Una tortuga se desplaza lentamente sobre el telón de fondo de las estrellas, transportando a cuatro elefantes sobre su caparazón.
Tanto la tortuga como los elefantes son inimaginablemente grandes, pero en el espacio estelar la diferencia entre lo enorme y lo minúsculo es, comparativamente hablando, muy pequeña.
Aun así, y para lo que estamos acostumbrados a esperar de las tortugas y los elefantes, no cabe duda de que esta tortuga y estos elefantes son realmente grandes. Sostienen sobre sus espaldas el Mundodisco, con sus vastas tierras, océanos y masas de nubes.
Decir que en el Disco viven personas distaría tanto de la verdad como decir que, en otras partes del multiuniverso no tan minuciosamente trabajadas, las personas viven desamparadas. Oh, los planetas tal vez sean los lugares donde sus cuerpos toman el té, pero en realidad las personas viven en otros sitios, en mundos de su propia creación que, de manera tan práctica como elegante, giran alrededor del centro de sus cabezas.
Cuando los dioses se reúnen cuentan la historia de un planeta cuyos habitantes contemplaron, con escaso interés, cómo láminas de hielo capaces de partir continentes enteros chocaban entre sí en otro mundo que, en términos astronómicos, era lo que podríamos llamar el vecino de la puerta de al lado… y luego no hicieron absolutamente nada al respecto porque esa clase de cosas sólo ocurre en el Espacio Exterior. Una especie inteligente por lo menos habría encontrado alguien a quien poder presentar una queja, ¿verdad? De todas formas nadie da demasiado crédito a esa historia, porque una raza tan estúpida ni siquiera habría sido capaz de llegar a descubrir el slood[1]
Pero la gente es capaz de creerse prácticamente cualquier cosa, desde luego. Por ejemplo, ciertas personas creen en la leyenda de que en algún lugar hay un anciano que transporta todo el universo dentro de un saco de cuero.
Y además están en lo cierto.
Otras personas dicen: «eh, un momento, si lleva todo el universo dentro de un saco, entonces se lleva a sí mismo y al saco dentro del saco, porque el universo lo contiene todo. Él incluido. Y el saco, naturalmente».
A lo que se les contesta: «¿y qué?».
Si asignamos un valor supuesto al término «verdad», entonces todos los mitos tribales son ciertos.
El que un dios pueda ver caer a un pajarillo es una de las pruebas más frecuentes de la omnipotencia divina. Pero sólo hay un dios que tome notas y haga unos cuantos ajustes para que la próxima vez el pajarillo pueda caer más deprisa y a mayor distancia.
Quizá acabaremos averiguando por qué.
Así quizá descubriríamos por qué está aquí la humanidad, aunque esa cuestión es más complicada y suscita la pregunta: «¿Dónde íbamos a estar si no?» Sería terrible pensar que alguna deidad impaciente podría separar las nubes y exclamar: «Maldita sea, ¿todavía estáis ahí? ¡Creía que ya hacía diez mil años que habíais descubierto el slood! ¡He encargado diez trillones de toneladas de hielo para el lunes!»
Quizá incluso podríamos descubrir el porqué del ornitorrinco de pico de pato.[2]
Una gran nevada estaba cayendo sobre los jardines y los tejados de la Universidad Invisible, la máxima academia de magia de Mundodisco.
Era una nieve bastante pegajosa, lo que daba al recinto académico el aspecto de un adorno tan caro como falto de gusto, y se acumulaba alrededor de las botas de McAbre, el Primer Cancelero, mientras éste avanzaba con paso lento y cansino bajo el gélido vendaval nocturno.
Dos canceleros[3] más se apartaron del puntal al que se habían pegado para protegerse del viento, se colocaron detrás de McAbre e iniciaron una solemne marcha hacia la entrada principal.
Era una costumbre que ya tenía varios siglos de antigüedad, y en verano siempre había algunos turistas que se quedaban por allí para verla, pero la Ceremonia de las Llaves tenía lugar cada noche en todas las estaciones. Naderías como el viento, la nieve y el hielo jamás la habían interrumpido. Canceleros del pasado se habían encaramado a monstruosidades tentaculadas para llevar a cabo la Ceremonia; habían vadeado riadas, dispersado con sus sombreros hongo a palomas extraviadas, arpías y dragones, e ignorado a meros miembros del cuadro académico cuando éstos abrían las ventanas de sus dormitorios para aullar imprecaciones del estilo de: «¿Queréis dejar de armar tanto jaleo, maldición? ¿Es que no tenéis nada mejor que hacer?» Los canceleros nunca se detenían y, de hecho, ni siquiera se les pasaba por la cabeza la idea de hacerlo. Nadie puede detener a la Tradición. Como mucho, lo único que puedes hacer es añadirle otra capa.
Los tres hombres llegaron a las sombras que envolvían la entrada principal, la cual apenas podía distinguirse entre los torbellinos de nieve. El cancelero de guardia les estaba aguardando.
—¡Alto! ¿Quién Va? —gritó.
McAbre saludó.
—¡Las Llaves Del Archicanciller!
—¡Pasad, Llaves Del Archicanciller!
El Primer Cancelero dio un paso al frente, adelantó ambos brazos con las palmas vueltas hacia su cuerpo y después empezó a tentarse el pecho en el lugar donde un cancelero enterrado hacía mucho tiempo había lucido dos bolsillos. Palmadita, palmadita. Después dejó caer los brazos y deslizó las palmas a lo largo de su chaqueta. Palmadita, palmadita.
—¡Maldición! ¡Habría Jurado Que Las Tenía! —tronó, articulando cada palabra con la lenta y algo torpe precisión de un bulldog que hubiese adquirido el don del habla.
El guardián de la puerta saludó. McAbre saludó.
—¿Ha Mirado En Todos Los Bolsillos?
McAbre saludó. El guardián de la puerta saludó. Una pequeña pirámide de nieve estaba empezando a acumularse sobre su sombrero hongo.
—Me Parece Que Me Las He Dejado Encima De La Cómoda. Siempre Pasa Igual, ¿Verdad?
—¡Tendría Que Acordarse De Dónde Las Pone!
—Un Momento, Un Momento… ¡Quizá Estén En Mi Otra Chaqueta!
El joven cancelero al que le había correspondido desempeñar las funciones de Guardián de la Otra Chaqueta aquella semana dio un paso adelante. Cada hombre saludó a los otros dos. El cancelero más joven carraspeó y consiguió decir:
—¡No, Pues Examiné Los Bolsillos… Esta… Mañana!
McAbre le dirigió una casi imperceptible inclinación de la cabeza en reconocimiento de la eficiencia con que el joven había sabido desempeñar su difícil trabajo, y volvió a palmearse los bolsillos.
—¡Que No Cunda El Pánico Y Que Lapiden A Las Vacas, Pues Se Hallaban En Este Bolsillo Después De Todo! ¡Qué Despistado Soy!
—¡No Se Preocupe! ¡Puede Pasarle A Cualquiera!
—¿Tengo La Cara Roja? ¡Uno De Estos Días Me Olvidaré La Cabeza!
Una ventana se abrió entre crujidos en algún lugar de la oscuridad.
—Eh… Disculpen, caballeros…
—¡Aquí Están Las Llaves, Pues! —anunció McAbre alzando la voz.
—¡Muchísimas Gracias!
—Me estaba preguntando si no podrían… —siguió diciendo la voz temblorosa, pidiendo disculpas por haber osado concebir la idea de quejarse.
—¡Sin Novedad Y Sereno!
—… hacer un poco menos de…
—¡Dios Bendiga A Todos Los Presentes! —aulló McAbre, con las venas hinchándose sobre su grueso cuello carmesí.
—Y Ahora Tenga Cuidado Con Dónde Las Deja, ¿Eh? ¡Ja! Ja! ¡Ja!
—¡Jo! ¡Jo! ¡Jo! —relinchó McAbre, hecho una furia.
Después saludó rígidamente, ejecutó la Media Vuelta haciendo mucho más ruido del estrictamente necesario con los pies y, una vez completado el antiguo intercambio, echó a andar hacia la vivienda de los canceleros refunfuñando entre dientes.
La ventana del pequeño sanatorio de la Universidad volvió a cerrarse.
—Cada vez que veo a ese hombre me entran ganas de maldecir a todos sus antepasados —dijo el tesorero. Rebuscó en su bolsillo y sacó de él su cajita verde de píldoras de extracto de rana, esparciendo unas cuantas por el suelo al abrir la tapa—. Ya he perdido la cuenta de las notas de orden interno que le he enviado. Él dice que es tradicional, pero… Oh, no sé, pero casi juraría que disfruta haciendo ruido. —Se sonó— ¿Qué tal se encuentra?
—Nada bien —dijo el decano.
El bibliotecario estaba muy enfermo.
La nieve empezó a adherirse a la ventana cerrada.
Delante del fuego que crepitaba dentro de la chimenea había un montón de mantas. De vez en cuando el montón temblaba de manera casi imperceptible. Los magos lo contemplaban con preocupación.
El catedrático de Runas Recientes estaba pasando febrilmente las páginas de un libro.
—¿Cómo podemos saber si es senilidad o si se trata de otra cosa? —preguntó—. ¿Qué se considera edad avanzada para un orangután? Y es un mago. Y nunca sale de la Biblioteca. Toda esa radiación mágica durante todo el tiempo… La gripe está atacando de alguna manera su campo mórfico, pero la causa podría ser cualquier cosa.
El bibliotecario estornudó.
Y cambió de forma.
Los magos lanzaron miradas de tristeza a lo que parecía un sillón muy cómodo que, por alguna razón, había sido tapizado con una piel rojiza.
—¿Qué podemos hacer por él? —preguntó Ponder Stibbons, el miembro más joven del cuadro académico.
—Quizá le irían bien unos almohadones —dijo Ridcully.
—Me parece que no le sentarían muy bien, archicanciller.
—¿Por qué lo dice? Cuando estás un poco destemplado siempre te sientes más cómodo con unos cuantos almohadones, ¿verdad? —replicó el hombre para el que la enfermedad era un misterio.
—Esta mañana era una mesa. De caoba, creo. Por lo menos parece capaz de conservar su color.
Runas Recientes cerró el libro con un suspiro.
—Está claro que ha perdido el control de su función mórfica —dijo—. Supongo que eso no tiene nada de sorprendente, claro. Me temo que una vez ha sido cambiado, luego volverá a cambiar con más facilidad. Es un hecho ampliamente conocido.
Lanzó una rápida mirada a la sonrisa congelada en los labios del archicanciller y suspiró. Todos sabían que si había alguien cerca que pudiera evitarle esa molestia, Mustrum Ridcully nunca intentaba entender nada.
—Cambiar la forma de un ser vivo resulta bastante difícil, pero cuando se ha hecho una vez luego cuesta mucho menos —tradujo.
—¿Cómo ha dicho?
—Antes de ser un simio el bibliotecario era humano, archicanciller. ¿Lo recuerda?
—Oh. Sí, claro —dijo Ridcully—. Hay que ver con qué facilidad se acostumbra uno a las cosas, ¿verdad? Y según nuestro joven Ponder, los simios y los humanos son parientes.
Los otros magos pusieron cara de no entender nada. Ponder torció el gesto.
—Stibbons me ha estado enseñando algunos de los escritos invisibles —dijo Ridcully—. Son fascinantes.
Los otros magos dirigieron un ceño colectivo a Ponder Stibbons, lanzándole la clase de mirada normalmente reservada para los hombres a quienes se acaba de sorprender fumando dentro de una fábrica de fuegos artificiales. Bien, por fin sabían a quién había que culpar de lo ocurrido. Como de costumbre…
—¿Le parece prudente, señor? —preguntó el decano.
—Bueno, decano, da la casualidad de que soy el archicanciller de esta institución —dijo Ridcully sin inmutarse.
—Un hecho cegadoramente obvio, archicanciller —repuso el decano con un tono con el que se habría podido cortar queso.
—Hay que demostrar interés por las cosas. Mantiene la moral, ya saben —dijo Ridcully—. Mi puerta siempre está abierta. Me considero un miembro más del equipo.
Ponder volvió a torcer el gesto.
—Pues yo estoy seguro de que no hay ningún mono en mi familia —dijo el prefecto mayor—. Quiero decir que… Bueno, en ese caso yo lo sabría, ¿no? Me invitarían a sus bodas y ese tipo de cosas. Mis padres habrían hecho algún comentario como «No te preocupes por el tío Charlie, niño. Se supone que ha de oler así», ¿verdad? Y además habría retratos en…
El sillón estornudó. Hubo un momento de incertidumbre mórfica bastante desagradable, y después el bibliotecario volvió a asumir su antigua forma. Los magos le observaron con atención para ver qué ocurriría a continuación.
En realidad ya casi no se acordaban de que el bibliotecario había sido un ser humano. Nadie recordaba qué aspecto había tenido, y ni siquiera se acordaban de su nombre.
Una explosión mágica —algo que siempre era una posibilidad en un lugar como la Biblioteca, donde tantos libros de magia inestables se hallaban tan peligrosamente cercanos los unos a los otros— le había familiarizado de manera inesperada con los misterios de la simiedad. Desde entonces el bibliotecario no había vuelto la mirada hacia el pasado, y tampoco solía volverla hacia el suelo. Su enorme silueta peluda, agarrada al último estante con un brazo mientras reordenaba los libros con los pies, había llegado a hacerse muy popular entre todo el cuadro académico de la Universidad Invisible. Su devoción al deber se había convertido en un ejemplo para todos.
Esa última frase acababa de cobrar forma por sí sola en la cabeza de Ridcully y el archicanciller cayó en la cuenta de que, de una manera inconsciente, había estado redactando una necrológica.
—¿Alguien ha llamado a un médico? —preguntó.
—Esta tarde hicimos venir a Donut Jimmy[4] —dijo el decano—. Trató de tomarle la temperatura, pero me temo que el bibliotecario le mordió.
—¿Le mordió? ¿Teniendo un termómetro en la boca?
—Ah… No exactamente. De hecho, al hacer esa pregunta ha estado muy cerca de descubrir la razón por la que le mordió.
Hubo un momento de solemne silencio. El prefecto mayor alzó una fláccida pata tan negra como el cuero y le dio unas palmaditas.
—¿Qué dice ese libro sobre el pulso de los monos? —preguntó—. Porque los monos tienen pulso, ¿no? ¿Y es normal que tenga la nariz tan fría?
Se oyó un ruidito curiosamente parecido al que producirían media docena de personas al contener la respiración al mismo tiempo. Los otros magos empezaron a alejarse de su prefecto mayor.
Y durante unos segundos no hubo más sonido que los chasquidos del fuego y el aullar del viento en el exterior.
Los magos fueron volviendo lentamente a sus posiciones anteriores.
El prefecto mayor, moviéndose con la lentitud entre recelosa y asombrada habitual en quienes acaban de descubrir que todavía conservan todos sus miembros, se quitó su sombrero puntiagudo. Normalmente era algo que un mago sólo hacía en las circunstancias más sombrías.
—Bien, se acabó —dijo—. El pobrecito ya va camino de casa. Ha vuelto al gran desierto del cielo.
—A la gran selva del cielo, posiblemente —dijo Ponder Stibbons.
—Bueno, la señora Panadizo quizá podría prepararle un poco de caldo nutritivo bien caliente —dijo Runas Recientes.
El archicanciller Ridcully pensó en el caldo nutritivo y caliente de la encargada.
—Sí, supongo que eso lo curaría o lo mataría —murmuró, y le dio un par de palmaditas al bibliotecario—. Ánimo, viejo amigo —dijo—. Pronto podrá levantarse y, con los pies plantados en el suelo, seguirá aportándonos su valiosa contribución.
—Los nudillos —le corrigió el decano.
—¿Cómo ha dicho?
—Que los orangutanes apoyan casi todo su peso en los nudillos, no en los pies.
—Como los castores —dijo Runas Recientes.
—Ya veo que la zoología nunca ha sido su fuerte, ¿eh? —dijo el archicanciller.
Salieron de la habitación y sus voces se fueron alejando por el pasillo:
—Me ha parecido que el antimacasar se le estaba poniendo muy pálido.
—Pero seguramente habrá alguna clase de cura, ¿no?
—Esta vieja Universidad no sería la misma sin él.
—Desde luego que no. Nuestro bibliotecario es realmente único.
Después de que se hubieran ido el bibliotecario extendió cautelosamente un brazo, se tapó la cabeza con una manta, estrechó la bolsa de agua caliente contra su pecho y estornudó.
Y un instante después había dos bolsas de agua caliente, una de las cuales era mucho más grande que la otra y estaba envuelta en una funda de piel rojiza.
En el Disco la luz viaja despacio y es ligeramente pesada, por lo que tiende a acumularse en las cordilleras más altas. Los magos que se dedican a la investigación tienen la teoría de que existe un tipo de luz mucho más rápida que permite que la luz más lenta sea visible, pero como esta otra luz se mueve demasiado deprisa para ser vista, hasta el momento no han conseguido encontrarle ningún uso.
Esto significa que, a pesar de que el Disco es plano, no todas sus partes experimentan el mismo momento en, valga la redundancia, el mismo momento. Cuando en Ankh-Morpork la noche ya estaba tan avanzada que faltaba poco para que saliera el sol, en otro lugar eran las…
… pero allí no había horas. Había amanecer y crepúsculo, mañana y tarde y, presumiblemente, medianoche y mediodía, pero básicamente lo que había era calor. Y rojez. Algo tan artificial y humano como una hora no habría durado ni cinco minutos en aquel lugar, porque se habría resecado y encogido en pocos segundos.
Y por encima de todo, había silencio. El silencio de aquel lugar no era la ausencia de sonidos helada y lúgubre del espacio infinito, sino el abrasador silencio orgánico que aparece cuando, desde un tembloroso confín del horizonte rojizo al otro, todo lo que se puede divisar está demasiado cansado para hacer ruido.
Pero mientras la oreja de la observación se deslizaba por el desierto, captó algo parecido a un cántico, una frágil letanía que chocaba con el silencio ilimitado tan tozudamente como una mosca decidida a estrellarse una y otra vez contra el cristal de la ventana del universo.
La persona que cantaba con aquella voz quebradiza y un tanto entrecortada no podía ser vista porque estaba de pie dentro de un agujero cavado en la tierra rojiza. De vez en cuando, un poco de tierra era lanzada al montón que se elevaba detrás de él. Un sombrero puntiagudo bastante sucio y maltrecho oscilaba de un lado a otro al compás del canturreo. La palabra «Echicero» quizá hubiera estado bordada sobre él con lentejuelas en algún lejano momento del pasado. Las lentejuelas se habían desprendido, pero la palabra todavía era legible en relucientes trazos rojizos allí donde podía distinguirse el color original del sombrero. Varias docenas de moscas minúsculas trazaban órbitas a su alrededor.
Y lo que estaba diciendo el canturreador era:
—¡Bichos! ¡Eso es lo que vamos a comer! ¡Los bichos son deliciosos, y por eso nos los comemos! ¿Y de dónde vamos a sacar nuestros bichos? ¡Pues de este suelo en el que estamos cavando, porque los bichos viven en el suelo! ¡Hurra, hurra! —Otra paletada de tierra describió un arco en el aire y cayó sobre el montón, y la voz siguió hablando—. Me pregunto si las moscas serán comestibles…
Dicen que el calor y las moscas de este lugar pueden volver loco a un hombre. Pero no estás obligado a creértelo, como tampoco está obligado a creérselo ese elefante de color malva que acaba de pasar a lo lejos montado en una bicicleta.
Por extraño que resulte, el loco del agujero era la única persona del continente que habría podido arrojar alguna luz sobre el pequeño drama que se estaba desarrollando a unos mil quinientos kilómetros y a varios metros por debajo de allí, donde el buscador de ópalos conocido por sus amigos como Strewth estaba a punto de hacer el descubrimiento más valioso, pero también más peligroso, de toda su carrera.
El pico de Strewth apartó la roca y el polvo de milenios, y algo relució a la luz de la vela.
Era verde, como un fuego verde congelado.
Cautelosamente, con la mente tan paralizada como la claridad que brillaba bajo sus dedos, Strewth empezó a hurgar entre los fragmentos de roca. El ópalo fue captando y reflejando cada vez más luz sobre su rostro a medida que los guijarros y las partículas de polvo eran apartadas de él. El resplandor parecía no tener límite.
Strewth dejó escapar de golpe el aliento que había estado conteniendo.
—¡Cuernos!
Si hubiera encontrado un opalito verde, digamos que del tamaño de una judía, habría llamado a gritos a sus amigos y todos se habrían ido a tomar unas cervezas. Un ópalo del tamaño de su mano habría hecho que empezara a dar puñetazos en el suelo. Pero con esto… Strewth seguía inmóvil dentro del agujero, limpiando delicadamente el ópalo con los dedos, cuando los demás mineros vieron la luz y corrieron hacia allí.
O por lo menos eso hicieron durante los primeros momentos, porque en cuanto estuvieron un poco más cerca fueron aminorando su carrera hasta convertirla en una especie de procesión reverencial.
Por un momento nadie dijo nada. El resplandor verde iluminaba sus caras.
—Bravo, Strewth.
—No hay dinero suficiente para pagarlo, amigo.
—Ojo, ¿eh? Puede que sólo sea un peñasco vidriado y entonces…
—Aun así seguiría valiendo una pasta. Venga, Strewth… Sácalo.
En silencio y atentos contemplaron cómo el pico iba desprendiendo más y más roca y encontraba un borde. Y otro borde.
Los dedos de Strewth empezaron a temblar.
—Con cuidado, amigo… Ahí asoma un lado…
Los mineros dieron un paso atrás cuando los últimos vestigios de tierra fueron apartados. El objeto tenía forma oblonga, aunque el canto inferior era una confusión de polvo y curvas opalinas.
Strewth dio la vuelta a su pico y colocó el extremo del mango sobre el cristal reluciente.
—Cuernos, he de hacerlo —dijo—. Tengo que saberlo…
Golpeó suavemente la roca.
La roca respondió con un eco.
—No puede estar hueco, ¿verdad? —dijo un minero—. Nunca he oído hablar de uno que estuviera hueco.
Strewth cogió una palanca.
—¡Claro que no! Bueno, vamos a…
Con un plin casi imperceptible, un gran fragmento de ópalo se desprendió de la parte inferior. Era tan delgado como una bandeja.
El desprendimiento reveló dos dedos de un pie, que se movieron lentamente dentro del caparazón iridiscente.
—Cuernos —dijo un minero mientras todos empezaban a retroceder—. Está vivo.
Ponder sabía que nunca hubiese debido permitir que Ridcully examinara los escritos invisibles. Después de todo, no dejar que tu jefe sepa qué demonios haces durante todo el día siempre ha sido, es y será un principio básico de las relaciones laborales.
Pero sean cuales sean las precauciones que adoptes, tarde o temprano el jefe acaba husmeando por ahí y empieza a soltar indirectas como «Así que aquí es donde trabajas, ¿eh?», «Juraría que os había enviado una nota de régimen interno sobre el traerse plantas de casa» y «¿Cómo se llama esa cosa que tiene un teclado?»
Y eso fue particularmente problemático para Ponder, porque leer los escritos invisibles era un trabajo delicado y meticuloso, muy adecuado a la clase de temperamento que no se pierde ni una sola retransmisión del Campeonato Mundial de Carreras de Glaciares, dedica sus ratos libres a cuidar bonsáis de montaña o incluso conduce un Volvo. Requería una gran atención. Requería la clase de mente que disfruta montando rompecabezas en una habitación a oscuras. Lo que no requería, en cambio, era la presencia de Mustrum Ridcully.
La hipótesis levantada alrededor de los escritos invisibles era risiblemente complicada. Todos los libros están tenuemente conectados a través del espacio-L y, por consiguiente, el contenido de todo libro jamás escrito o todavía no escrito puede, en las circunstancias adecuadas, ser deducido mediante un estudio concienzudo de los libros ya existentes. Los libros futuros existen en potencia, por así decirlo, de la misma manera en que un estudio suficientemente detallado de una cucharada de la sopa viscosa primordial acabará sugiriendo la existencia futura de los muslitos de cangrejo.
