Era un camino.
O, por lo menos, era un largo trozo de desierto plano lleno de roderas. Rincewind lo contempló.
Un camino. Los caminos iban a algún sitio. Tarde o temprano acababan yendo a todos los sitios. Y cuando llegabas allí, generalmente encontrabas paredes, edificios, puertos, embarcaciones… Y, además, también te encontrabas con una notable escasez de canguros parlantes. A todos los efectos prácticos, la ausencia de canguros parlantes era una de las características definitorias de la civilización.
No se trataba de que Rincewind se opusiese a que alguien salvara el mundo, o cualquiera que fuese la parte de éste que parecía necesitar que la salvaran. Sencillamente, le parecía que no necesitaba ser salvado por él.
¿Hacia dónde ir? Rincewind escogió una dirección al azar y trotó camino abajo durante unos minutos mientras el sol iba subiendo en el cielo.
Pasado un rato, una nube de polvo apareció sobre el amanecer y empezó a aproximarse. Rincewind, esperanzado, se detuvo y esperó.
Lo que acabó apareciendo en el ápice invertido de la nube fue una carreta negra tirada por una recua de caballos negros. Y no parecía estar reduciendo la velocidad.
Rincewind agitó su sombrero cuando los caballos pasaron junto a él.
Tras un rato, el polvo se disipó. Rincewind se levantó y avanzó con paso tambaleante por entre los arbustos hasta que encontró la carreta, que se había detenido. Los caballos le observaron con recelo.
La carreta no era tan enorme como para necesitar los ocho caballos que tiraban de ella, pero el vehículo y los caballos estaban recubiertos por tales cantidades de madera, cuero y metal que con semejante peso para desplazar los caballos probablemente no andarían muy sobrados de energías. Hasta la última superficie estaba erizada de pinchos y tachones.
Las riendas no llevaban al pescante habitual, sino a unos agujeros en la parte delantera de la carreta. La estructura había sido recubierta con madera y con los resultados de un concienzudo trabajo de herrería formado por trozos de estufas viejas, corazas aplanadas a martillazos, tapas de cacerola y latas de conservas aplastadas a pisotones y sujetadas con clavos.
Encima de la especie de rendija por la que desaparecían las riendas había lo que parecía un trozo de tubo de estufa doblado que atravesaba el techo de la carreta. El cilindro metálico tenía un aspecto curiosamente vigilante.
—Eh… ¿Hola? —dijo Rincewind—. Si he asustado a tus caballos, lo lamento.
Ante la ausencia de réplica, se encaramó a una rueda blindada y echó un vistazo a la carreta. Había una tapa redonda, y estaba levantada.
A Rincewind ni siquiera le pasó por la cabeza la idea de mirar dentro. Eso significaría que su cabeza quedaría perfilada contra el cielo, lo cual era una forma infalible de conseguir que los contornos de tu cuerpo acabaran perfilados en el suelo.
Una ramita crujió detrás de él.
Rincewind suspiró y se incorporó lentamente, asegurándose de no darse la vuelta mientras lo hacía.
—Me rindo por completo —dijo levantando las manos.
—Haces bien —dijo una voz—. Esto es una ballesta, compañero. Echemos un vistazo a tu fea jeta.
Rincewind se volvió. Detrás de él no había nadie.
Después bajó la mirada.
La ballesta estaba casi vertical. Si era disparada, Rincewind acabaría con un dardo dentro de la nariz.
—¿Un enano? —preguntó Rincewind.
—¿Tienes algo contra los enanos?
—¿Quién, yo? ¡No! Algunos de mis mejores amigos serían enanos, Si tuviera algún amigo, quiero decir… Me llamo Rincewind.
—¿Sí? Bueno, pues yo tengo muy mal genio —dijo el enano—. La mayoría de la gente me llama el Loco.
—El Loco, ¿eh? Qué nombre tan… original.
—No es un nombre.
Rincewind le miró. No cabía duda de que su captor era un enano. No tenía la barba o el casco de hierro tradicionales, pero había pequeñas pistas que permitían reconocerle como tal. El mentón con el que podías romper cocos era una, así como la inmutable expresión de ferocidad y esa cabeza en forma de bala, señal de que su propietario podía atravesar paredes con la cara por delante. Y, naturalmente, el hecho de que su coronilla quedara a la altura del estómago de Rincewind resultaba muy significativo. Loco llevaba un traje de cuero pero, al igual que la carreta, todas las superficies que podían acoger alguna clase de sujeción estaban recubiertas de metal. Donde no había remaches había armamento.
La palabra «amigo» pasó a ocupar un primer plano en el cerebro de Rincewind. Hay muchas razones para trabar amistad con alguien, y el hecho de que te esté apuntando con un arma letal figura entre las cuatro primeras.
—Buena descripción —dijo Rincewind—. Fácil de recordar.
El enano ladeó la cabeza y escuchó en silencio.
—Maldición, me están alcanzando —dijo, y volvió a alzar la mirada hacia Rincewind—. ¿Sabes disparar una ballesta? —preguntó, con un tono que indicaba que responder «no» sería una buena manera de buscarse problemas.
—Por supuesto —dijo Rincewind.
—Entonces sube. ¿Sabes una cosa? Llevo años recorriendo esta ruta, y hasta ahora nadie se había atrevido a pedirme que lo llevara en mi carreta.
—Asombroso —dijo Rincewind. Debajo de la escotilla no había mucho sitio, y la mayor parte de él estaba ocupado por más armas. Loco apartó a Rincewind de un empujón, empuñó las riendas, echó un vistazo por el trozo de tubo-periscopio y azuzó a los caballos.
Los arbustos arañaron las ruedas y los caballos volvieron al camino y empezaron a ganar velocidad.
—Son magníficos, ¿verdad? —dijo Loco—. Incluso con la coraza, pueden dejar atrás cualquier cosa.
—No cabe duda de que es una carreta muy… interesante —dijo Rincewind.
—Le he hecho unas cuantas modificaciones de mi cosecha —dijo Loco, sonriendo malévolamente—. Mago, supongo.
—A grandes rasgos, sí.
—¿Y eres bueno? Loco estaba cargando otra ballesta.
Rincewind titubeó.
—No —dijo por fin.
—Entonces considérate afortunado. Si fueras bueno te habría matado. No aguanto a los magos. Son una pandilla de entrometidos.
El enano sujetó las asas del trozo de tubo doblado y lo hizo girar de un lado a otro.
—Ahí vienen —murmuró.
Rincewind atisbo por encima de la cabeza de Loco. La curva del tubo sostenía un espejo. El espejo mostraba el tramo de camino que dejaban atrás, y media docena de puntos bajo otra nube de polvo rojo.
—Salteadores de caminos que quieren hacerse con mi cargamento —dijo Loco—. Esos tipos son capaces de robar cualquier cosa. Un bastardo siempre es un bastardo, pero algunos bastardos son unos auténticos hijos de mala madre. —Sacó unos morrales de debajo del asiento—. Bueno, tú te instalarás arriba con un par de ballestas y yo me ocuparé del compresor.
—¿Qué dices? ¿Quieres que llene de agujeros a gente a la que ni siquiera conozco?
—¿Quieres que llene de agujeros a un tipo al que acabo de conocer? —replicó Loco, subiendo por la escalerilla.
Rincewind salió cautelosamente al techo de la carreta. La estructura vibraba y se bamboleaba. El polvo rojo le hizo toser, y el viento intentó envolverle la cabeza con la túnica.
Rincewind odiaba las armas, y no sólo porque le hubieran apuntado con tantas a lo largo de su vida. Si tenías un arma siempre acababas metiéndote en problemas. Cuando alguien creía que le ibas a disparar, siempre disparaba antes sin pensárselo dos veces. Pero si ibas desarmado, solían tomarse la molestia de hablar. Normalmente decían frases como «Nunca adivinarás lo que vamos a hacerte, amigo», por supuesto, pero eso requería tiempo. Y Rincewind podía sacarle muchísimo provecho a unos segundos. Podía usarlos para seguir viviendo un poco más de tiempo.
Los puntos en la lejanía eran otras carretas, más diseñadas para la velocidad que para transportar cargamentos. Algunas tenían cuatro ruedas, y algunas tenían dos. Una tenía sólo una rueda enorme colocada entre dos varas con una silla minúscula suspendida encima. Su ocupante parecía haber comprado la ropa en los patios de desguace de tres continentes.
Su vehículo era tirado por una gallina más grande que Rincewind, y la mayor parte de lo que no era cuello era pata. La gallina gigante galopaba tan deprisa como un caballo.
—¿Qué demonios es esa cosa? —chilló Rincewind.
—¡Es un emú! —gritó Loco, que había empezado a deslizarse por entre los arneses—. ¡Intenta cargarte alguno! ¡Tienen mucha carne!
La carreta se bamboleó. El sombrero de Rincewind salió despedido de su cabeza y desapareció entre los torbellinos de polvo.
—¡Y ahora he perdido mi sombrero!
—¡Mejor! ¡Era un sombrero horrible!
Una flecha rebotó en una plancha metálica junto al pie de Rincewind.
—¡Y me están disparando!
Una carreta emergió de la nube de polvo. El hombre sentado junto al conductor hizo girar algo por encima de su cabeza y al instante un anclaje se hundió en la madera junto al otro pie de Rincewind y arrancó una plancha metálica.
—Y ahora están… —empezó Rincewind.
—Tienes una ballesta, ¿no? —chilló Loco, que estaba haciendo equilibrios sobre la grupa de un caballo—. Y busca algo a lo que agarrarte, porque vamos a…
La carreta avanzaba al galope, pero de repente salió disparada tan bruscamente que Rincewind estuvo a punto de caer al camino. Chorros de humo brotaron de los ejes. El paisaje se convirtió en una mancha borrosa.
—¿Qué demonios ocurre?
—¡Es el compresor! —gritó Loco, volviendo a encaramarse a la carreta a escasos centímetros de los cascos que golpeaban frenéticamente el suelo—. ¡Una fórmula secreta! ¡Y ahora mantenlos alejados de nosotros, porque alguien tiene que conducir!
El emú y algunas carretas salieron de la nube de polvo. Una flecha se hundió en la carreta justo entre las piernas de Rincewind,
Rincewind pegó el cuerpo al techo traqueteante, alzó la ballesta, cerró los ojos y disparó.
Respetando fielmente los antiguos usos narrativos, el dardo rebotó en el casco de alguien y después de recorrer cierta distancia derribó a un pájaro inocente, cuyo único papel era el de expirar con un graznido adecuadamente patético.
El hombre del emú los alcanzó y le sonrió a Rincewind desde debajo de un sombrero muy familiar con la palabra «Echicero» apenas visible entre el polvo y la suciedad. Cada uno de los dientes del hombre había sido limado hasta dejarlo terminado en punta, y un largo y complicado trabajo de talla había inscrito «Madre» en los seis dientes delanteros.
—¡Buenos días! —gritó jovialmente—. ¡Entregadnos vuestro cargamento y prometo que os mataremos de uno en uno!
—¡Ese sombrero es mío! ¡Devuélveme mi sombrero!
—Eres un mago, ¿verdad?
El hombre se incorporó sobre la silla, manteniendo el equilibrio sin ningún esfuerzo pese a las vibraciones y bamboleos de la rueda.
—¡Miradme, compañeros! —gritó mientras agitaba las manos por encima de la cabeza—. ¡Es un condenado mago! ¡Magia, magia, magia!
Una gruesa y pesada flecha de la que colgaba una soga se hundió en la trasera de la carreta y quedó firmemente sujeta a ella. Los jinetes prorrumpieron en un coro de vítores.
—¡O me devuelves mi sombrero o va a haber jaleo!
—Oh, te aseguro que habrá jaleo tanto si te lo devuelvo como si no —dijo el hombre mientras alzaba su ballesta—. Oye, ¿por qué no me conviertes en algo realmente asqueroso? Oh, me muero de mie…
La cara se le puso verde y el hombre cayó hacia atrás. El dardo de la ballesta le dio al conductor de la carreta que avanzaba junto a él, la cual se interpuso en la trayectoria de otra que, a su vez, se desvió y chocó con un camello. Como consecuencia de todo ello las carretas que iban detrás se encontraron repentinamente ante un obstáculo insalvable. Una parte del obstáculo estaba formado por personas que gritaban y se debatían.
Rincewind, las manos en la cabeza, contempló el espectáculo hasta que la última rueda se hubo perdido en la lejanía y después avanzó dificultosamente a lo largo de la tambaleante carreta hasta reunirse con Loco, que permanecía inclinado sobre las riendas.
—Creo que ya puede ir reduciendo la velocidad, señor Loco —se atrevió a sugerir.
—¿Sí? Los has matado a todos, ¿verdad?
—No, a todos no. Algunos consiguieron huir.
—¿Me tomas el pelo? —El enano se volvió—. ¡Que me lapiden, pero sí no me estás tomando el pelo! ¡Ven aquí y tira de esa palanca todo lo fuerte que puedas!
El enano señaló un largo cilindro metálico situado junto a Rincewind, quien tiró obedientemente de él. Un estridente gemido metálico indicó que los frenos acababan de entrar en contacto con las ruedas.
—¿Cómo corren tanto estos caballos?
—¡Es una mezcla de avena y glándulas de lagarto! —repuso Loco, gritando para hacerse oír por encima del chirriar de metales al rojo vivo—. ¡Les da una energía increíble!
La carreta tuvo que moverse en círculos durante unos minutos hasta que la adrenalina de los caballos acabó de disiparse, y entonces volvieron para echar un vistazo al desaguisado.
Loco masculló otro juramento.
—¿Qué ha pasado?
—No debería haberme robado el sombrero —logró balbucear Rincewind.
El enano empezó a dar saltos y acabó atizándole una patada a una rueda hecha pedazos.
—¿Le has hecho esto a unas personas porque te robaron el sombrero? ¿Y qué harías si te escupieran en el ojo, volar por los aires todo el continente?
—Es mi sombrero —refunfuñó Rincewind. En realidad no estaba muy seguro de qué había ocurrido. La magia siempre se le había dado fatal, eso sí lo sabía. Las únicas maldiciones surgidas de su boca que tenían alguna probabilidad de surtir efecto no iban más allá del «Así te mojes un día que llueva a cántaros», o «Así pierdas un pequeño objeto personal a pesar de que lo habías dejado allí mismo hacía tan sólo un instante». Pero ponerse verde… Rincewind lo contempló… Oh, sí, y además levemente amarillo en algunas zonas… Bueno, ése no era el efecto habitual.
Loco echó a andar entre los restos con paso rápido y decidido. Recogió unas cuantas armas y las tiró a un lado.
—¿Quieres el camello? —preguntó.
El animal, inmóvil a unos metros de él, le estaba lanzando miradas suspicaces. Aunque había sido la causa de que varias personas sufrieran daños considerables, el camello parecía ileso.
—Antes metería el pie en una picadora de carne —dijo Rincewind.
—¿Estás seguro? Bueno, átalo a la carreta y cuando lleguemos a Tetrajisteunabirra podré venderlo por un buen precio —dijo Loco.
El enano examinó una ballesta de repetición de fabricación casera, soltó un gruñido y la tiró al suelo. Después miró otra carreta y su rostro se iluminó.
—¡Ah! ¡La fortuna por fin ha decidido sonreímos! —dijo—. ¡Hoy es nuestro día de suerte, compañero!
—Oh. Un saco de heno —dijo Rincewind.
—Échame una mano para subirlo a la carreta, ¿quieres? —dijo Loco mientras abría la trasera de su vehículo.
—¿Qué tiene de tan especial el heno?
—Por estos parajes significa la vida o la muerte, compañero. Sé de gente que sería capaz de hacerte menudillos para conseguir un poco de heno. Un hombre sin heno es un hombre sin un caballo, y por estos parajes un hombre sin un caballo es un cadáver.
—Me parece que no te entiendo. ¿He pasado por todo eso para salvar un… un cargamento de heno?
Loco enarcó las cejas en un rápido gesto de conspirador.
—Y dos sacos de avena en el compartimiento secreto, compañero. —Le dio una palmada en la espalda—. ¡Y pensar que te había tomado por un drongo traicionero y que he estado a punto de tirarte a la cuneta, y de pronto descubro que estás tan loco como yo!
A veces declararse cuerdo puede ser contraproducente, y Rincewind comprendió que el hacerlo sería una locura. De todas maneras, podía hablar con los canguros y encontrar queso y panecillos en el desierto. Había momentos en los que no quedaba más remedio que enfrentarse a la realidad.
—Lo mío es francamente mental, desde luego —dijo con lo que esperaba fuera una cautivadora sinceridad.
—¡Buen chico! ¡Recojamos sus armas y su manduca y reemprendamos el camino!
—¿Para qué queremos sus armas?
—Nos las pagarán bien.
—¿Y qué pasa con los cuerpos?
—No, los cuerpos no valen nada.
Mientras Loco estaba ocupado clavando a su carreta trozos de metal recuperados de los restos, Rincewind fue hacia el cadáver verde y amarillo —y, oh, sí, ahora también empezaban a aparecer zonas negras— y valiéndose de un palo separó su sombrero de la cabeza.
Una bolita recubierta de pelaje negro erizado por la furia y de la que brotaban ocho patas surgió del sombrero y hundió sus colmillos en el palo, que empezó a echar humo. Rincewind dejó el palo en el suelo manejándolo con cuidado, cogió el sombrero y salió huyendo.
Ponder suspiró.
—No estaba cuestionando su autoridad, archicanciller —dijo—. Es sólo que… bueno, si un monstruo gigantesco se convierte en un pollo delante de tus narices, me parece que tu reacción no debería ser la de comerte el pollo.
El archicanciller se lamió los dedos.
—¿Qué habría hecho usted? —preguntó.
—Bueno… lo habría estudiado.
—Eso es lo que hicimos. Lo sometimos a un examen posmortem —dijo el decano.
—Muy minucioso —dijo Estudios Indefinidos, poniendo cara de felicidad mientras eructaba—. Discúlpeme, señora Panadizo. ¿Le apetece un poco más de pechu…? —La mirada asesina que le lanzó Ridcully hizo que se apresurara a corregirse—. ¿Le apetece un poco más de parte delantera del pollo, señora Panadizo?
—Y hemos descubierto que ya no supondrá ninguna amenaza para los magos que vengan a visitar esta isla —dijo Ridcully.
—Es sólo que… me parece que una investigación rigurosa debería consistir en algo más que echar una miradita por ahí para ver si encuentras un arbusto de cebolletas-a-la-salvia —dijo Ponder—. Ya vieron lo deprisa que cambió, ¿no?
—Sí, ¿y qué? —preguntó el decano.
—Que eso no puede ser natural.
—Es usted quien afirma que las cosas se convierten en otras siguiendo un proceso natural, señor Stibbons.
—¡Pero no tan deprisa!
—¿Ha visto actuar alguna vez a esa evolución suya?
—Por supuesto que no. Nadie ha…
—Pues entonces ahí lo tiene —dijo Ridcully con el tono de quien da por terminada una discusión—. Ésa podría ser la velocidad normal. Como ya he dicho antes, es perfectamente lógico. Convertirse en pájaro poco a poco y por etapas no tendría ningún sentido, ¿verdad? Una pluma aquí, un pico allá… Entonces acabaríamos viendo pasear por el mundo a algunas criaturas condenadamente estúpidas, ¿no? —Los otros magos se rieron—. Nuestro monstruo probablemente pensó: «Oh, son demasiados. Quizá será mejor que me convierta en algo que les caiga bien.»
—Y que les parezca sabroso —dijo el decano.
—Una estrategia de supervivencia muy inteligente —dijo Ridcully—. Hasta cierto punto, claro.
Ponder puso los ojos en blanco. Aquellas cosas siempre sonaban estupendamente cuando las estaba estructurando. Había leído algunos de los viejos libros y dedicado montones de horas a pensar y reflexionar, y de repente una pequeña teoría se organizaba a sí misma dentro de su mente formando una impecable hilera de daditos… y cuando Ponder permitía que saliera de su mente, entonces la teoría chocaba contra el cuadro académico de la Universidad Invisible y alguien siempre hacía alguna pregunta estúpida a la que Ponder era incapaz de responder. ¿Cómo podías hacer alguna clase de progresos contra mentes como esas? Si algún dios dijera «Hágase la luz» en algún rincón del universo, ellos serian los que dirían «¿Por qué? Siempre hemos tenido más que suficiente con la oscuridad».
Los viejos, ése era el gran problema. A Ponder no acababan de convencerle las antiguas tradiciones, seguramente porque tenía más de veinte años y gozaba de una posición moderadamente importante y, en consecuencia y para algunos principiantes, eso lo convertía en un blanco. O le habría convertido en un blanco, si no fuera porque los principiantes se entretenían demasiado jugueteando con Maleficio.
Y de todas maneras, Ponder no estaba interesado en los ascensos. Se habría conformado con que la gente le escuchara durante cinco minutos en vez de decir: «Bravo, señor Stibbons, pero ya lo intentamos en una ocasión y no dio resultado», o «Probablemente no disponemos de los fondos necesarios», o «Ahora ya no quedan genios. ¿Te acuerdas del viejo Fulano de Tal, el ilustre-mago-de-la-antigüedad-muerto-hace-cincuenta-años-del-que-nuestro-Ponder-seguro-que-ni-se-acuerda? Pues ese tipo sí era un gran hombre».
Ponder tenía la impresión de que por encima de él había un montón de zapatos de muertos. Pero los pies que contenían estaban vivos, y pisaban con mucha fuerza.
Nunca se molestaban en aprender nada, nunca se molestaban en recordar nada aparte de los buenos viejos tiempos. Se peleaban entre ellos igual que niños y el único capaz de decir algo sensato siempre lo decía en orangutanés.
Ponder atizó el fuego con brío. Los magos habían construido una elegante choza primitiva para la señora Panadizo, con un entramado de ramas y grandes hojas. La señora Panadizo les dio las buenas noches y después tapó púdicamente la entrada con varias hojas.
—Una dama muy respetable, nuestra señora Panadizo —dijo Ridcully—. Me parece que yo también iré a acostarme.
Los ronquidos ya iban adquiriendo volumen alrededor de la hoguera.
—Creo que alguien debería montar guardia —dijo Ponder.
—Bravo, muchacho —farfulló Ridcully, dándose la vuelta.
Ponder rechinó los dientes y se volvió hacia el bibliotecario, que estaba temporalmente de regreso en la tierra de los bípedos y, lúgubremente envuelto en una manta, se había sentado junto a la hoguera.
—Bien, señor, supongo que para usted esto es como un hogar lejos del hogar.
El bibliotecario meneó la cabeza.
—Quizá le interesaría saber qué más tiene de raro este lugar —dijo Ponder.
—¿Ook?
—La madera arrastrada por las corrientes. Nadie me escucha, pero es importante. Hemos recogido montones de combustible para la hoguera, y todo es madera en estado natural. ¿Se había dado cuenta? Ninguna caja vieja, ni un solo trozo de tablón, ninguna sandalia agujereada. Sólo madera normal y corriente.
—¿Ook?
—Eso quiere decir que debemos estar muy lejos de todas las rutas navieras… Oh, no… No…
El bibliotecario frunció desesperadamente el hocico.
—¡Concéntrese en tener brazos y piernas, deprisa!
¡Brazos y piernas vivos, quiero decir!
El bibliotecario asintió apáticamente y estornudó.
—¿Awk? —preguntó luego.
—Bueno, por lo menos no se ha convertido en un objeto inanimado —dijo Ponder con tristeza—. Aunque como pingüino yo lo encuentro demasiado grande, ¿no le parece? Creo que es debido a la estrategia de supervivencia que ha adoptado su cuerpo. Sigue buscando una forma estable capaz de operar.
—¿Awk?
—Aunque me sorprende que parezca incapaz de prescindir del pelo rojo…
El bibliotecario le fulminó con la mirada, se alejó un par de metros y se hizo una bola sobre la arena.
Ponder miró alrededor. Al parecer le había tocado hacer de centinela, aunque sólo fuese porque nadie más tenía intención de montar guardia. Bueno, eso no era ninguna sorpresa.
Criaturas invisibles parloteaban entre los árboles. Destellos de fosforescencia relucían sobre el mar. Las estrellas empezaban a hacerse visibles.
Ponder alzó la mirada hacía las estrellas. Bueno, por lo menos siempre podías estar seguro de que…
Y de repente vio qué era la otra cosa que no encajaba.
—¡Archicanciller!
¿Hace mucho que estás loco? No, realmente no era un buen comienzo. Rincewind estaba intentando encontrar una forma de entablar conversación, pero no conseguía decidirse por ninguna.
—Bueno, pues… el caso es que no esperaba encontrar enanos por aquí —acabó diciendo.
—Oh, la familia se fue de Nadalandia cuando yo era un crío —dijo Loco—. Querían ver la costa y entonces estalló una tormenta, y antes de que pudiéramos hacer nada ya habíamos naufragado. Fue lo mejor que nos podía ocurrir, desde luego. Si me hubiera quedado en Nadalandia ahora me estaría muriendo de frío dentro de una mina mientras arrancaba trocitos de roca de las paredes, pero aquí un enano puede caminar erguido.
—Claro, claro —dijo Rincewind, manteniendo el rostro cautelosamente inexpresivo.
—Pero siempre dentro de un orden, ¿eh? —añadió Loco—. No queremos crecer demasiado, ¿verdad?
—Por supuesto que no.
—Así que acabamos echando raíces, y ahora mí padre tiene una cadena de panaderías en Bugarup.
—¿Pan de los enanos? —preguntó Rincewind.
—¡Justo en el blanco! Gracias a él pudimos atravesar millares de kilómetros de océano infestado de tiburones. Si no hubiera sido por ese saco lleno de pan de los enanos, nunca…
—¿Habríais podido partirle el cráneo a los tiburones?
—Ah, veo que entiendes de panes.
—¿Y qué clase de sitio es Bugarup? ¿Es muy grande? ¿Tiene puerto?
—Eso dicen. Nunca he vuelto por allí. Prefiero vivir en el campo.
El suelo tembló. Los árboles que crecían junto al camino también temblaron, a pesar de que no soplaba viento.
—Eso suena a tormenta —dijo Rincewind.
—¿Tormenta? ¿Qué es eso?
—Lluvia, ya sabes.
—¡Oh, por todas las vacas en llamas! No creerás esas tonterías que cuentan por ahí, ¿verdad? Cuando se le iba un poco la mano con la cerveza, mi abuelo siempre empezaba a hablar de las tormentas. Sólo son cuentos de viejas. ¿Agua que cae del cielo? ¡Venga, por favor!
—¿Aquí nunca llueve?
—¡Por supuesto que no!
—Pues en el sitio del que vengo ocurre con bastante frecuencia —dijo Rincewind.
—¿Sí? ¿Y cómo se las arregla para subir hasta el cielo? Porque el agua pesa bastante, ¿sabes?
—Oh. Pues… pues… creo que el sol la aspira. O algo así.
—¿Cómo?
—No lo sé. Sencillamente ocurre.
—¿Y luego cae del cielo?
—¡Sí!
—¿Gratis? ¿No hay que pagar?
—¿Es que nunca has visto llover?
—Oye, todo el mundo sabe que el agua está debajo del suelo. Es de puro sentido común, ¿no? El agua pesa, se va filtrando por el suelo y acaba acumulándose en las profundidades. Nunca la he visto flotar por los aires, compañero.
—Bueno, ¿y cómo crees que llegó a acumularse en el suelo?
Loco puso cara de asombro.
—¿Y qué pasa con las montañas? ¿Te importaría explicarme de dónde han salido las montañas? —preguntó después.
—¿Qué quieres decir? ¡Las montañas están ahí y punto!
—Así que no caen del cielo, ¿eh?
—¡Por supuesto que no! ¡Las montañas pesan mucho más que el aire!
—¿Y el agua no? Tengo un par de barriles llenos debajo de la carreta, y si los levantaras sudarías lo tuyo.
—¿Es que aquí no hay ríos?
—¡Pues claro que tenemos ríos! ¡Este país tiene de todo!
—Bueno, ¿y cómo crees que llega el agua a los ríos?
Loco pareció sinceramente perplejo.
—¿Y quién necesita que haya agua en los ríos? ¿De qué iba a servir?
—Fluiría hacia el mar y…
—¡Menudo desperdicio! Y en el sitio del que vienes dejáis que haga eso, ¿verdad?
—No es que se lo dejes hacer. Es que sencillamente ocurre, porque… ¡es lo que hacen los ríos!
Loco contempló a Rincewind.
—Ah, claro. Y a mí me llaman loco —dijo por fin,
Rincewind se dio por vencido. No había ni una sola nube en el cielo. Pero el suelo volvió a temblar.
El archicanciller Ridcully estaba fulminando con la mirada al cielo como si la ausencia de nubes fuera una especie de ofensa personal.
—¿Cómo que ni una? —preguntó.
—Técnicamente, no hay ni una sola constelación familiar —dijo Estudios Indefinidos con un tembloroso hilo de voz—. Hemos contado tres mil ciento noventa y nueve constelaciones que podrían llamarse el Triángulo, por ejemplo, pero el decano dice que algunas de ellas no cuentan porque usan las mismas estrellas…
—No he reconocido ni una sola estrella —dijo el prefecto mayor.
Ridcully agitó las manos.
—Siempre están cambiando un poco —dijo—. La Tortuga nada a través del espacio y…
—¡Pero no tan deprisa! —exclamó el decano. Los magos, despeinados y confusos, alzaron los ojos hacia la noche que se aproximaba rápidamente.
Las constelaciones de Mundodisco cambiaban a medida que el mundo se iba desplazando a través del vacío, lo cual significaba que allí la astrología lideraba la vanguardia de la investigación en vez de, como ocurría en otros sitios, ser una astuta forma de evitar tener que buscar trabajo. El que las peculiaridades y asuntos humanos pudieran ser guiados de manera tan fiable y continuada por una sucesión de grandes bolas de plasma, la mayoría de las cuales jamás había oído hablar de la humanidad y además se encontraban a miles de millones de kilómetros de distancia de ella, era tan asombroso como inexplicable.
—¡Estamos atrapados en algún otro mundo! —gimió el prefecto mayor.
—Eh… no creo que se trate de eso —dijo Ponder.
—Supongo que tendrá alguna sugerencia mejor, ¿no?
—Eh… ¿ven esa acumulación de estrellas tan grande que hay ahí?
Los magos contemplaron el cúmulo estelar que parpadeaba junto al horizonte.
—Muy bonita —dijo Ridcully—. ¿Y bien?
—Creo que es lo que nosotros llamamos el Pequeño Grupo Aburrido de Estrellas Tenues. Tiene más o menos la misma forma —dijo Ponder—. Y ya sé lo que va a decir, señor. Va a decir que sólo forman una mancha en el cielo en vez de dibujar una constelación sobre las manchas que solíamos ver, pero… Verá, señor, ése es el aspecto que podrían haber tenido cuando Gran A'Tuin se hallaba mucho más cerca de ellas hace millares de años. En otras palabras, señor —Ponder respiró hondo, temiendo lo que iba a ocurrir—, creo que hemos retrocedido millares de años en el tiempo.
Lo que hacía tan peculiares a los magos también tenía su otra cara, por supuesto. Aunque eran capaces de pasarse medía hora insistiendo en que era imposible que fuese martes, podían aceptar lo inconcebiblemente fantástico sin pestañear. El prefecto mayor incluso pareció sentirse aliviado.
—Oh, así que se trata de eso… —dijo.
—Tenía que acabar ocurriendo tarde o temprano —dijo el decano—. Después de todo, no está escrito en ningún sitio que estos agujeros estén unidos al mismo tiempo.
—Eso complicará un poco el regreso —dijo Ridcully.
—Esto… Puede que no sea tan sencillo, archicanciller.
—¿Tanto como encontrar una forma de desplazarse a través del tiempo y el espacio, quiere decir?
—Quiero decir que quizá no haya ningún allí al que volver —dijo Ponder y cerró los ojos, sabiendo que aquello iba a ser muy difícil.
—Pues claro que hay un allí al que volver —dijo Ridcully—. Sólo llevamos aquí desde esta man… desde ayer. Estoy hablando de ayer a miles de años en el futuro, naturalmente.
—Pero si no tenemos cuidado podríamos alterar el futuro —dijo Ponder—. Nuestra mera presencia en el pasado podría alterar el futuro. Quizá ya hayamos alterado la historia.
—Me parece que deberíamos escuchar al chico, Ridcully —dijo el decano—. Por cierto, ¿queda algo de ese ron?
—Bueno, aquí no está ocurriendo ninguna historia —dijo Ridcully—. ¿Qué importancia puede tener este sitio? No es más que una islita un poco rara.
—Me temo que acciones minúsculas en cualquier lugar del mundo podrían tener ramificaciones enormes, señor —dijo Ponder.
—Y no queremos que haya ramificaciones, desde luego. Bien, ¿adonde quiere ir a parar? ¿Qué nos aconseja que hagamos?
Todo había estado yendo muy bien, y los magos casi parecían dispuestos a poner manos a la obra. Quizá eso hizo que Ponder actuara igual que el hombre que, después de haber caído al vacío y llevar recorridos cien metros sin haber sufrido ningún daño, cree que los últimos centímetros de la caída serán una mera formalidad.
