cortarles el cuello a esos pobres animales; así al menos aprovecharíamos la carne…

Una ráfaga de viento le ahorró la molestia de quitarse el sombrero y esparció una oleada de aroma por encima de las matas resecas del campo de mulgas. Un caballo levantó la cabeza.

El cielo se estaba llenando de nubes que, deslizándose como las olas en una playa, eran tan negras que en el centro pasaban a un azul iluminado por destellos ocasionales.

—¿Qué demonios es eso? —preguntó Clancy.

El caballo se levantó torpemente y fue con paso tambaleante hasta el abrevadero oxidado que había debajo del molino.

El aire había empezado a relucir con destellos plateados debajo de las nubes que se arrastraban sobre la tierra.

Algo chocó con la cabeza de Remordimiento, que bajó la mirada. Algo hizo plut junto a su bota, dejando un pequeño cráter en el polvo rojizo.

—¡Es agua, Clancy! —exclamó—. ¡Condenada agua cayendo del condenado cielo, eso es lo que es!

Remordimiento y Clancy se miraron boquiabiertos mientras la tormenta descargaba, los animales empezaban a removerse y el polvo rojo se convertía en una masa de barro cuyas salpicaduras les llegaban hasta la cintura. Aquello no era una tormenta corriente. Era Lo-Que-Moja. Como diría Clancy después, tuvieron la gran suerte de encontrarse cerca de un maldito promontorio.

Pero, y aunque nunca se lo dijo a nadie, aún tuvieron la suerte de poder recuperar sus sombreros porque los corchos impidieron que se hundieran.

Aquel año todo Tetrajisteunabirra había discutido si debían organizar la regata, dada la sequía. Pero era una tradición. Montones de personas acudían para verla. Además, la noche anterior los organizadores habían discutido acaloradamente durante horas en el bar del hotel Pastoral y acabaron llegando a la conclusión de que, calma y tranquilidad mediante, todo iría bien.

Había categorías para embarcaciones remolcadas por camellos, embarcaciones optimistamente impulsadas por velas y, uno de los momentos culminantes del acontecimiento, esquifes impulsados por un método especial, tan sencillo como práctico, consistente en que la tripulación les arrancara el fondo, agarrara los costados y echara a correr lo más deprisa posible. Ver sudar a los tripulantes siempre hacía reír a la gente. Dos equipos avanzaban desesperadamente río arriba en la semifinal cuando los espectadores vieron la nube negra que se estaba esparciendo por encima de la colina del Semáforo como una masa de mermelada hirviendo.

—Los matorrales están ardiendo —dijo alguien.

—Un fuego de los matorrales sería blanco. Vamos…

Eso era lo bueno de los fuegos. Si veías uno, todo el mundo iba a apagarlo. Los incendios podían crecer con una rapidez increíble.

Pero cuando se disponían a ir hacia allí, oyeron un grito procedente del cauce del río.

Los equipos doblaron el último recodo del cauce cuello con cuello, acarreando sus embarcaciones a una velocidad nunca vista. Llegaron a la pendiente resbaladiza, colisionaron en sus esfuerzos por superarla, alcanzaron el final del tramo el uno al lado del otro y se desplomaron entre un estallido de astillas y alaridos.

—¡Detened la regata! —jadeó uno de los timoneles—. El río… el río…

Mas para entonces ya todo el mundo podía verlo. Doblando el recodo y avanzando lentamente porque empujaba ante ella un gigantesco amasijo de arbustos, carretas, rocas y árboles, llegaba la riada.

La riada atronó por el cauce y la presa móvil siguió adelante, raspando el fondo del río y llevándose por delante todas las obstrucciones. El agua espumeante llegó detrás de ella, llenando el río de orilla a orilla.

Cancelaron la regata. Con un río entero lleno de agua, era imposible proseguir.

Las puertas de la Universidad acababan de caer, y la turba enfurecida había irrumpido y estaba golpeando los muros.

Por encima de aquel estruendo, los magos examinaban febrilmente los libros.

—Bueno, ¿tienen algo del estilo del Impresionante Separador de Maxwell? —preguntó Ridcully.

—¿Qué es lo que hace eso? —preguntó el archicanciller Rincewind.

—Separa dos cosas que se han mezclado, como… azúcar y arena, por ejemplo. Utiliza nenes demonios.