Pero debido a las técnicas primitivas utilizadas hasta el momento, basadas en hechizos tan viejos como el Algoritmo Poco Fiable de Bizcochario, eran necesarios varios años de trabajo para obtener aunque sólo fuese el fantasma de la página de un libro todavía no escrito.
En un momento de inspiración genial, Ponder había encontrado una forma de salvar ese obstáculo mientras estaba dándole vueltas a la máxima «Si todavía no lo has intentado, ¿cómo sabes que no puede hacerse?». Y los experimentos con Maleficio, la máquina pensante de la Universidad, habían revelado que, de hecho, muchas cosas no son imposibles hasta que intentas hacerlas.
Como si fuera uno de esos gobiernos sobrecargados de trabajo que dedica todo su tiempo a promulgar leyes carísimas prohibiendo algo nuevo e interesante después de que la gente haya encontrado una forma de hacerlo, el universo tendía a confiar en que había muchas cosas que nadie intentaría hacer jamás.
Ponder había descubierto que cuando intentas hacer algo no sueles tardar mucho en descubrir que no puede hacerse, pero que antes debe transcurrir cierto tiempo para que ese algo realmente no pueda hacerse…[5] o mejor dicho, para que las leyes de la causalidad —que tienen muchísimo trabajo— puedan venir corriendo y fingir que siempre ha sido imposible hacerlo. Usar a Maleficio para repetir a gran velocidad el intento de muchas formas casi imperceptiblemente distintas produjo un elevado índice de éxitos, y Ponder empezó a componer párrafos enteros en cuestión de horas.
—Así que en realidad es como uno de esos trucos de magia de salón, ¿eh? —había dicho Ridcully—. Lo que hace es quitar el mantel tan deprisa que la vajilla no tiene tiempo de recordar que debe caer al suelo.
Y Ponder, poniendo cara de consternación, había dicho:
—Sí, archicanciller, es exactamente eso. Lo ha expresado usted muy bien.
Y ése había sido el origen de todos los problemas ocasionados por Cómo gestionar dinámicamente a las personas para obtener resultados dinámicos de una, forma dinámicamente eficaz pero humana en un corto período de tiempo. Ponder no sabía cuándo sería escrito aquel libro, y ni siquiera sabía en qué mundo sería publicado, pero resultaba evidente que iba a ser muy popular porque las incursiones aleatorias en el espacio-L solían producir fragmentos suyos. Quizá incluso fuese más de un libro.
Y los fragmentos estaban encima de la mesa de Ponder cuando Ridcully empezó a husmear por ahí.
Por desgracia, y como es habitual en las personas incapaces de hacer las cosas bien, el archicanciller se sentía muy orgulloso de lo bien que sabía hacer las cosas. Confiar la gestión de los recursos humanos a Ridcully equivalía a permitir que el rey Herodes se encargara de organizar los recreos para la Asociación Infantil de Belén.
Su enfoque mental de la cuestión habría podido representarse mediante un gráfico de flujos empresariales coronado por un círculo correspondiente a «Yo, que soy el que manda» unido por una línea a otro círculo, mucho más grande, dentro del que hubiera escrito «Todos los demás».
Hasta entonces el sistema había funcionado bastante bien porque, aunque Ridcully era un administrador imposible, la Universidad era igualmente imposible de administrar y, como consecuencia, todo había ido sobre ruedas.
Y todo habría seguido así si Ridcully no hubiera empezado a desarrollar un repentino Interés por la preparación de paquetes promocionales y, aún peor, las actividades correspondientes a cada cargo.
Runas Recientes había sido uno de los primeros en pasar por aquella terrible experiencia.
—Me llamó a su despacho y me preguntó qué hago exactamente. Es inaudito, ¿verdad? ¿Qué clase de pregunta es ésa? ¡Esto es una Universidad!
—Pues a mí me preguntó si tenía preocupaciones personales —dijo el prefecto mayor—. Francamente, no veo por qué he de contestar a esa clase de preguntas.
—¿Y han visto ese letrerito que ha colocado encima del escritorio? —preguntó el decano.
—¿Se refiere al que pone «Los problemas se originan aquí»?
—No, no. Me refiero al otro, al que pone «Cuando te encuentres con el agua hasta el cuello y veas cocodrilos nadando a tu alrededor, sabrás que hoy es el primer día del resto de tu vida».
—¿Y eso significa…?
—No creo que tenga ningún significado. Me parece que se supone que basta con que sea.
—¿Que sea qué?
—Proactivo, creo. Últimamente Ridcully utiliza mucho esa palabra.
—¿Qué significa?
—Bueno… En favor de la actividad, supongo.
—¿De veras? Qué peligroso. Siempre he tenido muy claro que la inactividad te saca de muchos apuros.
La Universidad no estaba pasando por sus mejores momentos, y las comidas y las cenas eran lo peor. Ponder tendía a quedar aislado en un extremo de la Gran Mesa, ya que se le consideraba el arquitecto involuntario de aquella tendencia repentina por parte del archicanciller a tratar de Convertirlos En Un Equipo Eficaz, Bien Coordinado Y Realmente Temible. Los magos no tenían ninguna intención de ser eficaces o de llegar a estar bien coordinados, pero en cambio el cabreo general estaba empezando a alcanzar niveles preocupantes.
Y para colmo, el repentino Interés por todo lo relacionado con tomarse un interés personal en las cosas que estaba mostrando Ridcully significaba que Ponder tendría que darle algunas explicaciones sobre su nuevo proyecto, y un aspecto de Ridcully que no había cambiado era su horrible costumbre de, o eso sospechaba Ponder, entender deliberadamente mal las cosas.
Ponder siempre se había sentido muy impresionado por el hecho de que el bibliotecario, un simio —por lo menos habitualmente, aunque aquella noche parecía haber decidido ser una mesita ocupada por un servicio de té forrado de piel rojiza—, tuviera una forma tan básicamente humana. De hecho, había muchas cosas que tenían básicamente la misma forma. Casi todo lo que veías a tu alrededor era una especie de tubo complicado provisto de dos ojos y cuatro brazos, patas o alas. O si no eran peces. O insectos. De acuerdo, también podían ser arañas y también había unas cuantas cosas raras como las estrellas de mar y las almejas. Pero aun así, en general la gama de diseños mostraba una sorprendente falta de imaginación. ¿Dónde estaban los monos de seis brazos y seis ojos que hacían piruetas por el dosel verde de la jungla?
Oh, claro, también estaban los pulpos, pero en realidad sólo eran una especie de araña subacuática…
Ponder se había dedicado a inspeccionar el más o menos abandonado museo universitario de Cosas Francamente Poco Usuales, y había hecho un descubrimiento sorprendente. Quien hubiera diseñado los esqueletos de los animales tenía todavía menos imaginación que el encargado de diseñar su exterior. El diseñador de exteriores por lo menos intentó introducir algunas novedades en el departamento de manchas, rayas y pelajes varios, pero el creador de los huesos se había limitado a colocar un cráneo encima de una caja torácica, después de lo cual añadió una pelvis un poco más abajo y unos cuantos brazos y piernas, y luego se tomó el resto del día libre. Ciertas cajas torácicas eran más largas, ciertas patas eran más cortas y ciertas manos se convertían en alas, pero todos los seres vivos parecían basarse en el mismo diseño, con una talla básica agrandada o encogida según los diversos usuarios.
A Ponder no le sorprendió demasiado descubrir que era la única persona a la que todo aquello le parecía muy interesante. Cuando le comentaba a alguien que los peces tenían una forma asombrosamente piscatoria, sólo conseguía que le miraran como a un loco.
La paleontología, la arqueología y el cavar en el suelo no despertaban gran interés entre los magos. Todos opinaban que si algo estaba enterrado sería por alguna razón, y preguntarse cuál podía ser sólo servía para perder el tiempo. No vayas desenterrando cosas por ahí, porque luego quizá no querrán volver a dejarse enterrar.
La teoría más coherente era una que Ponder le oyó exponer a su aya cuando era pequeño. Los monos, afirmaba el aya, eran niñitos malos que no acudían corriendo cuando los llamaban, y las focas eran niñitos malos que se dedicaban a hacer el vago en la playa en vez de estudiar sus lecciones. El aya no había dicho que los pájaros fueran niñitos malos que se acercaron demasiado al borde del acantilado, y en cualquier caso esa explicación parecía más adecuada para las medusas, pero Ponder no podía evitar pensar que, por muy inofensivamente loca que hubiera estado aquella mujer, quizá tuviese su parte de razón.
Ponder había empezado a pasar la mayor parte de sus noches viendo cómo Maleficio examinaba los escritos invisibles en busca de alguna pista. En teoría, y debido a la naturaleza del espacio-L, Maleficio disponía de un acceso ilimitado a absolutamente todo, pero eso sólo significaba que nunca había manera de localizar lo que estuvieras buscando, que es para lo que han sido concebidos los ordenadores.
Ponder Stibbons era uno de esos infortunados que han sido maldecidos con la convicción de que si van averiguando cosas acerca del universo, al final todo acabará teniendo sentido de una manera u otra. La meta es la Teoría del Todo, pero Ponder estaba dispuesto a conformarse con la Teoría del Algo y, a altas horas de la noche, cuando Maleficio parecía deprimido y de mal humor, incluso desesperaba de llegar a obtener una Teoría del Lo-Que-Fuese.
Y a Ponder tal vez le habría sorprendido saber que los magos más veteranos habían acabado aceptando a Maleficio, a pesar de los comentarios como «En mis tiempos pensábamos por nuestra cuenta y sin ayuda de nadie». La hechicería siempre había sido muy competitiva, y aunque la Universidad Invisible estuviera atravesando por un prolongado período de paz y casi hubiera olvidado los pintorescos asesinatos que hicieron de ella un lugar tan emocionante en el pasado, un mago de los niveles superiores siempre desconfiaba de cualquier joven que estuviera haciendo rápidos progresos, ya que tradicionalmente la ruta a la fama de ese joven podía pasar por tu yugular.
Por todo ello, había algo muy reconfortante en el hecho de saber que algunos de los mejores cerebros de la Universidad, que una generación antes habrían estado concibiendo planes realmente apasionantes que incluirían los falsos suelos y el papel de pared explosivo, pasaban noches enteras en el Edificio de Magia de Altas Energías intentando conseguir que Maleficio aprendiera a cantar Lidia, la dama tatuada o dando saltos de alegría cuando, tras seis horas de esfuerzos, lograban que una máquina hiciera algo que cualquier ser humano escogido al azar en la calle habría hecho en cuestión de momentos a cambio de un par de monedas, después de lo cual pedían que les trajeran unas pizzas de plátano con sushi y acababan dormidos encima del teclado. Los magos más veteranos lo llamaban tecnomancia, y el saber que Ponder y sus estudiantes no estaban durmiendo en sus camas hacía que ellos durmieran más tranquilamente en las suyas.
Ponder debía de haberse dormido, porque unos instantes antes de las dos de la madrugada fue despertado por un grito y se dio cuenta de que tenía la cara metida en su cena. Se quitó de la mejilla un trocito de caballa aromatizada con plátano, dejó a Maleficio enfrascado en los suaves chasquidos y crujidos de su rutina y siguió el rastro de los ruidos.
El estrépito acabó llevándole hasta la antesala de las enormes puertas que daban acceso a la Biblioteca. El tesorero yacía en el suelo, y estaba siendo abanicado con el sombrero del prefecto mayor.
—Suponemos que el pobre hombre no podía dormir, archicanciller, y entonces bajó a coger un libro… —estaba diciendo el decano.
Ponder alzó la mirada hacia las puertas de la Biblioteca. Alguien había colocado sobre ellas una gruesa tira de cinta negra y amarilla, jumo con un cartel de «Peligro. No entrar bajo circunstancia ninguna». El cartel había caído al suelo, y las puertas se hallaban entreabiertas. Eso no tenía nada de sorprendente, por supuesto. Cualquier mago que se encontrara ante un cartel del estilo de «No abrir esta puerta. Va en serio, ¿eh? Esto no es una broma. Abrir esta puerta significará el fin del universo», abriría la puerta para averiguar a qué venía tanto jaleo. Eso hacía que los carteles fueran una pérdida de tiempo, pero por lo menos significaba que cuando entregabas lo que quedaba del mago a sus desconsolados familiares podías decir, mientras ellos cogían el recipiente, que se le había advertido que no debía hacerlo.
La oscuridad que se extendía al otro lado del umbral estaba sumida en el silencio más absoluto.
Ridcully extendió un dedo y empujó una de las puertas.
Algo produjo una especie de aleteo detrás del panel de madera y las puertas se cerraron de golpe. Los magos retrocedieron de un brinco.
—¡No lo haga, archicanciller! —exclamó el catedrático de Estudios Indefinidos—. ¡Hace un rato intenté entrar y me encontré con que toda la sección de Ensayos Críticos ha entrado en fase crítica!
Un parpadeo de claridad azulada tembló debajo de las puertas.
En cualquier otro lugar alguien habría podido decir «Sólo son libros. Los libros no son peligrosos». Pero hasta los libros corrientes son peligrosos, y no únicamente los que se titulan Fabrique su propia gelignita siguiendo los procedimientos de los profesionales. Un hombre se sienta en un museo y escribe un libro inofensivo sobre economía política, y de repente millares de personas que ni siquiera lo han leído mueren porque algunos no han entendido el chiste. El conocimiento es peligroso, y ésa es la razón por la que los gobiernos suelen ponerse tan duros con quienes son capaces de tener ideas cuyo calibre rebasa determinado nivel.
Y la Biblioteca de la Universidad Invisible era una biblioteca mágica, construida sobre un retazo de espacio-tiempo realmente minúsculo. Los estantes más lejanos contenían libros que aún no habían sido escritos, y libros que nunca llegarían a escribirse. O por lo menos, no aquí. La Biblioteca tenía una circunferencia de unos centenares de metros, pero su radio carecía de límite conocido.
Y en una biblioteca mágica los libros aprenden los unos de los otros…
—Atacan a cualquiera que entre ahí —gimió el decano—. ¡Sólo el bibliotecario puede controlarlos!
—¡Pero somos una universidad! ¡Debemos tener una biblioteca! —exclamó Ridcully—. Eso añade prestigio a la institución. ¿Qué clase de personas seríamos si nunca pusiéramos los pies en la Biblioteca?
—Estudiantes —dijo el prefecto mayor.
—Ah, todavía me acuerdo de cuando era estudiante —dijo Runas Recientes—. El viejo Horrores Tragallett nos convenció de que debíamos organizar una expedición para encontrar la Sala de Lectura Perdida. Vagamos de un lado a otro durante tres semanas, y al final tuvimos que comernos las botas.
—¿La encontraron? —preguntó el decano.
—No, pero encontramos los restos de la expedición del año anterior.
—¿Y qué hicieron? —También nos comimos sus botas. Un repentino aleteo parecido al que habrían producido muchas tapas de cuero abriéndose y cerrándose frenéticamente llegó hasta ellos desde el otro lado de las puertas.
—Algunos de esos grimorios son realmente feroces —dijo el prefecto mayor—. Pueden arrancarte el brazo de un bocado.
—Sí, pero por lo menos no entienden de picaportes —dijo el decano.
—Si en algún lugar de esa biblioteca hay un libro titulado Picaportes para principiantes, entonces tienen que saber todo lo que se puede llegar a saber sobre los picaportes —dijo el prefecto mayor—. Esos libros… Bueno, digamos que se leen los unos a los otros. El archicanciller miró a Ponder. —¿Qué probabilidades hay de que tengamos un libro de esas características ahí dentro, Stibbons?
—Según la teoría del espacio-L, podemos estar prácticamente seguros de que lo tenemos, señor.
Los magos iniciaron un retroceso colectivo y se fueron alejando de las puertas.
—Esto no puede seguir así —dijo Ridcully—. Tenemos que curar al bibliotecario. Sufre una enfermedad mágica, así que deberíamos encontrar una cura mágica, ¿verdad?
—Eso sería muy peligroso, archicanciller —dijo el decano—. El organismo del bibliotecario está hecho un lío porque se encuentra saturado de influencias mágicas enfrentadas. Si añadiéramos todavía más magia, podría ocurrir cualquier cosa. Su glándula temporal ya está fuera de control.[6] Un poco más de magia y… Bueno, no sé qué podría llegar a suceder.
—Ya lo averiguaremos —dijo Ridcully—. Necesitamos poder entrar en la Biblioteca. Vamos a hacer esto por la institución, decano. Y la Universidad Invisible es más grande que un hombre…
—…mono.
—…mono, gracias, y no debemos olvidar que a la hora de escoger entre «nosotros» y «yo», «nosotros» siempre debe ocupar el primer lugar.
Otro golpe sordo resonó detrás de las puertas.
—En principio, y desde un punto de vista meramente alfabético, no cabe duda de que tiene usted toda la razón —dijo el prefecto mayor—, pero si consulta una lista de pronombres descubrirá que «yo» siempre ocupa el primer lugar. Y además, estoy seguro de que…
—Claro, claro —dijo Ridcully, ignorando aquella última intervención por considerarla parte de la habitual lógica retorcida de la Universidad Invisible—. Supongo que siempre podría nombrar otro bibliotecario…
Debería ser alguien con mucha experiencia que conociera a fondo este sitio. Hmmmm… Vamos a ver, vamos a ver… ¿A alguien se le ocurre algún nombre? ¿Decano?
—¡De acuerdo! —dijo el decano—. Hágalo a su manera, archicanciller. Como de costumbre.
—No podemos hacerlo, señor —se atrevió a decir Ponder.
—¿Oh? —dijo Ridcully—. ¿Se está ofreciendo voluntario para poner un poco de orden en las estanterías, quizá?
—Quiero decir que no podemos usar la magia para cambiarle, señor. Hay un grave problema que nos lo impide.
—Los problemas no existen, señor Stibbons. Sólo existen las oportunidades.
—Sí, señor. Y en este caso la oportunidad consiste en averiguar el nombre del bibliotecario.
Un asentimiento colectivo surgió de los otros magos.
—El muchacho tiene razón —dijo Runas Recientes—. Nadie puede utilizar la magia sobre un mago sin conocer su nombre. Es una regla básica.
—Bueno, le llamamos el bibliotecario —dijo Ridcully—. Todo el mundo le llama el bibliotecario. Es más que suficiente, ¿no?
—Eso sólo describe su trabajo, señor.
Ridcully miró a sus magos.
—Pero alguno de nosotros debe saber cómo se llama, ¿verdad? Oh, venga, me parece que todos tenemos el deber y la obligación de conocer los nombres de nuestros colegas. No creo estar pidiendo algo tan difícil, porque después de todo… —Miró al decano, titubeó y luego dijo—. Eh… ¿decano?
—El bibliotecario lleva mucho tiempo siendo un mono, archicanciller —dijo el decano—. Y en cuanto a sus colegas originales, la mayoría ya no… ya no están con nosotros. Creo recordar que estábamos pasando por uno de esos períodos de droit de mortis[7]
—Sí, pero su nombre tiene que constar en algún registro.
Los magos pensaron en los enormes riscos formados por pilas de papeles que constituían los archivos de la Universidad Invisible.
—El archivista nunca ha dado con él —dijo Runas Recientes.
—¿Quién es el archivista?
—El bibliotecario, archicanciller.
—Pues entonces por lo menos debería figurar en el anuario correspondiente al año de su graduación.
—Es curioso —dijo el decano—, pero todos los ejemplares del anuario correspondiente a esa promoción parecen haber sufrido alguna u otra clase de accidente.
Ridcully se dio cuenta de que el decano había adoptado una expresión particularmente impenetrable.
—¿Se refiere a accidentes como el que determinada página haya sido arrancada y en su lugar sólo haya quedado un tenue olor a plátano?
—Acaba de dar en el blanco, archicanciller.
Ridcully se rascó el mentón.
—Una pauta empieza a salir a la luz —dijo.
—Verán, el bibliotecario sería capaz de hacer cualquier cosa para impedir que alguien averiguara su nombre —dijo el prefecto mayor—. Teme que intentemos volver a transformarle en un ser humano. —Lanzó una mirada significativa al decano, quien se apresuró a poner cara de ofendido—. Ciertas personas han llegado a afirmar que no deberíamos permitir que un mono ocupase el cargo de bibliotecario.
—Me limité a expresar la opinión de que eso va contra las tradiciones de la Universidad Invisible… —repuso el decano.
—Las cuales consisten básicamente en perder el tiempo, celebrar grandes banquetes y gritar un montón de estupideces sobre unas llaves a altas horas de la noche —dijo Ridcully—. Bien, no creo que…
Las expresiones que acababan de aparecer en los rostros de los otros magos le hicieron volverse.
El bibliotecario acababa de entrar en la antesala. Caminaba muy despacio debido a las muchas prendas que se había puesto encima: el volumen de chaquetas y jerseys con el que cargaba era tan elevado que sus brazos, en vez de ser utilizados como pies extra, sobresalían casi horizontalmente a ambos lados del cuerpo. Pero el aspecto más horripilante de aquella aparición era el gorro de lana roja.
El colorido era muy alegre, y la borla de adorno le daba un toque gracioso. El gorro había sido tejido por la señora Panadizo, una auténtica experta en el manejo de las agujas de tejer que solía cometer el pequeño error de no tomar en consideración las medidas exactas del futuro usuario. Los magos a quienes se les había hecho ofrenda de sus creaciones solían descubrir que éstas daban por sentado que sus destinatarios tenían tres tobillos o un cuello de un metro de grosor. La mayoría de las prendas acababan siendo discretamente entregadas a instituciones benéficas. Una de las peculiaridades más admirables de Ankh-Morpork es que por muy deforme que sea una prenda, siempre habrá alguien a quien le vaya bien.
El error cometido por la señora Panadizo en esta ocasión era el de suponer que al bibliotecario, por el que sentía un considerable respeto, le encantaría tener un gorro rojo provisto de borla y faldones laterales para atarse debajo del mentón. Pero el bibliotecario había optado por llevarlos sueltos.
Se detuvo y mostró un rostro lleno de pena hacía los magos. Extendió un brazo, a continuación dijo «k» con un hilo de voz, y después estornudó.
El montón de prendas acabó cayendo al suelo. Cuando los magos las apartaron, se encontraron con un grueso volumen encuadernado en un cuero rojo que tenía un aspecto curiosamente peludo.
—En la tapa pone «Ook» —dijo el prefecto mayor después de unos momentos de silencio y con tono tenso.
—¿No pone quién lo ha escrito? —preguntó el decano.
—Un caballero nunca hace esa clase de preguntas.
—Lo que quiero decir es que así quizá habríamos podido saber cuál es su verdadero nombre.
—¿Y si echamos un vistazo al libro? —preguntó Estudios Indefinidos—. Tal vez haya un índice.
—¿Algún voluntario para echar un vistazo dentro del bibliotecario? —preguntó Ridcully—. Y no se ofrezcan todos a la vez, por favor.
—La inestabilidad mórfica responde al entorno —dijo Ponder—. Eso es muy interesante, ¿verdad? Ahora se encuentra muy cerca de la Biblioteca, así que se convierte en un libro. Podría decirse que es como… como una especie de camuflaje protector. Es como si evolucionara para no desentonar dentro del…
—Gracias, señor Stibbons. ¿Quería decirnos algo o sólo hablaba por hablar?
—Bueno, supongo que podríamos echar un vistazo —dijo Ponder—. Los libros están hechos para abrirlos, ¿no? Incluso tiene un marcador de cuero negro, ¿ven?
—Ah, así que eso es un marcador… —dijo Estudios Indefinidos, que lo había estado contemplando nerviosamente.
Ponder puso la mano sobre el libro. Estaba caliente, y no tuvo que hacer ningún esfuerzo para abrirlo.
No había ni una sola página en blanco, y en todas ponía lo mismo: «ook».
—Buen diálogo, pero la historia es un poco aburrida.