—Para emplear la metáfora clásica, lo importante es no matar a tu abuelo —dijo,
—¿Y por qué demonios iba yo a querer matar a mi abuelo? —preguntó Ridcully—. Siempre quise mucho al viejo, ¿sabe?
—Por supuesto, por supuesto. Accidentalmente, ¿comprende? —dijo Ponder—. Pero en cualquier caso…
—¿Sí? Bien, como ya sabe cada día mato accidentalmente a varias personas —dijo Ridcully—. Y de todas maneras, no veo a mi abuelo por aquí.
—Sólo era un ejemplo ilustrativo, señor. El problema estriba en la causa y el efecto, y lo que no está claro es…
—Lo que está muy claro, señor Stibbons, es que de repente parece estar convencido de que cuando alguien retrocede en el tiempo se ve atacado por una especie de manía fratricida. Si me encontrara con mí abuelo, le invitaría a tomar una copa y le diría que no debería estar tan seguro de que las serpientes no te morderán si las asustas, una información que quizá me agradecería más avanzada su vida.
—¿Por qué? —preguntó Ponder.
—Porque así su vida habría podido avanzar un poco más de lo que llegó a avanzar.
—¡No, señor, no! ¡Eso sería peor que disparar contra su abuelo!
—¿De veras?
—¡Sí, señor!
—Me parece que su razonamiento contiene un par de pasos a los que quizá no ha prestado la debida atención, señor Stibbons —dijo el archicanciller con voz gélida—. Supongo que no tendrá intención de matar a su abuelo, ¿verdad?
—¡Por supuesto que no! —replicó secamente Ponder—. Ni siquiera sé qué aspecto tenía. Murió antes de que yo naciera.
—¡Ajá!
—Pero yo no le…
—Oigan, estamos mucho más atrás en el tiempo que todo eso —dijo el decano—. Stibbons ha dicho mulares de años, ¿verdad? Todos nuestros abuelos no existen.
—Ah, en ese caso el abuelo del señor Stibbons se ha librado por los pelos —dijo Ridcully.
—No, señor —dijo Ponder—. ¡Oh, por favor! Lo que estaba intentando hacerles entender es que cualquier cosa que hagas en el pasado cambia el futuro. Las acciones más insignificantes pueden tener graves consecuencias. ¡Podrían… pisar una hormiga ahora y eso impediría que alguien naciera en el futuro!
—¿Usted cree? —preguntó Ridcully.
—¡Sí, señor!
Ridcully pareció animarse.
—Pues eso no estaría nada mal. Hay una o dos personas de las que la historia podría prescindir. ¿Tiene idea de qué habría que hacer para localizar a las hormigas adecuadas?
—¡No, señor! —Ponder intentaba encontrar una grieta en el cerebro de su archicanciller para introducir la palanqueta de la comprensión, y durante unos vanos segundos creyó haber localizado una—. Porque… ¡porque la hormiga que pisara podría ser la suya, señor!
—Me está diciendo que… ¿podría pisar una hormiga y eso afectaría a la historia, y entonces yo no nacería?
—¡Sí! ¡Sí! ¡Exactamente! ¡Eso es, señor!
—¿Cómo? —Ridcully parecía perplejo—. Yo no desciendo de las hormigas.
—Porque… —Ponder sintió que las mareas de la incomprensión mutua se estaban elevando a su alrededor, pero se negó a dejarse ahogar—. Bueno… esto… bueno, supongamos que… que la hormiga muerde al caballo de un hombre, y que el hombre se cae del caballo, y que llevaba consigo un mensaje muy importante, y como no llegó a tiempo hubo una batalla terrible, y uno de sus antepasados murió en ella… No, disculpe, quiero decir que no murió en ella…
—¿Y cómo consiguió cruzar el mar esa hormiga? —preguntó Ridcully.
—Agarrada a un trozo de madera impulsado por las corrientes —intervino el decano—. Le sorprendería la de bichos que pueden llegar incluso a las islas más remotas aferrados a un trozo de madera: insectos, lagartos, incluso pequeños mamíferos…
—¿Y después la hormiga subió por la playa y se fue al sitio donde hubo esa batalla? —preguntó Ridcully.
—La pata de un pájaro —dijo el decano—. Lo leí en un libro. Incluso los huevos de los peces pueden ir de una laguna a otra viajando en la pata de un pájaro.
—Una hormiga realmente decidida, ¿eh? —dijo Ridcully, acariciándose la barba—. Aun así, debo admitir que cosas más extrañas han ocurrido.
—Prácticamente cada día —dijo el prefecto mayor.
Ponder estaba radiante. Los magos acababan de enfrentarse a una metáfora formada por varias frases y, sin atascarse en ninguna de ellas, habían logrado llegar al final del recorrido.
—Sólo hay una cosa que no entiendo —añadió Ridcully—. ¿Quién pisará a la hormiga?
—¿Cómo dice?
—Bueno, es obvio, ¿no? —dijo el archicanciller—. Si aplasto esa hormiga con el píe, entonces no existiré. Pero si no existo entonces no puedo haberlo hecho, así que no lo haré y por lo tanto existiré. ¿Lo entiende? Tiene usted una buena sesera, señor Stibbons, pero a veces me pregunto si realmente intenta aplicar el pensamiento lógico al tema del momento. Las cosas que ocurren quedan ocurridas. No hay que ser ningún genio para entenderlo, ¿verdad? Oh, no ponga esa cara… —dijo, tomando la expresión de rabia fútil de Ponder por una mueca de consternación avergonzada—. Cuando vea que se ha quedado atascado en alguna de estas cuestiones tan complicadas, recuerde que mi puerta siempre está abierta.[14] Después de todo, soy su archicanciller.
—Discúlpenme, pero ¿podemos pisar hormigas sí o no? —preguntó el prefecto mayor con cierta irritación.
—Si les apetece pisarlas, adelante y písenlas. —Ridcully rebosaba generosidad—. De hecho, la historia ya depende de que aplasten a cualquier hormiga que se cruce en su camino. Todas las hormigas que hayan aplastado ya están aplastadas, así que si vuelven a hacerlo lo harán por primera vez, porque lo están haciendo ahora debido a que ya lo hicieron entonces. Que también es ahora, claro.
—¿De veras?
—Sí, de veras.
—En ese caso quizá deberíamos habernos traído unas botas más grandes —dijo el tesorero.
—Haga lo que pueda, tesorero —dijo Ridcully, y después se estiró y bostezó—. Bueno, me parece que todo ha quedado aclarado —añadió—. Vamos a ver si dormimos un poco, ¿de acuerdo? Hemos tenido un día muy largo.
Alguien seguía despierto.
Después de que los magos se hubieran quedado dormidos por segunda vez, una luz tan tenue como el resplandor de los gases de los pantanos empezó a trazar círculos por encima de ellos.
La luz era un dios omnipresente, aunque sólo en una pequeña zona. Y era omnisapiente, pero sólo lo suficiente para ser consciente de que, aunque realmente lo sabía todo, sus conocimientos no abarcaban la totalidad del Todo, sino únicamente la parte del Todo aplicable a su isla.
¡Maldición! Sabía que el arbusto de cigarrillos causaría problemas, y así se lo había dicho a sí mismo. Habría tenido que detener el proceso en cuanto vio que empezaba a crecer. Nunca había pretendido que las cosas se torcieran de aquella manera.
Lo de la primera criatura puntiaguda había sido lamentable, desde luego, pero él no había tenido la culpa, ¿verdad? Algunas de las cosas que estaban apareciendo en la isla le sorprendían incluso a él. Y algunas de ellas nunca permanecían estables durante más de cinco minutos.
Aun así, no pudo evitar sentirse orgulloso de sí mismo. ¡Dos horas entre el momento en el que aquel al que llamaban decano ardía en deseos de fumarse un cigarrillo y la planta evolucionando, creciendo y produciendo su primera cosecha de frutos cargados de nicotina! Eso sí era auténtica evolución en acción.
El problema era que ahora empezarían a hacer preguntas y que meterían las narices por todas partes.
El dios, y eso lo convertía en un caso prácticamente único entre los dioses, estaba a favor de las preguntas. De hecho quería que las personas cuestionaran las ideas preconcebidas, arrojaran al cubo de la basura las viejas supersticiones, se libraran de los grilletes del perjuicio irracional y, en resumen, que ejercitaran los cerebros que su dios les había dado, aunque, por supuesto y como bien sabía dios, no les habían sido dados por cualquier dios. Eso significaba que lo que debían hacer era ejercitar esos cerebros desarrollados a lo largo de los milenios en respuesta a los estímulos externos y la necesidad de controlar ese par de manos provistas de pulgares oponibles, otra idea condenadamente buena de la que el dios estaba muy orgulloso. O de la que habría estado muy orgulloso si existiera, naturalmente.
Aun así, había límites. Los librepensadores eran gente encantadora, pero no deberían ir por ahí pensando lo que les diera la gana.
La luz se desvaneció y reapareció, todavía describiendo círculos, dentro de la caverna sagrada de la montaña. El dios sabía que, técnicamente hablando, en realidad la caverna no era sagrada, dado que para conseguir que un lugar fuese sagrado necesitabas creyentes y aquel dios no quería tener creyentes.
Un dios sin creyentes suele ser tan poderoso como una pluma en un huracán, pero por alguna razón que aún no había conseguido desentrañar, aquel dios era perfectamente capaz de operar sin ellos. Eso quizá se debía al inmenso fervor con que creía en sí mismo. Bueno, evidentemente el dios no creía en sí mismo, porque creer en dioses es irracional. Pero sí creía en lo que hacía. Durante unos momentos de remordimiento el dios barajó la idea de crear unos cuantos lagartos del trueno para que se comieran a los intrusos antes de que sus intromisiones llegasen demasiado lejos, pero enseguida rechazó el plan por considerarlo indigno de una deidad tan moderna y tan firmemente comprometida con el pensamiento progresista.
Aquella parte de la caverna estaba llena de estanterías que contenían semillas. El dios seleccionó una perteneciente a la familia de las calabazas y cogió sus herramientas.
Las herramientas eran absolutamente únicas. Nadie más en el mundo poseía un destornillador tan pequeño.
Un brote verde respondió a las primeras luces del amanecer abriéndose paso a través de la capa de restos vegetales que cubría el suelo del bosque, extendió dos hojas y siguió creciendo.
En el subsuelo, brotes blancos empezaron a retorcerse como gusanos entre la capa de mantillo formada por las hojas caídas. No había tiempo que perder, así que la planta tendría que recurrir a las medidas drásticas. Un zarcillo encontró agua en algún lugar de las profundidades.
Pocos minutos después los arbustos que rodeaban a la planta, que a esas alturas ya había crecido bastante y no paraba de moverse, empezaron a secarse.
El brote que formaba la vanguardia del proceso reptó hacia el mar. Los zarcillos que iban apareciendo detrás del tallo de avanzada se enroscaron en las ramas más cercanas. Los árboles de mayor tamaño fueron usados como puntos de apoyo, unos matorrales fueron arrancados de cuajo y una raíz surgió de la nada para tomar posesión del agujero recién abandonado por sus antiguos ocupantes.
El dios no había podido dedicar mucho tiempo a la sofisticación. Las instrucciones de la planta habían sido estructuradas a partir de piezas y fragmentos sueltos esparcidos por ahí, cosas que el dios sabía funcionarían sin problemas.
Y por fin el primer brote atravesó la playa y llegó al mar. Las raíces se hundieron en la arena, las hojas se desplegaron y la planta produjo una solitaria flor femenina. Pequeñas flores masculinas ya se habían abierto a lo largo del tallo.
El dios no había programado aquella parte. El gran problema de la evolución, se había dicho, era que no estaba dispuesta a obedecer órdenes. A veces la materia piensa por su cuenta.
Un delgado zarcillo prensil se enrolló sobre sí mismo y después se estiró bruscamente y atrapó a un moscardón que pasaba por allí. El zarcillo se fue curvando hacia atrás, sumergió al aterrorizado insecto en el polen de una flor masculina y luego, con sorprendente rapidez, lo incrustó en los pétalos de la flor hembra.
Unos segundos después la flor cayó al suelo y la bolita verde que había debajo de ella empezó a hincharse, justo en el mismo instante en que el horizonte empezaba a mostrar los rubores del amanecer. Argo náuticas uniquo estaba listo para producir su primer y único fruto.
Las aspas de un molino enorme construido sobre una torre de metal giraban entre chirridos. Un cartel colgado de la torre anunciaba: «Tetrajisteunabirra: deja tus armas en recepción.»
—Calma y tranquilidad, ¿eh? Y gracias por recordármelo, pero prefiero llevarlas encima. A ver… Bien, no he perdido ninguna —dijo Loco, haciendo avanzar los caballos.
Atravesaron un puente de madera, aunque Rincewind no vio ninguna razón que justificara la molestia de construirlo. Parecía un montón de esfuerzo sólo para cruzar una franja de arena reseca.
—¿Arena? —dijo Loco—. ¡Eso es el río Languidez, eso es lo que es!
Y en ese momento pasó un bote. Remolcado por un camello, avanzaba rápidamente sobre sus cuatro grandes ruedas.
—¿Un bote? —dijo Rincewind.
—¿Nunca habías visto uno antes?
—Uno que estuviera siendo pedaleado, no —dijo Rincewind mientras una pequeña canoa pasaba ante ellos.
—Si el viento soplara en la dirección adecuada desplegarían la vela.
—Ah, ya. Esta pregunta quizá te parezca un poco extraña, pero… ¿por qué tiene forma de bote?
—Porque ésa es la forma que tienen los botes.
—Oh, claro. Sí, ya me imaginaba que habría alguna buena razón… ¿Y los camellos? ¿Cómo han llegado hasta aquí?
—La gente dice que se agarran a los trozos de madera que trae la marea. Las corrientes dejan montones de cosas en la costa.
Tetrajisteunabirra ya empezaba a ser visible. Por suerte a alguien se le había ocurrido colgar el cartel en aquella torre, ya que de lo contrario habrían podido atravesar el pueblo sin darse cuenta de que estaba allí. La arquitectura pertenecía al estilo conocido como «vernacular», una palabra que los expertos de otro campo profesional utilizan como sinónimo de «blasfemar o decir vulgaridades» cuando no desean repetirse. Pero después de todo aquí hace un calor infernal y nunca llueve, pensó Rincewind. Lo único que le pides a tu casa es que te proporcione alguna clase de separación entre el interior y el exterior.
—Dijiste que este pueblo era bastante grande —comentó.
—Tiene una calle entera. Y una taberna.
—Oh, así que eso de ahí es una calle… ¿Y ese montón de troncos es una taberna?
—Te gustará. Cocodrilo sabe cómo llevar una taberna.
—¿Por qué le llaman Cocodrilo?
Dormir sobre la arena no le sentó demasiado bien al cuadro académico de la Universidad Invisible, y el archicanciller estaba ayudando a que les sentara todavía peor. Ridcully no se conformaba con ser un hombre madrugador sino que, para colmo de la injusticia, también era un gran trasnochador. A veces pasaba de una fase a otra sin ningún intermedio de sueño.
—¡Arriba, dormilones! ¿A quién le apetece echarse una carrerita por la isla? El ganador tendrá un pequeño premio, ¿eh?
—Oh, dioses míos —gimió el decano, dándose la vuelta hasta quedar acostado sobre la espalda—. Está haciendo flexiones.
—Les aseguro que no quiero que nadie piense que estoy propugnando un regreso a nuestro terrible y oscuro pasado —dijo Estudios Indefinidos mientras intentaba sacarse un poco de arena de la oreja—, pero hubo una época en la que solíamos matar a los magos de su clase.
—Sí, pero ellos también solían matar a los magos de nuestra clase —dijo el decano.
—¿Se acuerdan de lo que decíamos entonces? —preguntó el prefecto mayor—. «Nunca confíes en un mago que tenga más de sesenta y cinco años», eso decíamos… ¿Qué demonios ha pasado?
—Que ya tenemos más de sesenta y cinco años, prefecto mayor.
—Ah, claro. Y entonces descubrimos que se podía confiar en nosotros después de todo, ¿verdad?
—Es una suerte que lo descubriéramos a tiempo, ¿eh?
—Un cangrejo está subiendo por ese árbol —dijo Runas Recientes, que estaba acostado sobre la espalda y tenía los ojos vueltos hacía arriba—. Es un cangrejo de verdad.
—Sí —dijo el prefecto mayor—. Los llaman Cangrejos Escaladores de Árboles.
—¿Porqué?
—Cuando era pequeño —dijo Estudios Indefinidos— leí un libro que contaba la historia de un hombre que naufragó en una isla como ésta y pensó que estaba solo, y entonces un día encontró la huella de un pie en la arena. Había un grabado —añadió.
—¿La huella de un pie? —preguntó el decano, incorporándose y sujetándose la cabeza con las manos.
—Pues sí, y cuando la vio comprendió que…
—¿…que el otro habitante de la isla era un campeón de salto que sólo tenía una pierna y estaba un poco loco? —preguntó el decano, que se había despertado de mal humor y tenía ganas de discutir.
—Bueno, después encontró unas cuantas huellas más y…
—Me encantaría haber naufragado en una isla desierta —dijo lúgubremente el prefecto mayor mientras contemplaba cómo Ridcully corría sin moverse del sitio.
—¿Son impresiones mías o estamos atrapados en una isla a miles de kilómetros y a millares de años de casa? —preguntó el decano.
—Lo estamos.
—Me lo imaginaba. ¿Hay algo para desayunar?
—Stibbons encontró unos cuantos huevos pasados por agua.
—Qué muchacho tan útil —gimió el decano—. ¿Dónde los encontró?
—En un árbol.
Fragmentos de la noche anterior volvieron a la mente del decano.
—¿Un árbol de huevos pasados por agua?
—Sí, y están muy en su punto —dijo el prefecto mayor—. Si les echas unas termitas del árbol del pan, saben realmente deliciosos.
—Y supongo que ahora me dirá que también encontró un árbol de cucharas…
—Por supuesto que no.
—Menos mal.
—Es un arbusto —dijo el prefecto mayor, alzando una cucharilla de madera a la que todavía se adherían unas cuantas hojas.
—Un arbusto que da cucharas como fruto… —Al joven Stibbons le ha parecido de lo más lógico, decano. Después de todo, y cito sus palabras, «las cogimos porque son útiles, y además las cucharas siempre se están perdiendo». Después se echó a llorar.
—Aun así, creo que no anda del todo desencaminado. Sinceramente, este sitio es como la Gran Montaña de Caramelo.
—Voto porque nos vayamos de aquí lo más pronto posible —dijo Estudios Indefinidos—. Será mejor que hoy examinemos seriamente esa idea de la embarcación. No quiero encontrarme con otro de esos horribles lagartos.
—Uno de cada cosa, ¿recuerda?
—Entonces probablemente haya uno peor.
—Construir una embarcación no puede ser muy difícil —dijo Estudios Indefinidos—. Incluso los primitivos son capaces de hacerlo.
—Oiga, hemos recorrido toda la isla y todavía no hemos encontrado una biblioteca decente —dijo el decano—. ¡Sencillamente no hay bibliotecas! Esto es ridículo. ¿Cómo se supone que te las vas a arreglar para hacer algo?
—Supongo que podríamos hacer pruebas con distintas cosas —repuso el prefecto mayor—. Para averiguar si flotan, ya saben.
—Oh, bueno, si realmente está dispuesto a emplear métodos tan toscos…
Estudios Indefinidos lanzó una rápida mirada al decano y decidió que había llegado el momento de suavizar la tensión.
—Ja, ja —rió—. Me estaba preguntando, ja, ja, sólo como pequeño ejercicio mental… Si hubiera naufragado en una isla desierta, decano, ¿qué clase de música le gustaría escuchar?
El rostro del decano se ensombreció más.
—Preferiría escuchar música en la Ópera de Ankh-Morpork.
—Ah. Sí, claro. Una respuesta muy… muy directa, decano.
Los labios de Rincewind formaban una sonrisa un tanto vidriosa.
—Así que… así que eres un cocodrilo, ¿eh?
—¿Te molesta?
—¡No! ¡No! Pero ¿nunca te llaman de otra manera?
—Bueno, algunos utilizan un apodo que me han puesto…
—¿Sí?
—Sí. Cocodrilo Cocodrilo. Pero aquí casi todo el mundo me llama Dongo.
—Y… esto… bueno, esta cosa… ¿Cómo la llamáis?
—La llamamos cerveza —dijo el cocodrilo—. ¿Tú como la llamas?
El encargado de la barra llevaba una sucia camisa y pantalones cortos, y la visión de éstos confeccionados para alguien que tenía unas piernas cortísimas y una cola muy larga hizo comprender a Rincewind lo difícil y complicado que podía llegar a ser el trabajo de un sastre. Rincewind sostuvo el vaso de cerveza delante de su cara para examinarlo a la luz. Y eso era lo sorprendente, claro, porque podías ver la luz a través del contenido del vaso. ¡Aquella cerveza dejaba pasar la luz! Un experto en cervezas te diría que la cerveza de Ankh-Morpork pertenecía a la categoría de las mixturas espirituosas, lo que siempre era una forma elegante de no entrar en detalles desagradables: tenía textura, sabor —aunque a veces prefirieses ignorar a qué sabía exactamente—, cuerpo, posos, sedimentos y residuos. Cuando sólo quedaban un par de centímetros en el vaso, siempre podías comértelos con una cuchara.
Aquel líquido, en cambio, parecía carecer de sustancia, brillaba y tenía aspecto de haber sido bebido por alguien antes que él. Pero sabía bien. No te hinchaba el estómago como la cerveza de Ankh-Morpork. Apenas tenía cuerpo, por supuesto, pero una persona educada nunca insultaba a las cervezas de los demás.
—Cerveza —dijo—, y no está nada mal.
—¿De dónde te han traído los vientos?
—Vine flotando hasta aquí encima de un trozo de madera.
—¿Y cabías con tanto camello?
—Sí.
—Qué suerte.
Rincewind necesitaba un mapa. No uno geográfico, aunque siempre habría sido una ayuda, sino uno que le mostrara dónde se hallaba su cabeza en aquellos momentos. Normalmente no te encontrabas con cocodrilos sirviendo detrás de una barra, pero al parecer la clientela de aquella taberna más bien cavernosa opinaba que era algo normal. Claro que la clientela del bar incluía tres ovejas que llevaban monos de trabajo y dos canguros que estaban jugando a los dardos…
Y no eran exactamente ovejas, sino que parecían una especie de… de ovejas humanas. Las orejas sobresalían del cráneo y los rizos blancos y el aspecto ovejuno estaban presentes, pero también tenían manos y se mantenían erguidas. Y Rincewind estaba seguro de que no podías cruzar un humano con una oveja. Si eso fuera factible, a estas alturas los seres humanos —en particular los habitantes de los distritos rurales más aislados— ya habrían encontrado alguna forma de hacerlo.
A los canguros les había ocurrido algo similar. Las orejas puntiagudas saltaban a la vista y no cabía duda de que tenían hocicos, pero los canguros ahora estaban apoyados en la barra bebiendo aquella extraña cerveza carente de cuerpo y de sustancia. Uno de ellos llevaba una chaqueta llena de manchas con la leyenda «Heno Wagga. ¡El heno que crece en el cielo!» apenas visible debajo de la suciedad.
En resumen, que Rincewind tenía la sensación de no estar viendo a meros animales. Tomó otro sorbo de cerveza.
Naturalmente, ése no era un tema del que se pudiera hablar con Cocodrilo Dongo. Centrar la atención de un cocodrilo en el hecho de que había un par de canguros en la taberna era el tipo de error filosófico que Rincewind no estaba dispuesto a cometer.
—¿Quieres otra cerveza? —preguntó Dongo.
—Sí, claro —dijo Rincewind.
Echó un vistazo a la placa del grifo de la cerveza. En la etiqueta ponía «Cerveza Ro», y debajo había dibujado un canguro sonriente.
Rincewind alzó los ojos hacia un letrero medio arrancado de la pared. También anunciaba la Cerveza Ro. Allí estaba el mismo canguro, sosteniendo una pinta de dicha cerveza y luciendo la misma sonrisa maliciosa.
Sin saber por qué, Rincewind pensó que la sonrisa le resultaba familiar.
—Nopodido vitar pecatarme… —Rincewind hizo un nuevo intento—. No he podido evitar percatarme de que algunas de las personas detebarsondiferensíadas de otras pesonas.
—Bueno, el viejo Troncohueco Joe ha engordado últimamente —dijo Dongo, que estaba secando un vaso con un paño.
Rincewind bajó la mirada hacia sus piernas.
—¿De quién sontaspiednas?
—¿Te encuentras bien?
—Pobablemente mamordído algo —dijo Rincewind, sintiendo una apremiante y repentina necesidad de orinar.
—Fuera, en la parte de atrás —di] o Dongo.
—Fueratrás en el fueratrás del mundo —dijo Rincewind, echando a andar con paso tambaleante—. Jajá-jajá…
Y entonces chocó con un hombretón que extendió una mano y alzó en vilo a Rincewind. La mirada de Rincewind se deslizó a lo largo del brazo y acabó deteniéndose en un rostro enorme y lleno de furia cuya expresión indicaba que muchos andaban buscando pelea, y que el resto estaba más que dispuesto a seguirles la corriente.
—He oído lo que decía. ¿De dónde es usted, señor?
—preguntó el gigante.
—De Ankh-Mi'Porco…
¿Por qué mentir en un momento semejante?
El silencio se adueñó de la taberna.
—Y te atreves a venir aquí y empiezas a burlarte de nosotros diciendo que todos bebemos cerveza, que siempre nos estamos peleando y que hablamos raro, ¿eh?
—Calma y tranquilidad —dijo Rincewind.
Su captor tiró de él hasta que sus rostros casi se tocaron. Rincewind nunca había visto una nariz tan enorme.
—Y supongo que ni siquiera sabes que da la casualidad de que producimos unos cuantos vinos particularmente exquisitos entre los que, tanto por su calidad como por su precio, resulta especialmente merecedor de atención nuestro Chardonnay, por no mencionar el delicioso Semillons del Valle de las Dunas Oxidadas, un descubrimiento refrescante reservado a los auténticos entendidos… ¿A que no sabías todo eso, bastardo?
—No, pero me alegra saberlo. En ese caso tomaré una pinta de Chardonnay, por favor.
—Sigues haciéndote el gracioso, ¿eh?
—¿Yo? Eh… No; es que necesito ir a… En fin, me parece que he bebido demasiada cerveza y…
—¿Te importaría soltar a mi compañero? —preguntó una voz.
Loco acababa de aparecer en el umbral. Todos se apresuraron a apartarse.
—Oh, oh. ¿Tú también estás buscando pelea, retaco?
Rincewind fue bruscamente soltado y después el coloso apretó los puños y se volvió hacia el enano.
—No las busco. Me basta con entrar en las tabernas y allí están —dijo Loco, desenvainando un cuchillo—. Y ahora ¿vas a dejarle en paz, Wally?
—¿Llamas cuchillo a eso? —El gigante desenvainó un cuchillo que de encontrarse en una mano de dimensiones normales habría podido ser llamado espada—. ¡A esto le llamo yo cuchillo!
Loco lo miró y después se llevó la mano a la espalda. Cuando volvió a hacerse visible, la mano sostenía algo.
—¿De veras? Calma y tranquilidad, ¿eh? —dijo—. Pues a esto yo le llamo ballesta.
—Es un tronco —dijo Ridcully, inspeccionando el resultado de los esfuerzos del comité de construcción de embarcaciones.
—Es bastante más que un tronco… —empezó el decano.
—Oh, ya veo que han hecho un mástil y que luego han cogido el albornoz del bibliotecario y lo han atado al mástil. Es un tronco, decano. En un extremo hay raíces y en el otro hay trocitos de rama. Ni siquiera lo han ahuecado. Es un tronco.
—Hemos necesitado horas —dijo el prefecto mayor.
—Y flota —observó el decano.
—Más que flotar, yo diría que no acaba de hundirse del todo —observó Ridcully—. Y todos iríamos en él, ¿no?
—Este prototipo es la versión monoplaza —dijo el decano—. Hemos pensado que sería mejor que antes hiciéramos algunas pruebas preliminares. Después siempre podemos unir unos cuantos con cuerdas y…
—¿Como una balsa, quiere decir?
—Supongo que sí —dijo el decano de mala gana, ya que habría preferido emplear un nombre más dinámico—. Estas cosas requieren su tiempo.
El archicanciller asintió. Se sentía bastante impresionado. En un solo día los magos habían conseguido recapitular un progreso tecnológico para el que la humanidad probablemente había necesitado varios centenares de años. Yendo a ese ritmo, el martes quizá habrían logrado llegar a las chalupas.
—¿Quién va a probarlo? —preguntó.
—Hemos pensado que el tesorero quizá podría echarnos una mano en cuanto hubiéramos llegado a esa fase del programa de desarrollo.
—Se ha ofrecido voluntario, ¿eh?
—Estamos seguros de que lo hará. De hecho el tesorero se encontraba a cierta distancia de allí, vagando sin rumbo, pero con cara de plácida satisfacción, por la jungla llena de escarabajos.
El tesorero no era, como probablemente él mismo estaría dispuesto a admitir, ningún modelo de estabilidad mental. Sin duda sería el primero en admitir que estaba bastante chalado.
Pero en realidad, y por así decirlo, sólo estaba loco por fuera. De joven la magia nunca le había interesado demasiado, pero los números se le daban muy bien, e incluso un sitio como la Universidad Invisible necesitaba a alguien que supiera sumar. Y, de hecho, el tesorero había vivido muchos años encerrándose en una habitación y dedicando todas sus facultades mentales a sumar mientras fuera el resto del mundo estaba ocupado practicando la división y la resta.
Por aquel entonces el asesinato mágico todavía era la ruta legal preferida de los magos que querían acceder a los altos cargos, pero al tesorero lo protegía el hecho de que nadie quería llegar a ser tesorero.
Y entonces Mustrum Ridcully fue nombrado archicanciller y puso fin a aquel sistema por la sencilla razón de que no había forma de asesinarlo y porque, a su propia y peculiar manera, además era un modernizador. Y los magos más veteranos le siguieron la corriente porque si no lo hacían Ridcully tendía a gritarles y porque, después de haber vivido algunos de los períodos más trepidantes de la historia de la Universidad Invisible, sentían alivio al saber que por fin podrían disfrutar de la cena y que se levantarían de la cama teniendo la misma forma que cuando se habían acostado.
Pero ese cambio tan bien acogido por los demás convirtió la vida del tesorero en un auténtico infierno. No había ni una sola faceta de Mustrum Ridcully que no le irritase. Si las personas fueran alimentos, el tesorero habría sido uno de los huevos pasados por agua de la vida, pero Mustrum Ridcully era un pastel de menudillos recubierto con salsa de ajo. Hablaba en un tono tan alto como el que la mayoría de la gente reservaba para gritar. En vez de caminar, Ridcully pateaba los suelos. Iba mascullando de un lado a otro y perdía papeles importantes que luego negaba haber visto, y cuando estaba aburrido disparaba su ballesta contra la pared. Era agresivamente jovial y animado. Como nunca estaba enfermo, creía que las enfermedades de los demás eran causadas por algún descuido. No tenía ningún sentido del humor, pero contaba chistes.
Que eso afectara de tal manera al tesorero resultaba un poco extraño, dado que él tampoco tenía el menor sentido del humor. De hecho, incluso se enorgullecía de ello. El tesorero no era la clase de hombre que se ríe por cualquier cosa. Pero sabía cómo debían ser los chistes. Ridcully contaba los chistes de la misma manera en que una rana habría llevado la contabilidad: sus asientos nunca cuadraban.
Por consiguiente el tesorero acabó encontrando más satisfactorio vivir dentro de su cabeza, donde había nubes y flores y no estaba obligado a escuchar. Aun así, algo debía haberse filtrado desde el mundo exterior, porque de vez en cuando el tesorero empezaba a dar saltitos sobre una hormiga, meramente por si se suponía que debía hacerlo. Una parte de su ser albergaba la esperanza de que una de las hormigas tuviera algún parentesco remoto con Mustrum Ridcully.
Y mientras estaba ocupado cambiando el futuro de esa manera, los ojos del tesorero se posaron en lo que parecía una gruesa manguera verde tirada en el suelo.
—¿Hmmm?
El cilindro verdoso era ligeramente transparente y parecía palpitar rítmicamente. Cuando lo alzó y se lo acercó a la oreja, el tesorero oyó una especie de gloop.
A pesar de que estaba levemente fuera de sus cabales, el tesorero poseía ese instinto infalible que impulsa a todos los magos a meter las narices sin motivo en lugares peligrosos, por lo que siguió el tallo palpitante.
Rincewind despertó, porque no había forma de dormir con alguien pateándole las costillas.
—¿Grmff?
—¿Quieres que vuelva con un cubo lleno de agua y te lo vierta por encima?
Rincewind reconoció aquel tono jovial. Sus ojos se despegaron.
—¡Oh, no! ¡Tú no! ¡No eres más que una fantasía surgida de mi imaginación!
—En ese caso quizá debería volver a patearte las costillas —dijo Scrappy.
Rincewind se incorporó. Estaba amaneciendo, y él yacía sobre unos matorrales detrás de la taberna.
La memoria de Rincewind empezó a proyectar su película muda sobre sus párpados.
