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—Así que es eso. Es usted un terrorista.

White meneó la cabeza y chasqueó los labios, como si el apelativo le resultara ofensivo.

—Para eso habría que tener una ideología o un credo, Dave, rasgos de los que carezco. No, amigo, yo soy un contratista externo, aunque eso tampoco llega a definirme muy bien.

Los ojos le brillaban, gesticulaba mucho con las manos para remarcar cada una de sus frases. A todo hombre le gusta hablar de su trabajo. Para un egomaníaco narcisista como el señor White, no poder proclamar a los cuatro vientos sus hazañas debía de ser una tortura insufrible.

—Digamos que soy un artista de la ingeniería social. Un cliente viene a mí con un problema y yo se lo soluciono.

—Pero… —tartamudeé—. Yo no soy un asesino. Busque a un soldado o un mercenario, alguien que sepa usar un arma.

—Lo del francotirador loco y solitario es tan de los años sesenta… Es un truco muy visto, ya lo hemos usado muchas veces. No, Dave, para algo así yo no sería necesario. Cualquier carnicero de tres al cuarto con tres balas y unos prismáticos podría organizar una chapuza así. Acabaría mal, claro. Seguramente con el tirador esposado a una silla haciendo…, ¿cómo diría? Incómodas declaraciones sobre la identidad de sus empleadores. Eso por no nombrar las caídas en bolsa, el pánico social, las tensiones en la escena internacional… Nuestro país está ya lo bastante hundido, un nuevo escándalo lo partiría por la mitad. Y nosotros somos patriotas y no queremos eso, ¿verdad, Dave?

—No, por supuesto que no —respondí automáticamente.

Se inclinó hacia delante y bajó aún más la voz, convirtiéndola en un susurro. En ese momento, en el hilo musical Joan Baez terminó de cantar Hush Little Baby y se arrancó con Battle Hymn of the Republic. Desconozco si fue una casualidad o si White lo había preparado, al igual que había dispuesto al milímetro hasta el último detalle de todo el repugnante asunto.

—Pero, mi buen doctor, una muerte natural sería perfectamente aceptable. El gran hombre ingresa en un hospital el viernes, en completo secreto. Nadie sabe de su grave enfermedad. Se le dispensan los mejores cuidados, pero fallece en la mesa de operaciones. Un valiente neurocirujano, alto y moreno, aparece ante las cámaras. Es un hombre hecho a sí mismo, un héroe americano, ejemplo de honradez. Comunica la noticia con lágrimas en los ojos, y el país llora con él. El vicepresidente pronuncia el juramento, también llorando, el mismo viernes por la noche, con la ayuda de Dios. El sábado el país está de luto, el domingo los noticiarios ensalzan la figura del nuevo comandante en jefe, cuyo nombre el 47,3 por ciento de la población no hubiese sido capaz de recordar dos días antes. Cuando Wall Street abre el lunes por la mañana, la situación está reconducida. Las fábricas siguen humeando, las madres llevan a sus hijos al colegio y hacen tarta de manzana. La democracia se ha salvado. Dios bendiga América.

Se llevó la mano al pecho, en una amanerada imitación del saludo a la bandera. En aquella cafetería, decorada al estilo años cincuenta con los colores rojo, blanco y azul, su discurso había sonado surrealista y desquiciado. Y al mismo tiempo absolutamente plausible. Se me hizo un nudo en la garganta al comprender la enormidad del lío en el que estaba metido.

—Es usted un loco, White —musité.

—Esa es una apreciación altamente incorrecta —dijo entrecerrando los ojos, molesto—. De hecho, soy una persona profundamente racional y equilibrada, que conoce muy bien las consecuencias de sus actos y los beneficios y perjuicios que se derivan de ellos. ¿Lo eres tú, Dave?

Me echó una larga mirada, mientras se masajeaba despacio las sienes, calibrando el efecto de su amenaza. Podía decírmelo más alto, pero no más claro.

Mi cuerpo me pedía a gritos marcharme de allí, alejarme de aquel psicópata. Pero no podía.