—Nanodemonios, posiblemente —murmuró Ponder con cansancio.

—Oh, ¿como el Super-Cedazo de Bonza Charlie, quiere decir? Sí, tenemos algo parecido.

—Ah, evolución paralela. Estupendo. Tráiganlo ahora mismo.

El archicanciller Rincewind dirigió una inclinación de la cabeza a uno de los magos y después se sonrió.

—¿Está pensando en utilizarlo sobre la sal? —preguntó.

—¡Exactamente! Un hechizo, un cubo de agua de mar y se acabó el problema…

—Eh… no se trata exactamente de eso —dijo Ponder Stibbons.

—¡Pues yo creo que es una idea genial, muchacho!

—Requiere mucha magia, señor. Y los demonios tienen derecho a dos semanas de descanso por pinta, señor.

—Ah. Un pequeño detalle digno de ser tomado en cuenta, Stibbons.

—Cierto, señor.

—Sin embargo, el mero hecho de que no hubiera funcionado no significa que fuera una mala idea… ¡Oh, me gustaría que dejaran de gritar!

El griterío del exterior cesó de repente.

—Quizá le han oído, señor —dijo Ponder.

Pang, pang, pang…

—¿Están lanzando cosas contra el tejado? —preguntó el archicanciller Rincewind.

—No, probablemente sólo es lluvia —dijo Ridcully—. Bien, supongo que habrán intentado evaporar…

Pero nadie le estaba escuchando. Todos miraban hacia arriba.

Los golpes se habían fundido en un martilleo continuo, y desde el exterior llegaba una algarabía de gritos y vítores enloquecidos.

Los magos se apelotonaron en la puerta y finalmente lograron salir para encontrarse con que el agua estaba cayendo del tejado en una densa cortina que empezaba a abrir un surco en el césped…

El archicanciller Rincewind se detuvo y extendió una mano hacia el agua como un hombre que se dispone a comprobar que la ducha realmente está caliente.

—¿Cae del cielo? —murmuró.

Se abrió paso a través de la cortina líquida. Después se quitó el sombrero y le dio la vuelta para recoger la lluvia.

La multitud había llenado el recinto universitario y se estaba esparciendo por las calles circundantes. Todos los rostros se hallaban vueltos hacia arriba.

—¿Y esas cosas oscuras? —gritó el archicanciller Rincewind.

—Son las nubes, archicanciller.

—¡Demonios, pero si hay un montón!

Realmente había un montón de nubes, y se estaban acumulando encima de la torre formando un gigantesco nubarrón.

Un par de personas bajaron la mirada para mirar al grupo de magos empapados, y hubo unos cuantos vítores. De repente los magos se convirtieron en el nuevo centro de atención, y fueron levantados en vilo.

—¡Creen que hemos sido nosotros! —gritó el archicanciller Rincewind mientras empezaba a ser paseado.

—¿Y quién dice que no hemos sido? —gritó Ridcully, tocándose la nariz con un dedo mientras adoptaba su mejor expresión de conspirador.

—Esto… —se oyó.

Rincewind ni siquiera se molestó en volver la cabeza.

—Cállese, señor Stibbons —dijo.

—Muy bien, señor.

—¿Han oído ese trueno? —preguntó Ridcully mientras un retumbar lejano se esparcía sobre la ciudad—. Será mejor que nos pongamos a cubierto…

Las nubes suspendidas sobre la torre se estaban amontonando tan rápidamente como el agua atrapada contra una presa. Posteriormente Ponder diría que el hecho de que la torre de la Universidad fuese muy corta y alta al mismo tiempo quizá hubiera sido la causa del problema, dado que la tormenta estaba intentando dar un rodeo alrededor de la torre, atravesarla y pasar por encima de ella, todo a la vez.

Desde el suelo las nubes parecían abrirse lentamente, dejando tras de sí una chimenea resplandeciente y cada vez más ancha que se fue llenando con la neblina azulada de las descargas eléctricas…

… hasta que éstas atacaron de repente. Un haz de azul sólido golpeó la torre en toda su extensión al mismo tiempo, lo cual es técnicamente imposible. Trozos de madera y fragmentos de hierro acanalado saltaron por los aires con un gran rugido y llovieron por toda la ciudad.