—Hubo una pelea… Loco disparó esa… esa… ¡Le disparó un dardo de ballesta!
—Pero sólo le atravesó el pie para que se estuviera quieto y ofreciera un blanco fácil. El gran problema de los uombats siempre ha sido que no aguantan la bebida.
Más recuerdos atravesaron las tinieblas del cerebro de Rincewind.
—Ah, sí. ¡Había animales y estaban bebiendo!
—Sí y no —dijo el canguro—. Intenté explicártelo…
—Soy todo oídos —dijo Rincewind, Sus ojos se vidriaron por un momento—. No, no soy todo oídos: soy todo vejiga. Enseguida vuelvo.
El zumbido de las moscas y una especie de olor universal condujeron a Rincewind hasta una choza cercana. Ciertas personas quizá la habrían calificado de «cuarto de baño», pero después de haber estado dentro nunca se les ocurriría volver a emplear esas palabras para referirse a la cabaña.
Rincewind salió casi enseguida y empezó a dar nerviosos saltitos.
—Hay… eh… hay una araña muy grande encaramada al retrete…
—¿Y qué piensas hacer, esperar a que haya acabado? ¡Ahuyéntala con tu sombrero!
Mientras lo hacía, Rincewind intentó comprender por qué un ser humano podía resignarse a la idea de orinar detrás de un arbusto en el centro de millares de kilómetros cuadrados de desolación desértica y, al mismo tiempo, estar dispuesto a librar una auténtica guerra por una letrina en el caso de que hubiera una disponible.
—Y no vuelvas —masculló en cuanto estuvo seguro de que la araña ya estaba suficientemente lejos para no poder oírle.
Pero el cerebro humano suele ser incapaz de centrarse en las prioridades del momento, y Rincewind se encontró dedicándose a contemplar el panorama. Y dentro de aquella cabaña, como ocurre en los lugares íntimos de todo el mundo, los hombres habían descubierto el impulso de dibujar en las paredes.
Quizá fuese la forma en que la luz caía sobre los viejos tablones, pero debajo de las minucias habituales de la gente que necesitaba a otra gente y los dibujos en los que el exceso de esperanzas había sustituido a la memoria, alguien había dibujado con trazos enérgicos a un grupo de hombres que llevaban sombreros puntiagudos.
Rincewind salió de la cabaña con expresión pensativa y echó a andar entre los arbustos.
—Calma y tranquilidad —dijo el canguro, hablando tan cerca de su oreja que Rincewind se alegró mucho de haber tenido ocasión de hacer sus necesidades.
—¡Oh, no me vengas con ésas!
—Los verás por todas partes. Forman parte del plan básico. Saben cómo infiltrarse en los pensamientos de las personas. No puedes huir de tu destino, compañero. Rincewind ni siquiera intentó demostrarle que estaba muy equivocado.
—Tendrás que poner un poco de orden en todo este lío —dijo Scrappy—. Tú eres la causa.
—¡No lo soy! ¡Son las cosas las que me ocurren a mí, no yo el que les ocurre a las cosas!
—Ya sabes que podría sacarte las tripas de una patada. ¿Te gustaría?
—No.
—¿Todavía no te has dado cuenta de que al huir siempre acabas metiéndote en nuevos líos?
—Sí, pero… Verás, también puedo huir de esos nuevos líos —dijo Rincewind—. Ahí está la auténtica gracia del sistema. Morir es algo que sólo te ocurre una vez, pero el huir es para siempre.
—Ah, pero se dice que el cobarde muere mil veces en tanto que el héroe sólo muere una.
—Sí, pero esa una es la que importa.
—¿No te da vergüenza?
—No, Me voy a casa. Voy a encontrar esa ciudad llamada Bugarup, y luego encontraré una embarcación y volveré a casa.
—¿Bugarup?
—No me digas que ese lugar no existe.
—Oh, no. Es muy grande. ¿Es allí a donde vas?
—¡No intentes detenerme!
—Veo que por fin has tomado una decisión —dijo Scrappy.
—¡Lee mis labios!
—Tu bigote se interpone en mi trayectoria visual.
—¡Pues entonces lee mi barba!
El canguro se encogió de hombros.
—En tal caso, supongo que no me queda más elección que seguir ayudándote.
Rincewind se irguió cuan alto era.
—Encontraré mi propio camino —dijo.
—No conoces el camino.
—¡Le preguntaré a alguien!
—¿Y qué me dices de la comida? Morirás de hambre.
—¡Ajá, ahí es donde te equivocas! —replicó Rincewind—. Cuento con un poder asombroso. ¡Mira!
Levantó una piedra, extrajo lo que había debajo y se lo mostró al canguro.
—¿Ves? Impresionado, ¿eh?
—Mucho.
—¡Ajá!
Scrappy asintió.
—Eres la primera persona a la que veo hacer eso con un escorpión.
El dios estaba sentado en lo alto de la copa de un árbol trabajando sobre un escarabajo particularmente prometedor cuando el tesorero pasó por debajo de él.
Bien, por fin. ¡Uno de ellos lo había encontrado!
El dios había pasado algún tiempo observando cómo los magos intentaban construir una embarcación, aunque no consiguió entender qué estaban tratando de hacer exactamente. Por lo que pudo ver, el hecho de que la madera flotara había despertado cierto interés entre ellos. Bueno, la madera flotaba, ¿no?
Lanzó el escarabajo al aire. La criatura cobró vida con un zumbido y se alejó volando, una pequeña pincelada de iridiscencia entre las copas de los árboles.
El dios se elevó por encima del árbol y siguió al tesorero.
El dios aún no había llegado a ninguna decisión acerca de aquellos seres, pero la isla, por desgracia y yendo en contra de toda su meticulosa planificación, estaba produciendo muchas cosas raras. Aquellos seres eran obviamente sociales, con algunos de los individuos diseñados para tareas específicas. El que estaba cubierto de pelos rojos había sido diseñado para trepar a los árboles, y el pisoteador de hormigas que siempre parecía distraído había sido diseñado para chocar con los troncos. Las razones para todo ello quizá acabarían saliendo a la luz tarde o temprano.
—¡Ah, tesorero! —exclamó jovialmente el decano—. Me estaba preguntando si le apetecería dar un paseo por la laguna.
El tesorero contempló el tronco empapado e intentó encontrar palabras para responder. A veces, cuando lo necesitaba de verdad, podía conseguir que el señor Cerebro y el señor Boca formaran equipo.
—Hace mucho tiempo tuve un bote —dijo finalmente.
—¡Bravo! Pues aquí tenemos otro, y sólo está esperando a que…
—Era verde.
—¿De veras? Bueno, podemos…
—He encontrado otro bote verde —dijo el tesorero—. Está flotando en el agua.
—Sí, sí, estoy seguro de que lo ha encontrado —dijo Ridcully con amabilidad—. Y apostaría a que es enorme y tiene montones de velas, ¿eh? Bueno, decano, vamos a…
—Sólo tiene una vela —dijo el tesorero—. Ah, sí, y una señora desnuda delante.
El dios, suspendido inmanentemente sobre ellos, soltó una maldición. El mascarón de proa no figuraba en sus planes originales. A veces sentía deseos de darse por vencido y echarse a llorar.
—¿Una señora desnuda? —repitió el decano, estupefacto.
—Cálmese, decano —dijo el prefecto mayor—. Probablemente habrá tomado demasiadas píldoras de extracto de rana.
—Está subiendo y bajando en el agua —dijo el tesorero—. Sube y baja, sube y baja.
El decano contempló lo que habían creado. En contra de todas las expectativas, no subía y bajaba sobre las aguas. Su embarcación se mantenía exactamente donde estaba, y era el agua la que subía y bajaba alrededor de ella.
—Esto es una isla —dijo—. Supongo que alguien podría haber navegado hasta aquí, ¿no? ¿De qué clase de señora desnuda estamos hablando? ¿De una muy morena, quizá?
—¡Decano, por favor!
—Espíritu de investigación, prefecto mayor. Información biogeográfica de gran importancia.
El tesorero esperó hasta que su cerebro volvió a ponerse en marcha.
—De una señora verde —dijo por fin.
—Con ropa o sin ella, el verde no es un color natural para un ser humano —dijo el prefecto mayor.
—El viaje por mar quizá la haya mareado —sugirió el decano.
Su mente apenas si había conseguido formar los tenues vestigios de un vago anhelo, pero el decano no estaba dispuesto a renunciar a él.
—Sube y baja —dijo el tesorero.
—Supongo que podríamos ir a echar una mirada.
—dijo el decano.
—¿Y qué pasa con la señora Panadizo? Todavía no ha salido de su cabaña.
—Oh, si quiere también puede venir —dijo el decano.
—No creo que podamos esperar que la señora Panadizo venga a echarle un vistazo a una dama desnuda por muy verde que sea —dijo el prefecto mayor.
—¿Por qué no? Como mínimo tiene que haber visto una dama desnuda, Aunque no de color verde, por supuesto.
El prefecto mayor se irguió cuan alto era.
—Esa clase de imputación está totalmente fuera de lugar —dijo.
—¿Cómo dice? Bueno, es obvio que ella… El decano no llegó a completar la frase. Las hojas que cubrían la entrada de la cabaña de la señora Panadizo fueron apartadas, y ella salió fuera.
Probablemente fuese la flor que llevaba en el cabello. Pero la señora Panadizo también le había hecho cosas a su vestido. Para empezar, ahora había menos vestido que antes, dado que la palabra deriva de una isla que no existe en el Mundodisco, los magos nunca habían oído hablar del biquini. En cualquier caso, lo que la señora Panadizo había confeccionado a partir de su vestido era mucho más sustancial que un biquini. Más bien era un nuevazelanda, ya que consistía en dos mitades muy respetables y bastante grandes separadas por un estrecho canal. Además la señora Panadizo se había envuelto la cintura con un trozo de la tela sobrante, al estilo de un sarong.
En resumen, que la prenda no tenía nada de provocativo o escandaloso… pero parecía tenerlo. Era como si la señora Panadizo hubiera decidido ataviarse con una hoja de parra de dos metros cuadrados. Por muy grande que fuese, la hoja de parra habría seguido siendo una hoja de parra.
—He pensado que esto sería más adecuado para el calor —dijo—. Nunca se me ocurriría llevarlo en la Universidad Invisible, naturalmente, pero como parece que vamos a pasar algún tiempo aquí me acordé de un grabado de la reina Zazumba de Sumtri. ¿Creen que habrá algún sitio donde se pueda tomar un baño?
El decano carraspeó.
—En la jungla hay una pequeña laguna.
—Y está llena de nenúfares —dijo Runas Recientes—. De color rosa.
—Mwaaa —dijo el prefecto mayor.
—Y hay una cascada —dijo el decano.
—Mwaaa.
—Y de hecho incluso hay un arbusto de jabón.
Los magos siguieron con la mirada a la señora Panadizo mientras ésta se alejaba.
—Sube y baja, sube y baja —dijo el tesorero.
—Es toda una mujer —opinó Ridcully—. Cuando no lleva zapatos camina de una manera distinta, ¿verdad? ¿Se encuentra bien, prefecto mayor?
—¿Mwaa?
—Me parece que el calor está empezando a afectarle. Se ha puesto muy rojo.
—Soy un mwaa… soy… Caray, hace mucho calor, ¿no? Quizá yo también debería darme un baño…
—En la laguna —dijo Ridcully lanzándole una mirada significativa.
—Oh, la sal es muy mala para la piel, archicanciller.
—Cierto, cierto. Aun así… Claro que siempre podría ir en busca de la laguna cuando la señora Panadizo haya vuelto.
—Archicanciller, encuentro insultante que parezca pensar que…
—Bravo —dijo Ridcully—. Y ahora, ¿vamos a echar un vistazo a esa embarcación?
Media hora después los magos estaban reunidos en la otra orilla.
Era verde. Y subía y bajaba. Resultaba evidente que era una embarcación, pero quizá hubiera sido construida por alguien que disponía de un manual de construcción naval detalladísimo que, curiosamente, no incluía ninguna foto. Los detalles no estaban muy bien definidos. No cabía duda de que el mascarón de proa, por ejemplo, era vagamente femenino, pero aun así —para gran desilusión del decano— los contornos estaban tan poco detallados como los de una piruleta concienzudamente chupada.
Verlo hizo que el prefecto mayor pensara en la señora Panadizo, aunque últimamente los árboles, las rocas, las nubes y los cocos también le hacían pensar en ella.
Y luego estaba la vela, claro. No cabía duda de que era una hoja. Y una vez lo habías advertido, empezabas a ser consciente de que el resto del navío poseía cierta cualidad medular o calabacera.
Ponder tosió.
—Ciertas plantas confían en las semillas flotantes para su propagación —dijo con un hilo de voz—. El coco común, por ejemplo…
—¿Tiene un mascarón de proa? —preguntó Ridcully.
—Eh… El fruto de una variedad del mangle tiene una especie de quilla que…
—¿Y una vela con algo muy parecido a unos aparejos? —preguntó Ridcully.
—Esto… No.
—¿Y qué son esas flores de arriba? —quiso saber
Ridcully.
Donde habría tenido que haber una cofa para el vigía había una masa de flores con forma de bocina, como un gran ramo de narcisos de color verde.
—¿Qué más da? —dijo Estudios Indefinidos—. Aunque sea una calabaza gigante es una embarcación, y parece que hay espacio suficiente para todos. —Se le iluminó el rostro—. Quizá vayamos un poco apretados, pero siempre podemos fingir que estamos jugando a ser semillas.
—Ha aparecido de una manera muy oportuna —dijo Ridcully—. Me pregunto por qué.
—He dicho que podemos fingir que estamos jugando a ser semillas —insistió Estudios Indefinidos—. Porque las calabazas tienen semillas, ¿saben? Y las semillas están muy juntas, y…
—Sí, lo sé —dijo Ridcully, contemplando con expresión pensativa la embarcación que se mecía sobre las aguas.
—Sólo intentaba…
—Compartir sus ideas con nosotros, lo sé. Muchas gracias.
—Pues parece bastante espaciosa —dijo el decano, ignorando la mueca de frustración de Estudios Indefinidos—. Voto porque la carguemos de provisiones y partamos.
—¿Hacia dónde? —preguntó Ridcully.
—¡Hacia cualquier lugar donde temibles reptiles no se conviertan repentinamente en aves de corral! —replicó el decano.
—¿Preferiría que fuese al revés? —repuso Ridcully.
El archicanciller entró en el mar y avanzó hasta que, con el agua a la altura de los hombros, pudo golpear el casco con su cayado.
—Se está comportando de una manera muy poco razonable, Mustrum —dijo el decano.
—¿De veras? ¿Cuántos tipos de plantas carnívoras existen, señor Stibbons?
—Docenas, señor.
—¿Y cuál es el tamaño máximo de las presas que…?
—En el caso del árbol sapu de Sumtri no hay ningún límite máximo, señor. La Planta Martillo Pilón de Bhangbhangduc se cobra alguna que otra víctima entre los humanos que no ven el mazo escondido entre la espesura. Bastantes de ellas pueden comerse todo lo que tenga el tamaño de una rata. En cuanto a la Liana Estranguladora de la Pirámide, sólo se alimenta de plantas más estúpidas que ella, pero…
—Pues a mí me parece muy raro que una planta del tamaño de una embarcación aparezca de repente justo cuando queremos una embarcación —dijo Ridcully—. Quiero decir que… bueno, cocos rellenos de chocolate sí, e incluso cigarrillos con filtro, pero ¿un navío con un mascarón de proa?
—Si no tuviera un mascarón de proa no sería un auténtico navío —dijo el prefecto mayor.
—De acuerdo, pero ¿cómo lo ha sabido esa planta? —preguntó Ridcully, volviendo a la orilla—. Bueno, pues a mí no se me engaña tan fácilmente. Quiero saber qué está pasando aquí.
—¡Maldición!
Todos oyeron la voz, que era débil, quebradiza y petulante. Venía de todas partes y parecía surgir de todo lo que les rodeaba.
Unas lucecitas blancas aparecieron en el aire, empezaron a girar cada vez más deprisa y acabaron implosionando.
El dios parpadeó y se tambaleó mientras intentaba recuperar el equilibrio.
—Alabada sea mi divinidad —dijo—. ¿Qué aspecto tengo?
Alzó una mano delante de su cara y flexionó los dedos.
—Ah.
La mano repartió unas palmaditas por su cara y su calva y después se entretuvo en su larga barba blanca. El dios parecía perplejo.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—Pues… ¿una barba? —sugirió Ponder.
El dios bajó la mirada hacia su larga túnica blanca.
—Oh. Bueno, veamos…
El dios pareció hacer acopio de fuerzas y, clavando los ojos en Ridcully, juntó sus enormes cejas blancas en un movimiento parecido al choque de dos orugas furiosas.
—¡Abandonad Esta Isla O Seréis Fulminados Por Mi Voluntad! —ordenó.
—¿Porqué?
El dios volvió a parecer perplejo.
—¿Por qué? ¡Ésta no es la clase de situación en la que podáis preguntar por qué!
—¿Por qué no?
El dios empezó a mostrar señales de nerviosismo.
—Porque… Porque Mi Voluntad Visitará Vuestros Hogares Y… Y… ¡Y Si No Queréis Que Os Cubra De Pústulas, Debéis Abandonar Ahora Mismo Este Lugar!
—¿De veras? Normalmente las visitas traen una botella de vino —dijo Ridcully. El dios titubeó.
—¿Cómo dice? —preguntó.
—O un pastel —dijo el decano—. Si va a ir de visita, un pastel es un buen regalo.
—Depende de la clase de pastel —dijo el prefecto mayor—. Esos pasteles esponjosos siempre me han parecido casi insultantes. En esos casos siempre es preferible llevar algo que tenga mazapán.
—¡Largaos de aquí sí no queréis que os cubra de pasteles! —murmuró el dios.
—Siempre serían preferibles a las pústulas —dijo Ridcully.
—Con tal de que no fueran esponjosos, naturalmente —dijo el prefecto mayor.
El problema al que se enfrentaba el dios era que, mientras que aquél era su primer encuentro con unos magos, éstos se habían encontrado, en sus días estudiantiles, con cosas que casi se consideraban obligadas a amenazarles horriblemente. Cuando unos demonios habían querido arrancarte la cabeza y hacerte cosas terribles, las pústulas no podían resultarte muy amenazadoras.
—Da la casualidad de que soy el dios de esta parte del mundo ¿entienden? ¡De hecho, soy omnipotente!
—Pues yo preferiría el… cómo se llama, ya saben, ese pastel de los cuadrados blancos y amarillos… —murmuró el prefecto mayor, porque los magos siempre tienden a seguir el curso de un pensamiento hasta sus últimas consecuencias.
—Pues es usted un poco pequeño —dijo el decano.
—Y luego lo recubren con una capa de mazapán azucarado. Es realmente maravilloso, de veras…
El dios por fin se percató de la otra cosa que no andaba del todo bien. Cuando tenías que enfrentarte a esa clase de cuestiones, tarde o temprano acababas teniendo problemas con la escala. Medir menos de un metro de estatura no añadía gran cosa a su autoridad.
—¡Maldición! —volvió a decir—. ¿Por qué soy tan pequeño?
—El tamaño no lo es todo —dijo Ridcully—. La gente siempre suelta una risita después de decir eso, y nunca he entendido por qué.
—¡Tiene razón! —exclamó el dios, como si las palabras de Ridcully le hubieran hecho recordar algo—. Fíjese en las amebas. Claro que no podrá, porque son pequeñísimas, pero… bueno, las amebas son adaptables, eficientes y prácticamente inmortales. Unos bichitos maravillosos, las amebas. —Un velo de nostalgia cubrió sus ojos—. El día de trabajo más productivo de toda mi existencia, oh, sí…
—Discúlpeme, señor, pero ¿qué clase de dios es usted exactamente? —preguntó Ponder.
—¿Y hay pastel o no hay pastel? —preguntó el prefecto mayor.
El dios alzó la cabeza hacia él para fulminarle con la mirada.
—¿Cómo dice? —preguntó.
—Lo que me gustaría saber es de qué es usted dios exactamente —dijo Ponder.
—Pues yo querría saber qué pasa con ese pastel que se suponía iba a traernos —dijo el prefecto mayor.
—¿Prefecto mayor?
—¿Sí, archicanciller?
—Tenemos un problema, y no tiene nada que ver con los pasteles.
—Pero él había dicho que…
—Sus comentarios han sido debidamente incluidos en un anexo del acta, prefecto mayor, y dicho anexo será arrojado por la borda en cuanto hayamos llegado a alta mar. Tenga la bondad de continuar, dios.
Durante un momento el dios puso cara de rayos y truenos, pero después encorvó los hombros y se sentó en una roca.
—Todo eso del fulminar es un rollo y además nunca da resultado, ¿verdad? —murmuró con abatimiento—. Oh, no hace falta que sean educados e intenten negarlo. Ya me he dado cuenta. Podría cubrirles de pústulas, claro, pero… Bueno, la verdad es que sería una pérdida de tiempo. Al final acaban reventando y desaparecen sin dejar rastro. Y, pensándolo bien, sólo es otra manera de usar la fuerza para manipular a la gente. Si quieren que les sea sincero, la verdad es que siempre he sido un poco ateo.
—¿Cómo ha dicho? —preguntó Ridcully—. ¿Me está diciendo que es un dios ateo?
El dios contempló sus expresiones.
—Sí, ya lo sé —dijo—. Suena paradójico, ¿verdad? —Acarició su larga barba blanca—. ¿Y por qué tengo esto?
—¿Porque esta mañana se olvidó de afeitarse, tal vez? —aventuró Ridcully.
—No, lo que quiero decir es que… Bueno, sencillamente intenté aparecer ante ustedes con una forma que pudieran reconocer como divina. Una larga barba y una camisa de dormir parecen dos requisitos esenciales, aunque confieso que no acabo de ver muy claro lo del pelo facial.
—Es un signo de sabiduría —dijo Ridcully.
—O eso dicen —intervino Ponder, que nunca había conseguido dejarse la barba.
—Sabiduría: perspicacia, discernimiento, erudición —dijo el dios con aire pensativo—. Ah. ¿La longitud del pelo incrementa el nivel de eficiencia de las operaciones cognitivas? ¿Desempeña alguna clase de función refrigerante, tal vez?
—La verdad es que nunca había pensado en ello —dijo Ridcully.
—¿La barba se va volviendo más larga a medida que se adquiere más sabiduría? —preguntó el dios.
—No estoy seguro de que realmente sea un caso de causa y efecto —se atrevió a decir Ponder.
—Me temo que llevo una existencia bastante sedentaria. Quizá debería salir más —dijo el dios con tristeza—. Si quieren que les sea sincero, la religión me parece bastante ofensiva. —Dejó escapar un gran suspiro y pareció volverse todavía más pequeño—. Lo intento, de veras, pero hay días en los que la vida sencillamente me deprime… Oh, discúlpenme. Mis conductos respiratorios parecen estar rezumando líquidos…
—¿Quiere que le suene la nariz? —preguntó Ponder. El dios enarcó las cejas.
—Y si dijera que sí, ¿qué clase de sonido produciría exactamente? —preguntó.
—No, no… Mire, aquí tiene mí pañuelo. Lo único que ha de hacer es ponerlo encima de su nariz y luego… bueno, digamos que basta con resollar en él.
—Resollar —dijo el dios—. Interesante. Y qué hoja tan curiosamente blanca.
—No; es un pañuelo de algodón —dijo Ponder—. Es… es algo confeccionado.
Ponder no fue más allá. Sabía que los pañuelos eran confeccionados y que el algodón tenía algo que ver con su confección, y guardaba vagos recuerdos de telares y cosas por el estilo, pero pensándolo bien todo se reducía a que obtenías pañuelos entrando en una tienda donde los vendieran y diciendo «Quiero una docena de los blancos reforzados, por favor. ¿Cuánto cobran por bordar iniciales en las esquinas?».
—¿Quiere decir que ha sido… creado? —preguntó el dios con repentina suspicacia—. ¿Ustedes también son dioses?
Un brotecito se abrió paso a través de la arena junto a su pie y empezó a crecer rápidamente.
—No, no —dijo Ponder—. Lo único que has de hacer es coger un poco de algodón y… aplanarlo a martillazos, creo, y obtienes pañuelos.
—Oh, así que ustedes son criaturas que usan herramientas —dijo el dios, tranquilizándose un poco.
El brote que había aparecido junto a su pie ya se había convertido en una planta, y estaba produciendo hojas y un pequeño capullo.
El dios se sonó ruidosamente.
Los magos se aproximaron un poco más. No temían a los dioses, por supuesto, pero los dioses tendían a ser imprevisibles y un hombre prudente siempre procuraba mantenerse alejado de ellos. Aun así, resulta difícil tener miedo de alguien que se está administrando una buena sonada de narices.
—¿Realmente es usted el dios de estas tierras? —preguntó Ridcully.
El dios suspiró.
—Sí —dijo—. Pensé que sería sencillo, ¿saben? Sólo una islita. Podría volver a empezar partiendo de cero. Hacer las cosas de la manera correcta, ya me entienden… Pero todo está saliendo mal.
Una plantita produjo una florecita amarilla junto a él.
—¿De veras? —preguntó Ridcully, fascinado.
—El rayo no se deja dirigir así como así. Normalmente esperábamos hasta que un rayo dejaba frito a algún pobre desgraciado que pasaba por debajo de el y luego hablábamos con voz de trueno, y toda la culpa había sido suya por ser un pecador. Quiero decir que… bueno, tendrían que haber hecho algo, ¿no? —El dios volvió a sonarse—. Francamente deprimente, en serio. Bien, el caso es que… supongo que la gota que hizo rebosar el vaso fue que intentara averiguar si se podía obtener una vaca más inflamable.
El dios contempló las expresiones interrogativas de los magos.
—Ofrendas sacrificiales. Las piras, las llamas y todo eso, ¿comprenden? Y en realidad las vacas no queman muy bien… Están llenas de líquidos y todo el mundo empezó a quedarse sin madera.
Los magos seguían mirándole fijamente. El dios volvió a intentarlo.
—Y si quieren que les sea sincero, no le veía ningún sentido. Gritar, fulminar, estar de mal humor todo el tiempo… Creo que nadie estaba sacando ningún beneficio de aquello. Pero lo peor… ¿Saben qué era lo peor? Pues que si dejabas de fulminar, entonces la gente se largaba a adorar a algún otro. Resulta difícil de creer, ¿verdad? Decían «Las cosas iban mucho mejor cuando fulminaba a alguien cada día», o «Si hubiera más fulminamientos, entonces no sería tan peligroso andar por las calles». Teniendo en cuenta que lo que había ocurrido era que a algún pobre pastor, que había cometido el error de estar en el sitio equivocado durante una tormenta, le había caído un rayo encima… Y entonces los sacerdotes decían: «Bueno, ya sabemos a qué se dedican los pastores, ¿verdad?, y sabemos que los dioses están enfadados y, por cierto, no nos iría mal disponer de un templo más grande, muchas gracias.»
—Típica conducta sacerdotal —resopló el decano.
—¡Pero es que solían creerlo! —casi gimió el dios—. Era muy deprimente, de veras. Creo que antes de crear a la humanidad, rompimos el molde. Un frente de tormentas llegaba de donde fuese, a unos cuantos pastores que no tenían dos dedos de frente se les ocurría estar en el lugar equivocado en el momento equivocado, y en un abrir y cerrar de ojos todas las aras sacrificiales habían colgado el cartel de «Completo» y había tanto humo que no podías ver nada. —Volvió a administrarse otra buena sonada—. Quiero decir que lo intenté, de veras. Dios sabe que lo intenté, y dado que estoy hablando de mí, puedo asegurarles que sé de qué estoy hablando. «Cuando haya tormenta te arrojarás al suelo», dije. «Construirás tus letrinas lo más lejos posible del pozo», dije. ¡Pero si incluso llegué a decirles «Deberíais hacer un auténtico esfuerzo para llevaros bien los unos con los otros»!
—¿Y funcionó?
—Pues la verdad es que no lo sé. Los seguidores del dios del valle de al lado mataron a todo el mundo porque su dios les había dicho que mataran a todos los que no creyeran en él. Un tipo desagradable ese dios, me temo.
—¿Y las vacas en llamas? —preguntó Ridcully.
—¿Las qué? —preguntó el dios, sintiéndose cada vez más desgraciado.
—La vaca más inflamable —dijo Ponder.
—Oh, sí. Otra buena idea que no funcionó. Pensé que si conseguías localizar el trocito de un roble que dice «Sé inflamable» y pegarlo al trocito de la vaca que dice «Sé líquida y esponjosa», entonces todos nos ahorraríamos un montón de problemas. Por desgracia, lo que eso produjo fue una especie de arbusto que emitía unos ruidos más bien horrorosos y soltaba chorritos de leche, pero aun así pude ver que el principio era válido. Y, dado que a esas alturas mis creyentes o estaban muertos o se habían ido a vivir al valle de al lado, me sentí harto de todo aquello y decidí volver aquí, poner manos a la obra y hacer las cosas de una manera más lógica y racional. —El dios pareció animarse un poco—. Y la verdad es que si descompones en trocitos algo, aunque sea una vaca común, obtienes cosas asombrosas.
—En el caso de la vaca, obtienes sopa —dijo Ridcully.
—Porque, tarde o temprano, todo acaba reduciéndose a unas instrucciones —prosiguió el dios, al parecer sin escucharle.
—¡Eso he dicho siempre! —exclamó Ponder.
—¿De veras? —dijo el dios, mirándole—. Bien, el caso es que así fue como empezó todo. Verán, pensé que las cosas irían mucho mejor si creaba criaturas que pudieran alterar sus propias instrucciones cuando tuvieran necesidad de hacerlo, y entonces…
—Oh, se refiere a la evolución —dijo Ponder Stibbons.
—¿Usted cree? —El dios puso expresión pensativa—. Oh, sí. Cambiar con el paso del tiempo… Sí, ese término nos proporciona una forma muy acertada de describirlo, ¿verdad? Evolución. Sí, supongo que eso es lo que hago. Por desgracia, no parece estar funcionando correctamente.
Un tenue chasquido resonó junto a él. La plantita acababa de dar fruto. Su vaina se había abierto y dentro de ella, con los pliegues de tela tan pulcramente apretados como los pétalos de un crisantemo, parecía haber un pañuelo blanco recién hilado.
—Ahí lo tienen —dijo el dios—. ¿Ven a qué me estoy enfrentando? Egoísmo puro y simple y nada más que egoísmo… —Cogió el pañuelo, se sonó, lo hizo una bola y lo dejó caer al suelo—. Siento lo de la embarcación —siguió—. Fue una especie de improvisación, ¿comprenden? No quería que nadie lo perturbara todo, pero como no creo en todo eso del fulminar, pensé que dado que ustedes querían irse de aquí debía ayudarles. Y dadas las circunstancias, pienso que hice un trabajo bastante bueno. Estoy casi seguro de que encontrará tierra, así que… Bueno, ¿por qué no se van?
—La señora desnuda de la parte delantera habría hecho sospechar a cualquiera —dijo Ridcully.
—¿La qué? —El dios volvió la cabeza hacía la embarcación—. Estos ojos no son particularmente eficientes… Oh, sí, claro. Esa figura. La maldita resonancia mórfica de nuevo. ¿Quieres dejar de hacer eso de una condenada vez?
La planta de los pañuelos acababa de producir otro fruto. El dios entrecerró los ojos, alzó un dedo y la incineró.
Los magos retrocedieron como un solo hombre.
—Dejo de concentrarme cinco minutos y todo pierde el sentido de la disciplina —dijo el dios—. ¡Todo quiere volverse condenadamente útil, y no entiendo porqué!
—Perdón, pero… ¿lo estoy entendiendo bien? ¿Usted es un dios de la evolución? —preguntó Ponder.
—¿Le parece mal? —preguntó el dios con visible preocupación.
—¡Pero la evolución lleva siglos ocurriendo!
—¿De veras? ¡Pero si sólo llevo unos años trabajando en ella! ¿Quiere decir que alguien más se está dedicando a la evolución?
—Me temo que sí, señor —dijo Ponder—. La gente cría perros para que sean más feroces y caballos de carreras para que sean más rápidos, y… Pero si incluso mi tío es capaz de hacer cosas asombrosas con sus frutales.
—Y todo el mundo sabe que si tienes un puente puedes cruzar un río —dijo Ridcully.
—¿Puedes? ¿De veras? —preguntó el dios de la evolución con seriedad—. ¡Y yo que creía que los puentes sólo servían para obtener madera empapada! Oh, vaya.
Ridcully le guiñó un ojo a Ponder Stibbons. Los dioses solían ser bastante incompetentes en todo lo relacionado con el humor, y aquél era todavía peor que Ridcully.
—Hemos retrocedido en el tiempo, señor Stibbons —dijo—. Quizá todavía no haya ocurrido, ¿eh?
—Oh, Sí, claro —dijo Ponder.
—Y de todas maneras, dos dioses de la evolución… No veo qué hay de malo en ello —dijo Ridcully—. Hace que todo resulte más interesante. El que lo hiciera mejor acabaría ganando.
El dios le contempló boquiabierto. Después articuló en silencio las palabras de Ridcully, repitiéndolas para sí mismo, y luego chasqueó los dedos y desapareció entre una erupción de lucecitas blancas.