—¡Decano! Le agradecería que se tomara esto más en serio —dijo Ridcully mientras golpeaba el suelo con el pie—. ¿Alguien tiene más ideas?
Los magos se miraron y se encogieron de hombros.
—Bueno, supongo que… —dijo Runas Recientes.
—Sí, Runas… Arnold, ¿verdad?
—No, archicanciller…
—Da igual. Hable, hombre, hable.
—Supongo que… Ya sé que suena ridículo, pero…
—Adelante, hombre. Nos tiene intrigadísimos.
—Supongo que siempre nos queda… Rincewind.
Ridcully le contempló en silencio.
—¿Un tipo flaco? ¿Con una barba despeinada? Un mago, ¿verdad? Un auténtico inútil, ¿no? ¿El que tiene esa especie de caja con piernas?
—Exacto, archicanciller. Bravo, archicanciller. Eh… Estoy seguro de que recordará que Rincewind fue bibliotecario suplente durante un tiempo.
—No, la verdad es que no lo recuerdo, pero siga —dijo Ridcully.
—De hecho, estaba aquí cuando el bibliotecario… se convirtió en el bibliotecario. Y recuerdo que en una ocasión, cuando estábamos observando cómo el bibliotecario le ponía el sello a cuatro libros a la vez, dijo: «Asombroso, sobre todo cuando piensas que nació en Ankh-Morpork.» Estoy seguro de que si alguien conoce el nombre del bibliotecario, ese alguien es Rincewind.
—¡Bueno, pues entonces tráiganlo aquí ahora mismo! Supongo que saben dónde se encuentra ahora, ¿verdad?
—Técnicamente sí, archicanciller —se apresuró a decir Ponder—. Pero, y esto quizá le parezca un tanto extraño, no estamos muy seguros de dónde se encuentra el lugar en que se encuentra ahora.
Ridcully volvió a mirarle fijamente.
—Verá, archicanciller, creemos que Rincewind está en EcksEcksEcksEcks —dijo Ponder—. EcksEcks…
—… EcksEcks, archicanciller.
—Creía que nadie sabía dónde quedaba ese sitio —dijo Ridcully.
—Exacto, archicanciller —dijo Ponder, porque a veces tenías que impulsar a los hechos en varias direcciones hasta que conseguías encontrar una forma de introducirlos en la cabeza de Ridcully.[8]
—¿Y qué está haciendo allí?
—Pues no lo sabemos, archicanciller. Quizá recuerde que Rincewind acabó yendo a parar a ese sitio después de todo aquel asunto agateano…
—¿Y para qué podía querer ir allí?
—No creo que quisiera ir allí —dijo Ponder—. Eh… nosotros le enviamos allí debido a un error trivial en el proceso de taumaturgia bilocacional que cualquiera habría podido cometer.
—Pero creo recordar que fue usted quien lo cometió —dijo Ridcully, cuya memoria era ocasionalmente capaz de dar sorpresas tan desagradables como aquélla.
—Soy un miembro del equipo, señor —dijo Ponder con leve sarcasmo.
—Bueno, si Rincewind no quiere estar allí y nosotros necesitamos que esté aquí, entonces traigámosle de vuel…
El resto de la frase fue engullido no por un ruido sino por una especie de explosión de silencio que, mientras envolvía a los magos, resultó tan opresivo y falto de sonidos que ni siquiera, te dejaba oír los latidos de tu corazón. La Vieja Tom, la campana mágica carente de badajo de la Universidad Invisible, dio las dos de la madrugada desgranando los silencios.
—Eh… no es tan sencillo —dijo Ponder. Ridcully parpadeó.
—¿Por qué no? Tráiganlo aquí mediante la magia. Enviamos a Rincewind allí, así que podemos hacer que vuelva.
—Eh… si quiere que Rincewind vuelva a aparecer en el lugar exacto, necesitaríamos meses de trabajo para calcularlo todo —dijo Ponder—. Si cometemos un error, cuando volviera acabaría llegando dentro de un círculo de unos quince metros de diámetro.
—Eso no es ningún problema, ¿verdad? Con tal que nos mantengamos fuera de la zona de llegada, da igual cuál sea el sitio donde aparezca.
—Me parece que no me ha entendido, señor. Teniendo en cuenta el ruido de fondo que acompaña a todas las transferencias taumatúrgicas y el efecto combinado de la rotación del Disco, podemos estar seguros de que a su llegada el sujeto se vería sometido a un proceso de promediación que abarcaría un área mínima de cien metros cuadrados.
—¿Le importaría repetirlo?
Ponder respiró hondo antes de hablar.
—Lo que quiero decir es que Rincewind acabaría llegando aquí bajo la forma de un círculo de unos quince metros de diámetro.
—Ah. Y en ese caso ya no nos sería de mucha utilidad en la Biblioteca, claro.
—Sólo como marcador de libros de tamaño extra-grande, señor.
—Muy bien. Entonces todo se reduce a una simple cuestión de geografía. ¿A quién tenemos que entienda de geografía?
Los mineros salieron del pozo vertical como hormigas que abandonan un hormiguero en llamas. Se oían golpes sordos procedentes de las profundidades, y el sombrero de Strewth salió disparado por los aires, dio unas cuantas vueltas y volvió a caer.
Después hubo silencio durante un rato y luego, desprendiendo fragmentos como un pollito recién salido del huevo, la cosa emergió del pozo y…
… miró alrededor.
Los mineros, agazapados detrás de varios matorrales y cobertizos, estuvieron seguros de ello a pesar de que el monstruo carecía de ojos visibles.
La cosa se volvió, con sus centenares de piernecitas moviéndose de manera más bien rígida y con cierta dificultad, como si hubieran pasado demasiado tiempo enterradas.
Después, tambaleándose y haciendo eses, empezó a alejarse,
Y muy lejos de allí, el hombre del sombrero puntiagudo salió de su agujero entre el rielar del desierto rojo. Sus manos sostenían un cuenco hecho con corteza. El cuenco contenía montones de vitaminas, proteínas de alto valor nutritivo y grasas esenciales. ¿Ven cómo no ha sido necesario hablar de cositas que se retorcían?
Una hoguera ardía a poca distancia. El hombre colocó el cuenco sobre las llamas, cogió un palo y, tras permanecer inmóvil un momento, empezó a dar saltos alrededor del fuego mientras golpeaba el suelo con el palo y gritaba «¡Ah!». Cuando el suelo hubo quedado suficientemente domesticado para su gusto, el hombre empezó a golpear los arbustos con tanta saña como si acabaran de insultarle a él y a toda su familia, y también utilizó el palo contra un par de árboles.
Finalmente fue hacia un par de rocas planas, las levantó, volvió a gritar «¡Ah!» y amenazó al suelo con las rocas.
Con el paisaje aceptablemente pacificado, el hombre se sentó y se dispuso a tomar su cena antes de que se le escapara.
El sabor recordaba un poco al del pollo. Si estás suficientemente hambriento, casi cualquier cosa puede saberte a pollo.
Y unos ojos le observaron desde la charca cercana. No eran los ojillos diminutos de los insectos y renacuajos que convertían el examen de cada sorbo de agua ingerida en una precaución vital. Aquellos ojos eran mucho más viejos, y en ese momento carecían de todo componente físico.
Un hombre cuya capacidad de encontrar agua se limitaba a examinarse los píes para ver si los tenía mojados llevaba semanas sobreviviendo en aquel país precocinado gracias a que de vez en cuando caía dentro de una charca. Un hombre para el que las arañas eran bichitos inofensivos y sólo había experimentado un par de molestas picaduras. En una ocasión el hombre incluso llegó a la costa y nadó unos metros mar adentro para echar un vistazo a aquellas medusas azules tan bonitas, y sólo recibió un aguijonazo que dejó de dolerle pasados unos días.
La charca burbujeó y el suelo tembló como si, a pesar del cielo despejado, hubiera tormenta en algún sitio.
Eran las tres de la madrugada. Ridcully siempre había sido capaz de prescindir de las horas de sueño de los demás.
La Universidad Invisible era mucho más grande por dentro que por fuera. Miles de años como la más eminente institución de la magia práctica en un mundo donde, en cualquier caso, las dimensiones ya eran básicamente una cuestión de azar, la habían agrandado considerablemente en sitios donde no habría debido tener sitios. Había salas que contenían salas que, si entrabas en ellas, resultaban contener la sala de la que habías salido en primer lugar, lo cual puede llegar a ser un auténtico problema a la hora de formar una fila para bailar la conga.
Y al ser tan grande podía permitirse tener un personal casi ilimitado. El nombramiento era automático o, para ser más exactos, inexistente. Encontrabas una habitación, ibas al comedor a las horas habituales y generalmente nadie se fijaba en ti, aunque siempre podías tener la mala suerte de atraer estudiantes. Y si estabas dispuesto a recorrer las regiones periféricas de la Universidad Invisible durante el tiempo necesario, podías acabar encontrando un experto en cualquier cosa.
Incluso podías encontrar un experto en encontrar expertos. El profesor de Arquitectura Recóndita y Plegado de Mapas en Origami había sido despertado y presentado al archicanciller, quien no lo había visto en su vida, y les había proporcionado un mapa de la Universidad Invisible del que probablemente podrían fiarse durante unos días y que recordaba a un crisantemo sorprendido en el acto de estallar.
Los magos acabaron llegando a una puerta y Ridcully, clavando los ojos en la plaquita de latón que había sobre ella, la fulminó con la mirada como si el pequeño rectángulo metálico acabara de faltarle al respeto.
—«Profesor Egregio de Cruel y Desusada Geografía» —leyó—. Supongo que será él.
—Debemos de haber andado kilómetros —dijo el decano, apoyándose contra la pared—. No reconozco nada de todo esto.
Ridcully miró alrededor. Las paredes eran de piedra, pero en algún momento habían sido pintadas con ese verde institucional que se obtiene cuando una taza de café casi vacía queda olvidada en un rincón durante un par de semanas. Un tablero de anuncios recubierto por un fieltro verde oscuro salpicado de calvas había sido optimistamente adornado con la palabra «Avisos» sujetada mediante una chincheta. Pero a juzgar por su aspecto nunca había habido avisos, y jamás los habría. Un tenue olor a cenas viejas flotaba en el aire.
Ridcully se encogió de hombros y llamó a la puerta.
—No le recuerdo —dijo Runas Recientes.
—Pues yo creo que sí —dijo el decano—. No era un chico muy prometedor. Tenía unas orejas enormes. Pero no se le ve mucho por ahí. Siempre está muy moreno. Curioso, ¿verdad?
—Forma parte del cuadro académico. Si alguien sabe algo sobre geografía, tiene que ser él —dijo Ridcully, y volvió a llamar.
—Quizá haya salido —dijo el decano—. Si quieres llegar a ser un experto en geografía tienes que salir mucho de casa, ¿no?
Ridcully señaló un pequeño artefacto de madera colocado junto a la puerta. Había uno delante del estudio de cada mago. Consistían en pequeños paneles correderos, rodeados por un marco. En ese momento mostraba la palabra presente y, presumiblemente, ocultaba la palabra ausente, aunque con ciertos magos nunca había manera de saber si estaban en casa o habían salido.[9]
El decano intentó correr el panel, pero éste se negó a moverse.
—Tiene que salir de vez en cuando —dijo el prefecto mayor—. Además, a las tres de la madrugada cualquier hombre que tenga dos dedos de frente debería estar en la cama.
—Desde luego —observó el decano.
Ridcully volvió a llamar a la puerta.
—¡Le ordeno que abra! —gritó—. ¡Soy la máxima autoridad de esta institución académica!
La puerta tembló bajo los golpes, pero no mucho. Estaba bloqueada por lo que, después de laboriosos empujes asestados por todos los magos, resultó una enorme montaña de papeles. El decano cogió una hoja que empezaba a amarillear.
—¡Es la nota interna comunicando que se me había nombrado decano! —exclamó—. ¡Ya hace años de eso!
—Pero tiene que salir de vez en… —dijo el prefecto mayor—. Oh, cielos…
Los otros magos acababan de pensar exactamente lo mismo.
—¿Se acuerdan del pobre Wally Sluvver? —murmuró Estudios Indefinidos, mirando alrededor con nerviosismo—. Tres años de clases de licenciatura post mortem.
—Bueno, los estudiantes siempre decían que no hablaba mucho —comentó Ridcully y olisqueó el aire—. Aquí dentro no huele mal. De hecho, huele a aire fresco. Agradablemente salado. Ajá…
Había luz debajo de una puerta al otro extremo de la habitación repleta de muebles, polvo y papeles, y los magos pudieron oír un suave chapoteo.
—Un baño nocturno. Así me gusta —dijo Ridcully—. Bueno, no es necesario que le molestemos. —Empezó a examinar los títulos de los libros que llenaban la habitación—. En algún lugar de este cuarto tiene que haber un montón de información sobre EcksEcksEcksEcks —añadió, cogiendo un volumen al azar—. Bien, empecemos: que cada uno coja un libro.
—¿Y no podríamos pedir que nos trajeran algo para desayunar? —gruñó el decano.
—Es demasiado temprano para desayunar —dijo Ridcully.
—Bueno, pues entonces un poco de cena…
—Es demasiado tarde para cenar.
Estudios Indefinidos paseó la mirada por el resto de la habitación. Una lagartija cruzó una pared a gran velocidad y desapareció.
—Esto está un poco desordenado, ¿no? —dijo, clavando los ojos en el sitio por el que había desaparecido la lagartija—. Todo está lleno de polvo. ¿Qué hay dentro de esas cajas?
—En este lado pone «Rocas» —dijo el decano—. Parece lógico, ¿verdad? Si vas a estudiar los grandes exteriores, hazlo en un sitio donde no tengas que pasar frío.
—Pero ¿qué me dice de las redes de pesca y los cocos?
El decano tuvo que admitir que tenía razón. El estudio estaba muy desordenado incluso para los estándares asombrosamente tolerantes de la hechicería. Cajas llenas de rocas polvorientas ocupaban el escaso espacio que no estaba ocupado por libros y papeles. Todas habían sido etiquetadas con inscripciones como «Rocas de más abajo», «Otras rocas», «Rocas curiosas» y «Probablemente no sean rocas». Ponder, cada vez más interesado, vio que en las etiquetas de algunas cajas ponía «Huesos notables», «Huesos» y «Huesos del montón».
—Me parece que es una de esas personas que siempre andan metiendo las narices donde no deben —dijo Runas Recientes, y husmeó el aire. Después volvió a husmearlo y bajó la mirada hacia el libro que había cogido al azar—. Esto es una colección de calamares prensados —dijo.
—¿De veras? ¿Y qué tal está? De pequeño yo coleccionaba estrellas de mar —dijo Ponder.
Runas Recientes cerró el libro y miró con ceño a Ponder por encima de las tapas.
—Le creo perfectamente capaz de haberlo hecho, jovencito. Y supongo que también coleccionaría viejos fósiles.
—Siempre pensé que los viejos fósiles tenían muchas cosas que enseñarnos —dijo Ponder—. Quizá estaba equivocado —añadió con expresión sombría.
—Bueno, pues yo nunca he creído en todas esas tonterías de animales muertos que se convierten en piedra —dijo Runas Recientes—. Va contra todas las enseñanzas de la razón. ¿Qué cuernos sacan de volverse de piedra?
—¿Y entonces cómo explica la existencia de los fósiles? —preguntó Ponder.
—Ah, pero es que no la explico —dijo Runas Recientes con una sonrisa triunfal—. Al final las explicaciones siempre acaban metiéndote en líos. Las salchichas sin piel no se deshacen, ¿verdad? Bien, ¿y cómo explica usted eso, señor Stibbons?
—¿Eh? Pues yo… ¿Cómo diablos quiere que lo sepa?
—Oh, claro. No lo sabe, pero se considera cualificado para saber cómo fue organizado todo el universo, ¿verdad? De todas maneras, los fósiles no necesitan ninguna explicación: sencillamente están ahí y punto. ¿Por qué tratar de convertirlo todo en un gran misterio? Sí dedica su vida a ir por ahí haciendo preguntas, lo único que conseguirá será perder el tiempo.
—Bueno, ¿y para qué estamos aquí? —preguntó Ponder.
—Ya vuelve a empezar —dijo Runas Recientes.
—Aquí dice que está circundado por el mar —anunció el prefecto mayor, y alzó la cabeza para encontrarse con las miradas de todos los magos—. Me refiero a ese continente llamado EcksEcksEcksEcks —añadió, señalando una página—. Aquí dice: «Es muy poco lo que se sabe sobre él, salvo que está circundado por el mar.»
—Me alegra ver que alguien se acuerda de lo que hemos venido a hacer —dijo Ridcully—. Y en cuanto a ustedes dos, háganme el favor de ser un poco más estudiosos. Bien, bien… Circundado por el mar, ¿eh, prefecto mayor?
—Aparentemente.
—Bien, bien… Sí, parece lógico. ¿Algo más?
—Hace tiempo conocí a una chica que se llamaba Circundada —dijo el tesorero.
—Sir Roderick Purdeigh —dijo el prefecto mayor, pasando las páginas— dedicó muchos años de su vida a buscar ese continente, y acabó afirmando que no existía.
—Era muy alegre. Me parece recordar que se llamaba Circundada Rechónchez. Tenía una cara como un ladrillo.
—Sí, pero en una ocasión el tal Purdeigh consiguió perderse en su dormitorio —dijo el decano, que estaba pasando las páginas de otro libro—. Lo encontraron dentro del armario.
—Me pregunto sí no estaremos hablando de la misma persona… —dijo el tesorero.
—Podría ser, tesorero —dijo Ridcully—. No permitan que tome fruta o azúcar, ¿de acuerdo? —les dijo a los otros magos.
Durante un rato no hubo más sonido que los chapoteos al otro lado de la puerta, el susurro de las páginas y el canturreo inconexo del tesorero.
—Según esta nota de Las vidas más soporíferas de nuestra época, de Wasport —dijo el prefecto mayor, entrecerrando los ojos para leer la minúscula tipografía del volumen—, se encontró con un viejo pescador que le dijo que durante el invierno en aquella tierra la corteza se desprendía de los árboles y las hojas seguían en el árbol.
—Los escritores siempre se están inventando ese tipo de cosas para dar un poco de interés a sus historias —dijo Ridcully—. Si vuelves a casa y lo único que puedes contar es que naufragaste y que te has tirado dos años comiendo caracoles marinos en una isla, nadie te hará mucho caso. Debes adornarlo con memeces sobre hombres que sólo tienen un pie muy grande, la Tierra de las Ciruelas Gigantes y todos esos cuentos para niños.
—¡Caramba! —exclamó Runas Recientes, que había estado absorto en la lectura de un volumen en la otra punta de la mesa—. Aquí dice que los habitantes de la isla de Slakki no llevan ropa y que sus mujeres son de una hermosura incomparable.
—Esa isla debe de ser un sitio horrible —dijo Estudios Indefinidos con tono seco.
—Hay varios grabados.
—Estoy seguro de que ninguno de nosotros siente interés por ese tipo de cosas —dijo Ridcully. Miró al resto de los magos y repitió, esta vez más alto—. Estoy seguro de que ninguno de nosotros siente interés por ese tipo de cosas. ¿Decano? ¡Vuelva aquí ahora mismo y recoja su silla!
—Hay una mención de EcksEcksEcksEcks en el Serpientes de todas las naciones de Wrencher —dijo Estudios Indefinidos—. Aquí dice que el continente tiene muy pocas serpientes venenosas… Oh, también hay una nota a pie de página. —Su dedo descendió por la página—. Dice que las arañas han acabado con la mayoría. Qué curioso, ¿verdad?
—Oh —exclamó Runas Recientes—. Aquí también dice que «Los moradores de la isla de Purdee viven asimismo en un estado natural», y además… —se interrumpió mientras luchaba con los caprichos del estilo antiguo—. Ah, sí: «mas gozan de salud muy buena y son de noble porte y de noble y buena estatura, y son realmente nobiliarios salvajes».
—Déjeme ver eso —dijo Ridcully. El libro recorrió la mesa y el archicanciller frunció el entrecejo—. «Nobiliarios salvajes», ¿eh? Supongo que pensó que estaba abusando un poco de la palabra «noble», y que en realidad quería poner «nobles salvajes». Eso quiere decir que… que te comportas como un caballero o algo por el estilo, o al menos eso creo.
—¿Vas a cazar zorros, te inclinas ante las damas y no le pagas al sastre? ¿Se refiere a ese tipo de cosas?
—No creo que ese tipo le deba mucho dinero a su sastre —dijo Ridcully, echando un vistazo a la ilustración que acompañaba al texto—. Bien, muchachos, vamos a ver qué más podemos encontrar…
—El profesor de geografía se está dando un baño bastante largo, ¿no? —dijo el decano pasados unos momentos—. Quiero decir que… Bueno, soy tan partidario de la higiene como el que más, pero parece decidido a convertirse en una ciruela pasa.
—A juzgar por los ruidos parece estar chapoteando —dijo el prefecto mayor.
—Suena a mar y orilla —exclamó jovialmente el tesorero.
—Por favor, tesorero, tratemos de ser realistas… —dijo Ridcully con tono de cansancio.
—Pues de hecho y ahora que hablamos de ello, me parece que también hay cierto componente gaviotesco —dijo el prefecto mayor.
Ridcully se levantó, fue hacia la puerta del cuarto de baño y alzó el puño para llamar.
—Soy el archicanciller —gruñó, bajándolo—. No he de pedir permiso a nadie para abrir ninguna puerta —añadió, e hizo girar el pomo—. Ahí lo tienen —dijo mientras la puerta se abría ante él—. ¿Lo ven, caballeros? Un cuarto de baño de lo más corriente. Bañera de piedra, grifos de latón, gorro de baño, cepillo de baño con forma de patito… Un cuarto de baño de lo más normal. Este cuarto de baño, y voy a tratar de ser lo más claro posible, no es ninguna playa tropical. No se parece en nada a una playa tropical.
Señaló la ventana abierta del cuarto de baño y el lugar donde las olas se deslizaban lánguidamente hasta acariciar una playa ribeteada de árboles bajo un luminoso cielo azul. Una brisa cálida agitaba las cortinas.
—Eso sí es una playa tropical —dijo—. ¿Lo ven? No hay ninguna similitud.
Después de aquel nutritivo refrigerio que contenía montones de vitaminas y minerales esenciales y, desgraciadamente, montones de sabores, el hombre en cuyo sombrero se leía «Echicero» decidió dedicar un rato a las labores domésticas, o por lo menos a la clase de labores domésticas posibles en ausencia de una casa.
Éstas consistieron en tallar un trozo de madera con un hacha de piedra. El hombre parecía estar fabricando un tablón muy corto, y la rapidez con que trabajaba sugería que no era la primera vez que lo hacía.
Una cacatúa se posó en el árbol que se alzaba encima de él para contemplarle. Rincewind le lanzó una mirada de suspicacia.
Cuando el trozo de madera hubo quedado alisado a su satisfacción, Rincewind puso un pie encima de él y, con cierta dificultad, resiguió los contornos del pie en el suelo con un trozo de madera quemada que sacó de la hoguera. Después repitió la operación con el otro pie, y luego se sentó para seguir trabajando la madera.
El observador de la charca comprendió que el hombre estaba tallando dos planchas con forma de pie.
Rincewind sacó un trozo de cordel de su bolsillo. Había descubierto una liana que, si se le arrancaba la corteza despacio y con cuidado, te producía un sarpullido terrible. Lo que había estado buscando en realidad era una liana que, si le arrancabas la corteza despacio y con cuidado, te proporcionara una especie de cordel, y descubrir la variedad adecuada había requerido varios intentos más y varias clases distintas de sarpullido.