Y después sólo hubo un tenue siseo y el ruido de la lluvia.

La multitud volvió a ponerse en pie, despacio y con cautela, pero los fuegos artificiales se habían acabado.

—Y eso es lo que llamamos rayo —dijo Ridcully.

El archicanciller Rincewind se levantó e intentó quitarse el barro de la túnica, pero enseguida descubrió por qué es imposible hacerlo.

—Aunque normalmente no es tan grande, claro —prosiguió Ridcully.

—Oh. Me alegra saberlo.

Un ruido metálico surgió de los escombros humeantes acumulados en el punto donde se había alzado la torre, y una lámina de hierro fue echada a un lado. Lentamente, dos figuras ennegrecidas emergieron de los escombros. Una de ellas todavía llevaba un sombrero, que estaba ardiendo aunque la lluvia ya había empezado a apagar las llamas.

Apoyándose el uno en el otro y haciendo eses, las dos figuras se acercaron a los magos. Una de ellas dijo «Ook» en un murmullo casi inaudible y se desplomó hacía atrás.

La otra lanzó una mirada vidriosa a los dos archicancilleres y les dirigió un tembloroso saludo militar. Eso hizo que una chispa brotara de sus dedos y le quemara la oreja.

—Esto… Rincewind —dijo.

—Ah, muy bien. ¿Tendría la bondad de decirme qué ha estado haciendo mientras yo me encargaba de todo el trabajo? —preguntó Ridcully.

Rincewind miró alrededor. Pequeños chispazos azules chisporroteaban ocasionalmente en su barba.

—Bueno, la verdad es que todo parece haber ido bastante bien. Dadas las circunstancias, quiero decir… —murmuró, y se cayó de narices dentro de un charco.

Llovió. Y siguió lloviendo. Luego llovió un poco más. Las nubes se amontonaban sobre la costa. Y llovía. Sobre todo, llovía.

Las torrenteras bajaron rugiendo por las rocas y anegaron las pozas y charcas secas. Una variedad de quisquilla realmente minúscula cuyo mundo se había reducido durante millares de años a un pequeño agujero debajo de una piedra fue transportada a un lago que estaba creciendo más deprisa de lo que podía correr un hombre. Apenas había unos millares de ellas, pero al día siguiente ya había muchas más. Incluso en el caso de que hubieran podido contarlas, las quisquillas estaban demasiado ocupadas para perder el tiempo con semejantes tonterías.

En los nuevos estuarios, llenos de aluviones y comida inesperada, unos cuantos peces empezaron a experimentar con una dieta libre de sal. Los mangles iniciaron su conquista a cámara lenta de los nuevos barrizales.

Siguió lloviendo.

Luego llovió un poco más.

Y después de eso, llovió.

Habían transcurrido varios días.

El navío cabeceaba lentamente junto al muelle. El polvo y las partículas de tierra en suspensión sobre las que flotaban hojas y ramitas habían teñido el agua de rojo.

—Una semana o dos en Nadalandia y ya casi estaremos en casa —dijo Ridcully.

—Prácticamente en el mismo continente, al menos —dijo el decano.

—Han sido unas vacaciones muy interesantes, ¿verdad? Y largas —dijo el catedrático de Runas Recientes.

—Probablemente las más largas de toda la historia —señaló Ponder—. ¿Qué ha dicho la señora Panadizo de su camarote? ¿Le ha gustado?

—A mí me encantará dormir en la bodega —dijo el prefecto mayor, siempre dispuesto a dar ejemplo.

—En la sentina, querrá decir —le corrigió Ponder—. La bodega está llena de ópalos, cerveza, ovejas, lana y plátanos.

—¿Dónde está el bibliotecario?

—En la bodega, señor.

—Me alegra ver que vuelve a ser el de siempre.

—Creo que quizá fue el rayo, señor. No cabe duda de que ahora está alegre y animado.

Y Rincewind estaba en el muelle, sentado encima del Equipaje. Tenía la vaga sensación de que habría debido estar ocurriendo algo. Los peores momentos de tu vida siempre eran aquellos en los que no pasaba gran cosa, porque eso quería decir que no tardaría en ocurrirte algo horrible.