—Ahora sí la ha hecho buena —dijo Runas Recientes.
—Castigado sin pastel —dijo el tesorero.
—Pues no se le veía demasiado preocupado —dijo Ponder—. Más bien parecía haberse dado cuenta de algo.
Ridcully alzó la mirada hacia la montañita que ocupaba el centro de la isla y pareció tomar una decisión.
—De acuerdo, nos iremos —dijo—. ¿Por qué es tan extraña esta isla? Pues porque un dios bobo la está manipulando a cada momento. En lo que a mí concierne, esa explicación me parece más que satisfactoria.
—Pero señor… —empezó Ponder.
—¿Ven esa pequeña liana de ahí, la que está justo al lado del prefecto mayor? Sólo hace diez minutos que empezó a crecer —dijo el decano.
La planta parecía un pepino pequeño, pero los frutos eran amarillos y de forma oblonga.
—Páseme su cortaplumas, señor Stibbons —dijo Ridcully.
Ridcully troceó el fruto en dos mitades. Todavía no estaba del todo maduro, pero la pauta de cuadrados rosados y amarillos rodeados por algo pegajoso y dulce ya era claramente visible.
—¡Pero si sólo hace diez minutos que pensé en ese pastel! —protestó el prefecto mayor.
—Pues yo lo encuentro muy lógico —dijo Ridcully—. Quiero decir que… bueno, aquí estamos: somos magos, nos encanta viajar, queremos salir de esta isla… ¿Qué llevaremos con nosotros cuando zarpemos? Adelante, se admiten sugerencias.
—Comida, obviamente —dijo Ponder—. Pero…
—¡Exacto! Si yo fuera un vegetal, querría ser de utilidad lo más pronto posible, ¿no? ¿Para qué desperdiciar mil años desarrollando unas semillas más grandes? ¡Y lo peor es que mientras tú perdías el tiempo, otra planta podría tener alguna idea mejor! ¡No, cuando ves una oportunidad te lanzas sobre ella! Puede que no haya otro navío en años.
—O en milenios —dijo el decano.
—Con lo que la espera sería todavía más larga, naturalmente —asintió Ridcully—. La supervivencia del más rápido, ¿eh? Sugiero que carguemos el navío y zarpemos, caballeros.
—¿Así sin más? —preguntó Ponder.
—Desde luego. ¿Por qué no?
—Pero… pero… ¡pero piensen en todo lo que podríamos aprender aquí! —exclamó Ponder—. ¡Las posibilidades son impresionantes! ¡Un dios por fin ha sido capaz de tener una buena idea! ¡Al menos podríamos obtener respuestas a todas las preguntas importantes! Podríamos… podemos… Oigan, no podemos marcharnos. Bueno, sí que podemos, pero antes de irnos deberíamos pasar una temporada en esta isla… Somos magos, ¿no?
Ponder sabía que había conseguido atraer toda su atención, algo que los magos no suelen conceder. Normalmente los magos definían «escuchar» como un período durante el que decidías lo que dirías a continuación.
Era desconcertante.
Y entonces el hechizo se rompió. El prefecto mayor meneó la cabeza.
—Qué forma tan extraña de ver las cosas —dijo mientras se volvía—. Bien, propongo que nos llevemos una buena provisión de esas nueces de queso, archicanciller.
—Un buen aprovisionamiento es la esencia de toda exploración coronada por el éxito —sentenció el decano—. Y a bordo hay espacio de sobras, así que podemos ser generosos.
Ridcully se izó hasta la cubierta mediante un zarcillo que colgaba de ella y olisqueó el aire.
—Huele a calabaza —dijo—. Siempre me han gustado las calabazas. Son vegetales muy versátiles.
Ponder se tapó los ojos con una mano.
—Oh, ¿de veras? —dijo cansinamente—. ¿Un grupo de magos de la Universidad Invisible está pensando seriamente en hacerse a la mar a bordo de una embarcación comestible?
—Frita, hervida, una buena base para cualquier tipo de caldo de carne, y excelente en los pasteles —dijo alegremente el archicanciller—. Y las semillas también son un aperitivo muy sabroso.
—Con mantequilla están riquísimas —dijo Estudios Indefinidos—. Supongo que no habrá ninguna planta de mantequilla por aquí, ¿verdad?
—Pronto la habrá —dijo el decano—. ¿Le importaría ayudarnos a subir, archicanciller?
Ponder estalló.
—¡No me lo creo! —dijo—. Están dando la espalda a la asombrosa oportunidad que un dios acaba de poner en sus manos…
—Exactamente, señor Stibbons —dijo Ridcully desde arriba—. No se ofenda, por favor, pero si hay que elegir entre un periplo sobre las profundidades oceánicas o quedarse en una pequeña isla para hacerle compañía a alguien que está intentando crear una vaca más inflamable, ya puede empezar a llamarme Sam el Salado.
—¿Esto es el castillo de popa? —preguntó el decano.
—Espero que no —declaró Ridcully—. Verá, Stibbons…
—¿Está seguro? —preguntó el decano.
—Lo estoy, decano. Verá, Stibbons, cuando haya adquirido un poco más de experiencia en estas cuestiones descubrirá que no hay nada más peligroso que un dios que tiene demasiado tiempo libre y no sabe qué hacer con él…
—Salvo una osa que acabe de tener ositos y esté enfadada —dijo el prefecto mayor.
—No, las mamas oso son más peligrosas.
—Y sí fuera el castillo de popa, ¿cómo lo sabríamos? —preguntó el decano.
Ponder meneó la cabeza. Había momentos en los que el deseo de subir por la escalera taumatúrgica amenazaba con disiparse, y uno de ellos era aquel en que veías qué había al final de la escalera.
—Yo… yo… la verdad es que no sé qué decir —dijo—.
Estoy asombrado.
—Bravo, muchacho. Bien, en ese caso vaya corriendo a la selva y traiga unos cuantos plátanos, ¿quiere? Los que estén verdes se conservarán mejor. Y no se lo tome tan a pecho, Stibbons. Y si quiere que hablemos de dioses, le diré que puestos a elegir siempre optaré por los del créalos-con-barro-y-fulmínalos-después. Cuando tratas con esos dioses, siempre sabes a qué atenerte.
—Porque son prácticamente humanos, ¿eh? —dijo el decano.
—Exacto.
—Si quieren pueden considerarlo como un exceso de precauciones por mi parte —dijo Estudios Indefinidos—, pero confieso que preferiría encontrarme lo más lejos posible de la clase de dios capaz de pensar que tres piernas extra me permitirían correr más deprisa.
—Muy bien dicho. ¿Ocurre algo, Stibbons? Oh, se ha ido. Bueno, estoy seguro de que volverá. Y… ¿decano?
—¿Sí, archicanciller?
—No he podido evitar pensar que se estaba preparando para contar algún horrible chiste sobre un castillo de popa. Si no le importa, preferiría que se abstuviera de hacerlo.
—¿Te encuentras bien, compañero?
Cocodrilo Cocodrilo había sido visto por muchas personas anteriormente, pero ninguna se había alegrado tanto de verlo.
Rincewind se dejó incorporar. Su mano, sorprendentemente, no se había vuelto azul y no tenía tres veces su tamaño normal.
—Ese condenado canguro… —masculló, ahuyentando a las eternas moscas.
—¿A qué canguro te refieres, compañero? —preguntó el cocodrilo mientras le ayudaba a volver a la taberna.
Rincewind miró alrededor. Sus ojos sólo encontraron los componentes normales del paisaje local: arbustos resecos, polvo rojizo y un millón de moscas que trazaban círculos en el aire.
—Al canguro con el que estaba hablando ahora mismo.
—Pues yo estaba acabando de hacer la limpieza y te vi correr de un lado a otro chillando y soltando aullidos —dijo Cocodrilo—. No vi ningún canguro.
—Probablemente es un canguro mágico —dijo Rincewind con abatimiento.
—Oh, claro, un canguro mágico —dijo Cocodrilo—. Calma y tranquilidad, ¿eh? Será mejor que te prepare el remedio que les damos a quienes han bebido demasiada cerveza, compañero.
—¿Qué remedio?
—Más cerveza.
—Pero ¿cuánta cerveza bebí anoche?
—Oh, unas veinte pintas.
—No digas tonterías. ¡Nadie puede llegar a meterse tanta cerveza en el cuerpo! Es imposible, porque ningún estómago tiene tanta capacidad y además…
—Oh, el truco está en irlo vaciando a medida que lo llenas, compañero. No te preocupes, ¿de acuerdo? Los hombres que no aguantan la bebida siempre nos caen bien.
Y dentro del fétido estercolero en que se había convertido el cerebro de Rincewind, el proyeccionista de la memoria puso el segundo rollo. Los recuerdos empezaron a parpadear. Rincewind se estremeció.
—¿Estaba… cantando una canción? —preguntó.
—Desde luego que sí. Te pasaste un buen rato señalando el cartel de la Cerveza Ro con un dedo y cantando… —Las enormes mandíbulas de Cocodrilo se movieron mientras intentaba recordar—. «Átame el canguro», eso era lo que cantabas. Una canción preciosa, de veras.
—¿Y luego…?
—Después perdiste todo tu dinero jugando al Dos Arriba con los esquiladores de Daggy.
—Te refieres a… Había dos monedas, y aquel tipo las lanzaba al aire, y entonces apostabas a que caerían de una manera o de otra.
—Exacto. Y tú siempre apostabas a que no caerían. Decías que tarde o temprano tenía que ocurrir. Aun así, me parece que hubo algunos momentos en los que conseguiste ponerlos bastante nerviosos.
—¿Perdí todo el dinero que me dio Loco? —Ajá.
—¿Y entonces cómo pagaba mis cervezas? —Oh, los demás hacían cola para invitarte. Decían que eras mejor que un día en las carreras.
—Y después yo… Ovejas… No sé qué era exactamente, pero había algo relacionado con las ovejas… —Puso cara de horror—. Oh, no…
—Oh, sí. Dijiste: «Por todas las vejestorias voladoras, ¿un dólar cadavés que le atizas un corte de pelo a una oveja? Pues yo podría hacer estupendamente bien un trabajo asís con los ojos cerrudos, quesí, que lo juramento, nada de preocupaciones en llamas y si no que lo vean los dioses, y estas cervesas no están nada mal del todo.»
—Oh, dioses. ¿Y nadie me dio una paliza? —¡Qué va! Ya te he dicho que les habías caído en gracia y además todo el mundo lo estaba pasando en grande contigo, especialmente cuando apostaste quinientos nabos a que eras capaz de vencer a su mejor esquilador.
—No puedo haber hecho eso. ¡Yo nunca apuesto!
—Bueno, pues yo sí apuesto y además aposté, y si has estado intentando engañarnos no daría ni un centavo por tu futuro, Rincito.
—¿Rincito? —repitió Rincewind con un hilo de voz mientras contemplaba su vaso de cerveza—. ¿Qué demonios le echáis a esta cosa?
—Tu amigo Loco dijo que eras un gran mago y que cuando querías matar a alguien sólo tenías que apuntarle con un dedo y gritar —dijo Cocodrilo—. Creo que me gustaría verlo.
Rincewind, los ojos llenos de desesperación, levantó la cabeza y su mirada se posó en el cartel de la Cerveza Ro, El dibujo mostraba algunos de los árboles condenadamente ridículos que tenían en aquel lugar y la árida tierra rojiza y… nada más.
—¿Uh?
—¿Qué pasa? —preguntó Cocodrilo.
—¿Qué ha sido del canguro? —repuso Rincewind con voz enronquecida.
—¿Qué canguro?
—Anoche había un canguro en ese letrero… Estaba ahí, ¿verdad?
Cocodrilo contempló el letrero.
—Lo mío es el olfato —admitió—. Pero debo admitir que huele a que se ha largado.
—Algo muy extraño está sucediendo aquí —dijo Rincewind—. Este país es muy extraño.
—Tenemos una ópera —dijo Cocodrilo—. Eso es cultura.
—¿Y también tenéis noventa y tres maneras de decir que has bebido demasiado y te encuentras fatal? —Sí. Verás, es que… Bueno, nos encanta hablar.
—¿De verdad aposté quinientos pavos? No, creo recordar qué has dicho que aposté… ¿Qué has dicho que aposté exactamente?
—Nabos. Apostaste quinientos nabos.
—¿Nabos que no tengo?
—Ajá.
—Así que si pierdo probablemente me matarán, ¿no?
—Calma y tranquilidad, compañero.
—Me gustaría que la gente dejara de decir eso. —Los ojos de Rincewind volvieron a posarse en el letrero—. ¡El canguro ha regresado!
Cocodrilo giró sobre sus patas con laboriosa lentitud, fue hasta el letrero y lo olisqueó.
—Podría ser —dijo.
—¡Y ahora está mirando hacia el otro lado!
—¡Tranquilo, compañero! —dijo Cocodrilo Dongo, que empezaba a mirarle con cierta preocupación.
Rincewind se estremeció.
—Tienes razón —dijo—. Es el calor y las moscas.
Tiene que ser eso.
Dongo le sirvió otra cerveza.
—Ah, bueno, la cerveza va muy bien para el calor —dijo—. Pero no sirve de nada contra esas malditas moscas, claro.
Rincewind empezó a asentir, pero su cabeza no llegó a completar el movimiento.
Se quitó el sombrero y lo examinó. Después agitó una mano delante de su cara, apartando las moscas. Finalmente, lanzó una mirada a una hilera de botellas.
—¿Tienes un trozo de cordel? —preguntó.
Después de algunos experimentos y colisiones, Dongo opinó que quizá sería preferible limitarse a los corchos.
El Equipaje se había perdido. Solía encontrar su camino en cualquier punto del tiempo y el espacio, pero de repente cualquier intento de orientarse le estaba haciendo sentir como un hombre que trata de mantener el equilibrio sobre dos aceras móviles lanzadas en direcciones opuestas, y el esfuerzo era demasiado grande. El Equipaje sabía que había pasado mucho tiempo enterrado, pero también sabía que sólo habían sido cinco minutos. Aunque pudiera aparentar que era capaz de pensar, el Equipaje carecía de cerebro. Lo que hacía era reaccionar, de maneras complejas, a su entorno. Normalmente, como suele ocurrirle a la mayoría de criaturas inteligentes, la reacción consistía en encontrar algo que pudiera ser pateado.
El Equipaje avanzaba por un camino polvoriento. De vez en cuando su tapa le lanzaba un mordisco a las moscas. El ópalo que recubría su armazón brillaba bajo los rayos del sol.
—¡Mira! ¡Qué cosa tan bonita! ¡Eh, vosotras dos! jTraedla aquí!
El Equipaje no prestó atención a la carreta pintada de vivos colores que acababa de detenerse a unos metros delante de él. Era vagamente consciente de que varias personas habían bajado de ella y le estaban contemplando, pero no opuso resistencia cuando esas personas parecieron tomar una decisión y lo subieron al carro. No sabía adonde tenía que ir, y como tampoco sabía adonde iba aquella carreta, siempre cabía la posibilidad de que acabara llevándolo al lugar indicado.
Después de que las personas lo hubieran depositado en el suelo de la carreta, el Equipaje esperó un tiempo prudencial y luego examinó los alrededores. Acababa de ser añadido a un montón de cajas y maletas, lo que no dejaba de ser una buena noticia. Tras haber pasado cinco minutos enterrado durante millones de años, el Equipaje creía tener derecho a disfrutar de un poco de camaradería.
Y no se resistió ni siquiera cuando alguien levantó su tapa y empezó a llenarlo de zapatos. El Equipaje enseguida se dio cuenta de que los zapatos eran grandes, y también se percató de que muchos de ellos estaban provistos de tacones interesantes y mostraban una gran inventiva a la hora de aplicar la seda y las lentejuelas. Estaba claro que eran zapatos de señora. Eso era bueno, pensó el Equipaje. Las damas tendían a llevar una vida más tranquila.
La carreta púrpura volvió a ponerse en marcha. Pintado sobre la trasera con toscas letras se leía: «Petunia, la Princesa del Desierto.»
Rincewind clavó la mirada en las tijeras de esquilar que empuñaba el jefe de los esquiladores. Parecían estar muy afiladas.
—¿Sabes qué les hacemos a quienes se vuelven atrás después de haber hecho una apuesta? —preguntó Daggy, el jefe de la cuadrilla.
—Eh… Pero es que yo estaba bebido.
—Nosotros también. ¿Y qué?
Rincewind contempló los corrales de las ovejas. Sabía lo que eran las ovejas, naturalmente, y había tenido contacto con ellas en muchas ocasiones, aunque siempre en compañía de una guarnición de verduras. De pequeño incluso había tenido una oveja de peluche. Pero hay algo muy repelente en las ovejas, una especie de convulsa y enloquecida irracionalidad que huele a pánico y lana mojada. Muchas religiones exaltan las virtudes de los mansos, pero Rincewind nunca había confiado en ellos. A veces los mansos podían llegar a ponerse muy desagradables.
Por otra parte… bueno, las ovejas estaban cubiertas de lana y las tijeras parecían muy eficientes. No podía ser tan difícil, ¿verdad? El radar de Rincewind le dijo que intentarlo y fracasar probablemente sería un crimen menos grave que no intentarlo.
—¿Podría hacer un ensayo previo? —preguntó.
Una oveja fue sacada a rastras de los corrales y tumbada delante de él.
Rincewind obsequió a Daggy con lo que esperaba fuese la sonrisa de complicidad habitual entre dos artesanos, pero sonreírle a Daggy era como arrojar merengues contra un acantilado.
—Esto… eh… ¿podríais traerme una silla, una toalla, dos espejos y un peine? —preguntó.
La ya muy intensa suspicacia que ensombrecía los ojos de Daggy se volvió más intensa.
—¿Qué estás diciendo? ¿Para qué quieres todo eso?
—Hay que hacerlo como es debido, ¿no?
Detrás del cobertizo de los esquiladores, allí donde nadie podía verla, la silueta de un canguro empezó a cobrar forma sobre los tablones descoloridos por el sol. Y después, con las líneas blancas que la componían deslizándose sobre la madera como hilachas de nubes a la deriva en un cielo despejado, empezó a cambiar de forma…
Rincewind llevaba mucho tiempo sin obsequiarse con un auténtico corte de pelo, pero sabía cómo se hacía.
—Bueno, bueno… Supongo que ya habrás disfrutado de las vacaciones, ¿verdad? —dijo, empezando a cortar.
—¡Mnaaaaarhhhh!
—¿Y qué te parece el tiempo que estamos teniendo, eh? —preguntó Rincewind con creciente desesperación.
—¡Mnaaaaaarhhh!
La oveja ni siquiera intentaba oponer resistencia. Era tan vieja que tenía menos dientes que patas, e incluso las muy limitadas profundidades de su extremadamente limitada mente sabían que ésa no era la forma en que se suponía debía desarrollarse la esquila de una oveja. La esquila debía consistir en un corto forcejeo seguido por la gloriosa y refrescante libertad que te permitía volver a los corrales. No tenía que incluir un montón de preguntas dirigidas a averiguar qué opinabas del tiempo o si necesitabas algo especial para el fin de semana, en particular dado que la oveja no tenía ni idea de cuáles eran las connotaciones de «fin de semana» o, ya puestos, de «algo». El que le echaran colonia en las orejas era otra novedad que tampoco formaba parte del procedimiento habitual.
Los esquiladores permanecían en silencio. Había una auténtica multitud, porque los primeros espectadores habían ido a buscar a toda la gente de los alrededores. Todos sabían que allí estaba ocurriendo algo que podrían contar a sus nietos.
Rincewind dio un paso atrás, examinó su obra y después le mostró a la oveja la parte posterior de su cabeza mediante el espejo, momento en el que el pobre animal perdió el escaso control de sí mismo que le quedaba, consiguió incorporarse y salió disparado hacia los corrales.
—¡Eh, espera a que te quite los bigudíes! —gritó Rincewind.
Se dio cuenta de que los esquiladores le estaban mirando.
—Así que en el sitio del que vienes esquiláis las ovejas de esta manera, ¿eh? —acabó diciendo uno de ellos con perplejidad.
—Yo… Bueno, ¿qué os ha parecido? —preguntó
Rincewind.
—Un poco lento, ¿no?
—¿Con qué rapidez se suponía que tenía que hacerlo?
—Bueeeeno, en una ocasión Daggy esquiló casi cincuenta en una hora. Ésa es la marca que tienes que superar, ¿entiendes? Nada de sofisficaciones, ¿de acuerdo? Sólo corto por detrás, por delante, por arriba y por los costados.
—Aunque hay que admitir que a ésa la has dejado preciosa, desde luego —dijo otro esquilador con cierta melancolía.
Un coro de balidos surgió de los corrales.
—¿Listo para trabajar en serio, Rinsito? —preguntó Daggy.
—¡Dioses! ¿Qué es eso? —exclamó uno de sus compañeros.
En la valla acababa de aparecer un agujero. Un carnero surgió de la brecha sacudiendo la cabeza. Chorros de vapor brotaban de sus ollares.
La mayoría de las cosas que Rincewind había asociado con las ovejas, aparte de la salsa de menta y la guarnición de verduras, guardaban una estrecha relación con la… ovejidad. Pero aquello era un carnero, y la palabra «asociación» fue bruscamente sustituida por la palabra «escabechina». De hecho, esa palabra parecía abarcar todo el futuro de Rincewind.
—¡No es mío! —dijo el dueño del rebaño.
Daggy puso sus tijeras de esquilar en la otra mano de Rincewind y le palmeó la espalda.
—Ése es todo tuyo, compañero —dijo, y retrocedió—. Estás aquí para enseñarnos cómo se hace, ¿verdad?
Rincewind bajó la mirada hacia sus pies, que permanecían firmemente plantados en el suelo.
El carnero avanzó resoplando y clavando sus ojos inyectados en sangre en Rincewind.
—De acuerdo —susurró cuando estuvo muy cerca—. Tú mueve las tijeras y las ovejas harán el resto. Calma y tranquilidad, ¿eh?
—¿Eres tú? —preguntó Rincewind, lanzando una rápida mirada al grupo de espectadores prudentemente alejados.
—Ah, buena vista. ¿Preparado? Harán lo que yo haga. Son como ovejas, ¿sabes?
Los esquiladores guardaron silencio mientras empezaba a llover lana.
—Esto no se ve con frecuencia —acabó diciendo uno de ellos—. Lo de que hagan el pino de esa manera, quiero decir…
—Y las volteretas tampoco están nada mal —dijo otro esquilador mientras encendía su pipa—. Para unas ovejas, quiero decir.
Rincewind se limitaba a sujetar las tijeras, que parecían tener vida propia. Las ovejas se lanzaban contra las hojas como sí no quisieran perder el tiempo. Los vellones se fueron amontonando alrededor de sus tobillos y de sus rodillas, después subieron hasta elevarse por encima de su cintura… y de repente las tijeras estuvieron cortando el aire.
Unas docenas de ovejas bastante aturdidas alzaron la cabeza hacia Rincewind para lanzarle miradas de suspicacia. Los esquiladores de ovejas estaban haciendo exactamente lo mismo.
—¿Ya hemos empezado la competición? —preguntó Rincewind.
—¡Has esquilado treinta ovejas en dos minutos! —rugió Daggy.
—¿Y eso es un buen promedio o…?
—¿Que si es bueno? ¡Nadie tarda dos minutos en esquilar treinta ovejas!
—Bueno, lo siento, pero no puedo ir más deprisa.
Los esquiladores formaron un corro. Rincewind miró alrededor intentando localizar al carnero, pero ya no parecía estar allí.
Finalmente, una larga discusión pareció terminar de repente. Los esquiladores fueron hacia Rincewind andando con ese paso cautelosamente oblicuo propio de los hombres que intentan avanzar sin moverse del sitio.
Daggy dio un paso adelante, y todos sus compañeros en la coreografía de la cautela dieron un paso atrás.
—¡Buenos días! —dijo nerviosamente. Rincewind le saludó agitando la mano, y sólo entonces se acordó de que su mano seguía sosteniendo las tijeras de esquilar. Daggy no se había olvidado de ellas.
—Todavía no nos han pagado, así que de momento no tenemos quinientos nabos.
Rincewind no estaba muy seguro de cómo debía manejar aquella situación.
—Calma y tranquilidad.
Después de todo, aquellas palabras cubrían prácticamente todas las circunstancias imaginables.
—Pues si vas a estar por aquí…
—Quiero llegar a Bugarup lo más pronto posible —dijo Rincewind.
Daggy siguió sonriendo, pero se dio la vuelta y mantuvo otra rápida conversación con el resto de la cuadrilla de esquiladores. Después se volvió hacia Rincewind.
—… quizá podríamos vender unas cuantas cosas…
—Bueno, el dinero no me preocupa —dijo Rincewind alzando la voz—. Me conformo con que me indiquéis en qué dirección he de ir para llegar a Bugarup. Calma y tranquilidad.
—¿No quieres el dinero?
—Calma y tranquilidad.
Hubo otra rápida reunión. Rincewind oyó varios comentarios siseados que componían variaciones alrededor del «Saquémosle de aquí ahora mismo». Daggy se volvió hacia él.
—Tengo un caballo que podrías usar —dijo—. Vale unos cuantos nabos.
—Calma y tranquilidad.
—Y así podrás largarte.
—Cuidaré de él. Calma y tranquilidad.
Era una frase asombrosa, prácticamente mágica por sí sola. Hacía que todo fuese mejor. ¿Que un tiburón te ha comido una pierna? Calma y tranquilidad. ¿Que te acaba de picar una medusa? Calma y tranquilidad. ¿Que estás muerto? ¡Calma y tranquilidad! Y, sorprendentemente, parecía funcionar.
—Calma y tranquilidad —repitió Rincewind.
—Ese caballo tiene que valer unos cuantos nabos —repitió Daggy—. Pero si casi es un condenado caballo de carreras…
Unas cuantas risitas surgieron de la multitud.
—¿Calma y tranquilidad? —dijo Rincewind.
Por un momento Daggy pareció acariciar la idea de sugerir que el caballo quizá valiera más de quinientos nabos, pero Rincewind seguía empuñando las tijeras de esquilar como si se hubiera olvidado de ellas, y Daggy optó por cambiar de tema.
—Esa montura te llevará a Bugarup en un abrir y cerrar de ojos —dijo.
—Calma y tranquilidad.
Un par de minutos después, incluso una mirada tan falta de experiencia como la de Rincewind se había percatado de que aunque no había nada que impidiese inscribir a aquel caballo en una carrera, obligarlo a enfrentarse a otros caballos —al menos con caballos vivos— sería un grave error. El caballo era marrón, regordete y no muy alto, y consistía básicamente en un montón de crines equipado con unos cascos del tamaño de platos soperos y las patas más cortas que Rincewind hubiera visto jamás en una criatura ensillada. Para poder caerse de él antes habría que cavar un hoyo en el suelo. Parecía la montura ideal. Rincewind pensó que era justo su tipo de caballo.
—Calma y tranquilidad —dijo—. Aunque… hay un pequeño problema —añadió, dejando caer las tijeras y viendo cómo los esquiladores daban un paso atrás.
Rincewind fue hasta los corrales, bajó la mirada hacia la tierra llena de pisadas de ovejas y la contempló en silencio. Después alzó los ojos hacía la pared del cobertizo de los esquiladores. Por un momento había creído ver un canguro dibujado en ella…
Los esquiladores fueron aproximándose cautelosamente a Rincewind mientras éste golpeaba con el puño los tablones descoloridos por el sol y gritaba: «¡Sé que estás ahí dentro!»
—Eh… esto es lo que llamamos madera —dijo Daggy—. Ma-de-ra —añadió en beneficio de los duros de mollera—. La hemos usado para hacer una pared.
—¿Habéis visto a un canguro que acaba de entrar en esta pared? —quiso saber Rincewind.
—¿Nosotros? No, jefe.
—¡Pues era un carnero! —exclamó Rincewind—. ¡Quiero decir que normalmente es un canguro, pero juraría que se convirtió en carnero!
Los esquiladores se movieron nerviosamente.
—¿Y las camisetas de lana? ¿También te han dado problemas últimamente? —preguntó un esquilador bajito.
—¿Cómo? No, claro que no. ¿Camisetas de lana? ¿Qué tienen que ver las camisetas de lana con lo que acabo de decir?
—Bueno, menos mal —farfulló el esquilador.
—Y el caso es que no para de hacerlo —dijo Rincewind—. ¡Ya me parecía a mí que a ese letrero de la cerveza le pasaba algo raro!
—¿Ya la cerveza también le pasaba algo raro?
—No estoy dispuesto a seguir aguantando sus tonterías. Me voy a casa —dijo Rincewind—. ¿Dónde está ese caballo?
El caballo estaba donde lo habían dejado. Rincewind lo amenazó con un dedo.
—¡Y nada de hablar! —dijo mientras pasaba la pierna por encima de él y, como único resultado, lograba acabar de pie a horcajadas del caballo.
Rincewind habría podido jurar que algo acababa de soltar una risita desde debajo de todas aquellas crines.
—Tienes que echarte un poco hacia abajo —dijo Daggy—. Y luego tendrías que subir un poco las piernas.
Rincewind así lo hizo. Era como estar sentado en un sillón peludo.
—¿Estás seguro de que esto es un caballo?
—Se lo gané a un tipo de Goolalah en una partida de Dos Arriba —dijo Daggy—. Viene de las montañas, así que tiene que ser muy resistente. Los crían expresamente para andar por cualquier sitio. Aquel hombre dijo que vaya por donde vaya nunca se caerá.
Rincewind asintió. Era su tipo de caballo, desde luego: el tipo callado en quien puedes confiar.
—¿Por dónde se va a Bugarup?
Los hombres se lo indicaron.
—Ah, bien. Gracias. Bueno… Arre, caballo. Por cierto, ¿cómo se llama?
Daggy pareció reflexionar durante unos momentos.
—Milú —dijo por fin.
—¿Milú? ¿Y por qué se llama Milú? Es un nombre bastante extraño para un caballo, ¿no?
—Bueno, hace tiempo tuve un perro que se llamaba Milú.
—Oh, claro. Sí, tiene su lógica. En otro sitio quizá no la tendría, pero supongo que aquí… Bien, pues adiós y buenos días.
Los esquiladores le siguieron con la mirada mientras se alejaba, lo que, dado lo despacio que andaba Milú, requirió cierto tiempo.
—Teníamos que librarnos de él —dijo Daggy—. Nos habría dejado sin trabajo a todos en un día.
—¿Por qué no le advertiste que ese sitio está lleno de osos caedores? —preguntó uno de los esquiladores.
—Es un mago, ¿no? Pues ya los verá venir.
—Sí, pero cuando intente verlos venir ya le habrán caído encima.
—Era la manera más rápida —dijo Daggy.
—¿Daggy?
—¿Sí?
—¿Cuánto tiempo dijiste que has tenido ese caballo?
—Oh, siglos. Se lo gané a un tipo.
—¿Sí?
—¿Qué?
—No, es sólo que… ¿Y hace medía hora también hacía siglos que lo tenías?
Varías arrugas aparecieron en la ancha frente de Daggy. Se quitó el sombrero y se secó la cabeza con el brazo. Después miró al caballo que seguía alejándose, y luego volvió la mirada hacia los cobertizos y los otros esquiladores. Abrió la boca para hablar, cerrándola a continuación sin haber dicho una sola palabra, y volvió a mirar alrededor.
—Todos sabéis que hace siglos que lo tenía, ¿verdad? —preguntó al cabo.
—Claro.
—Siglos.
—Se lo ganaste a un tipo.
—Sí. Eso.
La señora Panadizo se había sentado en una roca y se estaba peinando. Un arbusto había producido varios tallos con hileras de espinos de punta roma y muy próximos los unos a los otros justo cuando la señora Panadizo los necesitaba.
Grande, rozagante y muy pulcra, la señora Panadizo disfrutaba de un rato de descanso junto a las aguas como una sirena amplificada. Los pájaros cantaban en los árboles. Insectos iridiscentes zumbaban sobre la laguna mientras iban de un lado a otro.
La señora Panadizo no se sentía amenazada por ningún peligro. Después de todo, los magos andaban por allí. La posibilidad de que las sirvientas pudieran holgazanear aprovechando su ausencia la preocupada un poco, pero siempre podía tranquilizarse pensando cómo convertiría sus vidas en un auténtico infierno cuando hubiera vuelto. La posibilidad de no volver jamás ni siquiera le había pasado por la cabeza. Había muchas cosas que nunca pasaban por su cabeza, y el mundo era más agradable de esa manera.
La señora Panadizo tenía sus propias opiniones sobre los países extranjeros o, por lo menos, sobre todos los que quedaban más lejos que el barrio de Quirm, donde vivía su hermana y donde ella pasaba una semana de vacaciones cada año. Esos lugares se hallaban habitados por personas más merecedoras de la compasión que del desprecio porque, en realidad, eran como niños.[15] Pero se comportaban como salvajes.[16]
Por otra parte, el paisaje era precioso y el clima bastante cálido, y nada olía excesivamente mal. Si alguien le hubiese preguntado que efectos estaba teniendo aquella experiencia sobre ella, la señora Panadizo habría dicho que le estaba sentando muy bien. Tanto que, de hecho, había decidido soltarse el pelo y prescindir de los corsés…
Hasta el decano había tenido que admitir que aquella cosa que el prefecto mayor llamaba el «barco-melón» era impresionante.