Si hacías un agujero en la suela e introducías en él una lazada de cordel, de tal forma que luego pudieras meter un dedo del pie por la lazada, acababas obteniendo una especie de protocalzado. Dicho calzado te obligaba a arrastrar los píes como si fueras un prehomínido recién bajado del árbol, pero eso también tenía sus ventajas. En primer lugar, el rítmico flop-flop que producías al caminar hacía que cualquier criatura peligrosa con la que estuvieras a punto de encontrarte —y dadas las últimas experiencias de Rincewind, dicha categoría abarcaba a todos los seres vivos— creyese que se le estaban acercando dos hombres en vez de uno. En segundo lugar, y aunque no hubiese forma de salir corriendo con ellos puestos, siempre resultaba fácil salir corriendo de ellos: de esa manera, mientras la oruga o el escarabajo rabiosos todavía estaban contemplando tu calzado y se preguntaban dónde estaba la otra persona, tú ya te habías convertido en un puntito humeante sobre el horizonte abrasador.
Rincewind había tenido que dedicar muchas horas a huir. Cada noche se fabricaba otro par de sandalias, y cada día acababa dejándolas en algún lugar del desierto. Cuando hubo quedado satisfecho de su obra, sacó un rollo de delgada corteza de su bolsillo. Su posesión más preciada, un trocito de lápiz, colgaba de un cordel anudado alrededor del rollo de corteza. Rincewind, que había decidido llevar un diario con la esperanza de que le fuese de alguna ayuda, releyó las últimas entradas.
Probablemente martes: calor, moscas. Cena: hormigas melíferas. Atacado por hormigas melíferas. Me caí en una charca.
Miércoles (a lo mejor): calor, moscas. Cena: bayas de arbusto o excrementos de canguro, no estoy seguro. Perseguido por cazadores, no sé por qué. Me caí en una charca.
Jueves (podría ser): calor, moscas. Cena: lagarto de lengua azul. Agredido por lagarto de lengua azul. Perseguido por otros cazadores. Me caí de un acantilado, reboté en un árbol, un osito de peluche incontinente se me meó encima y acabé dentro de una charca.
Viernes: calor, moscas. Cena: unas raíces que sabían a vómitos. Eso me ahorró tiempo.
Sábado: más calor que ayer, todavía más moscas que de costumbre. Mucha sed.
Domingo: calor. Delirios causados por el calor y las moscas. Nada de nada hasta el horizonte, con arbustos en la nada. Decidí morir, me desplomé, caí rodando por una duna de arena y acabé en una charca.
Rincewind escribió, lentamente y con letra minúscula: «Lunes: calor y moscas. Cena: orugas y bichos.» Después contempló lo escrito. No había nada más que decir.
¿Por qué toda la gente de aquel lugar parecía odiarle? Se encontraba con una pequeña tribu y al principio todos se mostraban muy amistosos. Rincewind reunía un poco de información, empezaba a familiarizarse con algunos nombres e iba adquiriendo un vocabulario, el suficiente para hablar de las cosas normales y cotidianas, como por ejemplo el tiempo que hacía, y entonces de repente le echaban a patadas. Después de todo, ¿quién no hablaba del tiempo de vez en cuando?
Rincewind siempre se había tenido por un hombre de carrera, y estaba orgulloso de serlo. Los Cien Metros, el Kilómetro, la Maratón… Rincewind había corrido todas esas distancias. Cuando se enteró del auténtico significado de la expresión «hombre de carrera» y una vez superada la sorpresa inicial, estuvo igualmente seguro de que no había nacido para ser un hombre de carrera. Pensándolo bien, nadie necesitaba ir a la universidad para ser capaz de dividir el mundo en personas que trataban de matarte y personas que no trataban de matarte. Rincewind estaba sentado junto a la hoguera intentando entablar una sencilla conversación, y de repente todos se ponían furiosos y Rincewind tenía que salir huyendo. Nadie esperaba que la gente empezara a ponerse desagradable meramente porque habías dicho algo como «Parece que hace siglos que no llueve, ¿verdad?»
Suspiró, cogió su palo, le dio una buena somanta a un punto del suelo y después se acostó y se quedó dormido.
De vez en cuando dejaba escapar gritos ahogados y sus piernas se movían como si estuviera corriendo sin moverse, lo cual demostraba que sólo estaba soñando.
Una ondulación recorrió la superficie de la charca, que no era muy grande, apenas un agujero lleno de arbustos abierto entre algunas rocas, y el líquido que contenía sólo podía ser llamado agua porque los geógrafos se negaban a aceptar expresiones como «ciénaga sopera».
Pero aun así onduló, como si algo acabara de caer en su centro. Y lo extraño de las ondulaciones era que no desaparecían cuando llegaban a la orilla de la charca, sino que continuaban por encima de la tierra como círculos de tenue luz blanquecina en continua expansión. Cuando llegaron a Rincewind se rompieron y fluyeron alrededor, con lo que se convirtió en el centro de una serie de líneas concéntricas de puntitos blancos, como sartas de perlas.
Y entonces la charca entró en erupción. Algo ascendió por los aires y se esfumó en la noche.
Aquel algo fue describiendo zigzags, saltando de una roca a la montaña y la charca. Y a medida que el ojo del observador se iba elevando, la franja viajera iluminaba brevemente otras líneas de tenue claridad suspendidas como hilachas de humo, con lo que, visto desde arriba, todo el terreno parecía poseer un sistema circulatorio, o nervios…
Después de haberse alejado mil kilómetros del mago dormido, la línea volvió a entrar en contacto con el suelo, emergió en una cueva y se deslizó sobre las paredes como el haz de un fanal.
Se detuvo delante de un enorme peñasco puntiagudo y luego, como si acabara de tomar una decisión, volvió a ascender hacia el cielo.
El continente fluyó bajo ella mientras regresaba. La luz se hundió en la charca sin producir ningún chapoteo pero, una vez más, tres o cuatro ondulaciones se extendieron sobre las turbias aguas y la arena circundante.
La noche volvió a desplegarse sobre la tierra. Pero entonces una especie de trueno lejano retumbó debajo del suelo. Los arbustos temblaron. Los pájaros despertaron en los árboles y emprendieron el vuelo.
Pasado un rato, unas líneas blancas surgieron de la nada sobre una roca cerca de la charca y empezaron a formar una imagen.
Rincewind había atraído la atención de otro observador aparte de lo que fuera que estaba vigilándole desde la charca.
La Muerte había decidido guardar el reloj de Rincewind en un estante especial de su estudio, tal como haría un zoólogo que no quisiera perder de vista a un espécimen particularmente interesante.
La inmensa mayoría de relojes que medían la vida de las personas tenían la forma que la Muerte consideraba más elegante y adecuada para esa función. Parecían enormes relojes de arena formados por dos cestas para huevos unidas por el centro aunque, como las arenas que medían eran los segundos que componían la vida de una persona, se podía decir que todos los huevos estaban en una sola cesta.
El reloj de Rincewind parecía algo creado por un soplador de cristal que hubiera sufrido un ataque de hipo mientras se encontraba dentro de una máquina del tiempo. A juzgar por la cantidad de arena que contenía —y a la Muerte siempre se le habían dado muy bien esa clase de estimaciones—, Rincewind ya tendría que llevar mucho tiempo muerto. Pero con el paso de los años el cristal había desarrollado extrañas curvas, extrusiones y retorcimientos, y la arena solía fluir hacia atrás, o diagonalmente. Rincewind había sido bombardeado por tanta magia y se había visto violentamente desplazado a través del espacio y el tiempo en tantas ocasiones que incluso había estado a punto de chocar consigo mismo mientras iba en dirección opuesta, por lo que el final exacto de su vida acabó volviéndose tan difícil de localizar como el inicio de un rollo de cinta transparente y pegajosa.
La Muerte estaba familiarizada con el concepto del héroe eterno, el campeón de los mil rostros, y siempre se había abstenido de hacer comentarios al respecto. Había conocido a muchos héroes: generalmente se hallaban rodeados por, y esto era importante, los cadáveres de casi todos sus enemigos y se estaban preguntando qué demonios había ocurrido. En cuanto a si existía o no alguna clase de acuerdo que les permitiera volver posteriormente, ése era un tema sobre el que la Muerte prefería guardar silencio.
Pero se había preguntado en más de una ocasión si, en el caso de que dicho ser existiera, no tendría una especie de contrapeso equilibrador en la figura del cobarde eterno. ¿El héroe de las mil espaldas entrevistas mientras huía, tal vez? Muchas culturas tenían alguna leyenda sobre un héroe que no podía morir y que algún día volvería a alzarse de la tumba, así que quizá el equilibrio de la naturaleza requería la existencia de uno que no volviera.
Fuera cual fuese la verdad oculta detrás de la cuestión, el hecho era que la Muerte no tenía ni idea de cuándo iba a morir Rincewind. Para una criatura que se sentía tan orgullosa de su puntualidad, eso resultaba molesto e irritante.
La Muerte se deslizó a través del vacío aterciopelado de su estudio hasta que llegó al modelo del Mundo Disco, que en realidad quizá no fuera un modelo.
Dos órbitas carentes de ojos bajaron la mirada.
—MUESTRA —dijo la Muerte.
Los metales y piedras preciosas se esfumaron. La Muerte vio corrientes oceánicas, desiertos, bosques, masas de nubes que desfilaban por el cielo como manadas de búfalos albinos…
—MUESTRA.
El ojo de la observación describió una curva y se sumergió en el mapa viviente, y una mancha rojiza creció en las aguas de un mar turbulento. Viejas cordilleras fluyeron velozmente junto a él, y desiertos de roca y arena se perdieron en la lejanía.
—MUESTRA.
La Muerte contempló la figura dormida de Rincewind. De vez en cuando, una sacudida repentina hacía vibrar las piernas del durmiente.
—HUMMM.
La Muerte sintió que algo trepaba por la espalda de su túnica, se detenía durante unos momentos sobre su hombro y saltaba. Un diminuto esqueleto de roedor envuelto en una túnica negra aterrizó en el centro de la imagen y empezó a golpearla frenéticamente con su minúscula guadaña mientras chillaba nerviosamente.
La Muerte cogió a la Muerte de las Ratas por el capuchón y la alzó para inspeccionarla.
—NO, NO LO HACEMOS DE ESA MANERA.
La Muerte de las Ratas se debatió frenéticamente.
—¿cuic?
—PORQUE VA CONTRA LAS REGLAS —dijo la Muerte—. LA NATURALEZA DEBE SEGUIR SU CURSO.
Volvió a bajar la mirada hacia la imagen como si acabara de tener una idea, y dejó en el suelo a la Muerte de las Ratas. Después fue a la pared y tiró de un cordón. Una campana repicó en la lejanía.
Pasado un rato, un anciano entró con una bandeja.
—Le pido disculpas, amo. Estaba limpiando el baño.
—¿DECÍAS ALGO, ALBERT?
—Que por eso me he retrasado con su té, señor —dijo Albert.
—OH, NO IMPORTA. DIME QUÉ SABES ACERCA DE ESTE SITIO.
El dedo de la Muerte rozó el continente rojo. Su sirviente se inclinó sobre la imagen.
—Oh, ese sitio —dijo Albert—. Cuando vivía lo llamábamos «Terror Incógnita», amo. Nunca llegué a ir allí. Las corrientes, ya sabe… Muchos pobres marineros han acabado llegando a sus costas fatales en vez de caerse por el Borde, y supongo que lo han lamentado después. Más pelado que un hues… Peladísimo, amo, o eso dicen. Y muy seco, y más caliente que la parrilla de un demo… Muy caluroso, también. Pero supongo que usted habrá ido allí en alguna ocasión, ¿verdad?
—OH, SÍ. PERO YA SABES QUE CUANDO VAS A UN SITIO POR CUESTIONES DE NEGOCIOS APENAS TIENES TIEMPO DE VER EL PAISAJE…
La Muerte señaló la gran espiral de nubes que giraban lentamente alrededor del continente, como chacales describiendo cautelosos círculos alrededor de un león agonizante que, aunque parecía estar acabado, quizá aún fuera capaz de asestar un último mordisco.
—QUÉ EXTRAÑO —dijo—. UN ANTICICLÓN PERMANENTE. Y DENTRO DE ÉL, UNA INMENSA TIERRA SERENA QUE NUNCA VE UNA SOLA TORMENTA. Y SOBRE LA QUE NUNCA CAE UNA GOTA DE LLUVIA.
—Buen sitio para unas vacaciones, entonces.
—VEN CONMIGO.
La Muerte y Albert, seguidos por la Muerte de las Ratas, entraron en la inmensa biblioteca de la Muerte. En las alturas, cerca del techo, había nubes.
La Muerte extendió una mano.
—QUIERO UN LIBRO SOBRE LAS CRIATURAS PELIGROSAS DE CUATROECKS… —dijo.
Albert miró hacia arriba y se apresuró a lanzarse al suelo, sufriendo sólo contusiones leves porque había sido suficientemente previsor para hacerse una bola.
Cuando volvió a hablar pasado un rato, la Muerte lo hizo en voz más baja.
—ALBERT, TE AGRADECERÍA QUE ME ECHARAS UNA MANO.
Albert se levantó del suelo y empezó a tirar de algunos de los grandes volúmenes, consiguiendo finalmente apartar los suficientes para que su amo pudiera volver a moverse.
—HUMMM…
La Muerte cogió un libro al azar y leyó la cubierta.
—MAMÍFEROS, REPTILES, ANFIBIOS, AVES, PECES, MEDUSAS, INSECTOS, ARAÑAS, CRUSTÁCEOS, HIERBAS, ÁRBOLES, MUSGOS Y LIQÚENES PELIGROSOS DE TERROR INCÓGNITA —leyó. Su mirada descendió por el lomo del libro—. VOLUMEN 29C —añadió después—. OH. TERCERA PARTE. COMPRENDO. —Alzó la mirada hacia los estantes que les escuchaban en silencio—. ¿SIMPLIFICARÍA TAL VEZ LAS COSAS EL QUE ME LIMITARA A SOLICITAR UNA LISTA DE LAS CRIATURAS INOFENSIVAS DEL CONTINENTE ANTES MENCIONADO?
Esperaron.
—BIEN, AL PARECER…
—No, amo, espere. Ya llega.
Albert señaló algo blanco que surcaba el aire en un perezoso zigzag. Finalmente la Muerte alzó la mano y cogió la hoja de papel.
La leyó atentamente, y después la volvió por si acaso había algo escrito en el dorso.
—¿Puedo? —preguntó Albert.
La Muerte le pasó la hoja de papel.
—«Algunas de las ovejas» —leyó Albert en voz alta—. Oh, bueno. En ese caso, quizá sería mejor pasar una semana en la costa.
—QUÉ SITIO TAN INTERESANTE —dijo la Muerte—. ENSILLA AL CABALLO, ALBERT. TENGO LA SEGURIDAD DE QUE MI PRESENCIA SERÁ NECESARIA.
—cuic —dijo la Muerte de las Ratas.
—¿CÓMO HAS DICHO?
—Ha dicho «Calma y tranquilidad», amo —dijo Albert.
—¿DE VERAS? PUES NO ENTIENDO POR QUÉ DICE ESO.
Cuatro colosales erupciones de silencio se deslizaron sobre la ciudad cuando la Vieja Tom, majestuosa como siempre, no dio la hora.
Unos sirvientes estaban empujando un carrito por el pasillo. El archicanciller había acabado cediendo, y el desayuno adelantado no tardaría en llegar. Ridcully bajó su cinta métrica.
—Volvamos a intentarlo, ¿de acuerdo?
Salió de la ventana y recogió una concha de la arena calentada por el sol. Después volvió a entrar en el cuarto de baño y fue hacia la puerta que había junto a la ventana.
La puerta daba a un patio de luces lleno de moho, humedad y musgos que permitía que un poco de mugrienta claridad diurna de segunda mano acabase llegando a aquellos pisos tan horriblemente oscuros. La nieve también intentaba llegar hasta ellos, pero de momento sólo había conseguido introducir unos copos.
La ventana de aquel lado relucía como un charco de aceite negro bajo la luz que surgía de la puerta.
—Muy bien, decano —dijo Ridcully—. Meta su cayado y muévalo de un lado a otro.
Los magos contemplaron la superficie recorrida por suaves ondulaciones de la que habría tenido que estar sobresaliendo más de un metro de madera sólida.
—Bien, bien, bien —dijo el archicanciller, abandonando el aire frío y volviendo a entrar—. ¿Saben que es la primera vez que veo uno?
—¿Alguien se acuerda de las botas del archicanciller Bewdley? —preguntó el prefecto mayor mientras se servía cordero frío del carrito—. Bewdley cometió un error, y una de esas cosas apareció de repente justo en su bota izquierda. El pobre lo pasó francamente mal. ¿Cómo vas a ir por ahí teniendo un pie en otra dimensión?
—Bueno, no… —dijo Ridcully, contemplando la escena tropical y golpeándose pensativamente el mentón con la concha.
—Para empezar, no puedes ver encima de qué estás andando —dijo el prefecto mayor.
—Una vez apareció uno en un sótano, por sí solo y sin que nadie hubiese hecho nada —dijo el decano—. Sólo era un agujero redondo de color negro, pero cualquier cosa que metieras dentro de él sencillamente desaparecía. Se lo tragaba todo, así que Ceravieja ordenó que construyeran un retrete encima del agujero.
—Buena idea —dijo Ridcully, todavía con aire pensativo.
—A nosotros también nos lo pareció hasta que descubrimos que en los desvanes había aparecido otro agujero. Resultó ser el otro lado del mismo agujero. Seguro que no necesitan que les haga un dibujo, ¿verdad?
—¡Nunca había oído hablar de estas cosas! —exclamó Ponder Stibbons—. ¡Las posibilidades son asombrosas!
—Eso es lo que dice todo el mundo cuando oye hablar de ellos por primera vez —dijo el prefecto mayor—. Pero cuando lleves tanto tiempo siendo mago como yo, muchacho, comprobarás que si descubres algo que ofrece posibilidades asombrosas para la mejora de la condición humana, lo más aconsejable es echarle tierra encima y fingir que nunca ha ocurrido.
—Pero si pudieras conseguir que uno de esos agujeros apareciese justo encima de otro, entonces podrías tirar algo dentro del agujero de abajo y saldría por el agujero de arriba y volvería a caer dentro del de abajo. Alcanzaría una velocidad meteorítica y la cantidad de energía que podrías llegar a generar sería…
—Eso es aproximadamente lo que ocurrió entre el sótano y el desván —dijo el decano, cogiendo un muslo de pollo del carrito—. Y demos gracias de que existe algo llamado fricción del aire.
Ponder metió cautelosamente la mano por la ventana y sintió el calor del sol.
—¿Y nadie los ha estudiado nunca? —preguntó.
El prefecto mayor se encogió de hombros.
—¿Estudiar el qué? Sólo son agujeros. Cuando un montón de magia se acumula en un sitio, tarde o temprano acaba abriéndose paso a través del mundo como una bola de acero caliente a través de la grasa de cerdo. Si se encuentra con el borde de algo, se mete dentro de ese algo y lo llena.
—Puntos de tensión en el continuo espaciotemporal… —dijo Ponder—. Tiene que haber centenares de usos posibles…
—Ah, claro. No me extraña que nuestro egregio profesor siempre esté tan moreno —dijo el decano—. A mí me parece que ha estado haciendo trampas. El acceso a la geografía debería resultar difícil, ¿verdad? Lo que estoy diciendo es que no deberías tenerla justo en el alféizar de tu ventana, y no sé si me explico… Nadie debería poder llegar a ella escapándose de la Universidad por un pasaje secreto.
—Bueno, pero en realidad él no ha hecho eso —dijo el prefecto mayor—. Lo único que ha hecho ha sido ampliar un poco su campo de estudios.
—Oigan, ¿creen que ese sitio podría ser EcksEcksEcksEcks? —preguntó el decano—. Tiene un aspecto muy extranjero.
—Bueno, no cabe duda de que hay mar —dijo el prefecto mayor—. Pero ¿les parece que está circundando?
—Eh… Yo diría que lo único que hace es… moverse y salpicar un poco, ¿no?
—No entiendo mucho de estas cosas, pero supongo que un mar que circundara algo debería tener un aspecto más… más desafiante —dijo Runas Recientes—. Ya saben a qué me refiero, ¿no? Olas atronadoras y todas esas cosas. Debería enviar un mensaje muy claro para que todos los forasteros supieran que estaba circundando esta costa y que exigía ser tratado con todo el respeto debido.
—Quizá podríamos ir allí e investigar un poco —dijo Ponder.
—Si lo hacemos ocurrirá algo terrible —vaticinó el prefecto mayor con voz lúgubre.
—Pues al tesorero no le ha ocurrido nada terrible —dijo Ridcully.
Los magos se agruparon alrededor de él. Una silueta que se había subido la túnica por encima de las rodillas permanecía inmóvil entre las olas. Unos cuantos pájaros trazaban círculos sobre su cabeza. Las palmeras ondulaban detrás de ella.
—Oh, vaya —dijo el prefecto mayor—. Seguro que ha decidido echar un vistazo cuando no estábamos mirando.
—¡Tesorero! —gritó Ridcully.
La silueta no se volvió hacia ellos.
—No es que quiera armar jaleo, entiéndanme —dijo Estudios Indefinidos mientras lanzaba miradas entre melancólicas y anhelantes a la playa bañada por el sol—, pero en mi dormitorio hace un frío horrible y anoche había escarcha en mi edredón. Después de todo, un paseito bajo los rayos del sol no puede hacernos ningún daño.
—¡Hemos venido aquí para ayudar al bibliotecario! —repuso secamente Ridcully.
El volumen titulado Ook estaba dejando escapar suaves ronquidos.
—Pues precisamente por eso. El pobre chico estaría más a gusto entre esos árboles de ahí abajo.
—No estará pensando en dejarlo encajado entre un par de ramas, ¿verdad? —dijo el archicanciller—. Todavía no ha dejado de ser La historia de Ook.
—Ya sabe en qué estaba pensando, Mustrum. Un día junto al mar le sentaría mucho mejor que… que un día junto al mar visto desde una ventana. Salgamos fuera, ¿de acuerdo? Me estoy congelando.
—¿Se ha vuelto loco? ¡Podría haber monstruos terribles! ¡Mire a ese pobre tipo de pie allí donde rompen las olas! Ese mar probablemente está lleno de…
—Tiburones —dijo el prefecto mayor.
—¡Exacto! —exclamó Ridcully—. Y…
—Barracudas —dijo el prefecto mayor—. Merlines. Peces espada. Yo diría que estamos viendo algún lugar en los alrededores del Borde. Los pescadores dicen que ahí hay peces que pueden arrancarte el brazo de un mordisco.
—Exacto —dijo Ridcully—. Exacto…
Su voz acababa de experimentar un cambio pequeño pero significativo. Todos habían visto los peces disecados que adornaban las paredes del archicanciller. Ridcully era capaz de cazar cualquier cosa. El único gallo que seguía lanzando su llamada matutina en un radio de doscientos metros alrededor de la Universidad Invisible había tenido que buscar un carro debajo del que esconderse para poder abrir el pico.
—Y esa jungla —dijo el prefecto mayor, olfateando el aire—. Tiene un aspecto peligroso, ¿no? Ahí dentro podría haber cualquier cosa. Cualquier cosa letal, quiero decir… Tigres, gorilas y piñas. Yo no me acercaría a ella. Estoy con usted, archicanciller. Prefiero congelarme aquí a tener que mirar a los ojos a algún devorador de hombres rabioso.
Los ojos de Ridcully brillaban con una nueva luz. El archicanciller se acarició pensativamente la barba.
—Tigres, ¿eh? —dijo. Luego su expresión cambió—. ¿Piñas?
—Letales —dijo el prefecto mayor con firmeza—. Una de ellas acabó con mi tía. No conseguimos sacársela de dentro. Yo le había dicho que las piñas no se comen así, pero ¿creen que me escuchó? ¡Oh, no, claro que no!
El decano lanzó una rápida mirada de soslayo al archicanciller. Era la mirada de un hombre que tampoco quiere pasar otra noche en un dormitorio helado, y que acaba de descubrir dónde se encuentran las palancas que debe accionar.
—Secundo la moción, Mustrum —dijo—. Quien quiera ver cómo me meto por un agujero abierto en el espacio que lleva a una playa soleada con un mar lleno de peces y una jungla repleta de trofeos de caza, ya puede esperar sentado. No sé qué harán ustedes, pero yo me vuelvo a mi querida camita helada. ¿Archicanciller?