En cosa de un mes podía estar de vuelta en la Universidad Invisible y entonces, ¡venga, a reiniciar una vida de clasificar libros! Un día aburrido tras otro, con períodos ocasionales de aburrimiento. Rincewind ardía en deseos de empezar. Cada minuto no desperdiciado era, bueno, un minuto desperdiciado. ¿Emociones? No, gracias.

Rincewind había estado contemplando cómo los comerciantes cargaban el navío. El casco se hallaba bastante hundido, porque el resto del mundo iba a querer disfrutar de montones de cosas ecksianas. El navío volvería más ligero, naturalmente, porque a nadie se le había ocurrido ninguna maldita cosa susceptible de ser importada que fuera mejor que cualquier maldita cosa de EcksEcksEcksEcks.

Incluso había unos cuantos pasajeros deseosos de ver mundo, la mayoría jóvenes.

—Eh, ¿no eres uno de los magos extranjeros?

La voz pertenecía a un muchacho cargado con una enorme mochila coronada por un saco de dormir. Parecía el líder improvisado de un grupito de personas similarmente sobrecargadas, con rostros llenos de afable jovialidad y expresiones ligeramente preocupadas.

—Se me nota, ¿verdad? —dijo Rincewind—. Esto… ¿querías algo?

—Si vamos a Nadalandia o como se llame ese sitio, ¿crees que podríamos comprar una carreta?

—Supongo que sí.

—Verás, es que a Clive, Shirl y Gerleen se les ocurrió comprar una carreta e ir a… a… —Miró alrededor.

—Ankh-Morpork —dijo Shirl.

—Exacto, y luego la venderíamos y buscaríamos trabajo por allí y nos quedaríamos una temporadita viendo cosas nuevas y todo eso, ya sabes… sólo una temporadita, claro. ¿Crees que puede salir bien?

Rincewind miró al resto de jóvenes. Desde la invención del escarabajo pelotero, que de hecho había tenido lugar a poca distancia de allí, probablemente ningún ser vivo había transportado tanto peso a cuestas.

—Creo que va a ser el inicio de una nueva moda —dijo.

—¡Calma y tranquilidad!

—Pero…

—¿Sí, compañero?

—¿Podrías dejar de canturrear esa balada? Sólo era una oveja, y ni siquiera la robé…

Alguien le dio una palmadita en el hombro. Era Neilette. Leticia y Darleen, inmóviles detrás de ella, estaban sonriendo. Eran las diez de la mañana y las damas llevaban trajes de noche cubiertos de lentejuelas.

—Hazme sitio —dijo Neilette, y se sentó junto a él—. Pensamos que… bueno, hemos venido a darte las gracias y todo eso, ya sabes. Leticia y Darleen han decidido asociarse conmigo. Volveremos a abrir la fábrica de cerveza.

Rincewind miró a las damas.

—Me han tirado tanta cerveza encima que debería saber unas cuantas cosas sobre ella, ¿no? —dijo Leticia—. Creo que podríamos darle un color más atractivo. El que tiene ahora es tan… —agitó una manaza llena de anillos en un gesto de vaga irritación— tan agresivamente masculino…

—¿Por qué no probáis con el rosa? —sugirió Rincewind—. Y luego quizá podríais incluir una cebolleta pinchada en un palillo.

—¡Una sugerencia condenadamente buena! —dijo Darleen, asestándole una palmada tan vigorosa en la espalda que a Rincewind el sombrero le cayó encima de los ojos.

—¿No te gustaría quedarte? —preguntó Neilette—. Tienes cara de hombre con ideas.

Rincewind consideró aquella atractiva proposición, y luego meneó la cabeza.

—Creo que debería seguir dedicándome a lo que sé hacer mejor —dijo.

—¡Pero todo el mundo dice que la magia no se te da nada bien! —exclamó Neilette.

—Sí, es cierto. Soy un auténtico experto en no saber hacer magia —dijo Rincewind—. Gracias de todas maneras.

—Por lo menos deja que te dé un besazo de esos que hacen época —dijo Darleen, agarrándole por los hombros mientras Rincewind, mirando de reojo, veía cómo Neilette levantaba un pie y lo dejaba caer—. ¡Vale, vale! —dijo Darleen, soltándole y apartándose—. ¡Tampoco me lo iba a comer, señorita!

Neilette depositó un rápido beso en la mejilla de Rincewind.