Debajo de la cubierta había un gran espacio oscuro surcado por vetas y delimitado por tablones negros curvados que parecían gigantescas semillas de girasol.
—Semillas de embarcaciones —dijo el archicanciller—. Seguramente serán un buen lastre. Prefecto mayor, haga el favor de dejar de comerse la pared.
—Había pensado que no nos iría mal disponer de un poco más de espacio —repuso el prefecto mayor.
—Camarotes puede que sí, pero no suites imperiales —replicó Ridcully, volviendo a la cubierta.
—¡Ah del navío! —gritó el decano, lanzando un racimo de plátanos a la cubierta y trepando en pos de ellos.
—Así se habla. ¿Cómo vamos a pilotar este vegetal, decano?
—Oh, Ponder Stibbons sabe todo lo que hay que saber sobre el particular.
—¿Y dónde está Stibbons?
—¿No había ido a recoger unos plátanos?
Volvieron la cabeza hacia la playa, donde el tesorero estaba haciendo acopio de algas.
—Parecía un poco… preocupado —dijo Ridcully.
—¿Preocupado? ¿Por qué iba a estarlo?
Ridcully alzó la mirada hacia la montaña central, que brillaba bajo el sol de la tarde.
—Supongo que ese chico no habrá cometido ninguna estupidez, ¿verdad? —preguntó.
—¡Archicanciller, Ponder Stibbons es un mago debidamente instruido y adiestrado! —dijo el decano.
—Gracias por una respuesta tan concisa y explícita, decano —repuso Ridcully, y metió la cabeza en el camarote—. ¡Prefecto mayor! Vamos a ver si encontramos a Stibbons. Y también deberíamos buscar a la señora Panadizo.
Un chillido le respondió desde abajo.
—¡La señora Panadizo! ¡Cómo hemos podido olvidarla!
—En su caso, prefecto mayor, la única explicación que se me ocurre es que se ha dado una ducha fría.
Aquel caballo era demasiado lento. Se movía con un paso extrañamente estólido del tipo puedo-hacer-esto-durante-todo-el-día que sugería que la única forma de hacerlo ir más deprisa sería arrojarlo por un acantilado. Tenía unos andares curiosos, más rápidos que el trote pero más lentos que el medio galope. El efecto era un bamboleo levemente desincronizado, con el resultado de que a Rincewind se le removían las tripas. Además, si se olvidaba de mantener la postura durante un segundo y apoyaba las piernas en el suelo, Milú seguía adelante sin él, y eso significaba que Rincewind tenía que perseguirle.
Pero Milú no mordía, no daba coces, no se revolcaba por el suelo y no sufría ataques repentinos de locura galopante, que eran las características que Rincewind asociaba con los caballos. Cuando Rincewind decidió detenerse para dormir, el caballo se alejó un poco y se comió un arbusto cubierto de hojas que tenían el grosor y el olor del linóleo.
Acampó junto a lo que había oído llamar un billy-bong, que no era más que una pequeña extensión de tierra removida en cuyo centro afloraba un charquito de agua. Unos cuantos pajaritos verdiazulados permanecían inmóviles a su alrededor, trinando alegremente bajo las últimas luces del atardecer, pero se dispersaron cuando Rincewind se inclinó sobre el agua para beber.
Cuando Rincewind se incorporó, uno de los pájaros se posó en su dedo.
—Bonito, bonito es el periquito —dijo Rincewind.
El estrépito pajaril cesó de repente. Los periquitos que habían huido a las ramas se miraron. Sus cabezas no disponían de mucho espacio para nuevas ideas, pero Rincewind acababa de brindarles una.
El sol descendió hacia el horizonte. Rincewind examinó cautelosamente el interior de un tronco hueco y descubrió un bocadillo de jamón y un plato lleno de salchichas.
Los periquitos formaron corro en los árboles.
—¿Bonito…? —murmuró uno de ellos.
Rincewind se acostó. Incluso las moscas eran meramente irritantes. Criaturas invisibles empezaron a sisear entre los arbustos. Milú fue al charquito y bebió de él, produciendo un ruido similar al de una bomba de succión cochambrosa que estuviera intentando aspirar a una infortunada tortuga.
Aun así, en general todo estaba apacible y silencioso.
Rincewind se irguió de golpe. Ya sabía qué estaba a punto de ocurrir cuando había tanta paz y tanto silencio.
—Bonito… bonito… —murmuró un periquito entre la oscuridad que iba ocultando las ramas.
Rincewind se relajó un poco.
De repente los pájaros se callaron.
Una rama crujió,
Y el oso-caedor… se dejó caer.
Era un pariente cercano del koala. La característica más notable del pequeño oso-caedor era su parte posterior, gruesa y abundantemente acolchada a fin de proporcionar el máximo impacto a la víctima con la mínima conmoción para el oso. El golpe inicial dejaba inconsciente a la presa, y después los osos podían reunirse para devorarla. Era un buen método de matar, dado que esos osos no poseían el tipo de constitución que permite dedicarse en serio a la depredación. Sin embargo, aquel oso estuvo poco afortunado al dejarse caer encima de un hombre que muy bien habría podido llevar la palabra «Víctima» escrita por todo el cuerpo pero que, casualmente, también llevaba la palabra «Echicero» escrita en un sombrero que cubría su cabeza y que, y eso era lo más significativo, terminaba en una punta bastante afilada.
Rincewind se levantó y corrió hacia unos árboles mientras intentaba quitarse el sombrero de la cabeza. Lo consiguió por fin, contempló con horror al pequeño oso y su expresión confusa y, sacudiendo el sombrero, desprendió a su agresor de la punta y lo lanzó hacia unos matorrales. Unos instantes después varios golpes sordos resonaron a su alrededor cuando más osos, desorientados por el curso de los acontecimientos, cayeron al suelo y salieron despedidos en todas direcciones.
Los periquitos despertaron en los árboles y chillaron «¿Quién es bonito, eh?». Un oso cayó a unos centímetros de Rincewind.
Éste giró sobre sus talones y corrió hacia Milú, aterrizando sobre la grupa del caballo o sobre el sitio en que se habría encontrado ésta si Milú, hubiera sido un poco más alto. Milú inició su trote irregular y puso rumbo a la oscuridad.
Rincewind bajó la mirada, soltó un juramento y echó a correr en pos de su caballo.
Se agarró desesperadamente a la grupa mientras Milú avanzaba como una pequeña carreta motorizada, dejando atrás a los osos rebotantes, y no tiró de las riendas hasta que Milú hubo recorrido un buen trecho de camino y se encontraban entre arbustos más bajos que él. Entonces Rincewind bajó de la grupa. ¡Qué país tan horrible!
Un rápido aleteo resonó en la noche y de repente el arbusto se llenó de pajaritos.
—¿Quién es bonito, eh?
Rincewind agitó el sombrero y soltó unos gritos, sólo para desahogarse un poco. No sirvió de mucho. Los periquitos pensaron que aquello era alguna clase de espectáculo.
—¡Largo! —trinaron.
Rincewind se dio por vencido e intentó dormir. Cuando despertó, oyó un sonido muy parecido al de un asno que estuviera siendo aserrado por la mitad. Era una especie de alarido rítmico tan lleno de angustia, desesperación y dolor que parecía capaz de hacer rechinar al mundo entero.
Las aspas de un molino giraban bajo la brisa, volviéndose primero hacia una dirección y luego hacía la opuesta a medida que los soplidos del viento iban desplazando su regulador.
Rincewind había empezado a ver cada vez más molinos esparcidos por el paisaje y pensó: Si toda el agua está en el subsuelo, es una buena idea…
Un rebaño de ovejas permanecía alrededor de la base de aquel molino. Cuando Rincewind fue hacia ellas, las ovejas no retrocedieron y se limitaron a observarle cautelosamente. Rincewind enseguida vio por qué. El abrevadero instalado debajo de la bomba estaba vacío. Las aspas giraban y producían su quejumbroso chillido, pero ni una gota de agua salía de la cañería. Las ovejas sedientas alzaron la mirada hacia él.
—Eh… A mi no me miréis —farfulló Rincewind—. Soy un mago. Se supone que la maquinaria no se nos da demasiado bien.
Cierto, pero se supone que la magia sí se nos da muy bien, murmuró una voz acusadora dentro de su cabeza.
—Claro que siempre podría ver si algo se ha salido de su sitio. Bueno, creo que podría hacerlo —masculló.
Impulsado por las miradas vagamente acusadoras, Rincewind trepó por la precaria torre e intentó dar una impresión de eficiencia. Todo parecía estar en su sitio, pero el gemido metálico se iba volviendo cada vez más estridente.
—No veo…
Algo se rompió en el interior de la torre. La estructura tembló y las aspas se desprendieron de ella, arrastrando consigo una gruesa varilla que empezó a chocar pesadamente con la torre a cada revolución del mecanismo.
Rincewind se dejó resbalar hasta el suelo.
—Parece que hay un pequeño defecto técnico —murmuró. Un trozo de hierro forjado se incrustó en la arena junto a sus pies—. Me parece que habría que avisar a un artificiero cualificado. Y si empiezo a hurgar, probablemente invalidaré la garantía…
Un crujido procedente de las alturas hizo que Rincewind se apresurara a buscar refugio tras una oveja sorprendida. Cuando el estrépito se hubo disipado, las aspas del molino se desplomaron sobre los arbustos. En cuanto al resto de la estructura, y suponiendo que en algún momento hubiera contenido partes accesibles a las manipulaciones del usuario, saltaba a la vista que éstas ya no se encontraban en su ubicación original.
Rincewind se sacó el sombrero para secarse la frente, pero no fue lo bastante rápido. Una lengua áspera lamió sobre su frente.
—¡Oh! ¡Cielos, cielos! Estáis realmente sedientas, ¿verdad? —Rincewind volvió a ponerse el sombrero, calándoselo hasta las orejas para no correr riesgos—. Pues yo también tengo un poco de sed, la verdad…
Después de apartar unas ovejas, consiguió encontrar un fragmento de molino.
Abriéndose paso a través de la marea de cuerpos silenciosos, acabó llegando a una pequeña hondonada rodeada de arbustos que contenía un par de árboles cuyas hojas parecían menos resecas.
—¡Oh! ¡Cielos, cielos! —trinaron los pájaros a su alrededor.
Con un metro debería bastar, pensó Rincewind mientras empezaba a excavar la tierra rojiza. Teniendo en cuenta que no llovía nunca, resultaba asombroso que hubiera tales cantidades de agua en el subsuelo. Todo aquel lugar debía de estar flotando sobre una masa de agua.
A un metro de profundidad el suelo apenas estaba un poco húmedo. Rincewind suspiró y siguió cavando. El borde del agujero ya había dejado atrás su pecho cuando un hilillo de agua empezó a rezumar entre sus pies. Las ovejas se pelearon por la tierra mojada a medida que Rincewind la iba lanzando a la superficie. El charquito se encogió rápidamente ante sus ojos, y acabó desapareciendo en el suelo.
—¡Eh, vuelve aquí!
—¡Eh, vuelve aquí! —chillaron los pájaros entre los arbustos.
—¡Callaros!
—¡Callaros! ¿Quién es bonito, eh?
Rincewind atacó el suelo con su pala improvisada en una desesperada persecución, y unos cuantos centímetros después consiguió alcanzar al agua en retirada. Siguió cavando hasta que el agua le llegó a las rodillas y después hundió su sombrero en el líquido fangoso, salió del agujero y echó a correr, el agua derramándose sobre sus píes, hasta que consiguió echarla en el abrevadero.
Las ovejas se aglutinaron, debatiéndose en silencio para llegar a la película de humedad.
Rincewind consiguió llenar su sombrero dos veces antes de que el agua desapareciera en el fondo del agujero.
Arrancó la escalera del molino destrozado, la lanzó al agujero y saltó detrás de ella. Terrones empapados fueron surgiendo del agujero a medida que cavaba, y cada pella goteante atraía una masa de moscas y pajaritos.
Consiguió volver a llenar el sombrero una docena de veces antes de que el agujero se hiciera demasiado profundo. Para entonces el abrevadero ya había atraído unas cuantas reses, y había tantas cabezas que resultaba imposible ver el agua. El sonido predominante era el de una pajita investigando los posos del batido de leche más grande del mundo.
Rincewind lanzó una última mirada al agujero, y la última gota de agua desapareció ante sus ojos.
—Qué sitio tan raro —murmuró y después fue a reunirse con Milú, que esperaba pacientemente a la escasa sombra de un matorral—. ¿No tienes sed? —le preguntó.
Milú piafó y sacudió las crines.
—Oh, bueno. Quizá llevas algo de camello dentro. No puedes ser caballo al cien por cien, de eso estoy seguro.
Milú se hizo a un lado y le pisó un pie.
Al mediodía el camino se fundió con otro camino mucho más ancho. Las huellas de cascos y ruedas sugerían que pasaba mucho tráfico. Rincewind sonrió y, agradeciendo la sombra, empezó a seguirlo a través de una arboleda que se iba volviendo más frondosa.
Dejó atrás otro molino quejumbroso rodeado por un rebaño de reses que esperaban pacientemente.
Había más arbustos y el terreno empezaba a ascender hacia unas viejas colinas de roca anaranjada que parecían a punto de derrumbarse. Por lo menos aquí hace viento de vez en cuando, pensó Rincewind. Oh, dioses, una gota de lluvia, sólo una gota de lluvia… No creo que sea pedir demasiado, ¿verdad? Aquí no hay manera de que llueva. En todas partes llueve alguna vez, ¿no? Y antes de que pueda acumularse en el subsuelo, el agua tiene que caer del cielo.
Se detuvo cuando oyó el sonido de cascos que avanzaban por el camino detrás de él.
Un grupo de caballos sin jinete dobló la curva a galope tendido. Cuando pasaron junto a él, Rincewind vio que el caballo que encabezaba el grupo era el más esbelto y lustroso que hubiera visto jamás, y que se movía como si hubiera llegado a un acuerdo especial con la gravedad. La manada se dividió y fluyó alrededor de Rincewind como si el mago fuese una roca en un arroyo. Un instante después los caballos ya sólo eran un ruido que desaparecía entre una nube de polvo rojizo.
Los ollares de Milú se dilataron, y los bamboleos se incrementaron cuando el caballito apretó el paso.
—Ah, ¿sí? Ni lo sueñes, compañero. No puedes jugar con los mayores. Lo siento.
La nube de polvo apenas se había disipado cuando hubo un nuevo estrépito de cascos y un grupo de jinetes dobló la curva. Los recién llegados se alejaron al galope sin prestar atención a Rincewind, pero el último jinete tiró de las riendas antes de rebasarlo.
—¿Has visto pasar una manada de caballos, compañero?
—Sí, compañero. Calma y tranquilidad, calma y tranquilidad.
—¿Y el que iba delante era un gran potro marrón?
—Sí, compañero. Calma y tranquilidad, calma y tranquilidad.
—¡El Viejo Remordimiento dice que le dará cien nabos a quien lo capture! ¡Pero nadie podrá echarle el lazo, porque ya casi hemos llegado a los desfiladeros!
—Calma y tranquilidad.
—¿Qué es eso que montas, una tabla de planchar?
—Disculpa, pero… —comenzó Rincewind mientras el hombre reanudaba la persecución—. ¿Es éste el camino que lleva a Bugar…?
Remolinos de polvo se elevaron sobre el camino.
—¿Qué ha sido de la conocidísima reputación ecksiana de afable y hospitalaria amistad, eh? —le gritó Rincewind al aire.
Cuando estuvo más cerca de las colinas, oyó un chasquear de látigos y gritos entre los árboles que había más arriba. De repente los caballos salvajes volvieron a entrar en el camino, tan absortos en su huida que ni siquiera vieron a Rincewind, y esta vez Milú se salió del camino y empezó a seguir el rastro de arbustos aplastados.
Rincewind ya había descubierto que tirar de las riendas sólo servía para acabar con los brazos doloridos. La única forma de detener al caballito cuando éste no quería ser detenido probablemente sería bajarse al suelo, adelantarlo y cavar una zanja delante de él.
Los jinetes volvieron a aparecer detrás de Rincewind y lo adelantaron al galope, las bocas de sus monturas llenas de espuma.
—Disculpadme. ¿Voy bien para llegar a…? Los jinetes ya habían desaparecido. Rincewind los alcanzó diez minutos más tarde en un bosquecillo de fresnos, yendo de un lado a otro como si no supieran qué camino seguir mientras su jefe no paraba de gritarles.
—Oigan, ¿alguien podría decirme si…? —se atrevió a preguntar.
Y entonces vio por qué se habían detenido: acababan de quedarse sin terreno por el que galopar. El suelo desaparecía en un desfiladero, con unos cuantos hierbajos y un puñado de matorrales aferrándose al borde del abismo.
Los ollares de Milú se dilataron y, sin aflojar la marcha, el caballito siguió avanzando por la pendiente.
Rincewind enseguida vio que tendría que haber resbalado. De hecho, tendría que haberse caído. La pendiente era casi vertical. Ni siquiera las cabras monteses habrían intentado bajar por ella sin un equipo de montañismo. Las piedras rodaban y rebotaban alrededor de Rincewind, y algunas de las más grandes consiguieron darle en la nuca, pero Milú siguió descendiendo al trote con la misma engañosa velocidad que había usado cuando estaban en terreno llano. Rincewind, resignado, se dedicó a agarrarse mientras aullaba.
Hacía la mitad del trayecto vio a la manada de caballos salvajes galopando por el desfiladero, pero instantes después desapareció entre los riscos.
Milú llegó al final de la pendiente entre un diluvio de guijarros y se detuvo.
Rincewind se atrevió a abrir un ojo. Los ollares del caballito volvieron a dilatarse mientras contemplaba el angosto barranco. Milú arañó dubitativamente el suelo con un casco. Después volvió la mirada hacia la vertiginosa pared del otro lado, a sólo unos metros de distancia.
—Oh, no —gimió Rincewind—. No, por favor… Intentó separar sus piernas de Milú, pero éstas se habían encontrado por debajo del estómago del caballo y habían cruzado los tobillos para obtener estabilidad. Debe de hacerle algo a la gravedad, se dijo Rincewind mientras Milú subía por el risco como si éste no fuese una pared sino una especie de suelo vertical. Los corchos colgados del ala del sombrero de Rincewind le golpeaban la nariz.
Y delante de él y por encima había una especie de saliente…
—No, por favor, no, no…
Rincewind cerró los ojos. Sintió que Milú se detenía y dejó escapar un jadeo de alivio. Después reunió el valor necesario para mirar hacia abajo y vio que los enormes cascos de Milú estaban firmemente plantados sobre la roca.
No había corchos colgando delante del sombrero de Rincewind.
Lenta pero progresivamente aterrorizado, Rincewind volvió la mirada hacia lo que siempre había considerado eran las alturas.
Y por encima de él también había roca sólida, aunque se encontraba muy lejos en un sentido u otro. Y todos los corchos estaban vueltos hacia arriba, o hacia abajo.
Milú estaba inexplicablemente inmóvil debajo del saliente, aparentemente disfrutando del paisaje. El caballito volvió a piafar y sacudió las crines.
Se va a caer, pensó Rincewind. De un momento a otro se dará cuenta de que está cabeza abajo y entonces se caerá, y desde esta altura un caballo hará chaf… y lo hará justo encima de mí.
Milú pareció tomar una decisión y volvió a ponerse en movimiento, avanzando a lo largo de la curva del saliente.
Rincewind contempló a los jinetes desde el otro lado del abismo.
—¡Buenos días! —dijo, agitando su sombrero en el aire mientras Milú volvía a ponerse en marcha—. ¡Me parece que estoy a punto de soltar una serpiente en tecnicolor! —añadió, y luego vomitó.
—¡Oiga, señor! —gritó alguien.
—¿Sí?
—¡Menuda vomitada, señor!
—¡Exacto! ¡Calma y tranquilidad!
Aquella plataforma resultó una estrecha espuela entre dos desfiladeros. Otro precipicio se alzaba, o descendía, ante ella. Mas para alivio de Rincewind, cuando llegaron al borde el caballito se desvió hacia un lado y empezó a trotar a lo largo de él.
—Oh, no, por favor…
Un árbol caído había formado un puente a través del abismo. El tronco era muy estrecho, pero Milú se subió a él sin aflojar el paso.
Los dos extremos del tronco repiquetearon sobre sus correspondientes bordes del abismo. Los guijarros empezaron a caer al vacío. Milú salvó el precipicio con la saltarina agilidad de una pelota y llegó al otro lado un segundo antes de que el tronco empezara a bambolearse y acabara chocando con las rocas.
—No, por favor…
Allí no había un risco, sólo una larga pendiente de rocas sueltas. Milú aterrizó sobre ellas y soltó un resoplido cuando toda la ladera de grava y guijarros empezó a moverse.
Rincewind miró hacia abajo y vio la manada de caballos salvajes galopando a lo largo del angosto desfiladero, a una gran distancia por debajo de él.
Varios peñascos le acompañaron en el descenso mientras el caballito proseguía con su propio deslizamiento particular. Un par de rocas rebotaron en el suelo y volvieron a caer delante de ellos, estrellándose contra el suelo justo detrás del último caballo de la manada.
Aturdido, Rincewind volvió la mirada hacia el otro extremo del desfiladero. No había salida. El desfiladero terminaba en otro risco.
Los peñascos fueron cayendo unos encima de otros, creando una especie de muralla a través del suelo del desfiladero. Cuando el último peñasco ocupó su sitio, Milú se posó sobre él con cautelosa delicadeza.
El caballito bajó la mirada hacía la manada atrapada y, después de contemplar su confuso ir y venir, permitió que sus ollares volvieran a dilatarse. Rincewind estaba, casi seguro de que los caballos no podían carcajearse, pero aun así tuvo la impresión de que su montura lo estaba haciendo.
Cuando los jinetes aparecieron diez minutos después, la manada se había calmado hasta tal punto que casi parecía dócil.
Los jinetes contemplaron a los caballos. Después volvieron la mirada hacia Rincewind que, con una sonrisa más bien horripilante, consiguió farfullar un tembloroso «Calma y tranquilidad».
Moviéndose muy despacio, Rincewind no se cayó de Milú, Se limitó a inclinarse hacia un lado, con los pies todavía unidos, y siguió desplazándose en esa dirección hasta que su cabeza chocó suavemente con el suelo.
—¡Qué manera de montar, compañero! ¡Ha sido impresionante!
—¿Alguien podría separarme los tobillos, por favor? No estoy seguro, pero me parece que se han fusionado.
Dos jinetes desmontaron y consiguieron separarle de Milú.
El jefe bajó la mirada hacia él.
—¡Dime cuánto pides por ese caballito, compañero! —dijo Remordimiento.
—Esto… eh… ¿Tres… eh… nabos? —logró farfullar Rincewind.
—¿Cómo? ¿Por un diablillo con tanto nervio? ¡Seguro que por lo menos vale un par de cientos!
—Me parece que algunas de esas rocas deben de haberle dado en la cabeza —dijo uno de los jinetes que sostenían a Rincewind.
—Lo que quería decir es que voy a comprarle el caballo —explicó Remordimiento—. Le diré lo que vamos a hacer: doscientos nabos, una bolsa de manduca y le dejaremos en el camino que lleva a… ¿adonde ha dicho que quería ir, Clancy?
—A Bugarup —murmuró Rincewind.
—Oh, le aseguro que no quiere ir a Bugarup —dijo Remordimiento—. Lo único que encontrará allí será un puñado de malandrines y conchabados.
—Da igual. Me encantan los loros —farfulló Rincewind—. Eh… ¿cómo se dice en ecksiano «haber enloquecido a causa de la fatiga y el terror y sentirse como un fardo de carne sin huesos»?
Los hombres se miraron.
—Pues… «Estar más tirado que la rabadilla de un umboat», ¿no?
—No, no, no. Eso es lo que dices cuando te has tragado un tornado, ¿verdad? —dijo Clancy.
—¿Qué? No, hombre, qué va. Lo de que te has tragado un tornado se dice cuando… cuando… Sí, hombre, eso es lo que se dice cuando… Claro, es cuando tu nariz… Espera un momento, eso es «cortar por lo sano».
—Esto… —dijo Rincewind, llevándose las manos a la cabeza.
—¿Qué estás diciendo? «Cortar por lo sano» es cuando se te taponan los oídos porque llevas demasiado rato debajo del agua. —Clancy puso cara de no estar muy seguro de lo que decía y luego pareció llegar a una decisión—. ¡Claro, eso es!
—No, hombre. Eso es «cantar como el sobaco de una zarigüeya», compañero,
—Discúlpenme, pero… —dijo Rincewind.
—Que no, que no. «Cantar como el sobaco de una zarigüeya» es cuando cascas una nuez. Cuando tienes los oídos tan taponados como la tetera de la abuela Barrozal, lo que dices es que estás tan atascado como la mula de Morgan.
—No, eso es «estar más a gusto que la mula de Morgan en un huerto de primera».
—¿No te estarás confundiendo con «ir más deprisa que la mula de Morgan después de que se hubiera comido el pastel de mamá»?
—¿A qué velocidad iba esa mula? Exactamente, quiero decir… —intervino Rincewind. Todos le miraron.
—¡Iba más deprisa que una anguila en un pozo de serpientes, compañero! —acabó diciendo Clancy—. ¿Es que no entiendes el crustiano o qué?
—¡Eso, eso! —exclamó otro hombre—. Como jinete quizá sea muy bueno, pero me parece que es más espeso que…
—¡Que nadie diga una palabra más! —aulló Rincewind—. Me encuentro mucho mejor, ¿de acuerdo? Estoy… estoy francamente bien, ¿vale? —Alisó los pliegues de su maltrecha túnica y se puso el sombrero—. Y si tenéis la bondad de indicarme qué camino he de seguir para llegar a Bugarup, no os robaré ni un minuto más de vuestro tiempo. Podéis quedaros con Milú. Cuando anochezca ya encontraré algún techo donde pernoctar.
—Oh, no, señor —dijo Remordimiento. Metió la mano en un bolsillo de su camisa, sacó un fajo de billetes y se lamió el pulgar para contar veinte—. Yo siempre pago mis deudas. ¿No quiere pasar una temporadita con nosotros antes? No nos iría nada mal contar con otro jinete, y viajar solo siempre es más duro. La maleza está llena de merodeadores, ya sabe…
Rincewind volvió a frotarse la cabeza. Sus órganos ya habían conseguido volver a sus posiciones originales, con lo que Rincewind podía regresar a su habitual estado de temor difuso.
—Me portaré tan bien que ni siquiera se darán cuenta de que ando por allí —balbuceó—. Prometo que no encenderé hogueras y que no daré de comer a los animales. Bueno, eso de que lo prometo… Normalmente son ellos los que intentan comerme.
Remordimiento se encogió de hombros.
—En fin, mientras no vuelva a tropezarme con esos malditos osos caedores… —dijo Rincewind.
Los hombres se echaron a reír.
—¿Osos caedores? ¿Quién te ha contado esas paparruchadas?
—¿Qué quieres decir?
—¡Que los osos caedores no existen, compañero! ¡Seguro que alguien te ha visto venir desde lejos!
—¿Eh? Sí, claro. Me vieron venir y… se dejaron caer. —Rincewind agitó el brazo—. Estaban por todas partes… Rebotaban y tenían unos dientes enormes y…
—¡Me parece que este tipo está más loco que la mula de Morgan, compañeros! —dijo Clancy.
—¿De qué cantidad de locura estamos hablando exactamente? ¿Eso es poca locura, bastante locura o un montón de locura? —preguntó Rincewind.
Clancy se inclinó sobre su silla de montar, titubeó y miró a los otros jinetes. Después se lamió los labios.
—Bueno, eso es…
—¿Sí?
—Bueno, eso es… es estar… —Una mueca demudó sus facciones—. Es estar…
—¿Muy…? —sugirió Rincewind.
—Muy… —farfulló Clancy, agarrándose a la sílaba como si fuera un salvavidas.
—¿Hummm?
—M…u…y…
—Vamos, vamos…
—¿Muy… loco? —dijo Clancy.
—¡Bravo! ¿Ves qué fácil? —dijo Rincewind—. ¿Alguien ha hablado de comida?
Remordimiento hizo un gesto a uno de sus hombres, que cogió una alforja y se la entregó a Rincewind.
—Hay cerveza, verduras y demás y, como tienes cara de bueno, hemos incluido una tarrina de mermelada.
—¿De moras?
—Ajá.
—Y hablando de tu sombrero… —dijo Remordimiento—. ¿Por qué está lleno de corchos?
—Mantienen alejadas a las moscas —dijo Rincewind.
—Buena idea. Y funciona, ¿eh?
—Por supuesto que no —dijo Clancy—. Si funcionara, a estas alturas ya se le habría ocurrido a alguien.
—Sí. A mí —dijo Rincewind—. Calma y tranquilidad.
—Pues la verdad es que con todos esos corchos colgando delante de la cara me recuerdas un poco a un drongo, compañero —dijo Clancy.
—Oh, bueno —repuso Rincewind—. ¿Por dónde se va a Bugarup?
—Tuerce a la izquierda en el fondo del cañón.
—¿Eso es todo?
—Puedes volver a preguntar cuando te encuentres con los merodeadores de la maleza.
—Supongo que tendrán alguna clase de cabaña o de puesto, ¿no?
—Tienen… Bueno, bastará con que recuerdes que si te pierdes ellos acabarán encontrándote.
—¿De veras? Oh, bueno, eso debe de formar parte de su trabajo, ¿no? Buenos días.
—Buenos días.
—Calma y tranquilidad.
Las miradas de los hombres siguieron a Rincewind hasta que hubo desaparecido.
—No parecía muy preocupado, ¿verdad?
—Si queréis saber mi opinión, ese tipo está un poco chalado.
—¿Clancy?
—¿Sí, jefe?
—Eso que dijiste antes… Te lo has inventado, ¿verdad?
—Bueno…
—Venga, Clancy… ¡Pues claro que te lo has inventado, hombre!
Clancy bajó la vista, pero enseguida volvió a levantarla.
—De acuerdo, de acuerdo —se apresuró a decir—. ¿Y qué pasa con eso que le oí decir ayer mismo, lo de «tener más trabajo que un carpintero manco en Tortaroo»?
—¿Qué le pasa a Tortaroo?
—Que consulté el atlas y ese sitio no existe, jefe.
—¡Claro que existe, maldición!
—No existe. Y de todas maneras, nadie le daría trabajo a un carpintero manco, ¿verdad? Eso quiere decir que su carpintero manco no tendría nada que hacer en todo el día, ¿verdad?
—Oye, Clancy…
—Se iría a pescar o algo por el estilo, ¿no?
—Clancy, se supone que estamos inventando un lenguaje nuevo a partir del desierto y la soledad, y…
—Seguramente necesitaría a alguien que le ayudara a cebar el anzuelo, pero…
—¿Por qué no cierras el pico y vas por los caballos, Clancy?
Apartar suficientes rocas requirió veinte minutos de esfuerzos, y cinco minutos después de que hubieran acabado de desplazarlas Clancy volvió para informar.
—No he visto a ese pequeño bastardo, jefe.
—¡No puede haberse esfumado!
—Me temo que sí ha podido, jefe. Ya vio cómo subía por esos riscos, ¿no? Probablemente ya estará a varios kilómetros de aquí. ¿Quiere que lo siga?
Remordimiento reflexionó unos momentos y escupió.
—No. Hemos recuperado el potro, y con eso ya podemos darnos por satisfechos —dijo mientras contemplaba el desfiladero con expresión pensativa.
—¿Se encuentra bien, jefe?
—Después de que hayamos vuelto al puesto irás al pueblo, te pasarás por el hotel Pastoral y traerás todos los corchos que tengan, ¿de acuerdo, Clancy?
—¿Cree que servirán de algo, jefe? Ese tipo era más raro que… —La mirada que le lanzó su jefe hizo que Clancy no se atreviera a completar la frase—. Era bastante raro —añadió.
—Sí, era raro. Pero también era listo. No tenía ni una mosca encima.
Detrás de ellos, en el amasijo de peñascos y matorrales que había en el extremo del desfiladero, el dibujo de un caballito se convirtió en el dibujo de un canguro y después desapareció de la roca.
Lo peor de estar furioso con Mustrum Ridcully era que el archicanciller ni siquiera llegaba a enterarse de que estabas furioso con él.
Cuando se enfrentaban a un peligro, los magos se quedaban muy quietos y empezaban a discutir para determinar a qué clase de peligro se enfrentaban. Cuando todos los integrantes del grupo se habían puesto de acuerdo, o el peligro se había convertido en muy peligroso o, harto de esperar, se había ido a otro sitio. Incluso el peligro tiene su orgullo.
De niño Ponder Stibbons se imaginaba que los magos eran semidioses tan poderosos que podían cambiar el mundo con sólo mover un dedo, pero al crecer descubrió que eran ancianos cansados que se preocupaban por el estado de sus pies y que, cuando se veían metidos en una situación desesperada, eran capaces de perder el tiempo discutiendo sobre el origen de la frase «sálvese quien pueda».
Nunca había pensado que la evolución opera de muchas maneras distintas. Los edificios más antiguos todavía estaban llenos de cicatrices que indicaban lo que ocurría cuando tenías que convivir con la otra clase de mago.
