Llegué a casa a eso de las 9 de la noche. No lo hice solo. En la acera de enfrente aparcó un sedán con un par de agentes del Servicio Secreto, tal y como McKenna me había prometido.
Estaba agotado, aunque el dolor del pecho había desaparecido por obra y gracia de santa Vicodina. Sentía calor y los ojos hinchados e irritados. Necesitaba un copazo y veinte horas de sueño. Pero apenas cerré la puerta de entrada sonó mi teléfono.
—Te has agenciado una bonita escolta —dijo White.
Me dejé caer contra la puerta y la gravedad tiró de mí hacia el suelo hasta sentarme.
—Ya ve, malgastando el dinero de los contribuyentes.
—Eso complica las cosas.
—Debería darme las gracias por habernos librado de McKenna.
—No me malinterpretes, Dave. Tu actuación de hoy ha sido brillante. Y el detalle de mostrarle el teléfono al supervisor, permitiéndome ver su derrota a través de la cámara. Eso ha sido un toque de genialidad. Tienes talento para esto. Voy a lamentar mucho que mañana dejemos de trabajar juntos.
Yo estaba demasiado exhausto como para insultarle.
—Ojalá pudiese decir lo mismo.
—Ve a descansar y deja todas las luces apagadas para que los del Servicio Secreto crean que estás durmiendo y bajen un poco la guardia. A la una en punto sal por el jardín a la calle de atrás. Espera a que lleguen mis hombres.
—Está bien.
—Ah, Dave. Deja el móvil en la casa. No creo que estos funcionarios de cabeza cuadrada sean tan listos como para ponerle un marcador a tu señal, pero ahora no podemos correr riesgos. No tan cerca del premio.
Él colgó, y yo obedecí. En su mayor parte. Porque dejé mi iPhone, pero me llevé el teléfono que me había dado Kate. Y salí de casa dos minutos antes de la hora prevista. Por fin podía alejarme lo suficiente del micrófono que contenía aquel aparato infernal como para hablar con Kate.
Subí la cuesta de mi jardín y me parapeté tras un árbol. En la calle no se movía ni un alma ni había más sonido que el distante rumor de la tele de los Salisbury, una pareja de ancianos medio sordos que siempre se dormían en el sofá.
Protegido de la vista de los matones en mi precario escondite, marqué el número y ella contestó al segundo timbrazo.
—David. ¿Dónde estás? ¿Cómo has logrado llamar?
—En la calle. No tengo mucho tiempo, van a venir a buscarme para ver a White.
—¿Y tu teléfono?
—Me ha ordenado dejarlo. ¿Tienes algo?
—Estoy siguiendo una pista de la que prefiero no hablarte. ¿Qué ha pasado en las últimas horas?
Le hice un resumen rápido, incluyendo lo que había sucedido con la rata y cómo White podía actuar contra Julia tan sólo apretando un botón.
—No le dejaremos que lo haga. ¿Estarás en el quirófano mañana?
—Sí. Ha sido un día de auténtica pesadilla. Ayer hubo un cambio de planes que estuvo a punto de acabar con la operación.
—No lo llames operación, David. Llámalo por su nombre: asesinato.
—¿Eso va a hacer que te sientas mejor? Porque a mí, desde luego, no.
—Casi siempre duele cuando haces lo correcto, ¿verdad, Dave? ¿No fueron esas tus palabras?
—¿De verdad quieres hablar de esto ahora?
—No se me ocurre mejor momento, David. En unas horas podría estar muerta.
Tardé en contestar, mientras la imagen de la noche en la que había sucedido todo volvía a mi cabeza. Julia acababa de acostarse, y Rachel tenía turno de noche. Kate había venido a ver a la niña, en una de sus escasas jornadas libres. Cenamos los tres juntos, como tantas otras veces. Kate y yo tomamos vino, como tantas otras veces. Charlamos un rato en el sofá de la terraza, cuando la niña se fue a la cama como tantas otras veces.
De pronto, ella me besó. Y eso no había ocurrido nunca.
Yo me quedé asombrado, no fui capaz de reaccionar. Llevaba una década sin recibir más besos que los de Rachel, y notar los labios de Kate sobre los míos me provocó una sensación extraña, sobrecogedora. En algún lugar fuera de nosotros se oyó el sonido de algo que se rompía y nunca podría ser vuelto a componer.
No le devolví el beso, aunque tampoco la rechacé, no sé si por miedo o por confusión. Pero Kate comprendió enseguida lo que había hecho y lo que yo no sentía, y se separó de mí. Muerta de vergüenza, le echó la culpa al vino y se largó corriendo. Al día siguiente llamó para pedir perdón, y yo le dije que debíamos contárselo a Rachel, por duro que fuese.
Porque casi siempre duele cuando haces lo correcto.
—Kate, sé lo que estás haciendo por Julia —respondí—. Y te lo agradezco infinitamente.
—No, David. No tienes ni idea. De lo que he hecho y de lo que estoy a punto de hacer.
La voz se le quebró al final de la frase en un quejido lastimero. Pude escucharla llorar en silencio, luchar por meter aire en sus pulmones a través de la pena que bloqueaba su garganta.
—Da igual lo que ocurra, tú y yo nunca podremos estar juntos, ¿verdad, David?
—Todo lo que puedo ofrecerte, Kate, es la verdad.
—Pues dila. Necesito oírla.
El silencio que siguió no debió de durar más de un par de segundos, pero en aquella calle fría y solitaria fue tan largo como una vida y tan profundo como un universo.
—No podemos estar juntos.
—Yo te vi primero —dijo, susurrando.
Tardé un instante en comprender que se refería al día en que Rachel y yo nos habíamos conocido, en una fiesta de la universidad.
—Lo sé, Kate. Pero cuando la vi a ella ya no pude ver a nadie más. Ella era lo que siempre he deseado.
—Te entiendo. Era una mujer muy valiente, la persona más valiente que he conocido.
Yo no pude evitar sonreír.
—¿Lo dice alguien cuyo trabajo es parar con su cuerpo la bala destinada a otro?
Kate se rio, una risa dulce pero triste que desgarraba el alma.
—Protejo a los demás porque no soy capaz de protegerme a mí misma. Ojalá tuviese la clase de valor que ella tenía. David…
—¿Qué?
—Nunca se lo contaste. Nunca le contaste que te besé.
No, nunca lo hice. No quise crear una brecha entre ambas. Hubiese sido feo, doloroso y sucio. Porque yo estaba equivocado, y ahora lo sé. Cuando hacer lo correcto causa daño, quizás haya que buscar otro camino.
—No lo hice.
—¿Te arrepientes?
—No. Allá donde esté, ella sabe la verdad.
—Yo quise decírselo. No me atreví. Y luego ella se fue sin avisar, y ahora ya no puedo decírselo ni pedirle perdón.
—Kate, si quieres pedirle perdón, encuentra a Julia.
No quise decirlo de forma tan brusca, pero salió así de mi boca, con una dureza objetiva y despiadada. Supe que había terminado de romperle el corazón antes de escuchar su respuesta.
—Ya sé que eso es para todo lo que me quieres. Dalo por hecho, David —dijo, gélida. Y colgó.
Antes de poder llamarla de nuevo para disculparme, los faros del coche de los secuaces de White aparecieron al final de la calle.