—Creo que… —empezó Ridcully.
—¿Sí?
—Almejas —dijo el prefecto mayor meneando la cabeza—. Parece el tipo de playa ideal para esos demonios. Pregúntenselo a mi prima. Pero antes tendrán que encontrar una buena médium, claro. No deberían estar rezumando esa cosa verde, le dije. No deberían desprender burbujitas, le dije. Pero ¿creen que me escuchó?
El archicanciller había pasado a engrosar las filas de los que no estaban dispuestos a escucharle.
—Piensan que llevarle ahí es justo lo que le conviene al bibliotecario en estos momentos, ¿verdad? —preguntó—. Un par de horas bajo el sol serían el tónico ideal para nuestro pobre amigo, ¿eh?
—Sí, pero supongo que todos estaríamos dispuestos a protegerle, ¿verdad, archicanciller? —preguntó inocentemente el decano.
—Pues claro que sí. En realidad no había pensado en eso —dijo Ridcully—. Hmmm, sí. Una cuestión importante, desde luego. Que me traigan la ballesta de veinticinco kilos con las flechas especiales anticorazas y el equipo de taxidermia casera. Ah, y las diez cañas de pescar. Y las cuatro cajas de sedales y cebos. Y la balanza industrial.
—Buena idea, archicanciller —dijo el decano—. Cuando se sienta mejor, el bibliotecario quizá quiera darse un baño.
—En ese caso, creo que iré a coger mi thaumodolito y mis cuadernos de anotaciones —dijo Ponder—. Los necesitaremos para averiguar dónde estamos. Supongo que ese sitio podría ser EcksEcksEcksEcks, después de todo. Tiene un aspecto muy extranjero.
—Bien, en ese caso iré a coger mi prensa de reptiles y mi herbario —dijo Estudios Indefinidos, que por fin había entendido a dónde querían ir a parar—. Apuesto a que las plantas de ese lugar pueden enseñarnos muchas cosas.
—Y yo haré cuanto esté en mis manos para estudiar a cualquier pueblo primitivo vestido con falditas de hierba que pueda haber por ahí —añadió el decano con un brillo de cortadora de césped en los ojos.
—¿Y usted, Runas? —preguntó Ridcully.
—¿Yo? Oh… esto… —Runas Recientes miró a sus colegas, que le dirigían frenéticos asentimientos—. Eh… obviamente sería un buen momento para leer esos libros que he ido guardando por ahí.
—Perfecto —dijo Ridcully—. Porque no, y quiero dejarlo muy claro, no vamos a hacer esto para disfrutar de la experiencia. ¿Ha quedado entendido?
—¿Y qué pasa con el prefecto mayor? —preguntó aviesamente el decano.
—¿Yo? ¿Disfrutar de la experiencia? Pero si incluso podría haber camarones —dijo, poniendo cara de horror.
Ridcully titubeó. Cuando miró a los otros magos, éstos se encogieron de hombros.
—Oiga, viejo amigo —acabó diciendo Ridcully—, creo que he entendido lo de las almejas, y digamos que he acabado formándome una imagen mental de lo que ocurrió entre su abuela y la piña…
—Mi tía.
—… su tía y la piña, sí, pero ¿qué puede haber de mortífero en los camarones?
—Pase por debajo de una grúa que esté descargando cajas de camarones justo cuando se les caiga una y lo sabrá, y luego dígame si le ha gustado —dijo el prefecto mayor—. ¡Puedo asegurarle que a mi tío no le gustó nada!
—Bien, creo que lo he entendido. Precaución de seguridad muy importante que todos debemos adoptar: mantenerse alejado de cualquier caja —dijo Ridcully—. ¿Comprendido? ¡Pero no hemos venido aquí a disfrutar de unas vacaciones! ¿Me han entendido todos?
—Absolutamente —dijeron los magos al unísono.
Todos le habían entendido.
Rincewind despertó aullando. Así ya tenías una cosa hecha y ahorrabas tiempo.
Y después vio al hombre que le estaba observando.
Estaba sentado con las piernas cruzadas, dando la espalda al amanecer. Era negro: no marrón o negro azulado, sino negro como el espacio. Aquel lugar cocía a las personas.
Rincewind se incorporó y pensó en coger su palo, pero enseguida se lo pensó mejor. El hombre tenía un par de lanzas clavadas en el suelo y allí todo el mundo era un auténtico experto en el uso de la lanza, porque si no adquirías eficiencia en lo referente a darle a las cosas que se movían deprisa, entonces tenías que comerte las cosas que se movían despacio. También empuñaba un bumerang, y no era uno de esos modelos de juguete que volvían. Aquel bumerán pertenecía a la variedad pesada, grande y suavemente curvada que no volvía porque se quedaba atascada en la caja torácica de alguien. La idea de usar armas de madera dejaba de parecerte risible en cuanto veías la clase de madera que crecía por allí.
El bumerán había sido pintado con franjas de todos los colores, pero conservaba el aspecto de ser una herramienta de uso cotidiano.
Rincewind intentó parecer inofensivo, lo cual no requería un gran esfuerzo por su parte.
El observador siguió contemplándole en un silencio expectante. Y Rincewind procedía de una cultura en la que, si no había nada que decir, decías algo.
—Esto… —dijo Rincewind—. Yo… gran tipo… tipo… pertenece… Maldición, ¿cómo se dice…? —Se dio por vencido y alzó la mirada hacia el cielo azul—. Parece que vamos a tener otro día magnífico —añadió.
El hombre pareció suspirar, metió el bumerán debajo de la tira de piel de animal que era su cinturón y, de hecho, la totalidad de su atuendo, y se puso en píe. Después recogió un saco de cuero, se lo colgó de un hombro, cogió las lanzas y, sin mirar atrás, echó a andar hacía una roca.
A cualquier persona ese comportamiento le habría resultado grosero, pero Rincewind siempre se alegraba de ver alejarse a un individuo bien armado. Se frotó los ojos y empezó a pensar en la horrible tarea de capturar el desayuno.
—¿Te apetecen algunos bichos? —La voz fue casi un susurro.
Rincewind miró alrededor. No muy lejos de allí estaba el agujero del que había sido extraída la cena de anoche. Aparte de eso, hasta el horizonte no había nada salvo matorrales polvorientos y rocas rojizas recalentadas.
—Me parece que ya no deben de quedar muchos —dijo con un hilo de voz.
—Te equivocas, amigo. Voy a contarte el secreto de cómo encontrar manduca en los arbustos. Si sabes dónde buscar, siempre conseguirás darte un buen banquete.
—¿Cómo es que hablas mi lengua, voz misteriosa? —preguntó Rincewind.
—No lo hago. Tú me estás escuchando en la mía. Hay que alimentarte como es debido. Y con unas cuantas canciones, acabarás convertido en un auténtico buscador de manduca.
—Adoro los bichos —dijo Rincewind.
—Quédate donde estás y no te muevas.
Y entonces la voz invisible pareció canturrear muy suavemente a través de una nariz igualmente invisible.
Rincewind era, después de todo, un mago. No era muy buen mago, pero era muy receptivo a la magia. Y el canto estaba produciéndole unos efectos muy raros.
El vello de las manos se le erizó, y empezó a sudarle la nuca. Después notó una especie de chasquido en los oídos y, lentamente, el paisaje empezó a girar a su alrededor.
Bajó la mirada hacia el suelo. Allí estaban sus pies —o por lo menos Rincewind estaba casi seguro de que aquellos pies eran suyos—, firmemente plantados en el suelo rojizo, y no se movían. Pero las cosas se movían a su alrededor. Rincewind no estaba mareado pero, a juzgar por su comportamiento, el paisaje sí lo estaba.
El cántico cesó de repente. Después hubo una especie de eco que parecía proceder del interior de la cabeza de Rincewind, como si las palabras sólo hubieran sido la sombra de algo más importante.
Rincewind cerró los ojos y luego volvió a abrirlos.
—Eh… bonito —dijo—. Muy… pegadizo.
No podía ver a su interlocutor, por lo que empleó la clase de cautelosa cortesía con la que nos dirigimos a una persona armada que se encuentre justo detrás de nosotros.
Rincewind se volvió.
—Bueno, supongo que… que has tenido que ir a algún sitio, ¿verdad? —le preguntó al aire—. Eh… esto… ¿Hola?
Incluso los insectos se habían callado.
—Eh… Bien, yo… ¿No habrás visto por casualidad una caja con piernas que va de un lado a otro?
Rincewind intentó atisbar si había alguien escondido detrás de un arbusto.
—Bueno, da igual. No tiene importancia. Es sólo que mi ropa interior limpia está en esa caja.
El silencio, tan ilimitado como elocuente, le dejó muy claro lo que opinaba el universo de la ropa interior limpia.
—Bien, bien… Así que voy a saber cómo encontrar comida entre los arbustos, ¿eh? —se atrevió a preguntar. Alzó la mirada hacia los árboles más cercanos, que parecían estar tan vacíos de frutos como antes, y se encogió de hombros—. Qué tipo tan extraño.
Rincewind fue hacia una piedra plana y, manteniendo en alto un palo por si algo saltaba desde debajo de la piedra, la levantó.
Debajo había un bocadillo de pollo.
Y sabía a pollo.
A cierta distancia de allí, un dibujo se fundió con la piedra detrás de las rocas que había junto a la charca.
Aquél era otro desierto y se encontraba en otro lugar. Estuvieras donde estuvieras, aquel sitio siempre estaría en otro lugar. Era uno de esos sitios tan alejados de todo que ningún viaje concebible puede llevarte hasta ellos pero, al mismo tiempo, posiblemente estuviera tan cerca como el otro lado de un espejo, o quizá sólo se encontrara a un suspiro de distancia.
Allí no había sol en el cielo, a menos que todo el cielo —que ardía con una claridad amarilla— fuera sol. El desierto seguía siendo arena rojiza, y estaba lo bastante caliente para quemar.
Un garabato que pretendía representar a un hombre apareció en una roca. Después, capa a capa y gradualmente, se fue volviendo más complejo, como si una mano invisible estuviera intentando dibujar huesos, órganos, un sistema nervioso y un alma.
Y el hombre salió de la roca y dejó en el suelo su saco que, allí, parecía pesar mucho más. Después estiró los brazos y se estrujó los nudillos hasta hacerlos crujir.
Por lo menos allí podía hablar normalmente. Cuando se encontraba en el mundo de las sombras no se atrevía a alzar la voz, porque siempre había la posibilidad de que al hacerlo también alzara unas cuantas montañas.
Pronunció una palabra que, al otro lado de la roca, había sacudido los árboles y creado praderas. En el lenguaje verdadero de las cosas que hablaba el anciano, la palabra significaba algo como Bromista. El Bromista aparece en muchos sistemas de creencias, pero la alegre jovialidad sugerida por dicho nombre puede inducir a error. Los Bromistas poseen ese robusto sentido del humor que es capaz de colocar una mina debajo de un cojín para provocar unas cuantas carcajadas.
Un pájaro blanco y negro surgió de la nada y se posó en su cabeza.
—Ya sabes qué has de hacer —dijo el anciano.
—¿Él? Menudo wonga —dijo el pájaro—. Le he estado observando. Ni siquiera es heroico. Simplemente está en el lugar adecuado en el momento adecuado.
El anciano le indicó que ésa tal vez fuera la definición del héroe.
—De acuerdo, pero ¿por qué no te encargas de todo personalmente? —preguntó el pájaro.
—Los héroes son necesarios —dijo el anciano.
—Y supongo que yo tendré que ayudar —dijo el pájaro y soltó un bufido, cosa nada fácil cuando has de expulsarlo a través de un pico.
—Exacto. Vete.
El pájaro se encogió de hombros, cosa nada difícil si tienes alas, y alzó el vuelo. No se posó sobre la roca sino que entró en ella: por un momento el dibujo de un pájaro fue visible sobre la roca, y después desapareció.
Los creadores no son dioses. Dan forma a los sitios, lo que no es nada fácil. Son los hombres quienes dan forma a los dioses, lo que explica muchas cosas.
El anciano se sentó y esperó.
Cuando un mago tiene que enfrentarse al concepto del traje de baño, enseguida empieza a ponerse nervioso. ¿Por qué no han sido un poco más generosos con la tela?, preguntará. ¿Dónde voy a meter los bordados dorados? ¿Cómo se puede ir por el mundo sin un traje que disponga de un mínimo de cuarenta bolsillos útiles? ¿Y qué pasa con los símbolos arcanos hechos con lentejuelas? No parece haber ningún sitio para ellos. Y, ya puestos a preguntar, ¿dónde están las solapas?
Y también está el concepto del área corporal, claro. Es de vital importancia que la porción de mago cubierta por las ropas sea lo más grande posible, porque así se evita que los caballos y las personas sensibles se asusten. Puede que en algún lugar haya magos jóvenes y robustos con músculos tan sólidos como tablones y la piel del color del cobre, pero no después de sesenta años de cenas en la Universidad Invisible. Gracias a dichas cenas los magos de los niveles superiores van adquiriendo lo que ellos creen se conoce como gravitas pero que, en realidad y para ser más exactos, debe ser llamado gravedad.
Además, para separar a un mago de su sombrero puntiagudo hay que emplear maquinaria pesada.
El catedrático de Estudios Indefinidos lanzó una mirada de soslayo al decano. Los dos lucían una amplia gama de prendas, en las que predominaban las franjas rojas y blancas.
—¡El último en tirarse al agua se quedará solo en la playa durante unos momentos! —gritó Estudios Indefinidos.[10]
En el extremo de un promontorio rocoso, con el oleaje bañándole los pies desnudos, Mustrum Ridcully encendió su pipa y lanzó a las aguas un sedal terminado en un despliegue tan temible de pesas y flotadores que muy posiblemente dejara sin sentido del golpe al pez que no se lo tragara.
El cambio de paisaje parecía estar teniendo efectos beneficiosos en el bibliotecario.
Unos minutos después de que lo hubieran dejado al sol recuperó su antigua forma mediante un estornudo, y en aquel momento estaba sentado en la playa con una manta alrededor del cuerpo y una hoja de helecho en la cabeza.
Hacía un día realmente precioso. El sol calentaba, el mar producía un murmullo delicioso y el viento susurraba en los árboles. El bibliotecario era consciente de que habría debido sentirse mucho mejor, pero, en vez de eso, estaba empezando a sentirse extremadamente nervioso y preocupado.
Miró alrededor. Runas Recientes se había quedado dormido con el libro sobre los ojos para que le hiciese sombra. Antes de que llegaran a la playa el libro había tenido por título Principios de la propagación taumatúrgica pero, debido a la acción de la luz solar y a ciertas vibraciones de alta frecuencia emitidas por los gránulos de arena de la playa, las palabras escritas en la tapa habían pasado a ser La Conspiración Omega.[11]
La ventana era visible en la lejanía. Flotaba en el aire, un simple cuadrado que daba a una habitación llena de sombras. El archicanciller, no queriendo confiar en el pestillo, la había bloqueado con un trozo de madera. Una etiqueta sujetada al trozo de madera mediante una chincheta contenía una advertencia cuya redacción había sido cuidadosamente meditada: «No quitar este trozo de madera. Ni siquiera para ver qué pasa ¡importante!»
Detrás de la playa parecía haber un bosquecillo que cubría parte de la ladera de una montaña pequeña pero extremadamente puntiaguda, y que ciertamente no era lo bastante alta para que hubiera nieve en su cima.
Algunos de los árboles que crecían junto a la playa tenían un aspecto vagamente familiar, y cuando los miraba el bibliotecario no podía evitar pensar en el hogar. Eso era bastante extraño, porque el bibliotecario había nacido en la calleja del Charco de la Luna, justo al lado del barrio de los talabarteros de Ankh-Morpork. Pero cada vez que los miraba, sus huesos oían la llamada del hogar. De hecho, sentía el impulso de empezar a trepar por ellos…
Pero había algo equivocado en aquellos árboles. El bibliotecario bajó la mirada hacia las bonitas conchas de la playa. También había algo equivocado en ellas, y se trataba de algo aterradora e inquietantemente equivocado.
Unos pájaros describían círculos sobre su cabeza, y también había algo erróneo en ellos. Los pájaros tenían la forma correcta, al menos a juzgar por lo que él sabía sobre pájaros, y parecían emitir los ruidos adecuados. Pero seguían pareciéndole fuera de lugar.
Oh, no…
El bibliotecario intentó detener el estornudo mientras éste iba adquiriendo inercia nasal, pero eso es imposible para cualquier persona que quiera seguir andando por la vida con un par de tímpanos.
El estornudo fue seguido por un breve estrépito, y el bibliotecario se convirtió en algo adecuado para la playa.
Se suele decir que en los entornos desérticos hay montones de alimentos nutritivos esparcidos por ahí, y que basta con saber dónde hay que buscar para dar con ellos.
La mente de Rincewind estaba absorta en cavilaciones de esa naturaleza mientras sus manos sacaban de su madriguera un plato lleno de bollos recubiertos de chocolate y moteados de coco rallado.
Rincewind sostuvo el plato delante de sus ojos mientras le iba dando la vuelta.
Bueno, la existencia del plato saltaba a la vista y no podía ser negada. Rincewind estaba encontrando comida en el desierto. De hecho, incluso estaba encontrando postres en el desierto.
Quizá se tratara de algún talento especial todavía no descubierto por las personas que habían tenido la amabilidad de compartir su comida con él durante los últimos meses. Ellas no habían comido esa clase de cosas.
Machacaban semillas, desenterraban ñames resecos y comían cosas con más globos oculares que los descubiertos por la Guardia después de aquellos pequeños problemas con Mezclante, el Cleptómano Amante de la Medicina.
Así que por fin algo le estaba saliendo bien. En algún lugar de aquel desierto al rojo vivo había algo que quería que Rincewind siguiera con vida. Eso era un poco preocupante, porque Rincewind ya había tenido ocasión de descubrir que cuando alguien quería que siguiera viviendo, nunca era para algo bueno.
Éste era Rincewind después de varios meses; su túnica de mago había sufrido un considerable acortamiento. Trozos de ella habían sido arrancados o usados como cordeles o, después de que se hubiera encontrado con un entremés particularmente decidido a ofrecer resistencia, como vendajes. La túnica dejaba al descubierto sus rodillas y, hasta el momento y que se sepa, ningún mago ha conseguido clasificarse para un campeonato de rodillas. Las rodillas de los magos, de hecho, tienden a ser nudosas.
Pero conservaba su sombrero. Se había fabricado una nueva ala y tuvo que reparar la punta en un par de ocasiones con trozos de ropa, y la mayoría de las lentejuelas habían sido sustituidas por trocitos de concha sujetados con tallos de hierba, pero seguía siendo el mismo viejo sombrero de siempre. Un mago sin sombrero sólo era un hombre de aspecto abatido cuyos gustos en lo referente a la indumentaria rozaban lo sospechoso. Un mago sin sombrero no era nadie.
Aunque aquel mago en particular tenía un sombrero, sus ojos no eran suficientemente agudos para ver aparecer el dibujo que se materializó sobre una roca rojiza medio escondida entre los arbustos.
El dibujo empezó siendo un pájaro. Después, y sin que en ningún momento llegara a ser algo más que manchas de hollín y tierra marrón que llevaban años allí, empezó a cambiar de forma…
Rincewind echó a andar hacia las lejanas montañas. Ya hacía varios días que podía verlas. No tenía la menor idea de si representaban una dirección aconsejable, pero por lo menos le ofrecían una dirección a seguir.
El suelo tembló bajo sus pies. Últimamente lo hacía una o dos veces al día, y eso también resultaba extraño, porque no parecía haber volcanes por allí. Aquel desierto era la clase de sitio en el que, si dedicas unos centenares de años a contemplar un acantilado, quizá acabes viendo cómo una roca se desprende de él para proporcionarte algo de que hablar durante los siglos venideros. Todo aquel paisaje estaba diciendo que ya se había hartado de los ejercicios geológicos más violentos y que era una tierra tranquila y agradable que, en otras circunstancias, podría resultar muy acogedora para el hombre.
Pasado un rato, Rincewind se dio cuenta de que un canguro le estaba observando desde lo alto de un peñasco. Ya había visto a esas criaturas con anterioridad cuando se desplazaban a grandes saltos por entre los arbustos. Normalmente se apresuraban a desaparecer cuando había humanos cerca.
Pero aquel canguro parecía estar acechándole. Los canguros eran vegetarianos, ¿verdad? Y Rincewind no iba vestido de verde.
El canguro acabó saliendo de entre los arbustos y su salto terminó justo delante de Rincewind. Se rascó una oreja con una pata, y le lanzó una mirada significativa. Luego se rascó la otra oreja con la otra pata y frunció el hocico.
—Sí, claro. Estupendo, muy bien —dijo Rincewind.
Empezó a retroceder, pero se detuvo. A fin de cuentas, sólo era un… bueno, un conejo grande, con una cola larga y la clase de pies que normalmente asocias con narices rojas y pantalones en los que caben varias piernas.
—No me asustas —dijo Rincewind—. ¿Por qué debería tenerte miedo?
—Bueno, una patada mía podría hacer que tu estómago pasara a formar parte de tu cuello.
—Ah. Puedes hablar.
—No se te escapa nada, ¿eh? —dijo el canguro, y volvió a rascarse una oreja.
—¿Te pasa algo?
—No, es el cangurés. Lo estoy probando. —¿Rascarse una vez quiere decir «sí» y rascarse otra vez quiere decir «no»? Es eso, ¿verdad?
El canguro se rascó una oreja, y después se acordó de lo que había ido a hacer allí.
—Ajá —dijo, y frunció el hocico.
—¿Y ese fruncimiento? —preguntó Rincewind.
—Oh, eso quiere decir «Ven corriendo, alguien se ha caído dentro de un pozo» —repuso el canguro.
—¿Y se usa mucho?
—Te asombraría lo mucho que se usa.
—¿Cómo se dice en cangurés «Tu colaboración es necesaria para una empresa de la máxima importancia»? —preguntó Rincewind con astuta inocencia.
—¿Sabes una cosa? Tiene gracia que me hagas esa pregunta, porque…
Las sandalias apenas se movieron. Rincewind salió disparado de ellas como un hombre que deja tras de sí los tacos que indican el inicio de la pista.
Pero el canguro le alcanzó y empezó a acompañarle con una serie de ágiles saltos.
—¿Por qué huyes sin siquiera haber escuchado lo que tengo que decir?
—Tengo mucha experiencia en esto de ser yo —jadeó Rincewind—. Ya sé qué va a ocurrir. Me veré metido en cosas que no deberían ser de mi incumbencia. ¡Y no eres más que una alucinación causada por un repentino exceso de platos suculentos en un estómago vacío, así que no intentes detenerme!
—¿Detenerte? ¿Cuando estás yendo en la dirección que me interesa?
Rincewind intentó reducir la velocidad, pero su método de correr por los aires estaba basado en la idea de que detenerse sería lo último que haría. Con las piernas todavía en movimiento, siguió corriendo durante unos momentos y se precipitó en el vacío.
El canguro frunció el hocico con cierta satisfacción.
—¡Archicanciller!
Ridcully despertó y se incorporó. Runas Recientes venía corriendo hacia él, jadeando y sin aliento.
—El tesorero y yo fuimos a dar un paseo por la playa —dijo—. ¿Y a que no adivina dónde acabamos llegando?
—A la calle Kiddling de Quirm —dijo Ridcully con sarcasmo mientras se quitaba de la barba un escarabajo—. A ese tramo con árboles que hay junto al salón de té, para ser exactos.
—Me asombra, archicanciller, y digo que me asombra porque… Verá, de hecho no llegamos allí. Acabamos volviendo aquí. Nos encontramos en una isla minúscula. ¿Estaba descansando?
—He estado meditando —dijo Ridcully—. ¿Ya tiene alguna idea de dónde estamos, señor Stibbons?
Ponder alzó la mirada de su cuaderno de anotaciones.