Sus pies le llevaron por el sendero serpenteante que iba ascendiendo por la montaña. Extrañas criaturas le contemplaban desde los matorrales que flanqueaban el camino. Algunas de ellas parecían…
Los magos siempre piensan en términos de libros, y un volumen surgió de las estanterías de la memoria de Ponder. Se lo habían regalado de pequeño. De hecho, Ponder todavía lo tenía guardado en algún sitio, archivado en una caja de cartón.[17]
El libro consistía en una espiral central con montones de hojitas. Cada una mostraba la cabeza, el cuerpo o la cola de algún pájaro, pez o animal. Si estabas lo suficientemente aburrido podías barajar las hojas hasta obtener una criatura que tuviera, por ejemplo, la cabeza de un caballo, el cuerpo de un escarabajo y la cola de un pez. La cubierta prometía «horas de diversión» aunque, pasados los primeros tres minutos, no podías evitar preguntarte qué clase de persona era capaz de conseguir que semejante diversión durase horas y si el estrangularla no le ahorraría montones de problemas al Departamento de Crímenes en Serie en años venideros. Ponder, pese a todo, había pasado muchas horas divirtiéndose con aquel libro.
Algunas de las cria… cosas ocultas en la maleza parecían haber salido de las páginas del libro. Había pájaros con picos tan largos como su cuerpo. Había arañas del tamaño de manos. Aquí y allá el aire relucía con una curiosa iridiscencia acuática. También ofrecía una resistencia casi imperceptible cuando Ponder intentaba abrirse paso a través de él y luego le dejaba pasar, pero los pájaros y los insectos no parecían dispuestos a seguirle.
Y había escarabajos por todas partes.
Después de una serie de suaves pendientes, el camino serpenteante acababa llegando a la cima de la montaña. La cima contenía un valle minúsculo situado justo debajo del pico. Al final del valle se divisaba una gran abertura iluminada por un resplandor azulado interior.
Un escarabajo de grandes dimensiones pasó zumbando junto a la oreja de Ponder.
La abertura daba a una caverna llena de neblina azulada. Había sombras bastante complejas, y también sonidos: silbidos, pequeños chasquidos, algún que otro golpe sordo o estrépito repentino… Alguien estaba trabajando en algún lugar de la neblina.
Ponder ahuyentó a un escarabajo que acababa de posarse en su mejilla y contempló la forma que se alzaba delante de él.
Era la mitad delantera de un elefante.
La otra mitad del elefante, manteniéndose en equilibrio —contra todas las leyes de la probabilidad— sobre las dos patas posteriores, se alzaba a unos metros más allá. El espacio intermedio estaba ocupado por… el resto del elefante.
Ponder Stibbons se dijo que si cortabas a un elefante por la mitad y recogías la parte central, lo que obtendrías sería… un lío. Pero allí no había mucho desorden. Tubos rosados y púrpuras se desenroscaban pulcramente hasta llegar a un banco de trabajo. Una escalerilla conducía a otra complejidad de tubos y órganos enormes. Había una atmósfera general de trabajo metódico. Aquello no era el horror de un elefante sorprendido por una muerte explosiva, sino un elefante en vías de construcción.
Nubéculas de luz blanca surgieron de todos los rincones de la caverna, giraron sobre sí mismas durante un momento y se convirtieron en el dios de la evolución, que estaba subido a la escalerilla.
El dios miró a Ponder y parpadeó.
—Oh, es usted —dijo—. Una de las criaturas puntiagudas. ¿Podría decirme qué pasa cuando hago esto? El dios desapareció dentro de las profundidades llenas de ecos de la mitad delantera. Las orejas del elefante describieron un lento vaivén.
—Ha movido las orejas —graznó Ponder. El dios volvió a aparecer, sonriendo.
—Conseguir ese efecto resulta dificilísimo, créame —dijo—. Bien, ¿qué le parece? Ponder tragó saliva.
—Está… está muy bien —logró decir. Dio un paso atrás, chocó con algo, se volvió y se encontró contemplando las fauces entreabiertas de un gigantesco tiburón. El escualo ocupaba el centro de lo que, a falta de otro nombre mejor, Ponder identificó como un andamiaje biológico. El ojo del tiburón se clavó en Ponder. Detrás del tiburón había una ballena todavía más grande que también se hallaba en fase de montaje.
—¿Verdad que sí? —dijo el dios.
Ponder intentó concentrarse en el elefante.
—Aunque… —murmuró.
—¿Sí?
—¿Está seguro de que las ruedas son una buena idea?
El dios puso cara de preocupación.
—¿Le parecen demasiado pequeñas? Quizá no resulten adecuadas para la sabana, ¿verdad?
—Eh… probablemente no.
—Diseñar una rueda orgánica es difícil, ¿sabe? —dijo el dios—. Son pequeñas obras maestras.
—¿Y no le parece que sería más sencillo hacer que se moviera mediante unas patas?
—Oh, si me limitara a copiar ideas anteriores nunca llegaríamos a ninguna parte —repuso el dios—. Diversificar y llenar todas las posibilidades, eso es lo que hay que hacer.
—Pero estar yaciendo en una poza de barro con las ruedas girando no me parece una posibilidad muy importante —dijo Ponder.
El dios le miró y después lanzó una mirada sombría al elefante a medio completar.
—Bueno, si usara neumáticos más grandes… —dijo.
—No creo que sirvieran de mucho —objetó Ponder.
—Oh, probablemente tiene razón. —Las manecitas del dios temblaron nerviosamente—. No sé qué pasa. Intento diversificarme, pero a veces resulta muy difícil…
Y de repente echó a correr a través de la caverna atestada, se detuvo delante de un enorme par de puertas que había al otro extremo y las abrió.
—Lo siento, pero he de hacer uno —dijo—. Me calman, ¿sabe?
Ponder lo siguió. La caverna que había al otro lado de las puertas era más grande y se hallaba brillantemente iluminada. El aire estaba lleno de cositas relucientes: había millones de ellas, y todas flotaban en el vacío como cuentas colgadas de hilos invisibles.
—¿Escarabajos? —preguntó Ponder.
—¡Cuando te sientes deprimido, no hay nada como un escarabajo! —dijo el dios. Se había detenido junto a un gran escritorio metálico y estaba abriendo febrilmente los cajones y sacando recipientes de ellos—. ¿Podría pasarme la caja de las antenas? Está en ese estante de ahí. Oh, sí, nada como un escarabajo para levantarte el ánimo… A veces pienso que en el fondo todo se reduce a eso, ¿sabe?
—¿A qué todo se refiere? —preguntó Ponder.
El dios hendió el aire con un brazo.
—¡A todo! —dijo alegremente—. A todo lo que existe. Árboles, hierba, flores… ¿Para qué creía que servía todo eso?
—Bueno, nunca pensé que fuera para los escarabajos —dijo Ponder—. ¿Qué me dice de… de los elefantes, para empezar?
El dios ya sostenía un escarabajo a medio terminar en una mano. El escarabajo era verde.
—Estiércol —dijo triunfalmente.
Cuando es unida a un cuerpo ninguna cabeza debería producir el mismo sonido que un corcho al ser introducido en una botella, pero ése fue exactamente el sonido que produjo la cabeza del escarabajo entre las manos del dios.
—¿Qué? —exclamó Ponder—. Pero eso es tomarse mucha molestia sólo para acabar obteniendo un poco de estiércol, ¿no?
—Bueno, me temo que la ecología es así —dijo el dios.
—No, no, eso no puede ser —insistió Ponder—. ¿Qué me dice de las formas de vida superiores?
—¿Superiores? Ah, las de más arriba… Supongo que se refiere a los pájaros, ¿no?
—No, me refería a… —Ponder titubeó. El dios había mostrado una notable falta de interés hacia los magos, posiblemente debido a la ausencia de similitud entre ellos y los escarabajos, pero aun así Ponder ya podía divisar una considerable extensión de terreno teológicamente peligroso—. Estaba pensando en… en los monos.
—¿Los monos? Oh, muy graciosos, desde luego, y obviamente así los escarabajos tienen algo con que entretenerse, pero… —El dios le miró—. Oh, cielos… No estará pensando que son el auténtico propósito de todo el montaje, ¿verdad?
—Había dado por sentado que…
—Cielos, cielos —dijo el dios—. Verá, el auténtico propósito de todo el montaje es, de hecho, ser todo el montaje. Aunque —añadió con un bufido— me encantaría que pudiéramos hacerlo todo con escarabajos.
—Pero seguramente el propósito de… Quiero decir que… Bueno, ¿no le gustaría obtener alguna criatura que empezara a hacerse preguntas acerca del universo y…?
—¡Por todos los cielos, no quiero que nadie ande metiendo las narices donde no debe! —repuso el dios con visible irritación—. Tal como están las cosas, puedo asegurarle que ya hay suficientes parches y remiendos sin necesidad de que algún diablillo astuto intente hacer nuevos descubrimientos. No, los dioses de la gran masa de tierra siguen teniendo ese derecho. La inteligencia es como las piernas: demasiadas y acabas tropezando contigo mismo. En mi opinión, seis es el número ideal.
—Pero con el paso del tiempo, seguramente alguna criatura podría…
El dios lanzó al aire su última creación. El escarabajo recorrió velozmente hilera tras hilera de escarabajos y acabó instalándose entre dos que, sin llegar a ser exactamente idénticos a él, se le parecían muchísimo.
—Veo que ha dedicado mucho tiempo a pensar en el asunto, ¿eh? —dijo el dios—. Y, naturalmente, tiene razón. Ya veo que tiene un cerebro de lo más eficiente… Maldición.
Un chispazo iluminó el aire y un pájaro apareció junto al dios. Estaba vivo pero se hallaba estacionario, paralizado en un momento de la huida. Un resplandor azulado flotaba junto a él.
El dios suspiró, metió la mano en un bolsillo y sacó la herramienta de aspecto más complejo que Ponder hubiera visto jamás. Las partes que podías ver sugerían que había partes mucho más extrañas que no podías ver y que probablemente era mejor que no vieras.
—Aun así —dijo el dios, quitándole el pico al pájaro y dejando un agujero que el resplandor azulado se apresuró a cubrir—, si quiero dedicar mi atención a los aspectos realmente serios del problema, tendré que encontrar alguna forma de organizar todo el asunto. Tal como están las cosas, me paso el día entero luchando con las facturas.
—Sí, tiene que salir bastante car…
—Facturas grandes, facturas pequeñas, facturas por insectos luminosos que parpadean en la corteza, facturas por cascar nueces, facturas por comer fruta —siguió el dios—. Se supone que deben evolucionar por su cuenta. Quiero decir que… Bueno, ése es el gran objetivo, ¿verdad? No tendría que pasarme la vida corriendo de un lado a otro.
El dios agitó la mano y una especie de expositor de picos apareció junto a él. El dios seleccionó uno que, a los ojos de Ponder, no parecía diferenciarse del que acababa de quitar y utilizó una herramienta para unirlo al pájaro suspendido en el aire. El resplandor azul lo cubrió durante un momento y después el pájaro desapareció. En el momento en que desaparecía, Ponder creyó ver que sus alas empezaban a moverse.
Y en ese mismo instante supo que, a pesar de la aparente fijación con los escarabajos, aquél era el sitio donde siempre había querido estar, justo en la punta de lanza de la vanguardia del desarrollo tecnológico.
Se había convertido en un mago porque estaba convencido de que los magos sabían cómo funcionaba el universo, y la Universidad Invisible le había resultado asfixiante.
Y luego estaba todo aquel asunto del relámpago domesticado, por ejemplo. El método funcionaba, desde luego. Había hecho que los dedos del tesorero echaran chispas y que se le erizara el cabello, y eso sólo utilizando un gato y un par de varillas de ámbar. Su plan perfectamente razonable para utilizar un millar de gatos atados a una gigantesca rueda que al girar entraría en contacto con centenares de varillas había sido vetado por la ridícula razón de que haría demasiado ruido. Su plan cuidadosamente meditado para fisionar el thaum y, de esa manera, proporcionar un suministro inagotable de magia limpia y barata, había sido injustamente pasado por alto porque los magos pensaron que obligaría a efectuar obras en los edificios. Y eso incluso después de que Ponder hubiera presentado hojas llenas de cálculos para demostrar que las probabilidades de que el proceso destruyera el mundo eran aproximadamente las mismas que las de ser atropellado mientras cruzabas la calle, y Ponder no tenía la culpa de que una colisión múltiple en la que se vieron involucradas seis carretas acabara de sembrar el caos delante de la Universidad Invisible hacía sólo unos segundos.
Aquella isla por fin le estaba ofreciendo una oportunidad de hacer algo dotado de sentido. Además, Ponder creía saber dónde se estaba equivocando el dios.
—Disculpe, pero me estaba preguntando si no necesitaría un ayudante —dijo.
—Francamente, todo este asunto se me está escapando de las manos —dijo el dios, que cuando se trataba de no escuchar a los demás parecía ser capaz de dar lecciones a cualquier mago—. La situación ha llegado a tales extremos que necesito un…
—¡Vaya, este sitio es realmente asombroso!
Ponder puso los ojos en blanco. Una cosa de la que podías estar seguro cuando tratabas con magos era que si entraban en un sitio que fuera realmente asombroso, enseguida te lo dirían… y en voz muy alta.
—Ah —dijo el dios, girando sobre los talones—. Es el resto de… de su enjambre, ¿verdad?
—Será mejor que vaya a detenerlos —dijo Ponder mientras los magos se apresuraban a desplegarse igual que niños en un parque de diversiones, listos para pulsar cualquier botón por si todavía quedaba alguna partida gratis—. Lo toquetean todo y después preguntan «¿Y esto para qué sirve?».
—¿No preguntan qué hacen las cosas antes de toquetearlas?
—No —masculló Ponder—. Dicen que si no las toqueteas un poco nunca conseguirás averiguar para qué sirven.
—¿Y entonces por qué preguntan para qué sirven?
—Porque les gusta preguntar. Y muerden las cosas, y luego dicen «Me pregunto si esto será venenoso» con la boca llena. ¿Y sabe qué es lo más frustrante? Que nunca es venenoso.
—Qué curioso. Reírse del peligro no es una estrategia de supervivencia —dijo el dios.
—Oh, no se ríen —gruñó Ponder—. Dicen cosas como: «¿A eso lo llamas tú peligroso? ¡Pero si eso no es nada comparado con la clase de peligros a los que nos enfrentábamos de jóvenes! ¿Cómo dice, prefecto mayor? Ah, aquello… ¡Pues claro que me acuerdo! ¿Y se acuerda de cuando el viejo Ventanas McSaqueo…?» Es horrible, créame —concluyó Ponder mientras se encogía de hombros.
—¿Qué fue lo que hizo el viejo Ventanas McSaqueo? —preguntó el dios.
—¡No lo sé! ¡A veces pienso que se inventan los nombres! ¡Decano, no debería hacer eso!
El decano, que había estado examinando los dientes del tiburón, se volvió hacia Ponder.
—¿Por qué no, Stibbons? —preguntó mientras las mandíbulas se cerraban detrás de él con un ruidoso chasquido.
El archicanciller, del que sólo se podían ver las piernas, estaba examinando una de las secciones del elefante. Unos ruidos ahogados de origen vagamente humano surgieron del interior de la ballena y acabaron convirtiéndose en una voz.
—Fíjense en lo que ocurre cuando muevo esta parte… —estaba diciendo Runas Recientes—. ¿Han visto cómo se meneaba esa cosita púrpura de ahí?
—Un trabajo asombroso —dijo Ridcully, saliendo del elefante—. Las ruedas son magníficas, desde luego. Y después habrá que pintar todas esas piezas antes de montar el modelo, ¿verdad?
—No es un modelo para montar, señor —dijo Ponder, quitándole un riñón de las manos y volviendo a colocarlo en su sitio—. ¡Es un elefante de verdad en vías de construcción!
—Oh.
—Está siendo fabricado, señor —dijo Ponder, dado que Ridcully no parecía haberlo comprendido—. Lo que no es nada usual, señor.
—Ah. ¿Y cuál es la manera normal de fabricar elefantes?
—Normalmente los elefantes son fabricados por otros elefantes, señor.
—Oh, claro…
—¿De veras? —preguntó el dios—. ¿Cómo? Esas trompas son sorprendentemente flexibles y ágiles, y no crean que estoy alardeando, pero la verdad es que no resultan muy útiles para trabajos delicados.
—Oh, obviamente no los fabrican de esa manera, señor. Los obtienen mediante el… mediante el sexo —dijo Ponder, sintiendo los inicios de un rubor.
—¿El sexo?
Isla Mono, pensó Ponder. Oh, cielos…
—Eh… Machos y hembras, ya sabe… —logró farfullar.
—Siga, señor Stibbons —dijo el archicanciller—. Somos todo oídos, especialmente el elefante.
—Bueno… —Ponder sabía que se estaba poniendo rojo—. Eh… Bueno, ¿cómo obtiene las flores y demás cosas?
—Las fabrico —dijo el dios—. Y después las mantengo bajo observación para ver cómo operan, y cuando dejan de funcionar creo una versión mejorada basada en los resultados experimentales. —Frunció el entrecejo—. Aunque últimamente las plantas están comportándose de una forma bastante rara. ¿Para qué pueden servir todas esas semillas que no paran de producir? He intentado disuadirlas, pero no parecen escucharme.
—Creo que… Eh… Creo que están intentando inventar el sexo, señor —dijo Ponder—. Verá, el… bueno, el sexo es un método que te permite… que permite… que permite que los seres vivos creen… nuevos seres vivos.
—¿Quiere decir que los elefantes pueden crear más elefantes?
—Sí, señor.
—¡Caramba! ¿De veras?
—Oh, sí.
—¿Y cómo lo hacen? Calibrar el movimiento de las orejas requiere muchas horas de trabajo. ¿Utilizan herramientas especiales?
Ponder vio que el decano tenía los ojos clavados en el techo y que los otros magos también estaban encontrando algo aparentemente fascinante que contemplar porque ese algo, al ser tan fascinante, les permitía no tener que mirarse los unos a los otros.
—Bueno… más o menos —dijo Ponder. Sabía que se estaba aproximando a un terreno resbaladizo, y decidió darse por vencido—. Pero la verdad es que no soy ningún experto en…
—Y talleres, presumiblemente —dijo el dios, sacando un libro de su bolsillo y un lápiz de detrás de una oreja—. ¿Le importa que tome notas?
—Ellos… esto… la hembra… —balbuceó Ponder.
—La hembra —repitió el dios, empezando a escribir.
—Bueno, ella… Una forma muy popular es… Ella… digamos que confecciona al nuevo ser vivo dentro… dentro de ella y…
El dios dejó de escribir.
—Ah, no. Eso no puede ser —dijo—. No se puede hacer un elefante dentro de un elefante.
—Es… una versión más pequeña…
—Ah, nuevamente me veo obligado a señalar el error de dicho razonamiento. Después de varios experimentos de esa clase, acabarías obteniendo un elefante del tamaño de un conejo.
—Después se va haciendo más grande y…
—¿De veras? ¿Cómo?
—Digamos que… que se construye a sí mismo… desde dentro…
—¿Y el otro? El que no es la hembra, quiero decir. ¿Qué papel juega en todo esto? ¿Qué le ocurre a su colega? ¿Se encuentra mal?
El prefecto mayor empezó a palmear la espalda del decano.
—No es nada, no es nada —graznó el decano—. Sólo es un… un acceso de tos… Suelo tenerlos.
El dios escribió diligentemente durante unos segundos, y después se detuvo y mordisqueó el lápiz con expresión pensativa.
—¿Y todo ese… ese sexo es llevado a cabo por trabajadores no especializados? —preguntó.
—Oh, sí.
—¿Sin ninguna clase de control de calidad?
—Eh… Pues no.
—¿Y cómo lo hace su especie? —preguntó el dios, lanzando una mirada interrogativa a Ponder.
—Mi especie… Eh… Nosotros… Eh… Ah… Uh… —tartamudeó Ponder.
—Nuestra especie nunca recurre a esa clase de métodos —dijo Ridcully—. Tendría que cuidarse esa tos, decano.
—¿De veras? —dijo el dios—. Qué interesante. Bueno, ¿y entonces qué hacen? ¿Se parten por la mitad? A las amebas les da muy buenos resultados, pero en cambio las jirafas parecen incapaces de llegar a dominarlo por mucho que lo intenten. Ah, y les aclaro que hablo basándome en experiencias personales.
—¿Qué? No, no. Nos concentramos en cosas más elevadas —dijo Ridcully—. Y además nos damos duchas frías, corremos un par de horas cada mañana… Ese tipo de cosas, ya sabe.
—¡Cielos! Creo que será mejor que tome nota de eso —dijo el dios—. ¿Y cómo opera exactamente el proceso? ¿Las hembras les acompañan? Esas cosas más elevadas… ¿De qué nivel de altura estamos hablando exactamente? Qué concepto tan interesante… Y supongo que el método requerirá orificios extra, ¿no?
—¿Perdón? —preguntó Ponder.
—Para conseguir que los seres vivos se produzcan a sí mismos, ¿eh? Creía que todo este asunto de las semillas era una moda pasajera, pero ahora… Sí, ya veo que ahorraría muchísimo trabajo. Habría que invertir cierto esfuerzo extra en la fase de diseño, desde luego, pero supongo que después todo iría por sí solo… —Las manos del dios se convirtieron en dos manchones borrosos mientras escribía a toda velocidad—. Hmmm, impulsos e imperativos, por supuesto —siguió diciendo—. Serán vitales, claro… ¿Y cómo funciona todo esto con los… digamos que con los árboles?
—Lo único que necesita es un pincel y al tío de Ponder —dijo el prefecto mayor.
—¡Señor! —exclamó Ponder.
El dios les lanzó una mirada de perplejidad inteligente, tal como habría hecho un hombre que acabara de oír contar un chiste en una lengua desconocida para él y no estuviera muy seguro de si la persona que lo contaba había llegado al punto en que debías echarte a reír. Después se encogió de hombros.
—Lo que no acabo de entender es qué razón podría tener cualquier ser vivo para dedicar su tiempo a todo este… —dijo a continuación, echando un vistazo a sus notas— este sexo, cuando podría estar pasándolo en grande con… Oh, cielos. Me temo que ahora sus congéneres están sufriendo un ataque de atragantamiento…
—¡Decano! —gritó Ridcully.
—No he podido evitar darme cuenta de que cuando se habla del sexo sus rostros enrojecen y tienden a desplazar nerviosamente el peso de sus cuerpos de un pie al otro —dijo el dios—. ¿Se trata de alguna clase de señal?
—Ejem…
—Bueno, si pudieran explicarme cómo funciona exactamente todo este asunto…
La incomodidad, enorme y rosada, llenó el aire. Si hubiera sido roca, se habrían podido tallar ciudades secretas de un rosa rojizo en ella.
Los labios de Ridcully formaron una sonrisa petrificada.
—Discúlpenos —dijo—. ¿Reunión del cuadro académico, caballeros?
Ponder vio cómo los magos formaban corro, y después consiguió oír unas cuantas frases por encima de los susurros.
—…y eso fue lo que dijo mi padre, pero naturalmente yo no me lo creí… nunca levantó su fea cabeza… decano, le ruego que se calle… pues sinceramente las duchas frías…
Ridcully se volvió hacia el dios y, una vez más, recurrió a la sonrisa petrificada.
—El sexo, ejem, es un tema del que, ejem, nunca hablamos… —dijo.
—… mucho —completó el decano.
—Oh, comprendo —dijo el dios—. Bueno, una demostración práctica resultaría más comprensible.
—Esto… Ah… Me temo que nuestros planes para hoy no incluyen ninguna…
—¡Yuuuuuuju, caballeros! Así que estaban aquí, ¿eh?
La señora Panadizo entró en la caverna. Los magos se callaron de repente, sus mentes súbitamente conscientes de que en aquellas circunstancias la presencia de la señora Panadizo equivalía a introducir un cable de alta tensión en el estanque de la vida.
—¡Oh, otro de ustedes! —exclamó alegremente el dios—. ¿O quizá pertenece a una especie distinta? —añadió después de observar a la recién llegada.
Ponder se sintió obligado a decir algo. La señora Panadizo le estaba lanzando una de sus miradas.
—La señora Panadizo es una… una dama —dijo.
—Ah, tomaré nota de ello —dijo el dios—. ¿Y qué hacen exactamente las damas?
—Pertenecen a… a la misma especie que… que nosotros —dijo Ponder con un hilo de voz—. Son el… eh… son el…
—El sexo más débil —dijo Ridcully, tratando de ayudarle.
—Lo siento, pero me temo que me he perdido —dijo el dios.
—Digamos que la señora Panadizo es una… una representante de… del estamento femenino —farfulló Ponder.
—Oh, qué práctico —dijo el dios sonriendo.
—Discúlpenme, pero ¿tendría alguno de ustedes la amabilidad de presentarme a este caballero? —terció la señora Panadizo, empleando el tono más seco y cortante que sus excelentes modales le permitían utilizar cuando estaba tratando con los magos.
—Oh, sí, por supuesto —dijo Ridcully—. Le ruego me disculpe. Dios, le presento a la señora Panadizo. Señora Panadizo, le presento a Dios. O… bueno, le presento a un dios. Al dios de esta isla, de hecho. Esto…
—Encantada —dijo ella. Su manual de etiqueta y normas de urbanidad dictaminaba que los dioses ocupaban una posición social de lo más aceptable (eso sí, siempre que se encontraran provistos de una cabeza razonablemente humana y llevaran ropa)—. ¿Debería arrodillarme? —preguntó a continuación.
—Mwaaa —gimoteó el prefecto mayor.
—No es preciso recurrir a ninguna clase de genuflexión —dijo el dios.
—Quiere decir que no —tradujo Ponder.
—Oh, como quiera —dijo la señora Panadizo, ofreciéndole una mano.
El dios la tomó y, cogiéndole el pulgar, lo movió adelante y atrás.
—Muy práctico —dijo después—. Oponible, según veo. Creo que debería tomar nota de esto. Y supongo que también utiliza los brazos, ¿no? ¿Siempre es bípeda? Oh, y veo que además puede enarcar las cejas. ¿Se trata de alguna clase de señal? También observo que su forma es distinta a la de los otros y que no tiene barba. Supongo que eso indica que es menos sabia, ¿verdad?
Ponder vio que la señora Panadizo entrecerraba los ojos, y tampoco le pasó por alto la repentina dilatación de sus fosas nasales.
—¿Hay alguna clase de problema, señores? —preguntó la señora Panadizo—. Seguí su rastro hasta que acabé llegando a esa embarcación tan mona, y después no había otro camino que seguir aparte de este, así que…
—¡Estábamos hablando del sexo! —exclamó el dios—. Es un tema apasionante, ¿verdad?
Los magos contuvieron el aliento. Lo que ocurriría a continuación iba a hacer que las sábanas del decano parecieran una fruslería sin importancia.
—El sexo no es un tema que me interese —dijo la señora Panadizo, articulando cada palabra con meticulosa cautela.
—Mwaaa —graznó el prefecto mayor.
—Ah, al parecer nadie quiere contarme de qué va el asunto —dijo el dios, visiblemente irritado.
Una chispa brotó de sus dedos y abrió un diminuto cráter en el suelo, lo que pareció dejarle tan impresionado como a los magos.
—Oh, cielos, ¿qué van a pensar de mí? ¡Lo siento mucho! —dijo—. Me temo que es algo así como una reacción natural cuando me… En fin, ya saben, cuando… estoy un poco enfadado.
Todos volvieron la mirada hacia el cráter. La roca burbujeaba suavemente junto a los pies de Ponder, quien no se atrevía a mover ni un músculo porque temía desmayarse si lo hacía.
—Así que sólo estaba un… poco enfadado, ¿eh? —murmuró Ridcully.
—Bueno, quizá estaba… furioso. Sí, supongo que sí —dijo el dios—. No puedo evitarlo, lo siento. Es un reflejo derivado de la divinidad. Me temo que como, bueno, como especie no… Oh, me parece que nunca sabemos cómo hay que reaccionar ante los desafíos. Lo lamento mucho, de veras. Lo siento, lo siento… —Se sonó, y después se sentó encima de un panda a medio terminar—. Oh, vaya. Ya volvemos a empezar… —Un relámpago en miniatura brotó de su pulgar y estalló en el aire—. Espero que no haya vuelto a tocarle a la ciudad de Quint. Lo digo porque supongo que todos estarán enterados de lo que ocurrió allí…
—Nunca había oído hablar de una ciudad llamada Quint —dijo Ponder.
—Oh, no me extraña —dijo el dios—. Ahí está el problema, ¿verdad? Como ciudad no era gran cosa, desde luego. Casi todos los edificios estaban hechos de barro. Aunque eso era antes, claro, porque con todo lo que llegó a caerles encima… Eh… Bueno, digamos que la cerámica sustituyó al barro como material de construcción básico. —Se volvió hacia ellos, casi pidiéndoles perdón con la mirada—. ¿Ustedes nunca han tenido uno de esos días en los que te enfadas por cualquier tontería? Mirando de reojo Ponder vio que los magos, en una rara exhibición de unanimidad y moviéndose con lentitud, habían iniciado un cauteloso avance hacia la puerta. Un rayo mucho más grande que el anterior abrió un agujero en el suelo junto a la entrada de la caverna.
—¡Oh, cielos! —exclamó el dios—. Qué vergüenza, qué vergüenza… Me temo que es algo totalmente subconsciente.
—Me estaba preguntando sí existe algún tipo de tratamiento para la incineración prematura.
—¡Decano! ¡Éste no es el momento!
—Lo lamento, archicanciller.
—Si por lo menos no hubieran rechazado mis vacas inflamables… —dijo el dios, echando chispas por la barba—. De acuerdo, admito que un día de mucho calor unido a una rara combinación de circunstancias podía hacer que entraran en combustión de manera espontánea y prendieran fuego a la aldea, pero… bueno, siempre he dicho que es de gente bien nacida el ser agradecida.
La señora Panadizo contemplaba al dios con una expresión entre impasible y gélida.
—¿Qué es lo que desea saber exactamente? —preguntó por fin.
—¿Uh? —dijo Ridcully.
—Bueno… que nadie se ofenda, pero no siento absolutamente ningún deseo de salir de aquí con los cabellos en llamas —dijo el ama de llaves. El dios alzó la mirada hacia ella.
—Todo este concepto del macho y la hembra parece altamente prometedor —dijo mientras sorbía aire por la nariz—. Pero nadie quiere entrar en detalles…
—Oh, eso —dijo la señora Panadizo. Lanzó una rápida mirada a los magos y después se inclinó y ayudó al dios a levantarse—. Si me disculpan un momento, caballeros…
Los magos les contemplaron con una perplejidad todavía más grande que la provocada por la exhibición de relampagueos. Estudios Indefinidos se llevó las manos al sombrero y se tapó los ojos con él.
—No me atrevo a mirar —dijo—. ¿Qué están haciendo? —preguntó a continuación.
—Eh… están hablando… —dijo Ponder.
—¿Hablando?
—Y ella… bueno, ella… agita las manos…
—¡Mwaaa! —dijo el prefecto mayor.
—Deprisa, que alguien le dé aire con un sombrero —dijo Ridcully—. Y ahora la señora Panadizo se está riendo, ¿verdad?
Tanto la mujer como el dios volvieron la mirada hacia los magos. Ella inclinó la cabeza como si les estuviera asegurando que cuanto acababa de decirle al dios era verdad, y después los dos rieron.
—Pues a mí eso me ha sonado a risita burlona —dijo severamente el decano.
—No estoy muy seguro de aprobar todo esto —dijo Ridcully—. Dioses y mujeres mortales, ya saben… De vez en cuando oyes unas historias.
—Dioses que se convierten en toros —dijo el decano.
—Y en cisnes —dijo Estudios Indefinidos.
—Lluvias de oro —dijo el decano.
—Sí —dijo Ridcully, y puso cara pensativa—. Aunque si quieren que les sea sincero, siempre he tenido mis dudas acerca de esa historia.
—¿Qué está describiendo ahora?
—Me parece que prefiero no saberlo.
—Oh, que alguien haga algo por el prefecto mayor de una maldita vez —dijo Ridcully—. ¡Aflójenle la ropa o algo por el estilo!
—¿Que hacen qué? —gritó el dios unos instantes después.
La señora Panadizo volvió la mirada hacia los magos y pareció bajar la voz.
—¿Alguien llegó a conocer al señor Panadizo? —preguntó el archicanciller.
—No —dijo el decano—. No que yo recuerde. Supongo que todos hemos dado por sentado que había pasado a mejor vida.
—¿Y alguien sabe de qué murió? —preguntó Ridcully—. Ah, silencio… Ya vuelven.
El dios les dirigió una alegre inclinación de la cabeza mientras iba hacia ellos.
—Bueno, todo aclarado —dijo frotándose las manos—. Ardo en deseos de ver qué tal funciona en la práctica. Aunque hubiera pasado cien años estrujándome el cerebro nunca habría… Bien, la verdad es que quién iba a pensar que… Quiero decir… —Contempló sus rostros paralizados por el estupor y soltó una risita—. Esa parte en la que él… y luego ella… Me asombra que alguien pueda dejar de reír el tiempo suficiente para… Aun así, ya veo cómo podría llegar a hacerse, y no cabe duda que abre la puerta a algunas posibilidades muy interesantes.