—Bueno, ven a vernos cuando pases por aquí —dijo.

—¡Por supuesto! —dijo Rincewind—. Y si veo unos paraguas de color malva delante de una taberna, ya sabré dónde encontraros.

Neilette se despidió agitando la mano y Darleen lo hizo con un gesto muy gracioso mientras las tres echaban a andar y estaban a punto de tropezar con un grupo de hombres vestidos de blanco.

—¡Eh, pero si ese tipo es…! —gritó uno de ellos—. Perdón, señoras…

—Oh, hola, Charley… Ron… —dijo Rincewind mientras los cocineros convergían sobre él.

—Oímos decir que te ibas —dijo Ron—, y Charley dijo que teníamos que venir a estrecharte la mano antes de que te marcharas.

—El Melocotón Nellie fue todo un éxito —dijo Charley, sonriendo de oreja a oreja.

—Me alegra saberlo —dijo Rincewind—. Y me alegro de veros tan animados y contentos.

—¡Pues todavía tenemos más buenas noticias! —dijo Ron—. Acaban de contratar a una nueva soprano y estoy seguro de que causará sensación, y además se llama… No, Charley, díselo tú.

—Germaine Trufillas —dijo Charley, y si su sonrisa hubiera sido un poco más grande se habría juntado en la nuca.

—Me alegro por vosotros —dijo Rincewind—. Ya podéis empezar a preparar kilos de nata.

Ron le dio una palmadita en el hombro.

—Un par de manos extra en la cocina nunca están de más —dijo—. Basta con que lo digas, compañero.

—Sois muy amables, y cada vez que saque un pañuelo de papel de la caja me acordaré de vosotros y de la Ópera, pero…

—¡Allí está!

El carcelero y el capitán de la guardia venían corriendo por el muelle. El carcelero agitaba la mano.

—¡No, no, tranquilo, no hace falta que huyas! —gritó—. ¡Te traemos un indulto oficial!

—¿Perdón?

—¡Un indulto! —El carcelero se detuvo delante de Rincewind e intentó recuperar el aliento—. Firmado… por… el primer ministro —consiguió balbucear—. Dice que eres… un buen hombre y que no vamos a… ahorcarte… —Se irguió—. Claro que ahora nunca se nos ocurriría ahorcarte. ¡No después de la mejor fuga que hemos tenido desde los tiempos del maldito Cabeza de Cubo Ned!

Rincewind bajó la mirada hacia el impreso penitenciario oficial y lo leyó.

—Oh. Qué bien —dijo—. Por lo menos alguien piensa que no robé el maldito bicho.

—¡Oh, todo el mundo sabe que lo robaste! —exclamó alegremente el carcelero—. Pero después de esa huida y esa persecución… ¡Bluey dice que nunca había visto correr tan deprisa a alguien, y no es hablar por hablar! —Le atizó un jovial puñetazo en el brazo—. Estuviste magnífico, compañero —añadió sonriendo—. ¡Pero la próxima vez te atraparemos!

Rincewind, que no entendía nada, clavó la mirada en el perdón oficial.

—¿Me estáis diciendo que se me ha otorgado el indulto por… por haber sido tan buen delincuente?

—¡Calma y tranquilidad! —dijo el carcelero—. Y hay una cola de granjeros diciendo que sí la próxima vez quieres robar una de sus ovejas les encantará ser despojados de su propiedad, siempre que tengan derecho a una estrofa en la balada.

Rincewind se dio por vencido.

—¿Qué puedo decir? —repuso—. Tenéis una de las mejores celdas a prueba de fugas en las que haya estado jamás, y he estado en muchas. —Contempló el brillo de admiración de sus caras y decidió que, dado que la fortuna había sido magnánima con él, había llegado el momento de corresponder a sus favores—. Pero os agradecería que no la redecoraseis nunca.

—Calma y tranquilidad. Ten. Hemos pensado que debíamos darte esto —dijo el carcelero, tendiéndole un paquetito envuelto en papel de regalo—. Ahora ya no nos sirve de nada.

Rincewind lo abrió.

—Estoy impresionado —dijo—. Qué considerado por vuestra parte. ¿Qué es? ¿Bocadillos?