—¿Qué es lo que quiere que haga? ¡No puedo matarle así, sin más! —intenté defenderme, ganar tiempo, explicarle la imposibilidad de lo que me estaba pidiendo—. No es tan fácil. Habrá muchísimos ojos pendientes de cada uno de mis movimientos. Al menos otros dos neurocirujanos más conmigo, además de un anestesista y dos enfermeras. Habrá cámaras registrando mis movimientos, y medio Servicio Secreto observándome desde la cúpula del quirófano.

—Detalles, minucias —dijo extendiendo las manos con las palmas hacia arriba, como si aquellas fuesen preocupaciones sin importancia—. Déjame eso a mí. El jueves por la noche te indicaré el método. Estoy seguro de que será de tu agrado.

La seguridad en su tono era absoluta. Sabía muy bien que los barrotes de la jaula eran bien firmes. Pero yo, como el animal atrapado que era, intenté revolverme.

—Maldita sea, no puede pedirme que mate a un ser humano. He jurado no causar daño a nadie. Soy un médico, por Dios santo.

White suspiró y meneó la cabeza, remarcando el esfuerzo que hacía para mostrarse razonable.

—Escucha, Dave. Soy un hombre extremadamente paciente, en serio. Comprendo las dudas morales que te suscita el asunto. Me hubiese gustado tener una aproximación distinta, ofrecerte una gran suma de dinero y contar con tu participación voluntaria, al igual que con otros colaboradores. Contigo no ha sido tan sencillo. Tú eres un hombre íntegro. Te juegas tu carrera y comprometes los principios morales sobre los que has edificado tu vida. Eso es algo que respeto. No obstante, permíteme que te recuerde algo.

Se acercó el iPad, que estaba sobre la mesa, protegido por una carísima funda de piel de Louis Vuitton. Alzó la cubierta como una barrera entre él y yo y tecleó algo. Al cabo de un par de segundos bajó la cubierta y giró el dispositivo hacia mí.

La aplicación tan sólo mostraba un rectángulo negro que cubría tres cuartas partes de la superficie. Por debajo del rectángulo había tres hileras de botones grises sin ninguna etiqueta visible.

No entendía por qué me enseñaba aquello. Le hice un gesto de incomprensión.

—Ah, por supuesto. Hágase la luz.

Apretó una combinación de tres botones, y de pronto el rectángulo negro se transformó en blanco. Parpadeé sorprendido, mientras mis ojos se acostumbraban al resplandor. También lo hizo la lente que había al otro lado de la pantalla. Y entonces comprendí.

Era una retransmisión de vídeo en directo. Mostraba una especie de habitación, excavada en la tierra de forma basta. Unos travesaños de madera sin tratar aseguraban que la precaria estructura no se derrumbase. Las paredes rezumaban humedad, que brillaba con un resplandor enfermizo, reflejando la intensa luz de los focos. La imagen, en alta definición, permitía recrearse en cada pequeño detalle.

El agujero era pequeño. Debía de medir escasos metro y medio de alto por tres de ancho. ¿Cómo pude calcularlo tan deprisa?

Porque sé muy bien lo que mide mi hija.

Hecha un ovillo, en el centro de la ratonera estaba Julia. Llevaba su pijama de Bob Esponja, con los pantalones azul marino y la camiseta de ese amarillo chillón que todos los padres hemos aprendido a odiar. Pero el amarillo estaba cubierto de salpicaduras de barro y algo que tenía un sospechoso parecido con sangre reseca. Estaba descalza, salvo un único calcetín en el pie derecho.

Se abrazaba las rodillas con una mano, mientras que con la otra intentaba protegerse de la hiriente luz de los halógenos. Su precioso pelo rubio aparecía aplastado y sudoroso. Las lágrimas que caían de sus ojitos verdes formaban surcos de barro en las mejillas cubiertas de tierra. Los focos la habían despertado, y parecía desorientada, confusa y muerta de miedo. Abría la boca, pero ningún sonido salía de ella.