La señora Panadizo mantenía los ojos clavados en el techo. Algo en su postura y en los movimientos de sus siempre altamente expresivos senos parecía indicar que estaba haciendo grandes esfuerzos para contener la risa. El efecto general resultaba desconcertante, porque normalmente la señora Panadizo nunca reía.
—¿Ah? ¿Oh? —murmuró Ridcully mientras daba un paso hacia la puerta—. ¿De veras? Bien, pues bravo. Supongo que ya no nos necesita, ¿eh? Nuestro barco está a punto de zarpar y…
—Oh, claro. No quiero entretenerles más —dijo el dios, agitando una mano—. ¿Saben una cosa? Cuanto más pienso en ello, más convencido estoy de que este «sexo» resolverá prácticamente todos mis problemas.
—No todo el mundo puede decir eso —repuso solemnemente Ridcully—. ¿Viene…? Eh… ¿viene con nosotros, señora Panadizo?
—Por supuesto, archicanciller. —Eh… magnífico. Bravo. Ejem. Y usted, señor Stibbons, naturalmente…
El dios se había inclinado sobre un banco de trabajo y estaba hurgando en las cajas. El aire se llenó de luz, Ponder alzó la mirada hacía la ballena. Estaba viva… pero no en aquel momento. Después sus ojos recorrieron el elefante en vías de construcción y armazones de aspecto misteriosamente orgánico en los que iridiscencias azuladas envolvían formas todavía imposibles de identificar, aunque una de ellas sugería la mitad de una vaca.
Ponder se llevó la mano a la oreja y extrajo el escarabajo que estaba intentando explorarla. Si se iba, después siempre se preguntaría si…
—Creo que me gustaría quedarme —dijo.
—Bravo. Buen… eh… buen… —dijo el dios sin mirarle.
—Chico —lo ayudó Ponder.
—Buen chico —dijo el dios.
—¿Está seguro? —preguntó Ridcully.
—Me parece que nunca he disfrutado de unas vacaciones —dijo Ponder—. Me gustaría dedicar mi tiempo libre a la investigación, señor.
—¡Pero estamos perdidos en el pasado, Stibbons!
—Investigación básica, entonces —dijo Ponder con firmeza—. ¡Aquí hay mucho que aprender, señor!
—¿De veras?
—¡Lo único que ha de hacer es mirar alrededor, señor!
—Bien, si realmente ha tomado una decisión… Sí, supongo que está en su derecho —dijo el archicanciller—. Tendremos que retenerle la paga, naturalmente.
—Me parece que nunca me han pagado, señor
—dijo Ponder.
El decano hundió el codo en el flanco de Ridcully y le murmuró algo al oído.
—Y necesitamos saber cómo funciona el navío —añadió Ridcully.
—¿Qué? Oh, no deberían tener ningún problema —dijo el dios, alzando la mirada hacia ellos desde su banco de trabajo—. El navío se limitará a encontrar un lugar cuya firma biogeográfica no coincida con la de esta isla, ¿comprenden? Todo es automático. Después de todo, ¿quién quiere volver al sitio del que ha partido? —Agitó una pata de escarabajo delante de su cara—. Muy cerca de aquí hay un nuevo continente. El navío probablemente detectará la presencia de una masa de tierra muy grande y pondrá rumbo hacia ella.
—¿Nuevo? —preguntó Ridcully.
—Oh, sí. Ese tipo de cosas nunca me han interesado demasiado, pero de noche puedes oír los ruidos de los trabajos de construcción. Es muy molesto, créanme.
—¿Está seguro de que quiere quedarse, Stibbons? —preguntó el decano.
—Eh… sí…
—¡No me cabe duda de que el señor Stibbons sabrá hacer honor a las nobles tradiciones de la Universidad Invisible! —exclamó Ridcully.
Ponder, que sabía en qué consistían exactamente las tradiciones de la Universidad Invisible, se limitó a asentir con una leve inclinación de la cabeza. El corazón le latía muy deprisa. Nunca se había sentido tan emocionado, ni siquiera cuando logró programar a Maleficio por primera vez.
Por fin había encontrado su verdadero lugar en el mundo. El futuro le llamaba.
Cuando los magos empezaron a bajar por la montaña ya estaba amaneciendo.
—No era un mal dios, ¿verdad? —dijo el prefecto mayor—. Para lo que suelen ser los dioses, quiero decir…
—Ese café que nos preparó estaba muy bueno —observó Estudios Indefinidos.
—Y en cuanto le explicamos lo que era el café, hizo crecer ese arbusto en un abrir y cerrar de ojos —acotó Runas Recientes.
Siguieron bajando por la montaña. La señora Panadizo se había adelantado y canturreaba en voz baja. Los magos se aseguraron de mantener una respetuosa distancia entre sus personas y el ama de llaves. Eran conscientes de que la señora Panadizo acababa de anotarse alguna clase de oscura victoria.
—Y lo de que el joven Ponder haya querido quedarse… No lo entiendo, francamente —dijo el prefecto mayor.
—El dios pareció alegrarse mucho de que se quedara —comentó Runas Recientes—. Dijo que diseñar el sexo le obligaría a rediseñar prácticamente todo lo demás.
—¡Cuando era pequeño yo hacía serpientes con barro! —proclamó alegremente el tesorero.
—Bravo, tesorero.
—La parte más difícil era hacerles los pies.
—Aun así, no puedo evitar pensar que… que quizá hayamos alterado el pasado, archicanciller —dijo el prefecto mayor.
—No veo cómo —dijo Ridcully—. Después de todo, el pasado ocurrió antes de que llegáramos aquí.
—Sí, pero ahora estamos aquí y lo hemos alterado.
—Entonces lo alteramos antes.
A todos les pareció que eso resumía con bastante claridad la situación. El viaje temporal tiende a provocar confusiones ridículas en el manejo de los tiempos verbales, pero un ego lo bastante grande casi siempre acaba encontrando alguna salida.
—Impresiona pensar que un hombre de la Universidad Invisible ayudará a crear un nuevo enfoque del diseño de formas de vida —dijo Estudios Indefinidos.
—Sí, desde luego —dijo el decano—. ¿Quién ha dicho que la educación es perjudicial, eh?
—Ni idea —respondió Ridcully—. ¿Quién lo ha dicho?
—Bueno, si alguien lo dijera, podríamos presentarle a Ponder Stibbons y le diríamos: mírele bien, porque se mató a estudiar y tomó nota de todo lo que decían sus profesores y ahora ahí le tiene, sentado a la diestra de un dios.
—El dios quizá prefiera tenerlo sentado a su izquierda, y en ese caso… —repuso Runas Recientes, pero el decano se le adelantó.
—Creo que es algo relacionado con la tradición, Runas —dijo—. Ponder estará sentado a su diestra, y sospecho que eso lo convierte en un ángel. Técnicamente hablando, quiero decir…
—Ah. Entonces Ponder podrá hacer milagros, ¿verdad?
—No estoy seguro. Cuando nos fuimos estaban hablando de rediseñar los traseros de los babuinos para hacerlos más atractivos.
Los magos reflexionaron en silencio.
—No sé qué pensarán ustedes, pero para mí eso sería un auténtico milagro —acabó diciendo Ridcully.
—Aun así, reconozco que prefiero dedicar mis horas libres a otras ocupaciones —dijo el prefecto mayor con aire pensativo.
—Según el dios, todo se reduce a conseguir que los seres vivos quieran efectuar el… practicar el… dedicarse al… En fin, que todo se reduce a convencerlos de que deben producir una nueva generación cuando podrían estar dedicando su tiempo a una actividad más… beneficiosa. Al parecer, muchos animales tendrán que ser reconstruidos de arriba abajo.
—O por lo menos desde abajo hasta la parte central. Jajaja.
—Gracias por su contribución, decano.
—¿Y cómo se desarrolla exactamente el proceso? —preguntó el prefecto mayor—. ¿Una hembra de babuino se encuentra con un babuino y se dice: «¡Oh, qué trasero tan pintoresco y llamativo! Y todos esos colores… Iniciemos inmediatamente las actividades nupciales»?
—Debo confesar que yo también he dedicado muchas horas a reflexionar sobre esos temas —murmuró Runas Recientes—. Piensen en las ranas, por ejemplo. Bueno, si yo fuera una señora rana y estuviera buscando esposo, lo que realmente me interesaría saber de él sería cosas como, eh, el tamaño de sus patas, su competencia a la hora de atrapar moscas…
—La longitud de su lengua —dijo Ridcully—. Decano, ¿quiere hacer el favor de tomarse algo para esa tos?
—Cierto, cierto —dijo Runas Recientes—. Y además debería tener una buena charca. Francamente, no basaría mí elección en si era capaz de hinchar la garganta hasta que adquiriese las dimensiones de su estómago antes de empezar a gritar «conejo, conejo».
—Creo que lo que dicen es «cronej, cronej», Runas.
—¿Está seguro?
—Sí, creo que sí.
—¿Y entonces qué bichos son los que dicen «conejo, conejo»?
—Los conejos, creo.
—Oh, claro. Constantemente, creo recordar.
—Siempre he pensado que el sexo es una forma muy poco elegante de asegurar la continuidad de la especie —dijo Estudios Indefinidos cuando estaban llegando a la playa—. Estoy seguro de que podría haber algo mejor. Si quieren saber mi opinión, es muy… anticuado. Y toda esa agitación, todo ese terrible gasto de energías… No, no.
—Bueno, básicamente estoy de acuerdo con usted, pero ¿qué sugiere que utilicemos en vez del sexo? —preguntó Ridcully.
—El bridge —contestó Estudios Indefinidos.
—¿De veras? ¿El bridge?
—¿Se refiere a ese juego en el que se reparten cartas? —preguntó el decano.
—No veo por qué no. Puede llegar a ser muy emocionante, fomenta las relaciones sociales y no requiere ningún equipo especial.
—Pero hacen falta cuatro personas —observó Ridcully.
—Ah, sí. No había pensado en eso. Sí, supongo que quizá habría problemas. Bien, en ese caso… ¿Qué me dicen del croquet? Sólo se necesitan dos personas para jugar. De hecho, he disfrutado de muchas partiditas encantadoras en las que yo era el único jugador.
Ridcully permitió que un poco más de espacio se interpusiera entre su cuerpo y el de Estudios Indefinidos.
—Sigo sin ver cómo podría utilizarse con vistas a la procreación —dijo—. ¿Con fines recreativos? Sí, por supuesto. Pero la procreación… No, para eso no. Quiero decir que… bueno, ¿cómo funcionaría exactamente?
—El dios es él, ¿no? —resopló Estudios Indefinidos—. Se supone que es él quien tiene que ocuparse de los detalles, ¿verdad?
—Ya, pero… pensemos en las mujeres. ¿Realmente creen que una mujer decide pasar toda su vida al lado de un hombre meramente porque dicho hombre es capaz de levantar un mazo enorme que pesa un montón de kilos? —preguntó el decano.
—Bueno, pensándolo bien supongo que eso no es más ridículo que… —empezó Ridcully, pero se interrumpió de repente—. Creo que deberíamos cambiar de tema —se apresuró a añadir unos momentos después.
—La semana pasada estuve jugando al croquet con él —le siseó el decano a Ridcully mientras Estudios Indefinidos se alejaba—. ¡Y ahora no podré volver a dormir hasta que no me haya dado un buen baño!
—Cuando volvamos le confiscaremos todos los mazos de croquet y los guardaremos bajo llave —murmuró Ridcully.
—¿Sabía que su habitación está llena de libros sobre croquet? ¡Y algunos tienen ilustraciones en color!
—¿De qué?
—De jugadas famosas —respondió el decano—. Sí, creo que deberíamos confiscarle el mazo.
—Buena idea, decano —dijo Ridcully—. Estaba a punto de sugerirlo, créame.
Érase una vez un mago moderadamente contento que acampó junto a una charca seca bajo la sombra de un árbol. Después el mago soltó un juramento tras otro mientras luchaba con una lata de cerveza y, entre juramento y juramento, se preguntaba qué clase de idiota era capaz de meter cerveza dentro de una lata.
Cuando por fin consiguió abrir un agujero en la lata golpeándola con el canto de una piedra, la cerveza brotó de ella bajo la forma de espuma ultrarrápida, pero el mago consiguió beber la mayor parte de ella.
Pero aparte de la cerveza, todo parecía ir mejor. Rincewind había inspeccionado los árboles en busca de osos caedores sin encontrar ni rastro de ellos y, lo mejor, Scrappy también parecía haberse esfumado.
Rincewind consiguió agujerear otra lata, esta vez más cautelosamente, y sorbió su contenido con expresión pensativa.
¡Menudo país! Nada era exactamente lo que parecía ser, e incluso los gorriones hablaban, y nunca llovía. Y toda el agua se escondía en las profundidades, así que tenían que extraerla bombeándola mediante molinos.
Rincewind había pasado por delante de otro cuando estaba saliendo de los desfiladeros. Aquél todavía lograba producir un hilillo de agua, pero de repente el hilillo se convirtió en un goteo ocasional delante de sus ojos.
¡Maldición! Habría debido recoger un poco de agua para llevársela consigo mientras estaba allí.
Rincewind inspeccionó la comida del saco. Había una barra de pan del tamaño y el peso de una bala de cañón, y unas cuantas verduras. Pero por lo menos eran verduras reconocibles. Hasta había una patata. Cogió la patata y la sostuvo ante el crepúsculo. Rincewind había comido en muchos países del Disco, y a veces incluso había podido ingerir un refrigerio completo sin tener que salir huyendo. Pero a esas comidas siempre les faltaba algo. Oh, los seres humanos eran capaces de hacer auténticas maravillas con las especias, las aceitunas, los ñames, el arroz y todas esas cosas, pero lo que Rincewind había acabado anhelando era la humilde patata.
Hubo un tiempo en el que habría podido disfrutar de un plato lleno de patatas, troceadas o en forma de puré, con sólo pedirlo. Lo único que tenía que hacer era ir a las cocinas y pedir que se las sirvieran. En la Universidad Invisible la comida siempre estaba disponible con sólo pedirla. Por muy horrible que pudiera parecerte aquel sitio en otros aspectos, había que admitir —aunque tal vez lo admitieras con la boca llena— que en lo tocante a la comida era irreprochable. Y, por muy ridículo que pudiera parecería ahora, Rincewind casi nunca había hecho algo tan sencillo. La fuente de las patatas pasaba ante él durante las comidas y Rincewind se servía una cucharada, ¡pero a veces no lo hacía! Había permitido que la fuente pasara de largo. En vez de servirse patatas se servía arroz. ¡Arroz! A su manera el arroz era muy nutritivo, pero básicamente sólo se cultivaba en aquellos lugares donde las patatas habrían acabado flotando en la superficie.
A veces Rincewind se acordaba de aquellos tiempos, normalmente cuando estaba dormido, y entonces despertaba gritando: «¡Que alguien me pase la fuente de las patatas, por favor!»
Y a veces se acordaba de la mantequilla. Esos eran los días malos.
Colocó reverencialmente la patata en el suelo y esparció el resto del contenido del saco junto a ella. Había una cebolla y unas zanahorias. Una lata de… té, a juzgar por el olor, y un paquetito de sal.
Una inspiración repentina estalló en su mente, sacudiéndola con toda la potencia y brillantez que adquieren las ideas cuando han viajado a través de la cerveza.
¡Sopa! ¡Nutritiva y simple! ¡Lo único que tenías que hacer era hervirlo todo! Y, sí, podía usar una de las latas de cerveza vacías, encender una hoguera y trinchar las verduras, y esa mancha de humedad de ahí al lado sugería que había agua…
Rincewind fue con paso tambaleante hacia ella para echar un vistazo. Una depresión circular en el suelo daba la impresión de que quizá hubiera podido ser alguna clase de estanque en tiempos lejanos, y también había el grupito habitual de árboles ligeramente más sanos que encontrabas en aquellos lugares, pero no había ni rastro de agua y Rincewind estaba demasiado cansado para cavar.
Entonces otro destello de inspiración le golpeó con la velocidad de la cerveza. ¡Cerveza! Pero si en realidad la cerveza sólo era agua con unas cuantas cosas añadidas, ¿verdad? Y la mayor parte de lo que contenía era levadura, indudablemente un alimento. De hecho, cuando pensabas en ello, la cerveza no era más que una especie de pan líquido. Así pues, ¿por qué no utilizar un poco de cerveza para la sopa? ¡Sopa de cerveza! Unas cuantas neuronas expusieron sus dudas, pero sus compañeras las agarraron por el cuello y les recordaron con voz amenazadora que la gente siempre estaba cocinando pollo al vino, ¿o no?
Rincewind necesitó algún tiempo para abrir una lata de cerveza, pero luego pudo deleitarse con la contemplación de la lata colocada sobre las llamas y las verduras trinchadas que flotaban en la espuma. En ese momento se sintió asaltado por algunas dudas más, pero éstas fueron apartadas a codazos, especialmente después de que el olor que empezaba a emanar de la lata le hiciera la boca agua y Rincewind hubiese abierto otra lata para usarla a modo de aperitivo.
Pasados unos minutos, removió las verduras con una ramita. Todavía estaban bastante duras, y eso a pesar de que la mayor parte de la cerveza parecía haberse evaporado. ¿Había algo más que no hubiera hecho?
¡Sal! ¡Sí, por supuesto! La sal, una sustancia maravillosa. Rincewind había leído en algún sitio que sí pasabas un par de semanas sin ingerir sal acababas tarumba. Probablemente por eso se sentía tan raro. Abrió el paquetito de sal y echó un pellizco dentro de la lata.
La sal era una hierba medicinal, ¿no? E iba muy bien para las heridas, ¿verdad? Y en los tiempos antiguos, a los soldados se les pagaba con sal. ¿No procedía de ahí la palabra salario? Bueno, pues entonces la sal tenía que ser maravillosa. Te pasabas la semana haciendo marchas forzadas y construyendo tu camino mientras avanzabas, luego te enfrentabas a los salvajes pintados de azul de la feroz tribu de los insoportables y después, también a marchas forzadas, volvías a casa, y el viernes el centurión aparecía cargado con un gran saco y decía «¡Bien hecho, muchachos! ¡Aquí tenéis un poco de sal!».
Era asombroso lo bien que estaba funcionando su mente.
Rincewind echó otro vistazo al paquetito de sal, se encogió de hombros y lo vació dentro de la lata. Cuando pensabas en ella partiendo de esa perspectiva, comprendías que la sal tenía que ser un alimento fantástico. Y él llevaba semanas sin ingerir sal, así que probablemente ésa era la razón por la que sus ojos estaban haciendo cosas raras y ya no notaba las piernas.
Y, ya puestos, Rincewind decidió echar el resto de la cerveza.
Se acostó con la cabeza apoyada en una roca. No meterse en líos y mantenerse alejado de los problemas, eso era lo importante. Esas estrellas de ahí arriba, por ejemplo, no tenían que hacer nada aparte de brillar y estarse quietecitas. ¡Qué suerte tenían las muy desgraciadas! A ellas nadie les había dicho nunca lo que debían hacer.
Rincewind despertó temblando. Algo horrible se le había metido en la boca, y descubrir que era su lengua no supuso un gran alivio. Hacía mucho frío, y el horizonte sugería que faltaba poco para que amaneciese.
Y también había un ruido, una especie de succión entre desesperada y patética.
Unas cuantas ovejas habían invadido su campamento durante la noche. Una de ellas estaba tratando de sorber de una lata de cerveza vacía. La oveja cesó en sus intentos apenas vio que Rincewind había despertado y retrocedió un poco mientras le dirigía esa clase tan peculiar de mirada penetrante a la que recurren los animales domesticados cuando están intentando recordar a sus domesticadores que habían hecho un trato.
Rincewind descubrió que le dolía la cabeza.
Tenía que haber agua en algún sitio. Se incorporó y contempló el horizonte. Había molinos, ¿no? Se acordó de los molinos del día anterior. Bueno, dijeran lo que dijeran, tenía que haber un poco de agua por la zona. Dioses, qué sed tenía…
Sus ojos legañosos se posaron sobre el magnífico experimento culinario de la noche anterior. Sopa de verduras a la levadura, qué idea tan maravillosa. La clase de idea que te parece increíblemente genial a la una de la madrugada después de haber bebido demasiado.
Con un estremecimiento, se acordó de algunas de las grandes inspiraciones que había tenido en ocasiones similares. Tallarines con mostaza, ésa había sido de las mejores. La fritura de guisantes fue otro triunfo. Y también estaba la vez en que comerse un poco de harina y levadura y beber un poco de agua caliente a continuación le pareció una idea genial, porque se le había acabado el pan y, después de todo, eso era lo que veía el estómago, ¿no? El gran problema de cocinar a altas horas de la madrugada es que mientras estabas cocinando todo parecía tener sentido. Siempre había alguna lógica oculta detrás del plato, pero nunca la clase de lógica que utilizarías al mediodía.
Aun así, tenía que comer algo y la sustancia marrón oscuro de aspecto pegajoso que ocupaba la mitad de la lata era el único alimento disponible en los alrededores que no tenía un mínimo de seis patas. A Rincewind ni siquiera se le ocurrió comer cordero. ¿Quién habría podido hacerlo cuando el cordero te estaba lanzando unas miradas tan patéticas?
Introdujo una ramita en la lata. La sustancia pareció aferrarse a la madera, pegándose a ella igual que la cola.
—¡Suelta!
Una especie de goterón acabó desprendiéndose de la sustancia. Rincewind lo probó con cautela. Si mezclabas cerveza y verduras, siempre cabía la posibilidad de que acabaras obteniendo…
No, lo que obtenías era una especie de pasta marrón que sabía a cerveza salada.
Aunque había algo extraño. El sabor inicial era más bien horrible, pero aun así Rincewind descubrió que encerraba otro sabor secundario.
Oh, dioses. Ahora sí estaba realmente sediento.
Cogió la lata y echó a andar hacia los árboles con paso tambaleante. Los árboles eran el sitio donde encontrabas agua: te acercabas a ellos y empezabas a cavar.
Invirtió media hora en aplastar una lata de cerveza vacía y usarla para cavar un agujero cuyo borde le llegaba a la cintura. Sus pies ya habían empezado a detectar cierta humedad.
Media hora más le dejó con el borde del agujero a la altura de los hombros y los tobillos mojados.
Aunque al principio tardaras un poco en darte cuenta, había que admitir que aquella especie de papilla marrón no estaba nada mal. Era el equivalente semilíquido del pan de los enanos. Tu mente no conseguía creer que acabaras de ingerir lo que tu boca te decía que le habías metido dentro, así que ibas y repetías. Probablemente estaba lleno de minerales y vitaminas muy nutritivas. Después de todo, la mayoría de cosas que sabían a rayos solían estarlo.
Cuando levantó la cabeza vio que estaba rodeado de ovejas que lo observaban con miradas anhelantes, a él y a las profundidades húmedas.
—No me miréis así porque no sacaréis nada con ello, ovejas —dijo Rincewind.
Las ovejas siguieron mirándole.
—Yo no tengo la culpa, y me da igual lo que pueda decir cualquier canguro —masculló—. Acabo de llegar. No soy responsable del clima, por el amor del cielo.
Las ovejas seguían mirándole. Rincewind se dio por vencido, porque prácticamente cualquier ser humano acabará dándose por vencido antes que una oveja. La razón no es tanto que la oveja sea invencible, sino que es absolutamente incapaz de llevar a cabo la complicada operación mental necesaria para admitir la derrota y darse por vencida.
—Oh, qué demonios… Quizá podría fabricar alguna especie de cubo con un sistema de poleas —dijo Rincewind—. Después de todo, hoy no tengo ninguna cita urgente.
Seguía cavando, con la esperanza de llegar lo suficientemente abajo antes de que el agua se agotara, cuando oyó silbar a alguien.
Alzó la cabeza para echar un vistazo por entre las patas de las ovejas. Un hombre que silbaba entre dientes se estaba arrastrando a través de la charca reseca. El recién llegado no había visto a Rincewind por la sencilla razón de que sus ojos no se apartaban de las ovejas. El hombre dejó caer al suelo la mochila que arrastraba, extrajo un saco, reptó hacía una oveja un poco apartada de las demás y saltó sobre ella. La oveja apenas si tuvo tiempo de balar.
—Esa oveja probablemente pertenece a alguien, ¿sabes? —dijo una voz mientras el hombre la estaba metiendo en el saco.
El hombre se apresuró a alzar la mirada. La voz procedía de un grupo de ovejas.
—Si te dedicas a robar ovejas, puedes acabar teniendo problemas muy serios. Estoy seguro de que tarde o temprano lo lamentarás. Esa oveja probablemente es muy importante para alguien. Oh, vamos, deja que se vaya…
El hombre miró desesperadamente alrededor.
—Quiero decir que… bueno, piensa en ello —prosiguió la voz—. Tienes un país precioso al que no le falta de nada, porque puestos a tener tiene hasta loros, y ahora lo echarás todo a perder robando la oveja de unas personas que han luchado, sufrido y trabajado para verla crecer. Apuesto a que no quieres que te recuerden como a un ladrón de ovejas…
El hombre dejó caer el saco y huyó por piernas.
—Eh, tampoco había necesidad de salir corriendo de esa manera. ¡Sólo estaba intentando apelar a tu parte buena! —dijo Rincewind, saliendo del agujero y haciéndose bocina con las manos—. ¡Y te has dejado olvidado el equipo de acampada! —le gritó al polvo que se perdía en la lejanía.
El saco baló.
Rincewind lo cogió, pero un ruido detrás de él hizo que se volviera. Otro hombre le estaba observando desde la grupa de un caballo. El hombre parecía decidido a taladrarle con la mirada.
Detrás de él había tres hombres que llevaban cascos y zamarras idénticas y cuyos tres rostros lucían esa clase de expresión sombría que lleva escrito «vigilante» encima. Y cada hombre le estaba apuntando con una ballesta.
La sensación de horror insondable asociada a la repentina comprensión de que había vuelto a meter las narices en algo que no le concernía y de lo que luego le resultaría muy difícil salir fue creciendo en Rincewind.
Intentó sonreír.
—¡Buenos días! —dijo—. Calma y tranquilidad, ¿eh? ¡Debo decir que nunca me había alegrado tanto de ver a una pandilla de drongos!
Ponder Stibbons carraspeó.
—¿Por dónde quiere que empiece? —preguntó—. Probablemente podría terminar el elefante…
—¿Qué tal se le dan las viscosidades?
Ponder nunca había sospechado que su futuro pudiera estar en el diseño de viscosidades, pero todo el mundo tenía que empezar por algo.
—Estupendamente —dijo.
—Lo único que hacen es partirse por la mitad, claro —dijo el dios mientras avanzaban entre hileras de cubos luminosos llenos de vida y los escarabajos zumbaban sobre sus cabezas—. Nunca le he visto demasiado futuro. Con las formas de vida inferiores ese método siempre funciona a las mil maravillas, pero los seres más complejos tienden a encontrarlo un poco embarazoso. Y en el caso de los caballos resulta letal, por supuesto… No, el sexo va a ser muy útil, Ponder. Hará que todo progrese por sí solo, y gracias a eso dispondremos de tiempo para trabajar en el gran proyecto.
Ponder suspiró. Ah, sí, sabía que tenía que haber un gran proyecto. Un dios nunca habría organizado semejante lío sólo para mejorar la vida de las vacas inflamables, ¿verdad?
—Quizá podría echarle una mano con ese proyecto —sugirió—. Mi pequeña contribución podría resultarle de utilidad.
—¿De veras? Vaya, había pensado que quizá se sentiría más a gusto ocupándose de los animales y los pájaros… —El dios agitó las manos—. Después de todo ya los conoce un poco, ¿no? Tengo entendido que los hogares de su especie siempre están repletos de animales y pájaros, ¿verdad?
—Bueno… sí, más o menos. Pero los animales y los pájaros son un poquito limitados, ¿no?
Una ancha sonrisa iluminó el rostro del dios. No hay nada comparable a la proximidad de un dios contento. Es como darle un baño caliente al cerebro.
—¡Exactamente! —exclamó—. ¡Limitados! ¡Sí, es la palabra justa! Cada uno está atrapado en un desierto, jungla o montaña, confiando en un par de alimentos y a merced de todos los caprichos del universo… y al final el más insignificante cambio climático acaba provocando su extinción. ¡Qué desperdicio tan terrible!
—¡Desde luego! —dijo Ponder—. Lo que usted necesita es una criatura adaptable y llena de recursos, ¿verdad?
—¡Muy bien dicho, Ponder! ¡Veo que el destino le ha traído hasta aquí justo en el momento adecuado!
Dos puertas enormes se abrieron delante de ellos, revelando una sala circular con una pequeña pirámide de peldaños en el centro. Al final de la escalera había otra neblina azulada dentro de la que destellaban relampagueos ocasionales.
El futuro se desplegó ante Ponder Stibbons. La nueva luz que acababa de aparecer en sus ojos era tan intensa que los cristales de sus gafas se empañaron, y su mirada probablemente habría podido agujerear una hoja de papel. Oh, pues claro que sí. ¡Aquello era el sueño de todo filósofo de la naturaleza! Ponder tenía las teorías, y por fin podría empezar con la práctica.
Y esta vez todo se haría correctamente. ¿Por qué tanto miedo a alterar el futuro? El futuro estaba ahí precisamente para ser alterado y manipulado, ¿no? Oh, Ponder había estado en contra de ello, desde luego, pero eso había sido cuando… ¡Bueno, cuando era otra persona la que estaba acariciando la idea de alterar el futuro! Pero ahora Ponder disponía de un dios que parecía más que dispuesto a seguir sus consejos, y quizá se podría aplicar cierta dosis de inteligencia a la labor de crear inteligencia.
Para empezar, debería ser posible obtener un cerebro humano que dejase de relacionar las barbas largas con la inteligencia y que, en lo sucesivo, la asociara con los jovencitos flacuchos que necesitaban gafas para trabajar.
—¿Y… ya lo ha terminado? —preguntó Ponder mientras empezaban a subir por la escalera.
—En líneas generales, sí. Es mi mayor logro. Francamente, en comparación el elefante parece una auténtica fruslería. Pero sí se considera a la altura del desafío, todavía quedan muchos pequeños detalles pendientes. —Sería un honor —dijo Ponder. Se detuvo delante de la neblina azulada. A juzgar por las chispas, algo muy importante estaba ocurriendo dentro de ella.
—¿Les da alguna clase de instrucciones antes de dejarlas en libertad? —preguntó con voz entrecortada.
—Me limito a darles unas cuantas instrucciones básicas —dijo el dios. Agitó una mano arrugada, y la bola resplandeciente empezó a contraerse—. Una vez libres, aprenden a arreglárselas por su cuenta.
—Claro, claro —dijo Ponder—. Y si no hacen lo correcto, supongo que siempre podemos devolverlas al buen camino con unos cuantos mandamientos.
—Oh, la verdad es que no hace falta recurrir a los mandamientos —dijo el dios mientras la bola azul se desvanecía y revelaba el pináculo de la creación—. He descubierto que unas instrucciones sencillas son más que suficientes: «Busca los sitios oscuros» y ese tipo de cosas, ya sabe. ¡Ahí está! Perfecta, ¿verdad? ¡Menuda obra de arte! El sol se consumirá a sí mismo y los mares se secarán, pero nuestra amiguita seguirá allí, puede estar seguro… ¿Ponder? Ponder, ¿me oye?
El decano se humedeció un dedo y lo alzó delante de su rostro.
—Viento de maderamen central levemente estriborciado —anunció después.
—Eso es bueno, ¿verdad? —preguntó el prefecto mayor.
—Podría serlo, podría serlo. Esperemos que pueda llevarnos a ese continente del que habló el dios. Las islas han empezado a ponerme un poquito nervioso.
Ridcully acabó de cortar el tallo del navío y lo tiró por la borda.
Las flores con forma de trompeta parecieron temblar bajo el viento en lo alto del cilindro verde del mástil. La vela-hoja, crujiendo parsimoniosamente, adoptó una nueva posición.
—Si no fuera porque acabamos de conocer a la persona responsable, diría que esto es un auténtico milagro de la naturaleza —murmuró el decano—. En cuanto conoces el truco ya no te impresiona tanto, ¿verdad?
Los magos no eran muy aventureros, pero sabían que hacer acopio de las provisiones adecuadas constituye una parte vital de todas las grandes proezas, y ésa era la razón por la que la línea de flotación del navío había experimentado un perceptible descenso.
El decano seleccionó un puro natural, le cortó la punta y torció el gesto.
—Los he visto mejores —dijo—. Está bastante verde.
—La vida es dura, decano —repuso Ridcully—. ¿Qué hace, prefecto mayor?
—Estaba preparando una bandeja para la señora Panadizo. Nada del otro mundo, sólo unos aperitivos selectos…
Los magos volvieron la mirada hacia el tosco toldo improvisado que habían erigido junto a la proa. La señora Panadizo no había solicitado formalmente que se le construyera dicho refugio, por supuesto. Se limitó a observar lo mucho que calentaba el sol, como podría haber hecho cualquier persona que se encontrara en su lugar, y de repente todos los magos estaban tropezando unos con otros mientras se disputaban tareas como cortar ramas y entretejer hojas de palmera. Ningún otro parasol de la historia había requerido semejante esfuerzo intelectual, lo que quizá explicara su precariedad y la forma en que se bamboleaba.
