En la sala de observación del quirófano 2

Lo mejor fue ver la cara de Dave al darse cuenta de que él estaba ahí.

Había dado un paso al frente para estrecharle la mano, fingiendo tranquilidad, pero sus ojos, de repente vidriosos, eran un revoltijo de emociones. A White le halagaba ser el único que tenía la clave de lo que pasaba en ese momento por la cabeza de David.

—Hola, doctor Evans. No sé si me recuerda, nos conocimos en una convención en Londres hace un par de años —dijo con su mejor acento británico.

Hubo una pausa, larga, mientras Dave miraba el iPad que White apretaba contra el pecho con gesto elegante.

«Eso es, fíjate bien. Sigo teniendo el control. Un botón y tu hija morirá».

—Por supuesto. En el Marblestone, ¿no?.

—Tiene usted una memoria excelente.

Que el propio Dave se viese obligado a corroborar su falsa identidad había sido la guinda del pastel. No es que lo necesitase. Hacía mucho que su poderoso empleador había alertado a White acerca de Peter Ravensdale. Era el número dos en la lista de expertos que manejaba la Casa Blanca.

—¿Acaba de llegar de Londres?.

—Recién llegado de Nueva York. He alquilado un coche en el aeropuerto y llegado hace media hora.

—Es una sorpresa encontrarle aquí.

—Es excitante tener esta oportunidad de poder aprender de usted. Dicen que nunca comete errores.

Se habían puesto en contacto con el auténtico Ravensdale el lunes, el mismo día en que Svetlana murió. Le mandaron un correo electrónico desde el Departamento de Estado pidiéndole sus honorarios para supervisar una intervención sin citar el nombre del paciente, y Ravensdale respondió afirmativamente. Por supuesto que podría estar en el Saint Claire el viernes por la mañana, había dicho. Ni siquiera era necesario que pagasen un vuelo desde Londres, ya que estaría en Nueva York visitando a unos parientes.

Once horas después estaba muerto, su cadáver en un sitio seguro y su móvil, su correo electrónico y su documentación en poder de White.

El Presidente tenía razón en querer reducir el poder de la NSA. Era tan grande que ni siquiera aquéllos que debían protegerle estaban a salvo de su vigilancia ni de su manipulación. Todo lo que había hecho falta para introducir a White en el hospital había sido entrar en la base de datos del Servicio Secreto a través del software de PRISM y modificar los datos que poseían de Ravensdale para que coincidiesen con los de White, crear un pasaporte inglés falso… et voilà, Peter Ravensdale tenía un nuevo rostro.

Al llegar a la segunda planta del Saint Claire aquella mañana, un agente del Servicio Secreto se había limitado a comprobar su identificación, cachearle y llamar a McKenna.

—Procuro no hacerlo —respondió Dave a la pregunta de White—. Además, ustedes se encargarán de que no los cometa.

Lowers dijo algo educado y Hockstetter murmuró alguna impertinencia sobre lo mejor que había disponible. White los ignoró, estaba ocupado disfrutando del momento.

Era su toque maestro, su arma secreta para barrer el último resquicio de voluntad de sus víctimas. Siempre estaba allí al final, para asegurarse de que cumplían sus designios. El rostro de un vecino entre la multitud, el cartero en el que nadie se fija, el fotógrafo parapetado tras su cámara. La primera vez había sido en Nápoles, cuando se había disfrazado de policía para llevarle la cabeza del escritor huidizo al mafioso que quería verlo muerto. Desde entonces no podía resistirse al impulso de ver con sus propios ojos cómo la última pieza del dominó superaba el punto de equilibrio y caía en su sitio con total precisión.

Y aquélla, su obra maestra, su capilla Sixtina, estaba a punto de ser culminada por el hombre alto y de ojos verdes que ya salía de la sala de observación.

—Suerte, doctor Evans. Estaremos aquí, siguiendo su desempeño con gran interés.