—No podré saberlo con exactitud hasta la puesta de sol, señor. Pero creo que nos encontramos bastante cerca del Borde.
—Y yo creo que hemos descubierto dónde ha estado acampando el profesor de Cruel y Desusada Geografía —dijo Runas Recientes mientras hurgaba en un bolsillo interior—. Había un campamento, y los restos de una hoguera. También había muebles de bambú, montones de trastos, calcetines colgando de una cuerda de tender… y esto. —Se sacó del bolsillo los restos de un cuaderno del modelo habitualmente utilizado en toda la Universidad Invisible. Ridcully no permitía que nadie obtuviera un cuaderno nuevo hasta que no hubiese llenado por los dos lados cada página del viejo—. Estaba tirado en el suelo —añadió—. Me temo que las hormigas habían empezado a comérselo.
Ridcully lo abrió y leyó la primera página.
—«Algunas observaciones interesantes sobre la isla. Mono es un sitio de lo más singular» —leyó, y después fue pasando las páginas—. Sólo contiene una lista de peces y plantas —dijo—. No me parece que tenga nada de especial, desde luego, pero la geografía nunca ha sido lo mío. ¿Por qué la llama Mono?
—Eso significa Uno —dijo Ponder.
—¿Isla Uno? Bueno, ustedes mismos acaban de decirme que estamos en una isla —dijo Ridcully—. Y puedo ver varias más a lo lejos. Aguda falta de imaginación, sugeriría yo. —Guardó el cuaderno en un bolsillo de su túnica—. Bien, bien… ¿Y no había ni rastro del profesor?
—No.
—Probablemente decidió ir a nadar un rato y fue devorado por una piña —dijo Ridcully—. ¿Y qué tal se encuentra nuestro bibliotecario, señor Stibbons? ¿Está cómodo?
—No sé sí está cómodo, señor, pero no cabe duda de que es comodísimo —dijo Ponder—. Usted mismo ha tenido ocasión de comprobarlo, porque lleva tres cuartos de hora sentado en él.
Ridcully bajó la mirada hacia la silla y vio que estaba recubierta de piel rojiza.
—¿Esto es…?
—Sí, señor.
—Pensé que nuestro hombre de la geografía quizá la había traído consigo,
Ridcully inspeccionó más atentamente la silla.
—¿Qué opinan ustedes?
—Ahora el bibliotecario es una silla, señor, así que… Bueno, supongo que el que se le sienten encima es una actividad perfectamente normal para él.
—Debemos encontrar una cura, Stibbons. Esto es demasiado extraño…
—¡Yuuuuu-ju, caballeros!
Había actividad delante de la ventana. La actividad tenía como centro una visión de color rosa, aunque había que admitir que se trataba de la clase de visión asociada con las variedades más erráticas de las sustancias alucinógenas.
En teoría, una señora de cierta edad no puede entrar por una ventana manteniendo intacta la dignidad, pero aun así aquella señora lo estaba intentando. De hecho se movía con algo más que dignidad, algo que se posee cuando se dispone de unos cuantos reyes y obispos: lo que poseía aquella señora era respetabilidad, la cual es un producto de manufactura doméstica obtenido a partir del hierro forjado. A pesar de ello tendría que enseñar un poco de tobillo en un momento u otro, y la señora había quedado incómodamente atrapada en el alféizar mientras intentaba evitar que eso llegara a ocurrir.
El prefecto mayor tosió. De haber llevado corbata se habría enderezado el nudo.
—Ah —dijo Ridcully—. La inestimable señora Panadizo. Que alguien vaya a echarle una mano, Stibbons.
—Yo la ayudaré —dijo el prefecto mayor, sin poder evitar un leve temblor en la voz.[12]
En una ocasión Estudios Indefinidos había dejado consternado al prefecto mayor cuando afirmó que el ama de llaves tenía demasiados mentones para tan poca cara, pero lo cierto era que su cutis poseía una rotundidad y un brillo especial que a ciertas personas les recordaba a una vela que lleva demasiado tiempo encendida. No había nada que se aproximara a una línea recta en toda la señora Panadizo… por lo menos hasta que ella descubría algo a lo que no se le había quitado el polvo adecuadamente, porque en ese momento sus labios habrían podido servirte de regla.
En la Universidad Invisible era una figura entre respetada y temida. Poseía extraños poderes que los magos no lograban entender del todo, como por ejemplo la capacidad de conseguir que las camas estuvieran hechas y las ventanas lavadas. Un mago capaz de alzar un cayado envuelto en chisporroteos de poder contra espantosos monstruos surgidos de alguna horrenda región era, al mismo tiempo, perfectamente capaz de empuñar un plumero por el extremo equivocado y no saber qué hacer con él.
Si a la señora Panadizo se le antojaba, las ropas eran lavadas y los calcetines quedaban remendados.[13] Quienes incurrían en sus iras veían cómo sus habitaciones eran objeto de repetidas limpiezas primaverales, y dado que para un mago su habitación es un objeto tan personal como los bolsillos de sus pantalones, aquello era una venganza terrible.
—He pensado que a los caballeros les gustaría tomar un tentempié matinal —dijo la señora Panadizo mientras los magos la ayudaban a salir de la ventana—, así que ordené a las chicas que preparasen una colación fría. Iré a traerla y…
El archicanciller se apresuró a levantarse,
—Ha hecho muy bien, señora Panadizo.
—¿Un tentempié matinal? —dijo el prefecto mayor—. Yo diría que ya es media tarde… —añadió, aunque su tono dejaba muy claro que si la señora Panadizo quería que la tarde fuese la mañana no sería él quien le llevara la contraría.
—La velocidad de la luz atravesando el Disco —dijo Ponder—. Estoy seguro de que nos encontramos bastante cerca del Borde. Si consiguiera recordar cómo se determina la hora mirando el sol…
—Yo esperaría un rato antes de intentarlo —dijo el prefecto mayor mientras entrecerraba los ojos haciéndose visera con la mano—. Ahora brilla tanto que no hay forma de ver los números.
Ridcully asintió alegremente.
—Estoy seguro de que un pequeño tentempié nos sentaría estupendamente a todos —dijo—. Algo adecuado para la playa, quizá.
—Tocino frío y mostaza —dijo el decano, despertando de repente.
—Y un poco de cerveza —dijo el prefecto mayor.
—¿Tenemos algunos de esos pasteles, ya sabe, los que llevan el huevo dentro? —preguntó Runas Recientes—. Aunque admito que siempre me ha parecido una auténtica crueldad para las pobres gallinas, claro…
Hubo un sonido casi inaudible, muy similar al que obtienes cuando, a los siete años de edad, te metes el dedo en la boca y luego lo sacas rápidamente y te parece que lo que acabas de hacer es increíblemente gracioso.
Ponder volvió la cabeza, temiendo lo que estaba a punto de ver.
En una mano la señora Panadizo sostenía una bandeja llena de cubertería mientras la otra sondeaba infructuosamente el aire con el palo que empuñaba.
—Sólo lo moví un poco para pasar las cosas —dijo—, y ahora parece que no consigo encontrar dónde se supone que está esa ridícula ventana.
Allí donde unos momentos antes había un rectángulo oscuro que daba al nada acogedor estudio del geógrafo, ahora sólo se veían palmeras ondulantes y arena bañada por el sol.
Rincewind emergió a la superficie, tosiendo y jadeando. Había caído en una charca.
La charca estaba en… bueno, parecía como si aquel lugar hubiera sido una caverna y el techo se hubiese derrumbado. Un círculo azul relucía justo encima de Rincewind.
El viento fue trayendo arena y algunas rocas cayeron al suelo de la caverna, y las semillas echaron raíces. Fresco, húmedo y verde: aquel sitio era como un pequeño oasis resguardado del sol y el viento.
Rincewind salió de la charca y miró alrededor. Las lianas habían crecido entre las rocas. Unos cuantos arbolitos habían conseguido enraizar en la hendidura. Incluso había un trocito de playa. A juzgar por las manchas de las rocas, el nivel del agua había sido más alto en algún momento del pasado.
Y allí… Rincewind suspiró. Era típico, ¿no? Lograbas encontrar un paraje tranquilo y hermoso a kilómetros de cualquier lugar habitado, y siempre aparecía algún artista de la pintada listo para echarlo a perder. Se acordó de aquella ocasión en que se estaba escondiendo en las montañas de Morpork y descubrió que algún vándalo había dibujado montones de ridículos toros y antílopes en el extremo más escondido de una de las cavernas más profundas. Rincewind se enfadó tanto que los borró todos. Ah, y además habían dejado montones de huesos viejos y de basura esparcida por todas partes. Realmente, algunas personas son capaces de cualquier cosa.
Rincewind vio que allí habían cubierto las rocas con trazos blancos, rojos y negros. Otra vez animales, y ni siquiera tenían un aspecto particularmente realista.
Se detuvo, goteando agua, delante de un dibujo. Alguien probablemente había querido dibujar un canguro. Las orejas, la cola y los píes de payaso estaban allí. Pero tenían un aspecto un poco raro, y había tantas líneas y trazos distintos entrecruzados que la figura producía una impresión… extraña. Parecía como si el artista no hubiera querido limitarse a dibujar el canguro visto desde fuera sino que también hubiese querido mostrar su interior, y luego había querido mostrar al canguro del año pasado, de aquel día y de la semana próxima y también lo que estaba pensando, todo al mismo tiempo, y había puesto manos a la obra con un poco de ocre y un trozo de carboncillo.
El canguro pareció moverse dentro de su cabeza.
Rincewind parpadeó, pero la molestia no desapareció. Sus ojos parecían estar tratando de alejarse por diversos caminos.
Rincewind se adentró en la cueva sin prestar atención al resto de los dibujos. Los montones de rocas y cascotes del techo derrumbado casi llegaban hasta la superficie, pero la oscuridad se prolongaba al otro lado para formar un nuevo espacio. Al parecer Rincewind se encontraba en un tramo de túnel que se había desmoronado.
—Acabas de pasar junto a él —dijo el canguro. Rincewind se volvió. El canguro le estaba observando desde la pequeña playa.
—No te he visto bajar hasta aquí —dijo Rincewind—. ¿Cómo lo has hecho?
—He de enseñarte algo, así que ven conmigo. Ah, si quieres puedes llamarme Scrappy.
—¿Por qué?
—Somos compañeros, ¿no? Estoy aquí para ayudarte.
—Oh, cielos.
—Nunca podrás atravesar estas tierras sin ayuda, compañero. ¿Cómo crees que has conseguido sobrevivir hasta ahora? Últimamente cuesta muchísimo encontrar agua.
—Oh, no creas. Cada dos por tres me estoy cayendo en alguna… —empezó Rincewind,
—Claro —dijo el canguro—. ¿Y eso no te parece un poco extraño?
—Pensé que estaba teniendo suerte. Algo natural, ya sabes… —dijo Rincewind, y luego reflexionó en lo que acababa de decir—. Debía de haber perdido el juicio.
Allí abajo ni siquiera había moscas. De vez en cuando una pequeña ondulación recorría el agua y eso no era muy tranquilizador, porque no parecía haber nada que pudiera remover la superficie. Arriba el sol abrasaba el suelo, y los enjambres de moscas estaban muy ocupados haciendo lo que suelen hacer los enjambres de moscas.
—¿Por qué no hay nadie más aquí abajo? —preguntó Rincewind.
—Pues porque… Bueno, ven a ver esto —repuso el canguro.
Rincewind alzó las manos y retrocedió.
—¿Estamos hablando de dientes, aguijones y colmillos?
—Echa un vistazo a esa pintura de ahí, compañero.
—¿Cuál, la del canguro?
—¿Cuál es ésa, compañero?
Rincewind recorrió el muro con la mirada. El dibujo del canguro no estaba donde recordaba haberlo visto.
—Habría jurado que…
—No, la que quiero que veas es ésta de aquí.
Rincewind alzó la mirada hacia la roca. Encima de ella, perfiladas con trazos de ocre rojizo, había dibujadas docenas de manos.
Rincewind suspiró.
—Oh, claro —dijo con cansancio—. Ya veo cuál es el problema. A mí me ocurre exactamente lo mismo.
—¿De qué me está hablando, caballero?
—Digo que a mí me ocurre lo mismo cada vez que intento tomar instantáneas con un iconógrafo —explicó Rincewind—. Escoges algo bonito y el demonio lo pinta, y cuando lo miras resulta que tu pulgar estaba en medio. Debo de tener una docena de instantáneas de mi pulgar. Casi puedo ver a tu artista, que quiere acabar lo más pronto posible porque tiene mucha prisa, con el pincel preparado, y entonces va y no se acuerda de que su mano…
—No, caballero, no. Yo estoy hablando de la pintura que hay debajo.
Rincewind se inclinó sobre el muro. Había unos trazos y líneas más tenues que, si no prestabas atención, podían pasar por grietas e imperfecciones de la roca. Rincewind entrecerró los ojos. Otras líneas parecían encajar con… Sí, alguien había pintado figuras. Y eran…
Rincewind sopló sobre la roca para quitar la arena pegada.
Sí, eran…
… curiosamente familiares.
—Sí —dijo Scrappy, y su voz pareció recorrer una cierta distancia antes de llegar a Rincewind—. Se parecen un poco a ti, ¿verdad?
—Pero son… —empezó Rincewind y se incorporó—é ¿Cuánto tiempo llevan aquí estas pinturas?
—Bueno, veamos —dijo el canguro—. A salvo del sol y la intemperie, sin nada que pueda borrarlas… ¿Veinte mil años?
—¡No puede ser!
—No; tienes razón. En un sitio tan tranquilo y protegido como éste, probablemente ya tengan treinta mil años.
—Pero son… Eso es mi…
—Claro que cuando digo «treinta mil años» hay que tener en cuenta que todo depende de cómo lo mires —dijo el canguro—. Esas manos de ahí arriba, por ejemplo, llevan cinco mil años aquí. Y aquellas pinturas, las que apenas se ven… Oh, sí, tendrían que ser muy antiguas, decenas de millares de años como mínimo, si no fuera por…
—¿Por…?
—Porque la semana pasada no estaban aquí, compañero.
—Me estás diciendo que llevan eras aquí… pero que hace poco que las hicieron
—¿Ves? Ya sabía que eras un chico listo.
—¿Vas a explicarme de qué demonios estás hablando?
—Claro.
—Disculpa. Voy a ver si encuentro algo de comer.
Rincewind levantó una roca. Debajo de ella había un par de rebanadas de pan untadas con mermelada.
Los magos eran hombres civilizados provistos de una considerable cultura y educación. Cuando descubrieron que un descuido los había dejado atrapados en una isla desierta, enseguida comprendieron que lo primero era decidir quién iba a cargar con las culpas.
—¡Estaba clarísimo! —gritó Ridcully, agitando frenéticamente la mano en el aire allí donde había estado la ventana—. ¡Y puse un cartel!
—¡Sí, pero también ha clavado un letrero de «No molestar» en la puerta de su estudio y a pesar de eso espera que la señora Panadizo le traiga su té por las mañanas! —dijo el prefecto mayor.
—¡Caballeros, por favor! —terció Ponder Stibbons—. ¡Tenemos que aclarar algunas cosas ahora mismo!
—¡Desde luego que sí! —rugió el decano—. ¡Y toda la culpa ha sido suya! ¡El cartel no era lo bastante grande!
—Lo que quiero decir es que debemos…
—¡Hay señoras presentes! —dijo secamente el prefecto mayor.
—Señora —le corrigió la señora Panadizo, articulando la palabra con la meticulosa lentitud de una jugadora profesional que coloca la mano ganadora encima de la mesa.
Después se dedicó a observarles en silencio y sin mover ni un músculo. Su expresión decía: «No estoy preocupada, porque habiendo tantos magos cerca no puede ocurrir nada malo.»
Los magos procedieron a efectuar varios ajustes en sus actitudes generales.
—Si he hecho algo que no debía, les pido disculpas —dijo la señora Panadizo—. Si he hecho algo mal…
—Oh, no es que lo haya hecho mal —se apresuró a interrumpirla Ridcully—. Todos hemos podido ver cómo actuaba con su eficiencia habitual, señora Panadizo.
—Y además habría podido pasarle a cualquiera —dijo el prefecto mayor—. Esas letras eran tan pequeñas que yo apenas si podía leerlas.
—Siempre estaremos mejor atrapados en una playa fresca y soleada que metidos en ese estudio lleno de polvo —añadió Ridcully—. Creo que todos deberíamos tratar de ver el lado bueno de la situación.
—Desde luego, señor, pero en este caso quizá tardemos un poco en encontrárselo —dijo Ponder, que no parecía muy convencido.
—Y además, todos volveremos a casa en menos tiempo del que tarda un cordero en menear la cola —dijo Ridcully con una ancha sonrisa.
—Por desgracia este tipo de terreno no parece muy adecuado para la cría de… —empezó Ponder.
—Una mera figura retórica, señor Stibbons, una mera figura retórica.
—El sol se está poniendo, señor —insistió Stibbons—. Eso quiere decir que pronto será de noche.
Ridcully miró nerviosamente a la señora Panadizo y luego al sol.
—¿Hay algún problema? —preguntó la mujer.
—¡Oh, no, desde luego que no! —se apresuró a decir Ridcully.
—Veo que el agujerito de la pared no parece haber vuelto —dijo ella.
—Nosotros… esto…
—Sólo es una bromita, ¿verdad? —siguió la encargada de mantenimiento—. Estoy segura de que los caballeros se lo han pasado en grande, ¿eh?
—Sí, nos lo hemos…
—Pero le agradecería que me enviaran de vuelta ahora mismo, archicanciller. Esta tarde vamos a hacer la colada, y me temo que tendremos un montón de problemas con las sábanas del decano.
De repente el decano supo cómo se siente un mosquito atrapado por el haz de un reflector de la defensa antiaérea.
—No se preocupe, señora Panadizo, enseguida resolveremos este pequeño problema —dijo Ridcully sin quitarle los ojos de encima al infortunado decano—. Mientras tanto, ¿por qué no se sienta y disfruta de estas maravillosas sába… de este maravilloso sol?
Y entonces la silla se plegó a sí misma con un chasquido sin que nadie la hubiera tocado y después estornudó.
—Ah. Veo que ya vuelve a estar con nosotros, bibliotecario —siguió Ridcully mientras el orangután caía sobre la arena—. Tenga la bondad de ayudarle a levantarse, señor Stibbons. En cuanto a los demás, querría hablar con ustedes. ¿Nos disculpa un momento, señora Panadizo? Reunión del cuadro académico, ya sabe…
Los magos formaron corro.
—Era salsa de tomate, ¿de acuerdo? —balbuceó el decano—. ¡Se me ocurrió llevarme un pequeño aperitivo a la cama, y ya saben cómo mancha esa cosa!
—Estoy seguro de que nadie siente el menor interés por el estado de sus sábanas, decano —dijo Ridcully.
—Desde luego que no —dijo el prefecto mayor.
—Sus sábanas no nos interesan en lo más mínimo —dijo Runas Recientes, dándole una palmada en la espalda al decano.
—Tenemos que volver —dijo Ridcully—. No podemos pasar la noche a solas con la señora Panadizo. No sería decente.
—Además tampoco había tanta salsa de tomate, y no entiendo por qué se lo ha de tomar tan a la tremenda. Por lo menos limpié todas las manchas de judías y…
—Bueno, en realidad no estamos solos, ¿verdad? Después de todo, no creo que se trate de esa clase de estar-a-solas —dijo Runas Recientes—. Quiero decir que… En fin, somos siete, y eso sin contar al bibliotecario.
—Sí, pero estamos a solas juntos —dijo Ridcully con creciente desesperación—. Los rumores, las habladurías… La gente podría hablar.
—¿De qué? —preguntó Estudios Indefinidos, que nunca se había distinguido por su agilidad mental.
—Oh, ya saben —dijo Runas Recientes—. Siete hombres y una mujer… No quiero ni pensarlo.
—No sé qué opinarán ustedes, pero les aseguro que yo vetaré cualquier sugerencia de que encarguemos seis mujeres más —dijo Estudios Indefinidos.
—El agujero quizá volverá a abrirse —dijo el prefecto mayor.
—Lo dudo —repuso Ridcully—. Ponder dice que nuestro paso por el agujero probablemente habrá alterado el equilibrio taumostático. ¿Qué opina, decano?
—Sólo era salsa de tomate —dijo el decano—. Podría haberle pasado a cualquiera.
—Me refiero a lo de que estemos atrapados en esta isla —dijo Ridcully—. ¿Alguien tiene alguna idea? Somos un equipo, y debemos enfrentarnos a esto como un equipo.
—¿Y qué le diremos a la señora Panadizo? —murmuró el prefecto mayor—. Ella cree que esto es una broma.
—Prefecto mayor, somos magos maduros, sabios y experimentados —dijo Ridcully—. Los bromardistas son los estudiantes.
—Bromistas, posiblemente —murmuró Ponder Stibbons.
—Como se diga. Los magos no perdemos el tiempo gastando bromas.
—¿Magos gastando bromas? ¡Qué tontería! O catástrofes de tamaño natural chapadas en oro o nada —dijo Runas Recientes.
—No entiendo por qué todo el mundo está armando tanto escándalo por una manchita de salsa de tomate que apenas se nota —masculló el decano.
—¿Nadie se ha traído ningún hechizo que pueda sernos de utilidad en estas circunstancias? —preguntó Ridcully.
—¿A las cuatro de la madrugada? ¿Para ir a la playa? —exclamó Runas Recientes—. Claro que no.
—Entonces tendremos que confiar en nuestros propios recursos —dijo Ridcully—. Tarde o temprano alguna embarcación pasará por aquí. No debemos olvidar que somos el producto de una educación universitaria, caballeros —añadió—. Estoy seguro de que los hombres primitivos no tendrían que hacer ningún gran esfuerzo para sobrevivir en un lugar como éste, y piensen en todas las cosas de las que carecían nuestros toscos antepasados y de las que nosotros disponemos.
—Para empezar, ellos no disponían de la señora Panadizo —dijo Estudios Indefinidos.
—La señora Panadizo es toda una dama y no consiente que nadie le falte al respeto —observó el prefecto mayor.
—¿Sabe algo sobre embarcaciones, decano? Tengo entendido que cuando estaba más delgado ganó una Cinta Marrón en el campeonato de remo, ¿no? —dijo Ridcully—. Le ruego tome nota de que esta pregunta no tiene ninguna relación con la cuestión de las sábanas.
—Bueno, construir una embarcación no es una tarea difícil —dijo el decano, volviendo a la superficie—. Incluso los primitivos pueden construir embarcaciones, y después de todo nosotros somos hombres civilizados.
—Entonces queda nombrado presidente del Comité de Construcción de Embarcaciones —dijo Ridcully—. El prefecto mayor puede ayudarle. En cuanto a los demás, será mejor que averigüen si hay agua potable en algún sitio. Y comida, claro. Ya saben a qué me refiero, ¿no? Hagan caer unos cuantos cocos y… Bueno, ese tipo de cosas.
—¿Y usted qué hará, archicanciller? —preguntó el prefecto mayor con un tono levemente sarcástico.
—Yo seré el Comité de Adquisición de Proteínas —dijo Ridcully, blandiendo su caña de pescar.
—¿Va a quedarse ahí y volverá a pescar? ¿Y de qué nos va a servir eso?
—Quizá sirva para que podamos cenar pescado, prefecto mayor.
—¿Alguien tiene tabaco? —preguntó el decano—. Daría cualquier cosa por fumar un cigarrillo.
Los magos se dispusieron a iniciar sus tareas, quejándose y culpándose los unos a los otros.
Y en el inicio del bosque, entre los trozos de hojas y los restos de vegetación, una serie de raíces se desplegaron y unas plantitas minúsculas empezaron a crecer a toda velocidad…
—Éste es el último continente —dijo Scrappy—. Fue… concebido y organizado en último lugar, y… de una manera distinta.
—Pues a mí me parece bastante viejo —dijo Rincewind—. Tiene aspecto de antiguo. Esas colinas parecen haber visto nacer un montón de colinas.