—Creía que era mi turno de hacer eso —dijo el decano con voz gélida.
—No, decano, ¿ya no se acuerda de que usted le llevó el zumo de frutas? —replicó el prefecto mayor mientras cortaba una nuez de queso en elegantes fragmentos.
—¡Pero eso sólo era una copita! —protestó el decano—. Usted está preparando toda una bandeja. ¡Pero si incluso ha puesto un centro floral en la cáscara del coco!
—A la señora Panadizo le encanta ese tipo de cosas —repuso el prefecto mayor sin inmutarse—. Pero ha dicho que todavía tenía un poco de calor, así que supongo que siempre podría abanicarla con una hoja de palmera mientras yo le pelo estas uvas.
—Una vez más me veo en la obligación de señalar la injusticia elemental que se oculta en su propuesta —dijo el decano—. Agitar una hoja es una actividad mucho más humilde y servil que el pelar uvas, prefecto mayor, especialmente cuando da la casualidad de que soy su superior jerárquico.
—¿De veras, decano? ¿Y cómo ha llegado a dicha conclusión?
—No es una mera opinión personal, caballero. ¡Es algo que forma parte de la mismísima estructura académica!
—¿A qué institución académica se refiere exactamente?
—¿Es que se ha vuelto imbécil? ¡A la Universidad Invisible, por supuesto!
—¿Y dónde queda ese sitio exactamente? —preguntó el prefecto mayor mientras ordenaba unos nenúfares para obtener un dibujo lo más bonito posible.
—Por todos los dioses, hombre… Queda… queda por… —balbuceó el decano mientras agitaba una mano delante del horizonte e iba bajando la voz a medida que su mente empezaba a asimilar ciertas realidades del espaciotiempo.
—Me parece que va a estar ocupado haciendo cálculos, así que no le molestaré más —dijo el prefecto mayor, poniéndose de rodillas y levantando la bandeja.
—¡Le echaré una mano! —dijo el decano, apresurándose a incorporarse.
—Oh, le aseguro que no pesa nada… —¡No, no! ¡No puedo permitir que se encargue de todo usted solo!
Sosteniendo la bandeja a dos manos mientras intentaban apartar al otro mago con la mano que les quedaba libre, el decano y el prefecto mayor atravesaron la cubierta con paso tambaleante, dejando tras de sí un rastro de pétalos y gotitas de leche de coco.
Ridcully les miró y suspiró. Debe de ser el calor, pensó. Se volvió hacia Estudios Indefinidos, que estaba intentando atar un tronquito a un palo con un trozo de liana.
—Estaba pensando que todo el mundo ha enloquecido un poco salvo usted y yo —dijo—. Eh… ¿qué está haciendo exactamente?
—Me estaba preguntando si a la señora Panadizo le apetecería jugar un partido de croquet —repuso Estudios Indefinidos, subiendo y bajando las cejas en un movimiento de conspirador.
El archicanciller volvió a suspirar y decidió dar un paseo por el navío. El bibliotecario había vuelto a convertirse en una silla de cubierta, que después de todo parecía una forma bastante adecuada para la vida a bordo, y el tesorero se había quedado dormido encima de él.
La gran hoja se movió ligeramente. Ridcully no pudo evitar tener la sensación de que las trompetas verdes del mástil estaban husmeando el aire. Los magos ya se habían alejado un poco de la orilla, pero aun así el archicanciller vio la columna de polvo que se aproximaba por el sendero. La columna se detuvo en la playa y se convirtió en un punto que se lanzó al agua.
—¡Ah, del mar! —gritó Ridcully.
La figura respondió agitando una mano en la lejanía y después siguió nadando.
Ridcully llenó su pipa y contempló con interés cómo Ponder Stibbons lograba alcanzar al navío.
—Nada usted muy bien —comentó.
—¿Permiso para subir a bordo, señor? —preguntó Ponder mientras movía brazos y piernas para mantenerse a flote—. ¿Podrían lanzarme una enredadera?
—Oh, por supuesto.
El archicanciller siguió dando caladas a su pipa mientras el joven mago subía a bordo.
—Quizá haya establecido un récord de tiempo en esa distancia, señor Stibbons.
—Gracias, señor —dijo Ponder, goteando agua sobre la cubierta.
—Y permítame que le felicite por ir tan correctamente vestido. Lleva su sombrero puntiagudo, lo cual es el sine qua non de un mago en público. —Gracias, señor.
—Es un buen sombrero, por cierto.
—Gracias, señor.
—Dicen que un mago sin su sombrero es un mago desnudo, señor Stibbons.
—Eso he oído decir, señor.
—Aunque en su caso, debo observar que lleva su sombrero pero que, en un sentido estricto, por lo demás sigue desnudo.
—Pensé que el peso de la túnica me impediría alcanzarles, señor.
—Y por mucho que me alegre de verle, Stibbons, y eso a pesar de que esté viendo una porción de su persona bastante más grande que la que estaría dispuesto a contemplar en circunstancias normales, no puedo evitar preguntarle por qué está aquí.
—De repente me pareció que sería injusto privar de mis servicios a la Universidad Invisible, señor.
—¿De veras? Un repentino acceso de añoranza del alma mater, ¿eh?
—Podría llamarlo así, señor.
Los ojos de Ridcully chispearon detrás del humo y, no por primera vez, Ponder sospechó que a veces el archicanciller era bastante más inteligente de lo que aparentaba. Eso no presentaría excesivas dificultades, por supuesto.
El archicanciller se encogió de hombros, se quitó la pipa de la boca y hurgó en su interior para extraer un granulo de tabaco obstructivo.
—El traje de baño del prefecto mayor debe de andar por ahí —dijo—. Yo de usted me lo pondría. Tal como están las cosas, sospecho que sí ofendiera el sentido del decoro de la señora Panadizo no tardaría en estar colgando de una cuerda. Y si hay algo de lo que quiera hablar, mi puerta siempre está abierta.
—Gracias, señor.
—Aunque en estos momentos no dispongo de una puerta, naturalmente.
—Gracias, señor.
—Aun así, imagínese que está abierta.
—Gracias, señor.
Después de todo, pensó Ponder mientras se escabullía sintiéndose lleno de silenciosa gratitud, los magos de la Universidad Invisible sólo estaban un poco chiflados. Ni siquiera el tesorero era un auténtico demente.
E incluso ahora, si cerraba los ojos todavía podía ver al dios de la Evolución sonriendo de oreja a oreja mientras la cucaracha empezaba a moverse.
Rincewind sacudió los barrotes.
—¿Es que no voy a tener un juicio? —gritó.
Un carcelero entró en el pasillo.
—¿Y para qué quiere un juicio, caballero?
—¿Qué? Bueno, ¿no le parece que un juicio quizá podría demostrar que no estaba intentando robar esa maldita oveja? —dijo Rincewind—. De hecho la estaba rescatando. ¡Si siguieran las huellas del ladrón y lo atraparan, él mismo se lo diría!
El carcelero se apoyó contra la pared y enganchó los pulgares en el cinturón.
—Bueno, sí es un poco raro —dijo—. Pero… Verá, buscamos y buscamos y pusimos letreros e hicimos todo lo que se suele hacer en estos casos, pero el muy bastardo no ha tenido la decencia de entregarse. Es como para perder la fe en la naturaleza humana, ¿verdad?
—¿Y qué me va a ocurrir?
El carcelero se rascó la nariz.
—Lo colgarán del cuello hasta que muera. Mañana por la mañana.
—¿Y no podríais limitaros a colgarme del cuello hasta que me arrepintiese sinceramente de todo lo que he hecho?
—No. Hay que morirse.
—¡Por todos los cielos! Pero si sólo… ¡pero si sólo era una oveja, maldita sea!
El carcelero sonrió.
—Ah, muchos hombres han ido al cadalso diciendo eso mismo en el pasado —dijo—. De hecho, usted es el primer ladrón de ovejas que hemos tenido en años. Todos nuestros grandes héroes han sido ladrones de ovejas. Atraerá a una gran multitud, ya lo verá.
—¡Beeeee!
—Puede que incluso a un rebaño —dijo el carcelero.
—Por cierto —dijo Rincewind—, ¿qué hace esta oveja en mi celda?
—Es la prueba.
Rincewind bajó la mirada hacia la oveja.
—Oh. Bueno, en ese caso… Calma y tranquilidad, ¿eh?
El carcelero se fue. Rincewind se sentó en el catre. Siempre podía consolarse viendo el lado bueno de la situación, ¿verdad? Aquello era la civilización. No había visto gran cosa de ella, pero lo que había podido ver estaba lleno de huellas de cascos y señales de ruedas y olía bastante mal, cosa que suele pasarle a cualquier civilización. Iban a ahorcarle por la mañana. Aquel edificio era la primera estructura de piedra que había visto en todo el país. Incluso tenían guardianes. Iban a colgarle por la mañana. Los ruidos de las carretas y la gente entraban por la ventana pegada al techo. Iban a colgarle por la mañana.
Rincewind recorrió la celda con la mirada. Al parecer, y debido a un descuido inexplicable, quienquiera que la hubiese construido no se había acordado de incluir una trampilla en el suelo.
Trampilla… Rincewind se dijo que no debía pensar en esa palabra.
Había estado en sitios peores. Oh, sí, había estado en sitios mucho peores. Y eso era lo más espantoso, porque Rincewind se había enfrentado a cosas horribles, extrañas y mágicas que ahora parecían súbitamente más fáciles de afrontar que el hecho de que estaba encerrado en una especie de caja de piedra y de que a la mañana siguiente unas personas, tan normales y encantadoras que habrían podido llegar a caerle bien en el caso de que las hubiera conocido en un bar, lo sacarían de allí y le obligarían a pisar un suelo más bien inseguro llevando una soga al cuello que no habría manera de aflojar.
—¡Beeee!
—Oh, cierra la boca de una vez.
—¿Beeee?
—¿No podrías haberte dado un baño, unas friegas o algo por el estilo? Esta celda apesta.
La pared, ahora que los ojos de Rincewind se habían acostumbrado a la penumbra, estaba cubierta de dibujos entre los que abundaban esos recuentos en forma de parrilla garabateados por los prisioneros que contaban los días. Iban a ahorcarle por la mañana, así por lo menos se ahorraría ese trabajo y… Basta, basta.
Inspeccionó la pared con atención y vio que la mayoría de recuentos no habían ido más allá del uno.
Volvió a tumbarse y cerró los ojos. Le rescatarían, por supuesto: siempre acababan rescatándole, ¿no? Aunque, pensándolo bien, las circunstancias del rescate siempre acababan obligándole a enfrentarse con peligros mucho más grandes que los habituales en las celdas. Bueno, Rincewind había estado en muchas celdas. Había formas de salir de esa clase de líos. Lo importante era ser directo. Rincewind se levantó y golpeó los barrotes con los puños hasta que apareció el carcelero.
—¿Sí?
—Sólo quería aclarar ciertas cosas —dijo Rincewind—. No ando muy sobrado de tiempo, ¿verdad?
—Sí, es verdad.
—¿Existe alguna posibilidad de que te quedes dormido en una silla enfrente de esta celda con las llaves a la vista encima de una mesa delante de ti?
El celador y Rincewind volvieron la mirada hacia el pasillo desierto.
—Tendría que ir a buscar a alguien para que me ayudara a traer una mesa hasta aquí —acabó diciendo el carcelero—. No creo que eso vaya a ocurrir. Lo siento.
—Bueno, no importa. —Rincewind reflexionó—. Bien, vamos a ver. ¿Hay alguna probabilidad de que mi cena sea traída a la celda por una jovencita cuyas manos sostengan, y esto es importante, una bandeja tapada por un paño?
—No, porque también soy el encargado de la cocina.
—Ya.
—Pan y agua, ¿sabe? Es lo que mejor se me da.
—Claro, claro. No, era sólo por preguntar…
—Y esa cosa marrón y pegajosa que usted traía está buenísima untada en el pan.
—Me alegro de que te guste. Sírvete toda la que quieras… Como si estuvieras en tu casa, ¿eh?
—Ya estoy notando los efectos beneficiosos de todas esas vitaminas y minerales.
—Calma y tranquilidad. Y ahora, veamos… Ah, sí. La ropa sucia. ¿Disponéis de alguna cesta grande para la ropa sucia que, feliz casualidad, pueda descargar su contenido en un conducto que lleva al mundo exterior?
—Lo siento. Tenemos a una vieja que viene a recoger la ropa sucia y luego vuelve a traerla en cuanto la ha lavado.
—¿De veras? —preguntó Rincewind, animándose de repente—. Ah, una vieja… Entrada en carnes, lleva mucha ropa encima y, posiblemente, incluso utiliza una capucha que se puede bajar para ocultar la mayor parte de la cara, ¿verdad?
—Sí, la ha descrito bastante bien.
—Bueno, ¿y cuándo le toca venir por aquí?
—Es mí madre —dijo el carcelero.
—Perfecto, maravilloso…
Rincewind y el carcelero se miraron.
—Entonces me parece que ya está todo —dijo Rincewind—. Espero que no te habrá molestado que te hiciera tantas preguntas.
—¡Bendito sea, no! ¡Calma y tranquilidad! Me encanta poder ayudar a la gente. Y por cierto, ¿ya ha decidido qué va a decir cuando esté en el cadalso? Se lo pregunto porque a algunos de los escritores de baladas les gustaría saberlo.
—¿Baladas?
—Oh, sí. De momento ya hay tres, pero supongo que mañana habrá unas diez.
Rincewind puso los ojos en blanco.
—¿Y cuántas de ellas tienen «tu-ra-lá, tu-ra-lí-la-rín» en el estribillo?
—Todas.
—Oh, dioses…
—Y supongo que no le molestará que le cambien el nombre, ¿verdad? Es que se quejan de que «Rincewind» no acaba de sonar del todo bien. «Bandolero era y Rincewind se llamaba, y a todo el desierto aterrorizaba…» No, no suena demasiado bien.
—Vaya, pues lo siento muchísimo. En ese caso, quizá sería mejor que me pusierais en libertad.
—¡Ja, ja! Muy buena, muy buena. Si quiere un consejo, procure no enrollarse demasiado cuando esté en el cadalso —dijo el carcelero—. Las mejores Ultimas Palabras siempre son las más cortas. Generalmente lo que da mejor resultado es algo sencillo y breve. Ah, y cuidado con soltar muchos tacos…
—¡Oye, lo único que hice fue robar una oveja! ¡Y ni siquiera hice eso! —exclamó Rincewind con desesperación—. ¿A qué viene todo ese repentino interés popular?
—Oh, robar ovejas es un crimen muy respetado y famoso —dijo el carcelero—. Le llega al alma a la gente, ¿comprende? Un hombrecito insignificante enfrentándose a las fuerzas de la brutal autoridad. A la gente le gusta eso. Será recordado en las canciones y en la historia, especialmente si se le ocurren unas buenas Ultimas Palabras, como acabo de decir. —El carcelero se subió el cinturón—. Y si quiere que le sea sincero, hoy en día muchas personas ni siquiera han visto una maldita oveja, pero enterarse de que alguien ha robado una hace que se sientan como verdaderos ecksianos. ¡Pero si hasta yo me alegro de que estas celdas por fin acojan a un criminal como es debido, en vez de estar ocupadas por los malditos políticos de siempre!
Rincewind volvió a sentarse en el catre y ocultó la cabeza entre las manos.
—Aunque si no consigue que lo ahorquen, una fuga famosa tampoco estaría nada mal —dijo el carcelero, como si estuviera intentando animar a un buen amigo al que veía algo deprimido.
—¿De veras?
—No me ha preguntado si esa pequeña reja del suelo lleva a las cloacas.
Rincewind separó los dedos lo suficiente para mirarle.
—¿Lleva?
—No tenemos cloacas.
—Gracias. Me has sido de mucha ayuda.
El carcelero se fue silbando por el pasillo.
Rincewind se dejó caer sobre el catre y volvió a cerrar los ojos.
—¡Beeee!
—¡Oh, cállate!
—Disculpe, señor…
Rincewind dejó escapar un gemido y volvió a incorporarse. Esta vez la voz procedía del ventanuco con barrotes pegado al techo.
—Sí, ¿qué quieres?
—¿Se acuerda de cuando le capturaron?
—Claro que me acuerdo. ¿Por qué lo preguntas?
—¿Debajo de qué clase de árbol estaba?
Rincewind alzó la mirada hacia el diminuto cuadrado de azul al que el prisionero llama cielo.
—¿Qué clase de pregunta es ésa?
—Es para la balada, ¿comprende? Por cierto, me ayudaría mucho que el nombre sólo tuviera tres sílabas…
—¿Cómo quieres que lo sepa? ¡Nos fuimos tan deprisa que no tuve tiempo de admirar el paisaje!
—Bueno, no se enfade —dijo su interlocutor invisible—. Pero ¿le importaría decirme qué estaba haciendo antes de robar la oveja?
—No lo sé. ¡No consigo acordarme!
—No estaría hirviendo su puchero, ¿verdad?
—¡No responderé a esa pregunta si no es en presencia de mi abogado! ¡Tal como habláis por aquí, eso podría significar cualquier cosa!
—Quiere decir preparar algo de comer dentro de un recipiente metálico.
—Oh. Bueno, sí… Da la casualidad de que había estado haciendo precisamente eso.
—¡Bravo, compañero! —Rincewind creyó oír sonidos de escritura—. Es una lástima que no muriera unos instantes después de haber preparado la cena, pero como le van a ahorcar de todas maneras supongo que en realidad no importa. Tengo una melodía magnífica para esta clase de situaciones, ¿sabe? Es tan pegadiza que en cuanto la has oído una vez ya no puedes dejar de silbarla… Pero usted sí podrá dejar de silbarla, claro.
—Gracias por recordármelo.
—Me parece que llegará a ser tan famoso como el terrible Ned Cabeza de Cubo Kelly, compañero.
—¿De veras?
Volvió a tumbarse en el catre.
—Sí. De hecho, siempre solían encerrarle en esta celda. Y él siempre se escapaba. Nadie sabe cómo lo hacía, porque la cerradura es condenadamente buena y Ned no doblaba ningún barrote. Decía que nunca llegarían a construir una celda de la que no pudiera escapar.
—Estaba muy delgado, ¿verdad?
—No.
—Entonces tenía una llave o algo.
—No. Y ahora he de irme, compañero. Oh, sí, acabo de acordarme… ¿Cree que si alguien va a esa charca seca oirá a su fantasma?
—¿Qué?
—No estaría mal, ¿sabe? Eso siempre queda muy bien en la última estrofa. Impresiona, créame.
—¡No lo sé!
—Pues yo diré que sí, ¿de acuerdo? De todas maneras, nadie irá a comprobarlo.
—Como quieras.
—Perfecto. Y tendré impresas las hojas con la letra para la hora del ahorcamiento, no se preocupe.
—No me preocuparé.
Rincewind volvió a acostarse. Ned Cabeza de Cubo, ¿eh? Rincewind ya se había dado cuenta de que estaban intentando tomarle el pelo. Decirle que alguien había logrado escapar de semejante celda era una forma de torturarle. Querían que empezara a correr de un lado a otro sacudiendo los barrotes y buscando alguna forma de escapar, pero incluso él podía ver que los gruesos barrotes estaban sólidamente incrustados en el suelo y que la cerradura era más grande que su cabeza.
Ya casi había acabado de recostarse cuando el carcelero volvió a aparecer.
Venía acompañado por dos hombres. Rincewind estaba razonablemente seguro de que allí no había trolls, porque probablemente hacía demasiado calor para ellos y, de todas maneras, con tantos camellos a la deriva no habría espacio suficiente para un troll encima de un trozo de madera arrastrado por la marea, pero no cabía duda de que aquellos hombres tenían el aspecto robusto y cejijunto típico de esos empleos en los que el examen de entrada consiste en preguntarte el nombre y el solicitante consigue aprobar por los pelos al tercer intento.
El carcelero sonreía de oreja a oreja y había traído una bandeja.
—Le he preparado un poco de cena —dijo.
—Por mucho que me alimentes, no te diré nada —le advirtió Rincewind.
—Esto le gustará —insistió el carcelero, empujando la bandeja hacía él. Contenía un cuenco tapado con un plato—. Lo he preparado especialmente. Es una especialidad regional.
—Creí oírte decir que lo que se te da realmente bien es el pan con agua.
—Bueno, sí… Pero pensé que esto le gustaría, así que…
Rincewind contempló lúgubremente cómo el carcelero destapaba el cuenco.[18]
—¿Sopa de guisantes? —preguntó.
—Ajá.
—¿Te refieres a la leguminosa? La que viene dentro de vainas, ¿verdad?
—Ajá.
—Pensé que debía asegurarme.
—Calma y tranquilidad.
Rincewind miró la sopa verdosa recubierta de bultitos y protuberancias. ¿Y si realmente alguien había inventado una especialidad regional que pudiera ser ingerida? Parecía imposible, pero…
Y entonces algo surgió de la sopa. Por un momento Rincewind pensó que era un tiburón muy pequeño. La cosa salió a la superficie y después volvió a hundirse y quedó cubierta por la sopa.
—¿Qué era eso?
—Una albóndiga flotante —dijo el carcelero—. Una albóndiga de carne flotando en la sopa de guisantes, ya sabe. La mejor cena del mundo.
—Ah, una cena —dijo Rincewind, empezando a comprender—. Es otra de esas recetas especiales para altas horas de la madrugada, ¿eh? Sales del bar cuando todos los restaurantes están cerrados y necesitas comer algo, así que te preparas una de estas cenas improvisadas. ¿Y de qué clase de carne estamos hablando exactamente? No, olvídalo. Ya conozco esta clase de cenas. Si tienes que preguntar de qué clase de carne estamos hablando, eso quiere decir que todavía estás demasiado sobrio. ¿Has probado alguna vez los tallarines con mostaza?
—¿Puedo echarles coco rallado por encima?
—Probablemente.
—Gracias. Los probaré, se lo aseguro —dijo el carcelero—. Y además, tengo buenas noticias para usted.
—¿Vais a dejarme en libertad?
—Oh, venga… Seguro que un delincuente tan veterano y con tanta experiencia como usted está por encima de esas cosas. No, Greg y Vince volverán dentro de un rato para ponerle las esposas y los grilletes.
Se hizo a un lado. Dos hombres con forma de muro habían traído consigo un trozo de cadena, varios grilletes y esposas y una bola no muy grande pero de aspecto muy pesado.
Rincewind suspiró. Una puerta se cierra, pensó, y otra se cierra y además te pilla la mano.
—Supongo que eso es bueno, ¿verdad?
—Oh, puedo asegurarle que eso le dará derecho a una estrofa más —dijo el carcelero—. Ned Cabeza de Cubo fue el último preso al que ahorcaron con los grilletes puestos.
—Tenía entendido que no había ninguna celda de la que no pudiera escapar —dijo Rincewind.
—Oh, siempre conseguía salir de ellas —dijo el carcelero—. Su gran problema era que después nunca lograba llegar muy lejos antes de que volvieran a capturarle.
Rincewind contempló la bola de metal.
—Oh, dioses…
—Vince querría saber cuánto pesa —dijo el carcelero—, porque tiene que sumar las cadenas a su peso para que no haya problemas con la caída.
—¿Y qué importa eso? —repuso Rincewind con un hilo de voz—. Quiero decir que… moriré igual, ¿no?
—Por supuesto que sí. Calma y tranquilidad, ¿de acuerdo? Pero si no acierta a la primera, entonces o acabas con dos metros de cuello o tu cuerpo hace de botella y tu cabeza de corcho, y la cabeza sale volando por los aires en cuanto te descorchan
—Oh, estupendo.
—¡En una ocasión con Larry tuvimos que registrar todos los tejados del pueblo hasta que la encontramos!
—Maravilloso. Todos los tejados, ¿eh? —dijo Rincewind—. Bueno, conmigo no tendréis ese problema. Cuando me ahorquen estaré en otro sitio.
—¡Así se habla! —dijo el carcelero, asestándole un alegre puñetazo en el codo—. Nunca se da por vencido, ¿eh?
Vince emitió una especie de gruñido ahogado.
—Y Vince dice que se sentiría muy honrado si le escupiera en un ojo cuando le ponga la soga al cuello —tradujo el carcelero—. Será algo que enseñar a sus nietos…
—¡Dejadme solo, por favor! —aulló Rincewind.
—Claro, claro. Quiere estar un rato a solas para planear su fuga, ¿eh? —dijo el carcelero, que ya había pasado por aquella clase de situación anteriormente—. Calma y tranquilidad. Bueno, pues nos vamos.
—Gracias.
—Hasta las cinco de la madrugada.
—Perfecto —dijo lúgubremente Rincewind.
—¿Quiere algo especial para su último desayuno?
—¿Algo que exija muchísimo tiempo para ser preparado, tal vez? —sugirió Rincewind.
—¡Así se habla! Nunca hay que perder el buen humor, ¿eh?
Las dos montañas con forma humana se fueron, pero unos instantes después el carcelero volvió y miró a Rincewind como si hubiera olvidado decirle algo.
—Claro que hay una cosa más que debería saber acerca del ahorcamiento —dijo—. Quizá le ayude a dormir mejor.
—¿Sí?
—Si la trampilla falla tres veces seguidas, tenemos una tradición humanitaria especial.
—¿Sí?
—Por sorprendente que parezca, ha ocurrido en un par de ocasiones.
Un brotecito verde surgió de las ramas ennegrecidas de la esperanza.
—¿Y en qué consiste esa tradición? —preguntó Rincewind.
—Bueno, todo empezó porque se consideraba excesivamente cruel hacer que un hombre tuviera que poner los pies en ese sitio más de tres veces, sabiendo que en cualquier momento su…
—Sí, sí…
—… y que después todo su…
—Sí…
—… y lo que siempre me ha parecido más horrible, personalmente hablando, es cuando…
—¡Sí, ya lo he entendido! Bueno, ¿y después de la tercera vez…?
—Se le permite volver a su celda mientras llamamos a un carpintero para que repare la trampilla —dijo el carcelero—. Y si tarda mucho tiempo en repararla, incluso volvemos a darle de cenar.
—¿Y?
—Bueno, cuando el carpintero ha acabado de hacer su trabajo y se ha asegurado de que todo funciona, entonces volvemos a sacarlo de la celda y lo ahorcamos. —El carcelero vio la expresión de Rincewind—. Eh, no ponga esa cara. Siempre es mejor que pasarse toda la mañana esperando al lado del cadalso mientras te pelas de frío, ¿verdad? Eso sí sería una crueldad.
Cuando se hubo marchado, Rincewind se dedicó a contemplar la pared.
—¡Beeee!
—Cállate.
Así que al final lo que había era sencillamente eso: una breve noche y después, si aquellos payasos seguían adelante con sus planes, una alegre multitud recorrería las calles para averiguar dónde había caído su cabeza. ¡No había justicia!
—BUENOS DÍAS, COMPAÑERO.
—Oh, no. Por favor.
—LLEVO TANTO RATO OYÉNDOLES HABLAR QUE YA HE EMPEZADO A HABLAR COMO ELLOS. SON UNA GENTE MUY SOCIABLE, ¿VERDAD? —preguntó la Muerte, que estaba sentada junto a Rincewind.
—Ya estabas harta de esperar, ¿verdad? —repuso Rincewind con amargura.
—CALMA Y TRANQUILIDAD.
—Así que esta vez va en serio, ¿eh? Se suponía que tenía que salvar a este país, ¿sabes? Y voy a morir.
—OH, SÍ. ME TEMO QUE PUEDES ESTAR SEGURO DE ELLO.
—Y lo que me pone más furioso es que voy a morir por una estupidez. Quiero decir que… Bueno, piensa en todas las veces que he estado a punto de morir en el pasado. Podría haber sido incinerado por las llamas de un dragón. O devorado por cosas enormes erizadas de tentáculos. ¡Pero si incluso hubo una ocasión en la que cada partícula de mi cuerpo podría haber salido despedida en una dirección distinta!
—NO CABE DUDA DE QUE HAS TENIDO UNA VIDA INTERESANTE.
—Dicen que antes de morir ves cómo toda tu vida pasa por delante de tus ojos. ¿Es verdad?
—SÍ.
—Da miedo pensarlo. —Rincewind se estremeció—. Oh, dioses, y lo que estoy pensando ahora todavía es más aterrador. ¿Y si estoy a punto de morir y esto es mí vida entera pasando por delante de mis ojos?
—ME PARECE QUE NO LO ENTIENDES. LAS VIDAS DE LAS PERSONAS PASAN POR DELANTE DE SUS OJOS ANTES DE QUE MUERAN, Y EL PROCESO SE LLAMA «VIVIR». ¿TE APETECE UN CAMARÓN?
Rincewind bajó la mirada hacía el cubo que la Muerte tenía en el regazo.
—No, gracias. No creo que sea una buena idea. Los camarones pueden ser letales. Ah, y debo decir que me parece muy poco elegante por tu parte eso de venir aquí y comer camarones delante de mis narices mientras te burlas de mi pobre persona.
—¿PERDÓN?
—Sólo porque me van a ahorcar por la mañana, quiero decir.
—¿DE VERAS? BIEN, ENTONCES ESTOY SEGURO DE QUE LAS CIRCUNSTANCIAS DE TU FUGA SERÁN APASIONANTES. HE QUEDADO CON UN HOMBRE DENTRO DE… DENTRO DE… —Las órbitas de la Muerte resplandecieron mientras interrogaba a su memoria—. AH, SÍ… DENTRO DE UN COCODRILO. A VARIOS CENTENARES DE KILÓMETROS DE AQUÍ, CREO.
—¿Qué? ¿Y entonces por qué estás aquí?
—OH, PENSÉ QUE QUIZÁ TE GUSTARÍA VER UNA CARA AMIGA. Y AHORA CREO QUE SERÁ MEJOR QUE ME VAYA. —La Muerte se puso en pie—. UNA CIUDAD MUY AGRADABLE EN MUCHOS ASPECTOS. INTENTA VER LA ÓPERA ANTES DE IRTE.
—Eh, espera un momento… Yo… Bueno, yo… ¡Me acabas de decir que voy a morir!
—TODO EL MUNDO MUERE. TARDE O TEMPRANO, QUIERO DECIR…
La pared se abrió y se cerró alrededor de la Muerte como si no estuviera allí, lo que, desde la prolongadísima perspectiva de la Muerte, era la característica básica de la pared.
—Pero ¿cómo? No puedo atravesar las… —empezó a farfullar Rincewind.
Después contempló la albóndiga de carne que no había tocado y la empujó con un dedo. La albóndiga se fue hundiendo lentamente bajo el verdor de la sopa.
Los sonidos de la ciudad se infiltraron en la celda.
Pasados unos momentos la albóndiga volvió a emerger como un continente olvidado, produciendo una minúscula olita que chocó con el borde del cuenco.
Rincewind se acostó sobre la delgada manta y clavó los ojos en el techo. Alguien había estado escribiendo en él. De hecho…
“Buenas noticias, Ned. Echa un vistazo a las bisagras.”
Lentamente, como si estuviera siendo manipulado por unos hilos invisibles, Rincewind se incorporó y volvió los ojos hacía la puerta.
Las bisagras eran descomunales. Para evitar que algún prisionero astuto pudiera desatornillarlas, no estaban atornilladas a la madera. Consistían en unos enormes ganchos de hierro incrustados en la misma piedra, de tal forma que dos gruesos anillos firmemente unidos a la puerta podían descender sobre ellos. ¿De qué estaba hablando aquel hombre?
Rincewind se levantó, fue hacia la puerta y examinó la cerradura. Ésta introducía un enorme cilindro de hierro en el quicio, y parecía invulnerable a cualquier intento de forzarla.
Rincewind se frotó las manos y, apretando los dientes, intentó levantar la puerta por el lado de las bisagras. Sí, podía moverla lo suficiente para… Los anillos podían ser levantados de los ganchos. Y entonces, si tirabas con delicadeza y conseguías que tus temblorosas rodillas te desplazaran un paso, el cilindro de la cerradura podía ser sacado de su agujero y luego podías meter toda la puerta dentro de la celda.
Y después un hombre podría salir de la celda, volver a colocar la puerta en su sitio y esfumarse sin hacer ningún ruido.
Y eso, pensó Rincewind mientras maniobraba cautelosamente la puerta para dejarla suspendida de sus bisagras, es exactamente lo que haría un estúpido.
En momentos como ese la cobardía era una ciencia exacta. Había circunstancias que pedían a voz en grito el pánico irracional, y otras que requerían un pánico medido y meditado. Por el momento Rincewind se encontraba encerrado en un lugar donde no corría ningún peligro. Ese lugar era la celda de los condenados a muerte, por supuesto, pero lo importante era que quizá se tratara del único lugar de todo aquel país donde no iba a ocurrirle nada malo durante cierto período de tiempo. Los ecksianos no parecían la clase de pueblo aficionado a las torturas, aunque siempre cabía la posibilidad de que le obligaran a ingerir más exponentes de su cocina. Así pues, de momento disponía de tiempo para hacer planes, decidir su próximo movimiento y aplicar todos sus recursos intelectuales a la resolución del problema más acuciante.
Contempló la pared durante unos momentos y después se levantó y aferró los barrotes.
Bueno, como espera ya era más que suficiente. Y ahora, a correr…