—¿Te acuerdas de esa cosa marrón y pegajosa que preparaste? Bueno, pues todos los chicos la probaron y dijeron que era asquerosa pero después quisieron más, así que se nos ocurrió preparar una olla —dijo el carcelero—. He estado pensando que podría montar un pequeño negocio por mi cuenta. No te importa, ¿verdad?

—Calma y tranquilidad. Será un placer.

—¡Así se habla! Alguien más fue hacia él mientras los cocineros se alejaban.

—He oído decir que te marchas —dijo Bill Rincewind—. ¿Quieres quedarte aquí? He hablado con tu decano, y te ha proporcionado unas referencias condenadamente buenas.

—¿De veras? ¿Qué dijo exactamente?

—Dijo que si conseguía que llegaras a hacer alguna clase de trabajo podría considerarme afortunado.

Rincewind contempló la ciudad que relucía bajo la lluvia.

—Es una oferta muy atractiva —dijo—. Pero… no sé… Todo este sol, mar, oleaje y arena no me sentarían muy bien. Gracias de todas maneras.

—¿Estás seguro?

—Sí.

Bill Rincewind le tendió la mano.

—Calma y tranquilidad —dijo—. Te enviaré una tarjeta de felicitación y algo de ropa que no sea de tu talla para la vigilia del día de los cerdos. Bien, ahora será mejor que vuelva a la Universidad. Tengo a todo el cuadro académico en el tejado reparando las goteras…

Y eso fue todo.

Rincewind siguió sentado viendo cómo los últimos pasajeros subían a bordo, y echó un último vistazo al puerto empapado por la lluvia. Después se puso en pie.

—Bien, vamos —dijo.

El Equipaje le siguió por la pasarela, y se fueron a casa.

Llovió.

Los torrentes gorgoteaban a lo largo de viejos cauces fluviales y se desbordaban, extendiéndose en un encaje de riachuelos y pequeñas avenidas de agua.

Y seguía lloviendo.

Cerca del centro del continente, allí donde las cascadas descendían por los flancos de una gran roca roja que humeaba con el calor acumulado a lo largo de un verano de diez mil años, un muchacho desnudo estaba sentado en las ramas de un árbol junto con tres osos, varias zarigüeyas, innumerables loros y un camello.

Aparte de la roca, el mundo era un mar.

Y alguien avanzaba a través de él. Era un anciano con un saco de cuero a la espalda. Se detuvo, los remolinos del agua llegándole hasta la cintura, y alzó los ojos hacia el cielo.

Algo se aproximaba. Las nubes se movían, dejando un claro plateado que fue subiendo rápidamente hasta llegar al cielo azul, y se oía un estrépito como de truenos.

Un puntito apareció y fue haciéndose mayor. El hombre alzó un delgado brazo y de repente su mano sostenía un óvalo de madera del que colgaba un cordel, que golpeó su mano con un sonido parecido al de una palmada.

La lluvia fue cesando.

El chico rió.

El anciano alzó la mirada, vio al muchacho y sonrió. Guardó la rana rugidora debajo de la tira de cuero que envolvía su cintura y cogió un bumerán multicolor.

El anciano lo lanzó hacia arriba y lo pilló al vuelo un par de veces y después, con una rápida mirada de soslayo para asegurarse de que su público le estaba observando, volvió a lanzarlo.

El bumerán ascendió hacia los cielos y siguió ascendiendo hasta dejar muy atrás el punto en que cualquier objeto normal habría empezado a caer. Las nubes se separaron para dejarlo pasar. Y entonces el bumerán se detuvo, como repentinamente clavado en el cielo.

Como ovejas que, después de haber sido llevadas a unos pastizales, pueden desplegarse para comer cuanto quieran, las nubes empezaron a esparcirse por el cielo. El sol del atardecer atravesó las aguas inmóviles. El bumerán seguía suspendido en el cielo, y el muchacho pensó que el mundo tendría que encontrar una nueva palabra para describir la forma en que resplandecían los colores.

Después bajó la vista hacía las aguas y, por primera vez y para empezar a familiarizarse con ella, pronunció la palabra que le había enseñado su abuelo, al que a su vez se la había enseñado su abuelo, y que había permanecido guardada durante millares de años hasta que llegara el momento en que volviera a ser necesaria.

La palabra significaba «el olor de después de la lluvia».

Y el muchacho pensó que la espera había merecido la pena.

FIN