—Fueron creadas hace treinta mil años —dijo el canguro.
—¡Oh, vamos! ¡Pero si parecen tener millones de años!
—Ajá. Hace treinta mil años fueron creadas con un millón de años de antigüedad. Aquí el tiempo es… —el canguro se encogió de hombros— un poco distinto. Fue… juntado de una manera diferente, ¿entiendes?
—No, pero supongo que da igual —dijo Rincewind—. Soy un hombre sentado en el suelo que está escuchando a un canguro. No voy a discutir contigo.
—Estoy intentando encontrar palabras que puedas entender —dijo el canguro con tono levemente reprobatorio,
—Estupendo. Continúa intentándolo y al final lo conseguirás. ¿Quieres una rebanada de pan con mermelada de arándanos?
—No. Estrictamente herbívoro, compañero. Escucha…
—Mermelada de arándanos… No es nada corriente, ¿sabes? Quiero decir que no sueles verla. De fresa y de albaricoque sí, e incluso de moras. Pero de arándanos… Yo diría que de cada cien tarros de mermelada sólo uno es de mermelada de arándanos, y eso como mucho. Oh, disculpa. Sigue, sigue.
—Te estás tomando en serio todo esto, ¿verdad?
—¿Estoy sonriendo?
—¿Nunca te has dado cuenta de que en los espacios grandes el tiempo transcurre más lentamente?
La rebanada de pan se detuvo a medio camino de la boca de Rincewind.
—Pues ahora que lo dices… Sí, es verdad. Pero sólo parece ir más despacio.
—¿Y? Cuando fue creado este lugar ya no quedaba mucho espacio y tiempo con los que trabajar, ¿comprendes? Su creador tuvo que comprimirlos un poco y juntarlos para que fueran más eficientes. El tiempo le ocurre al espacio y el espacio le ocurre al tiempo, y…
—Me parece que también lleva un poco de ciruela pasa —dijo Rincewind con la boca llena—. Y puede que incluso un poco de ruibarbo. Te asombraría la frecuencia con que hacen ese tipo de cosas. Ya sabes, lo de meter fruta más barata… Hace tiempo conocí a un tipo en una posada. Trabajaba para un fabricante de mermeladas de Ankh-Morpork, y me dijo que les metían toda clase de desperdicios viejos y un poco de tinte rojo, y yo le pregunté de dónde sacaban los trocitos de mora y él me dijo que los hacían con madera. ¡Madera! Me dijo que tenían una máquina que los cortaba y les daba forma. Increíble, ¿verdad?
—¿Quieres dejar de hablar de la dichosa mermelada y comportarte como un ser racional por unos momentos?
Rincewind bajó la rebanada de pan.
—No lo quieran los cielos —dijo—. Estoy sentado en una caverna en una tierra donde todo te muerde y nunca llueve y estoy hablando, dicho sea sin ánimo de ofender, con un herbívoro que huele como la moqueta de una casa llena de gatos, y resulta que he adquirido el talento de encontrar rebanadas de pan untadas con mermelada y repostería encantada de origen inexplicable en sitios inesperados, y acaban de enseñarme algo muy extraño en una pintura que alguien hizo sobre una pared de la caverna, y de repente el susodicho canguro va y me suelta que el tiempo y el espacio están hechos un lío, ¿y encima quieres que me comporte como un ser racional? ¿Qué esperas que saque de ello?
—Oye, este lugar todavía no está terminado del todo, ¿comprendes? No ha acabado de encajar en su sitio porque… porque no se le ha llegado a dar la vuelta y… —El canguro miró a Rincewind como si le estuviera leyendo la mente, que era precisamente lo que estaba haciendo—. Ya sabes lo que suele pasar con los rompecabezas, ¿verdad? La última pieza tiene la forma correcta, pero debes darle unas vueltas y presionarla un poco para conseguir que encaje. Bien, pues ahora piensa en la pieza como un continente condenadamente grande al que hay que darle la vuelta a través de nueve dimensiones, y entonces estás en casa y…
—¿Y ya no te mojas? —¡Exactamente, maldición!
—Eh… Ya sé que esta pregunta quizá te parezca un poco estúpida, pero… ¿por qué yo? —preguntó Rincewind mientras intentaba desalojar una partícula de mora de una cavidad dental.
—Tú tienes la culpa. Llegaste aquí, y de repente las cosas siempre habían estado mal.
Rincewind volvió la mirada hacia la roca. El suelo volvió a temblar.
—¿Te importaría repetirlo? —dijo después.
—Algo salió mal en el pasado. —El canguro contempló el rostro perplejo y manchado de mermelada de Rincewind y volvió a intentarlo—. Tu llegada introdujo una nota equivocada —dijo.
—¿Dentro de qué?
El canguro agitó una pata.
—Dentro de todo esto —dijo—. Podrías definirlo como un condenado nudo multidimensional de espacio localizado en fase, y también podrías llamarlo la canción.
Rincewind se encogió de hombros.
—Confieso que he alzado la mano contra unas cuantas arañas y que las he matado —dijo—. Pero no me arrepiento de haberlo hecho, porque eran ellas o yo. Oye, algunas de esas arañas vienen directas hacia tu cabeza y…
—Cambiaste la historia.
—Oh, vamos. ¿Qué pueden importar unas arañas de más o de menos? Algunas de ellas estaban usando sus telas como trampolines…
—No, no me refiero a la historia a partir de ahora —dijo el canguro.
—¿He cambiado cosas ocurridas hace mucho tiempo?
—Exacto.
—¿Al llegar aquí cambié lo que ya había ocurrido?
—Ajá. Oye, el tiempo no es tan sencillo como crees…
—Nunca he creído que fuera sencillo —dijo Rincewind—. Y te aseguro que lo he recorrido unas cuantas veces.
El canguro agitó una pata.
—No se trata meramente de que las cosas del futuro puedan afectar a las cosas del pasado —dijo—. Las cosas que no ocurrieron pero que podían haber ocurrido pueden… afectar a las cosas que sí ocurrieron. Incluso las cosas que han ocurrido y que no habrían debido ocurrir y que fueron eliminadas siguen teniendo… nosotros las llamamos sombras en el tiempo, una especie de residuos que interfieren con lo que está sucediendo. Esto debe quedar entre tú y yo, pero —prosiguió, meneando las orejas— ahora toda la estructura se está aguantando por los pelos. Nadie se ha molestado en poner un poco de orden. Que el mañana todavía siga al hoy nunca deja de asombrarme, y te aseguro que no estoy exagerando.
—A mí también me asombra —dijo Rincewind—. Oh, sí, es asombroso…
—Pero no nos pongamos nerviosos, ¿de acuerdo? Calma y tranquilidad, ¿eh?
—Me parece que he estado abusando de la mermelada —dijo Rincewind, y dejó la rebanada en el suelo—. ¿Por qué yo?
El canguro se rascó el hocico.
—Alguien tenía que ser —dijo.
—¿Y qué se supone que he de hacer?
—Darle cuerda para que vuelva a estar unido al mundo.
—¿Hay alguna llave para darle cuerda?
—Podría haberla. Depende.
Rincewind volvió la cabeza para lanzar otra mirada a las pinturas de la roca, aquellas pinturas que hacía unas semanas no estaban allí y que de repente siempre habían estado allí.
Figuras que empuñaban palos largos. Figuras vestidas con largas túnicas. El artista tuvo que dibujar algo nuevo y desconocido para él, y había hecho un trabajo magnífico. Y por si todavía te quedaba alguna duda, sólo tenías que echar un vistazo a lo que llevaban en la cabeza.
—Sí. Nosotros las llamamos «los cabezas puntiagudas» —dijo el canguro.
—Ya ha empezado a pescar peces —dijo el prefecto mayor—. Y ya sabemos cómo es Ridcully, ¿verdad? Eso quiere decir que de un momento a otro aparecerá por aquí y nos preguntará qué planes tenemos para construir una embarcación.
El decano inspeccionó los dibujos que el prefecto mayor había hecho en una roca.
—Construir una embarcación no puede ser tan difícil —dijo—. Gentes que llevan huesos en la nariz construyen embarcaciones, y nosotros somos el resultado final de millares de años de progreso e instrucción. Construir una embarcación no es algo que se encuentre más allá de las capacidades de hombres como nosotros.
—Por supuesto que no, decano.
—Lo único que debemos hacer es registrar esta isla hasta que encontremos un libro con un título como Aprenda a construir su propia embarcación.
—Exactamente, decano, y a partir de ahí todo irá viento en popa. Ja ja ja.
Alzó la mirada y tragó saliva. La señora Panadizo estaba sentada en un tronco a la sombra, abanicándose con una hoja de grandes dimensiones.
Aquel espectáculo hizo que algo se agitara dentro del prefecto mayor. El mago no sabía con exactitud qué era, pero algunos pequeños detalles —por ejemplo, el que cada movimiento de la señora Panadizo fuera acompañado por un suave crujido— estaban haciendo que ciertas partes del prefecto mayor vibrasen.
—¿Se encuentra bien, prefecto mayor? Me parece que este calor le está sentando mal.
—Sólo estoy un poco… acalorado, decano.
El decano miró por encima del hombro mientras el prefecto mayor se desabrochaba el cuello.
—Vaya, no han tardado mucho —dijo.
Los otros magos se aproximaban por la playa. Una de las grandes ventajas de las largas túnicas de los magos es que pueden ser sostenidas como un delantal, y la parte delantera del catedrático de Estudios Indefinidos se había vuelto todavía más protuberante de lo habitual.
—¿Han encontrado algo que comer? —preguntó el prefecto mayor.
—Esto… sí.
—Fruta y nueces, supongo —gruñó el decano.
—Esto… sí, y al mismo tiempo no —dijo Runas Recientes—. Ejem… Es muy curioso…
Estudios Indefinidos permitió que su carga se esparciera sobre la arena. El cargamento consistía en cocos, nueces y todo un surtido de vegetales recubiertos de pelos o nudosidades.
—Bastante primitivos —dijo el decano—. Y probablemente venenosos.
—Bueno, el tesorero se los ha estado comiendo como si el mundo se fuera a acabar mañana mismo —dijo Runas Recientes mientras el tesorero dejaba escapar un eructo y ponía cara de felicidad.
—Nunca se sabe, nunca se sabe —dijo el decano—. ¿Qué les ocurre? No paran de mirarse los unos a los otros.
—Eh… nosotros también hemos probado unas cuantas cosas, decano —dijo Runas Recientes.
—¡Ah, veo que los recolectores han regresado! —exclamó alegremente Ridcully, yendo hacia ellos y agitando tres peces suspendidos de un cordel—. ¿Han encontrado algo que se parezca a las patatas, muchachos?
—No se lo van a creer —farfulló Runas Recientes—. Nos acusarán de haber hecho trampa.
—¿De qué están hablando? —preguntó el decano—. ¿Han ganado esos cocos en una partida de cartas o qué?
Estudios Indefinidos suspiró.
—Coja un coco —dijo.
—¿Estallan o algo por el estilo?
—No, no… No se trata de eso.
El decano cogió un coco, lo examinó con suspicacia y luego lo golpeó contra una piedra. El coco se partió en dos mitades exactamente idénticas, pero no dejó escapar ni una gota de leche. La cáscara contenía un caparazón interior marrón lleno de delgadas fibras blancas.
Ridcully cogió unas cuantas y las olisqueó.
—No me lo puedo creer —dijo—. Esto no es natural.
—Ah, ¿no? —exclamó el decano—. Es un coco lleno de coco. ¿Qué hay de raro en eso?
El archicanciller arrancó un trozo de cáscara y se lo tendió. La cáscara era blanda y tenía cierta tendencia a desmigajarse.
El decano lo probó.
—¿Chocolate? —preguntó después.
Ridcully asintió.
—Y a juzgar por el sabor, es chocolate con leche relleno de crema de coco.
—Eso es imposible —farfulló el decano con las mejillas hinchadas.
—Entonces escúpalo.
—He pensado que quizá podría probar otro trocito —dijo el decano, tragando—. Impulsado por un noble espíritu de investigación, ya sabe…
El prefecto mayor cogió una nuez de color azulado y aspecto nudoso que tendría el tamaño de un puño y le dio unos golpecitos con los dedos. La nuez se partió, pero la sustancia pegajosa que contenía evitó que los fragmentos de la cáscara cayeran al suelo.
El olor era muy familiar. Una cuidadosa cata confirmó las primeras sospechas. Los magos contemplaron el contenido de la nuez en un silencio lleno de perplejidad.
—Pero si hasta tiene las vetas azuladas —dijo el prefecto mayor.
—Sí, lo sabemos. Probamos una —dijo Estudios Indefinidos con un hilo de voz—. Y después de todo existe algo llamado árbol del pan, ¿no?
—He oído hablar de él —dijo Ridcully—. Y podría creer en la existencia de un coco naturalmente recubierto de chocolate, porque el chocolate es una especie de patata…
—Una leguminosa, posiblemente —dijo Ponder Stibbons.
—Lo que sea. ¡Pero no estoy dispuesto a creer en la existencia de una nuez llena de queso azul de Lancre! —gritó Ridcully mientras hurgaba dentro de la nuez con un dedo.
—Pero la naturaleza puede llegar a producir coincidencias extrañas, archicanciller —dijo Estudios Indefinidos—. De niño, en una ocasión saqué del suelo una zanahoria que, ja ja ja, tenía un aspecto graciosísimo, porque parecía un hombre con…
—Esto… —dijo el decano.
El sonido fue muy tenue, pero poseía cierta cualidad portentosa. Todos los magos se volvieron hacia el decano, que había estado abriendo la vaina amarillenta de lo que parecía una especie de pequeña judía. Lo que sostenía entre los dedos era…
—Ja, sí, muy gracioso —dijo Ridcully—. Bueno, esto no crece en…
—¡No he hecho nada! ¡Miren, pero si todavía tiene pegados restos de vaina! —dijo el decano, agitando desesperadamente el objeto.
Ridcully lo cogió, lo olisqueó, se lo acercó a la oreja y lo sacudió.
—Enséñenme dónde lo han encontrado, ¿quieren? —murmuró después.
El arbusto crecía en un pequeño claro. Docenas de pequeños brotes verdes colgaban entre sus diminutas hojas. Cada uno estaba coronado por una flor, pero las flores ya se estaban marchitando y empezaban a caer al suelo. La cosecha estaba lista para ser recogida.
Varios escarabajos multicolores se alejaron a toda velocidad del arbusto mientras el decano seleccionaba una vaina, la abría y revelaba un cilindro blanco ligeramente húmedo. El decano lo examinó y después se metió un extremo del cilindro en la boca, sacó una caja de cerillas de un bolsillo de su sombrero y lo encendió.
—Un tabaco muy suave —dijo. La mano le tembló ligeramente mientras se sacaba el cigarrillo de la boca y exhalaba un anillo de humo—. Y además tiene filtro de corcho.
—Esto… Bueno, el tabaco y el corcho son dos productos vegetales muy comunes en la naturaleza —dijo Estudios Indefinidos con voz temblorosa.
—Estudios Indefinidos —dijo Ridcully.
—¿Sí, archicanciller?
—¿Querría hacer el favor de callarse?
—Sí, archicanciller.
Ponder Stibbons abrió el extremo de un corcho. Dentro había un diminuto anillo formado por unas partículas que parecían…
—Semillas —dijo—. Pero eso es imposible, porque…
El decano, envuelto en una humareda azul, había estado contemplando los matorrales.
—¿Alguien se ha dado cuenta de que todas esas vainas son notablemente rectangulares? —preguntó.
—Adelante, decano —dijo Ridcully.
Una cáscara externa de color marrón fue arrancada.
—Ah —dijo el decano—. Biscotes. El acompañamiento ideal para el queso.
—Esto… —dijo Ponder, señalando con un dedo.
En el suelo, detrás del arbusto, había dos botas.
Rincewind deslizó los dedos por la pared de la caverna. El suelo volvió a temblar.
—¿Qué es eso? —preguntó.
—Oh, algunas personas dirían que es un terremoto, otras dirían que es la tierra resecándose y otras dirían que es una serpiente gigante que repta a través del suelo —repuso Scrappy.
—¿Y cuál de esas tres cosas es?
—Te has equivocado de pregunta.
No cabe duda de que parecen magos, pensó Rincewind. Tenían esa forma cónica básica familiar para cualquiera que hubiese estado en la Universidad Invisible. Empuñaban cayados. Los artistas de la antigüedad no disponían de materiales muy sofisticados, pero aun así habían conseguido dibujar las nudosidades de los extremos.
Pero hacía treinta mil años la Universidad Invisible ni siquiera existía…
Y entonces, por primera vez, se fijó en la pintura que había al final de la caverna. Encima de ella había un gran número de aquellas huellas ocres dejadas por unas manos, casi —y el pensamiento se fue expandiendo dentro de su cabeza— como si alguien hubiera pensado que las huellas podrían mantenerla atrapada en la roca, impidiendo que lograra salir de ella.
Rincewind quitó el polvo acumulado sobre la pintura.
—Oh, no —murmuró.
Era una caja oblonga. El artista no estaba muy familiarizado con los misterios de la perspectiva convencional, pero no cabía duda de que había intentado pintar centenares de pequeñas piernas.
—¡Eso es mi Equipaje!
—Siempre pasa lo mismo, ¿verdad? —dijo Scrappy detrás de él—. Tú llegas a un sitio y tu equipaje acaba en otro fugar.
—¿A millares de años en el pasado?
—Podría ser una antigüedad de gran valor.
—¡Mi ropa está dentro!
—Entonces probablemente volverá a ponerse de moda.
—¡No lo entiendes! ¡Es una caja mágica! ¡Se supone que debe acabar llegando al mismo sitio que yo!
—Probablemente está en el mismo sitio que tú, sólo que no en el mismo momento.
—¿Qué? Oh.
—Hace un rato te dije que el espacio y el tiempo andaban bastante revueltos, ¿no? Espera a que hayas emprendido tu viaje. Hay lugares en que varios tiempos están ocurriendo a la vez y lugares en que apenas queda tiempo, y tiempos en que apenas hay lugar. Tienes que poner un poco de orden, ¿entiendes?
—¿Como si barajara unas cartas? —preguntó Rincewind, haciendo una anotación mental referente a lo de su viaje.
—Ajá.
—¡Eso es imposible!
—Lo sé, lo sé… Yo habría dicho exactamente lo mismo. Pero lo harás. Y ahora tienes que concentrarte un poco para entender esta parte, ¿de acuerdo? —Scrappy respiró hondo—. Sé que vas a hacerlo porque ya lo has hecho.
Rincewind apoyó la cabeza en las manos.
—Creía haberte explicado que aquí el espacio y el tiempo estaban hechos un lío —dijo el canguro.
—Ya he salvado estas tierras, ¿verdad?
—Ajá.
—Bien, no ha sido tan difícil. No quiero gran cosa… Una medalla, tal vez, la gratitud de la población, una pequeña pensión y un billete de vuelta a casa… —Alzó la mirada—. Pero no voy a conseguir nada de todo eso, ¿verdad?
—No, porque…
—¿Porque todavía no lo he hecho?
—¡Exactamente! ¡Empiezas a pillarle el truco! Tienes que ir allí y hacer lo que sabemos que vas a hacer porque ya lo has hecho. De hecho, y excúsame la repetición, si no lo hubieras hecho ahora yo no estaría aquí para asegurarme de que se haga. Así pues, será mejor que lo hagas.
—¿Enfrentándome a peligros terribles?
El canguro agitó una pata.
—Ligeramente terribles —dijo.
—¿Y atravesando muchos kilómetros de terreno reseco y agrietado en el que nadie ha puesto nunca los pies?
—Bueno… sí, claro. Aquí no tenemos otro tipo de terreno.
Rincewind pareció animarse un poco.
—¿Y me iré encontrando con camaradas cuya fortaleza y extrañas habilidades me serán de gran ayuda?
—Yo no confiaría en ello.
—¿Alguna posibilidad de encontrar una espada mágica?
—¿Y qué ibas a hacer tú con una espada mágica?
—Sí, tienes razón. Olvídate de la espada mágica. Pero he de contar con algo. Capa de invisibilidad, poción de fuerza… Esa clase de cosas, ya sabes.
—Esas cosas son para las personas que saben utilizarlas, compañero. Tendrás que confiar en tu astucia y tu ingenio naturales.
—¿No cuento con nada? ¿Qué clase de misión heroica es esta? ¿No puedes darme ninguna pista?
—Quizá tengas que beber un poco de cerveza —dijo el canguro, y se encogió sobre sí mismo como si esperara verse sometido a un bombardeo de preguntas.
—Claro. Bueno, eso sé hacerlo —dijo Rincewind—. ¿Qué dirección se supone que he de seguir?
—Oh, ya lo descubrirás.
—Y cuando llegue a ese sitio, ¿qué se supone que he de hacer?
—Será… será evidente, ¿comprendes? —¿Y cómo sabré que lo he hecho?
—Lo-Que-Moja volverá.
—¿Lo-Que-Moja? ¿Qué quieres decir?
—Que lloverá.
—Creía que aquí no llovía nunca —dijo Rincewind.
—¿Ves? Sabía que eras un chico listo.
El sol se estaba poniendo. Las rocas que se alzaban alrededor de la caverna empezaban a relucir con destellos rojizos. Rincewind las contempló y acabó llegando a una valerosa decisión.
—No soy de los que escurren el bulto cuando el destino de países enteros está en juego —dijo—. ¡Partiré al amanecer para completar esta tarea que ya he completado, por hoki, o no me llamo Rincewand!
—Rincewind —dijo el canguro.
—Eso.
—Bravo, compañero. Bien, en ese caso… Oye, yo de ti intentaría dormir un poco. Mañana quizá tengas un día bastante ajetreado.
—Siempre he sabido responder a la llamada del deber —dijo Rincewind. Metió la mano en un tronco hueco y, después de hurgar, acabó sacando un plato que contenía una tortilla y patatas fritas—. Nos veremos al amanecer.
Diez minutos después se acostó sobre la arena con el tronco como almohada y alzó los ojos hacia el cielo purpúreo. Ya había unas cuantas estrellas visibles.
Rincewind se acordó de algo que… Oh, sí. El canguro se había acostado al otro lado de la charca.
Rincewind alzó la cabeza.
—Antes dijiste que «él» creó este sitio, y hablaste de «él»…
—Ajá.
—Es sólo que… Bueno, estoy casi seguro de que he conocido al Creador. Es más bien bajito, y cuando necesita copos de nieve siempre se los prepara él mismo.
—¿Sí? ¿Y cuándo le conociste?
—Cuando estaba creando el mundo, de hecho. —Rincewind decidió abstenerse de mencionar que por aquel entonces se encontraba junto a una laguna y que se le había caído un bocadillo dentro. A la gente no le gusta enterarse de que puede haber evolucionado a partir del almuerzo de alguien—. Viajo mucho —añadió.
—¿Estás comiendo mi camarón crudo? —¿Qué? Oh, no, claro que no. ¿Comerte el camarón crudo? ¡Te aseguro que nunca he metido mano en los platos de los demás! Ni aunque estuvieran comiendo camarones en su salsa o cualquier clase de crustáceos, de veras, y especialmente no dentro de las lagunas. No, no. Eh… ¿Qué era lo que querías decir en realidad?
—Bueno, pues él no creó este sitio —dijo Scrappy, ignorándole—. Todo esto fue hecho después.
—¿Y eso puede ocurrir?
—¿Por qué no?
—Bueno, porque no estamos hablando de… de construir un altillo encima del establo, ya sabes —dijo Rincewind—. ¿Alguien que pasaba por allí se encontró con un mundo que ya estaba terminado y le añadió un continente extra?
—Ocurre continuamente —dijo Scrappy—. Que sí, demonios. Y de todas maneras, ¿por qué no? Si otros creadores son capaces de dejarse vacíos océanos enteros, entonces alguien debe llenarlos, ¿verdad? Y además eso le sienta bien al mundo: nuevas ideas, nuevos estilos, una nueva perspectiva… Resulta muy beneficioso.