—Vaya, parece que el vídeo está silenciado. Permítame, por favor —dijo con la voz tan fría como si fuese el empleado de un Radio Shack mostrándole una pantalla de plasma a un cliente.

Hubo otras dos pulsaciones sobre el iPad.

El gemido desgarrador que brotó por los altavoces me rompió el alma. Era un llanto, inarticulado y confuso. El volumen estaba muy bajo, pero aun así me perforó los oídos con la misma intensidad de un picahielos.

Cerré los puños con fuerza.

—Eres un hombre inteligente, doctor —dijo el señor White, leyendo en mis ojos lo que iba a hacer—. No cometas ninguna tontería.

Lentamente, extendí los dedos. Era la única parte de mi cuerpo que no estaba tensa como la cuerda de una guitarra.

—El zulo está bajo tierra en una habitación hermética. Seis depósitos de oxígeno van renovando el aire —continuó White—. Contienen 21 345 litros. A cinco litros por minuto, es la cantidad exacta para que una niña de su peso respire hasta las seis de la tarde del viernes.

—¿Tiene… tiene comida?

—Por favor, Dave, ¿me tomas por un monstruo? —dijo, imprimiéndoles a sus palabras un tono de sorpresa, como si fuésemos amigos de toda la vida y mi duda le hiriese profundamente—. Sus necesidades de calor, hidratación, alimento e higiene han sido cubiertas. Algo incómoda, por desgracia, pero estará bien. Hasta la hora prevista, claro. A partir de ahí su bienestar depende única y exclusivamente de ti.

—¿Se da cuenta de lo que me está pidiendo?

—Por supuesto, Dave. Mi empleador confía plenamente en que le serviré un trabajo limpio y de calidad.

—Y luego se deshará de los instrumentos.

—No. Eso sería un grave error. Después del fallecimiento de nuestro comandante en jefe, recibirás un montón de atención, y tampoco podrías justificar la ausencia de la niña mucho tiempo. Julia estará en casa para el fin de semana, y nosotros nos olvidaremos mutuamente de nuestra existencia.

No me lo creí ni por un momento, pero me callé.

—Sigo sin comprender cómo espera que lo haga —dije meneando la cabeza.

—De los detalles me encargaré yo, Dave. Tú mantén el engaño y no dejes traslucir tus sentimientos. Recupera tu… famoso sentido del humor. Ahora vuelve a casa y piensa en lo que hemos hablado. Recibirás instrucciones muy pronto.

Levantó un dedo para llamar a Juanita. Esta dejó la cuenta sobre la mesa.

—No eras la primera opción de tu paciente —dijo cuando ella se fue—. Pero sí fuiste la mía.

Me puse en pie para marcharme.

—¿Por qué yo?

Me miró intrigado. Creo que no se esperaba aquella pregunta.

—Podría haber escogido a cualquier otro —continué—. Un anestesista, una enfermera. ¿Por qué a mí?

Pareció reflexionar durante un instante, mirándose las uñas de perfecta manicura, al extremo de unos dedos largos y delicados.

«Manos de cirujano», pensé.

—Oh, porque tú lo sabes, Dave —dijo con voz suave—. Sabes que la muerte llega a todos, y eso es aceptable. Y también sabes lo difícil que es vivir con la culpa de no haber evitado lo evitable. Lo inaceptable es el remordimiento, una copa amarga que se bebe día a día.

Creo que apreté los dientes y cerré los ojos ante aquel último golpe. Sabía que si me quedaba allí bajo el escrutinio de su mirada de hielo, rompería a llorar otra vez, y no quería dar a aquella sanguijuela la satisfacción de humillarme de nuevo.

Intenté ir hacia la salida, pero su voz me detuvo.

—¿No te olvidas de nada?

—¿Qué?

Me volví hacia él, muy despacio. El señor White sonrió y levantó la nota que Juanita acababa de traer.

—Paga la cuenta, Dave. Y no te olvides de la propina.