Rincewind volvió a alzar los ojos hacia las estrellas y tuvo una visión mental de alguien que iba de un mundo a otro y se dedicaba a añadir sigilosamente unos cuantos países cuando nadie miraba.
—Sí, claro —dijo—. A mí nunca se me habría ocurrido lo de hacer que todas las serpientes fueran mortíferas y que las arañas fuesen todavía más mortíferas que las serpientes. ¿Y lo de ponerle bolsillos a todo? Una gran idea.
—Ahí lo tienes —dijo Scrappy.
La oscuridad estaba invadiendo la caverna, y el canguro ya apenas era visible.
—Así que creó montones de cosas, ¿eh?
—Ajá.
—¿Porqué?
—Porque así a lo mejor una de ellas seguirá funcionando como es debido. Ah, y además siempre pone canguros en todo lo que crea. Una especie de firma, por así decirlo.
—¿Y este Creador tiene un nombre?
—No. Sólo es el hombre que carga con el saco que contiene todo el universo.
—¿Un saco de cuero?
—Diría que sí —asintió el canguro.
—¿Todo el universo dentro de un saquito?
—Ajá.
Rincewind volvió a acostarse.
—Me alegro de no ser demasiado religioso —dijo—. Tiene que resultar muy complicado.
Cinco minutos después empezó a roncar, y pasada media hora movió ligeramente la cabeza. El canguro se había esfumado.
Con lo que casi era una velocidad de super-Rincewind, Rincewind se levantó y, trepando ágilmente por los montones de rocas, dejó atrás la entrada de la caverna y salió al horno oscuro de la noche.
Después escogió una estrella al azar y echó a andar, sin prestar atención a los arbustos que le azotaban las piernas.
¡Ja!
Rincewind no estaba dispuesto a hacer oídos sordos a la llamada del deber. Cuando el deber le llamara, él ya estaría bastante lejos de allí para no oír su llamada.
Dentro de la caverna, el agua de la charca onduló bajo la luz de las estrellas y los círculos se fueron expandiendo lentamente hasta lamer la arena.
En la roca había una pintura muy antigua que mostraba un canguro trazado con líneas blancas, rojas y amarillas. El artista había intentado crear un efecto que habría sido bastante difícil de obtener incluso disponiendo de ocho dimensiones y un acelerador de partículas de tamaño industrial: incluir no sólo al canguro en el momento actual sino también al canguro en el pasado y al canguro en el futuro y, en resumen, no el aspecto que tenía el canguro sino lo que realmente era.
De todas las complejidades que componían al bípedo inteligente conocido como señora Panadizo, una de las más curiosas era que en su mundo no había sitio para las comidas informales. Cuando la señora Panadizo preparaba unos bocadillos, siempre los adornaba con perejil incluso si era ella quien iba a comérselos. Cuando tomaba una taza de té, se ponía una servilleta encima del regazo. Si en la mesa había un jarrón con flores o un mantelito adornado con uno de esos paisajes tan elegantes, tanto mejor.
Que la señora Panadizo mantuviera en equilibrio los alimentos sobre las rodillas mientras comía era impensable. De hecho, la mera idea de que la señora Panadizo pudiera tener rodillas ya era impensable, aunque el prefecto mayor había tenido que abanicarse ocasionalmente con su sombrero. Por consiguiente, la playa había sido minuciosamente examinada hasta localizar la madera suficiente para armar una tosca mesa y unas cuantas rocas de las dimensiones adecuadas para ser utilizadas como asientos.
El prefecto mayor, recurriendo nuevamente a su sombrero, le quitó el polvo a una.
—Bueno, señora Panadizo, aquí estamos… —dijo.
La mujer frunció el entrecejo.
—La servidumbre no debe comer con los caballeros —dijo—. No es correcto.
—Vamos, señora Panadizo… Coma con nosotros —dijo Ridcully.
—No puedo, de veras. Todos hemos nacido para ocupar un sitio determinado, y no debemos discutir con el destino —dijo la señora Panadizo—. Nunca podría volver a mirarle a la cara, señor. Creo que sé cuál es mi sitio.
Ridcully la contempló sin saber qué decir.
—¿Reunión del cuadro académico, caballeros? —se apresuró a murmurar después.
Los magos formaron otro corro unos cuantos metros playa abajo.
—¿Qué se supone que vamos a hacer?
—Pues eso dice mucho en favor de ella. Después de todo, su mundo está debajo de la escalera.
—Sí, de acuerdo, pero en esta isla no hay escaleras.
—Quizá podríamos construir algunas.
—Lo que quiero decir es que no podemos permitir que la pobre mujer coma sola en cualquier rincón.
—¡Tardamos siglos en construir esa mesa!
—¿Y no ha notado algo raro en la madera que recogimos de la playa, archicanciller?
—A mí me ha parecido de lo más normal, Stibbons. Ramas, troncos de árboles… Ese tipo de cosas, ya sabe.
—Eso es lo extraño, señor, porque…
—Es sencillísimo, Ridcully. Espero que, siendo unos caballeros, sabremos cómo tratar a una mujer…
—Señora.
—Ese sarcasmo era innecesario, decano —dijo Ridcully—. Muy bien. Si el profeta Ossorio no va a la montaña, entonces la montaña irá al profeta Ossorio. Como dicen en Klatch… —añadió y, conociendo a sus magos, se calló.
—De hecho, creo que es en Omnia donde…
—empezó Ponder.
Ridcully agitó la mano.
—O algo por el estilo, da igual.
Y así fue como la señora Panadizo acabó cenando sola en la mesa mientras los magos se sentaban alrededor de una hoguera a unos metros de ella, aunque con frecuencia uno de ellos iba a la mesa para ofrecer algún bocado selecto de las reservas naturales a la señora Panadizo.
Resultaba evidente que el hambre no iba a ser un problema en aquella isla, aunque la dispepsia y la gota quizá sí acabarían siéndolo.
El plato fuerte de la cena era pescado. Una frenética búsqueda no había conseguido localizar ningún arbusto de bistecs, pero sí había descubierto, además de numerosos frutos más convencionales, un arbusto de pasta, una especie de calabaza que contenía algo muy parecido a la mostaza y, para gran disgusto de Ridcully, una planta con aspecto de piña cuyo fruto, una vez pelado, había resultado ser un budín de moras y ciruelas.
—Obviamente no es un budín de moras y ciruelas
—había protestado Ridcully —. Nos parece que lo es porque sabe exactamente igual que… un budín de moras y ciruelas.
—Pero está lleno de moras y ciruelas —dijo el prefecto mayor—. Páseme la calabaza de la mostaza, por favor.
—Lo que quiero decir es que sólo pensamos que parecen moras y ciruelas…
—También pensamos que saben a moras y ciruelas
—dijo el prefecto mayor —. Oiga, archicanciller, no hay ningún misterio. Es obvio que no somos los primeros magos que ponen los pies en esta isla. Todo esto es el resultado de una simple operación mágica de lo más normal y corriente. Nuestro geógrafo perdido quizá llevó a cabo algunos experimentos. O quizá sea hechicería, no sé. Algunas de las cosas que se crearon en los viejos tiempos… Bueno, en comparación con eso, crear un arbusto que dé cigarrillos resulta tan sencillo como abrir una botella de cerveza, ¿eh?
—Hablando de cerveza… —dijo el decano, agitando la mano—. ¿Podrían pasarme el ron, por favor?
—La señora Panadizo no aprueba el consumo de licores de alta graduación —dijo el prefecto mayor.
El decano miró al ama de llaves, que estaba comiendo un plátano con elegante delicadeza, una proeza que resulta muy difícil de ejecutar. El decano dejó la cáscara de coco en el suelo.
—Bueno, pues la señora Panadizo… Yo… no veo por qué… Oh, maldita sea. No tengo nada más que decir.
—Y tampoco aprueba el lenguaje malsonante —dijo Runas Recientes.
—Propongo que nos llevemos a algunas de esas abejas cuando volvamos —dijo Estudios Indefinidos—. ¡Qué criaturitas tan maravillosas! No se conforman con fabricar algo tan aburrido como la miel, no señor.
—Le va quitando la piel lentamente antes de comérselo. Oh, cielos… —dijo el prefecto mayor.
—¿Se encuentra bien, prefecto mayor? ¿Demasiado calor, quizá?
—¿Qué? ¿Eh? ¿Hmmm? Oh, no es nada. Sí. Abejas. Unas criaturas maravillosas.
Los magos dirigieron la mirada hacia un par de abejas, que estaban aprovechando la última claridad del día para zumbar alrededor de un matorral en flor. Las abejas dejaban tras de sí pequeñas estelas de humo.
—Parecen pequeños cohetes —dijo el archicanciller—. Es asombroso.
—No consigo dejar de pensar en esas botas —dijo el prefecto mayor—. Me tienen un poco preocupado, ¿saben? Se diría que el usuario fue extraído de ellas mientras las llevaba puestas.
—Esta isla es minúscula, amigo mío —dijo Ridcully—. Sólo hemos visto pájaros, unas cuantas cositas que hacen «cuic» y un montón de insectos. Las islas que tienen un tiro de piedra de longitud no producen animales grandes y feroces. Nuestro geógrafo quiso ponerse cómodo y luego se olvidó de recoger sus cosas. Y de todas maneras, hace demasiado calor para llevar botas.
—¿Y entonces por qué no le hemos visto?
—¡Ja! Probablemente estará intentando pasar desapercibido —dijo el decano—. Está tan avergonzado que no se atreve a dejarse ver. Esconder una preciosa isla soleada en tu estudio va contra las reglas de la Universidad.
—¿De veras? —dijo Ponder—. No sabía que mencionaran las islas. ¿Cuánto tiempo lleva en vigor esa regla?
—Desde que tuve que dormir en un dormitorio donde hacía un frío de muerte —dijo el decano con expresión sombría—. Páseme el budín, ¿quiere?
—Ook —dijo el bibliotecario.
—Ah, me alegro de ver que vuelve a ser el de siempre, viejo amigo —dijo Ridcully—. Y esta vez intente mantener la forma durante más tiempo, ¿eh?
—Ook.
El bibliotecario estaba sentado detrás de un montón de fruta. Normalmente esa posición le habría parecido perfecta, pero ahora incluso los plátanos le estaban poniendo nervioso. Seguía experimentando aquella extraña sensación de que algo andaba mal. Había plátanos largos y amarillos, plátanos más cortos, plátanos rojizos, plátanos gruesos y amarronados…
El bibliotecario contempló los restos de los peces. Había uno grande y plateado, y uno grueso y rojizo, y uno pequeño y gris, y uno aplanado que recordaba un poco a una platija…
—Obviamente algún mago desembarcó aquí y quiso que este sitio fuera más acogedor —estaba diciendo el prefecto mayor, pero su voz sonaba curiosamente lejana.
El bibliotecario empezó a contar.
La planta del budín de moras y ciruelas, la calabaza de la mostaza, el coco relleno de chocolate… Volvió la cabeza para mirar los árboles. Ahora que sabía qué estaba buscando, comprobó que no se veía por ninguna parte.
El prefecto mayor se calló cuando el mono se incorporó sobre los nudillos y fue rápidamente hacía la línea de la marea alta. Los magos contemplaron en silencio cómo hurgaba entre los montones de conchas. El bibliotecario volvió con las dos manos llenas de conchas y las dejó caer con expresión triunfal delante del archicanciller.
—¡0ok!
—¿Qué pasa, viejo amigo?
—¡Ook!
—Sí, son muy bonitas, pero ¿qué…?
—¡OOK!
El bibliotecario pareció acordarse de la clase de intelectos con los que estaba tratando. Alzó un dedo y le lanzó una mirada interrogativa a Ridcully.
—¿Ook?
—Me temo que no le sigo…
Dos dedos se elevaron.
—¿Ookook?
—Me parece que no acabo de…
—¡Ookookook!
Ponder Stibbons contempló los tres dedos que acababa de levantar el bibliotecario.
—Me parece que está contando, señor —dijo, y el bibliotecario le alargó un plátano.
—Ah, el viejo juego del «¿cuántos dedos he levantado?» —dijo el decano—. Pero antes tendríamos que beber un poco más de la cuenta…
El bibliotecario señaló los peces, los restos de la cena, las conchas y los árboles que se alzaban detrás de ellos. Un dedo se elevó hacia el cielo.
—¡Ook!
—¿Todo le parece uno? —preguntó Ridcully—. ¿Un solo y gran lugar? ¿Un sitio digno de ser recordado? El bibliotecario volvió a abrir la boca y después estornudó.
Una enorme concha roja quedó inmóvil sobre la arena.
—Oh, cielos —dijo Ponder Stibbons.
—Qué interesante —dijo Estudios Indefinidos—. Se ha convertido en un excelente espécimen de caracola gigante. Si soplas por el extremo puntiagudo, puedes producir un sonido realmente precioso…
—¿Algún voluntario? —preguntó el decano con un hilo de voz.
—Oh, cielos —repitió Ponder.
—¿Se puede saber qué le pasa? —preguntó el decano.
—Sólo hay uno —dijo Ponder—. Eso era lo que estaba intentando decirnos.
—¿Sólo hay uno, dice? ¿De qué está hablando? —preguntó Ridcully.
—Digo que sólo hay uno de cada, señor. Sólo hay un ejemplar de cada cosa.
Era, y en el futuro Ponder así lo pensaría en más de una ocasión, una frase magnífica y realmente impresionante. Todos tendrían que haberse mirado los unos a los otros con horror y repentina comprensión mientras exclamaban «¡Por todos los cielos! ¡Tiene razón!». Pero Ponder estaba tratando con magos, y los magos son capaces de concebir pensamientos enormes yendo paso a paso y manejando fragmentos muy pequeños.
—¡No diga tonterías, hombre! —exclamó Ridcully—. Para empezar, hay millones de esas malditas conchas.
—Sí, señor, pero… Si se fija bien verá que todas son distintas, señor. Todos los árboles que hemos encontrado en la isla… Sólo había uno de cada especie, señor. Hay muchos árboles que dan plátanos, pero cada uno produce un tipo de plátano distinto. Y sólo había un arbusto de cigarrillos, ¿verdad?
—Pero hay montones de abejas —dijo Ridcully.
—Y solamente un enjambre —dijo Ponder.
—Millones de escarabajos —dijo el decano.
—No creo haber visto dos iguales, señor.
—Bueno, eso es muy interesante —dijo Ridcully—, pero no entiendo adonde quiere…
—Uno solo de cualquier cosa no funciona, señor —dijo Ponder—. No puede reproducirse.
—Sí, Stibbons, pero sólo son árboles.
—Los árboles también necesitan machos y hembras, señor.
—¿De veras?
—Sí, señor. A veces son partes distintas del mismo árbol, señor.
—¿Qué? ¿Está seguro?
—Sí, señor. Mi tío tenía un huerto de árboles frutales.
—¡Baje la voz, muchacho, baje la voz! ¡La señora Panadizo podría oírle!
Ponder no pudo evitar poner cara de perplejidad.
—¿Cómo dice, señor? Pero… ella es la señora Panadizo, señor.
—¿Y qué tiene que ver eso con el precio de los metros?
—Quiero decir que… presumiblemente hubo un señor Panadizo, señor…
Ridcully le contempló con expresión impasible y sus labios se movieron mientras su mente ensayaba varias respuestas. Finalmente, no muy convencido, acabó decidiéndose por:
—Puede ser, pero todo este asunto me parece bastante turbio.
—Me temo que la naturaleza es así, señor.
—He pasado muchas hermosas mañanas de primavera paseando por el bosque, Stibbons. ¿Y ahora me está diciendo que mientras yo paseaba por el bosque los árboles sólo pensaban en… en eso?
Los conocimientos de horticultura de Ponder ya habían empezado a dar señales de agotamiento. El joven mago recurrió a los escasos recuerdos que conservaba de su tío, el cual había pasado la mayor parte de su vida subido a una escalera.
—Esto… eh… me parece que a veces los pinceles de pelo de camello también juegan cierto papel en la cuestión, porque… —La expresión de Ridcully le indicó que aquella revelación no iba a ser muy bien acogida, por lo que se apresuró a cambiar de tema—. El caso es que siempre se necesita más de uno, señor. Y también hay otra cosa, señor. ¿Quién se fuma los cigarrillos? Quiero decir que… bueno, si el arbusto se conforma con esperar que las colillas acaben esparcidas por el suelo, ¿quién piensa que va a fumarse los cigarrillos?
—¿Qué dice? Ponder suspiró.
—El fruto es una especie de señuelo, señor. Un pájaro se lo comerá y luego dejará caer las semillas por ahí. Así es como las plantas esparcen sus semillas. Pero en esta isla sólo hemos visto pájaros y unos cuantos lagartos, así que me pregunto cómo…
—Ah, ya comprendo —dijo Ridcully—. Está pensando: ¿qué pájaro sería capaz de interrumpir su vuelo para fumarse un pitillo?
—Un pájaro adicto al tabaco —dijo el tesorero.
—Me alegra ver que sigue con nosotros, tesorero —dijo Ridcully sin volverse.
—Los pájaros no fuman, señor. Lo que debe preguntarse es qué saca el arbusto de todo esto, ¿entiende? Si aquí hubiera personas, entonces… Bueno, supongo que con el paso del tiempo podría acabar apareciendo una especie de árbol de nicotina, porque las personas se fumarían los cigarrillos y entonces… No, lo que quiero decir —se corrigió, porque Ponder siempre había estado muy orgulloso de su capacidad para pensar de una manera lógica— es que se fumarían esas cosas que parecen cigarrillos y luego irían apagando las colillas en cualquier sitio, y de esa manera esparcirían las semillas que contiene el fruto. Ciertas semillas necesitan calor para germinar, señor. Pero si no hay personas, entonces la existencia de ese arbusto no tiene ningún sentido.
—Nosotros somos personas —dijo el decano—, y a mí me encanta fumarme un cigarrillo después de cenar. Todo el mundo lo sabe, ¿no?
—Sí, señor, pero permítame recordarle que sólo llevamos un par de horas aquí y dudo que la noticia haya llegado hasta las islas más pequeñas —dijo Ponder pacientemente y, como se descubriría después, con absoluta inexactitud—. No creo que una planta de esas características pueda evolucionar en un par de horas.
—¿Me está diciendo que piensa que cuando se come una manzana la está ayudando a…? —preguntó Ridcully con tono casi horrorizado y sin llegar a completar la pregunta—. Lo de los árboles ya era bastante horrible. —Soltó un bufido—. Me parece que seguiré fiel al pescado. Al menos los peces resuelven esos asuntos en privado y sin pedirle ayuda a nadie, y tengo entendido que se mantienen decentemente alejados los unos de los otros mientras lo hacen. En cuanto a la evolución, señor Stibbons, ya sabe qué opino de ella. Si ocurre, y francamente siempre me ha sonado un poco a cuento de hadas, entonces tiene que ocurrir deprisa. Fíjese en los lemmings, por ejemplo.
—¿Los lemmings, señor?
—Exacto. Esos bichitos que siempre están lanzándose al vacío desde lo alto de los acantilados, ya sabe. ¿Cuántos lemmings se han convertido en pájaros durante la caída, eh? ¿Eh?
—Bueno, ninguno…
—¡Precisamente! —exclamó Ridcully con voz triunfal—. Y el que alguno de ellos piense «Eh, quizá debería agitar las garras mientras caigo» no sirve de nada, ¿verdad? No, lo que debería hacer es tomarse en serio todo el asunto, decidirse de una maldita vez y desarrollar un auténtico par de alas.
—¿En un par de segundos? ¿Mientras está cayendo al vacío?
—Es el mejor momento.
—¡Pero los lemmings no se convierten en pájaros, señor!
—Pues no les iría nada mal hacerlo.
Un rugido llegó hasta ellos desde las profundidades de la pequeña jungla. El sonido recordaba un poco al de la sirena de un faro.
—¿Están seguros de que no hay ninguna criatura peligrosa en esta isla? —preguntó el decano.
—Creo que he visto unos cuantos camarones —dijo nerviosamente el prefecto mayor.
—No, el archicanciller tenía razón: esta isla es demasiado pequeña —dijo Ponder, intentando desechar la idea de unos lemmings voladores—. Nunca podría mantener a ninguna criatura lo bastante grande para hacemos daño, señor. Después de todo, ¿con qué se iba a alimentar?
Oyeron cómo algo se abría paso ruidosamente entre los árboles.
—¿Con nosotros? —balbuceó el decano.
Un extraño animal surgió de la selva y empezó a avanzar sobre la arena bañada por la claridad rojiza del crepúsculo. Era muy grande y parecía consistir básicamente en cabeza, ya que poseía una de aspecto reptiliano casi tan grande como el cuerpo. También había una cola, pero dada la cantidad de dientes visibles al otro extremo los magos apenas prestaron atención a los detalles adicionales.
La criatura husmeó el aire y volvió a rugir.
—Ah —dijo Ridcully—. La solución al misterio del geógrafo desaparecido, supongo. Bravo, prefecto mayor.
—Me parece que voy a… —empezó el decano.
—¡No se mueva, señor! —siseó Ponder—. ¡Muchos reptiles sólo pueden verte si te mueves!
—Le aseguro que a la velocidad que tengo intención de utilizar, nada podrá verme.
El monstruo volvió la cabeza de un lado a otro y avanzó.
—¿No puede ver las cosas que no se mueven? —preguntó el archicanciller—. ¿Nos está diciendo que debemos quedarnos quietos y esperar hasta que se dé con un árbol?
—¡La señora Panadizo sigue sentada ahí! —exclamó el prefecto mayor.
De hecho la señora Panadizo acababa de coger un biscote y, con su habitual elegancia, lo estaba recubriendo de queso para untar.
—¡Creo que ni siquiera lo ha visto!
Ridcully empezó a arremangarse.
—Me parece que habrá que recurrir a las bolas de fuego, caballeros —dijo.
—Espere, espere —dijo Ponder—. Quizá sea una especie en peligro de extinción.
—La señora Panadizo también lo es.
—Pero ¿tenemos derecho a acabar con lo que…?
—Por supuesto que sí —dijo Ridcully—. Si su creador hubiese querido que sobreviviera, le habría proporcionado una piel a prueba de llamas. Su querida evolución funciona así, Stibbons.
—Pero quizá deberíamos estudiarla… La criatura empezaba a ganar velocidad. Teniendo en cuenta lo grande que era, resultaba asombroso lo deprisa que podía llegar a moverse.
—Esto… —dijo nerviosamente Ponder. Ridcully alzó el brazo.
La criatura se detuvo, dio una especie de salto convulsivo y después se aplanó como una pelota de goma recién pisada y, de hecho, cuando recuperó su forma original lo hizo con un ruido bastante parecido al que acompaña a los esfuerzos de un prestidigitador de pacotilla cuando intenta dar forma a las patas traseras del animal que está construyendo con un globo. Suponiendo que la criatura hubiera tenido alguna clase de expresión, ésta habría sido más de asombro que de dolor. Pequeños relámpagos chisporrotearon a su alrededor. El animal volvió a aplanarse, se enrolló sobre sí mismo hasta componer un cilindro, pasó por toda una gama de formas interesantes pero probablemente muy incómodas de adoptar, se encogió hasta quedar convenido en una bola del tamaño de una granada y después, con un último y patético ruidito —algo bastante parecido a «prarp»—, volvió a caer sobre la arena.
—Eso no ha estado nada mal —dijo Ridcully—. ¿Quién de ustedes lo ha hecho? Los magos se miraron.
—No hemos sido nosotros —dijo el decano—. Habíamos acordado que bastaría con unas cuantas bolas de fuego, ¿no?
Ridcully le dio un codazo a Ponder.
—Bien, adelante —dijo—. Estúdielo.
—Esto… —Ponder contempló a la perpleja criatura que yacía sobre la arena—. Eh… parece haberse convertido en un pollo de considerables dimensiones.
—Bravo, bravo —dijo Ridcully, como queriendo poner punto final al asunto de una vez por todas—. Visto lo cual sería una auténtica pena desperdiciar esta bola de fuego, ¿verdad? Y la lanzó.