EPÍLOGO

Imponente en su uniforme amarillo y rojo, el sargento de la guardia española me observó irritado, reconociéndome cuando franqueé la puerta de los Reales Alcázares con Don Francisco de Quevedo y el capitán Alatriste. Era el individuo fuerte y mostachudo con el que yo había tenido días atrás unas palabras frente a las murallas; y sin duda le sorprendía verme ahora con jubón nuevo, bien repeinado y más galán que Narciso, mientras Don Francisco le mostraba el documento por el que se nos autorizaba a asistir a la recepción que sus majestades los reyes daban al municipio y al consulado de Sevilla, para celebrar la llegada de la flota de Indias. Otros invitados entraban al mismo tiempo: ricos comerciantes con esposas bien provistas de joyas, mantillas y abanicos, caballeros de la nobleza menor que sin duda habían empeñado sus últimos bienes para estrenar ropa aquella tarde, eclesiásticos de sotana y manteo, y representantes de los gremios locales. Casi todos miraban a uno y otro lado extasiándose boquiabiertos e inseguros, impresionados por la espléndida apariencia de las guardias española, borgoñona y tudesca que custodiaban el recinto, cual si temieran que de un momento a otro alguien preguntase qué hacían allí antes de echarlos a la calle. Hasta el último invitado sabía que sólo iba a ver a los reyes un instante y de lejos, y que todo se limitaría a descubrirse la cabeza, inclinarla al paso de sus augustas majestades y poco más; pero hollar los jardines del antiguo palacio árabe y asistir a una jornada como aquélla, adoptando el continente hidalgo y endomingado propio de un grande de España, y poder contarlo al día siguiente, colmaba las ínfulas que todo español del siglo, hasta el más plebeyo, cultivaba dentro. Y de ese modo, cuando también al otro día el cuarto Felipe plantease al municipio la aprobación de un nuevo impuesto o una tasa extraordinaria sobre el tesoro recién llegado, Sevilla tendría en la boca el almíbar necesario para endulzar lo amargo del trago —las más mortales estocadas son las que traspasan el bolsillo—, y aflojaría la mosca sin excesivos melindres.

—Allí está Guadalmedina —dijo Don Francisco.

Álvaro de la Marca, que se entretenía de parla con unas damas, nos vio de lejos, disculpóse mediante una graciosa cortesía y vino a nuestro encuentro con mucha política, luciendo la mejor de sus sonrisas.

—Pardiez, Alatriste. Cuánto me alegra.

Con su desenvoltura habitual saludó a Quevedo, elogió mi jubón nuevo y golpeó con amistosa suavidad un brazo del capitán.

—Hay quien se alegra mucho también —añadió.

Vestía tan elegante como solía: de azul pálido con pasamanería de plata y una hermosa pluma de faisán en el chapeo; y su aspecto cortesano contrastaba con el sobrio indumento de Quevedo, negro y con la cruz de Santiago al pecho, y también con el de mi amo, que iba de pardo y negro, con un jubón viejo pero cepillado y limpio, gregüescos de lienzo, botas, y la espada reluciente en el cinto recién pulido. Sus únicas prendas nuevas eran el sombrero —un fieltro de anchas alas con una pluma roja en la toquilla—, la blanquísima valona almidonada que llevaba abierta, a lo soldado, y la daga que reemplazaba a la rota durante el encuentro con Gualterio Malatesta: una magnífica hoja larga de casi dos cuartas, con las marcas del espadero Juan de Orta, que había costado diez escudos.

—No quería venir —dijo Don Francisco, señalando al capitán con un gesto.

—Ya lo supongo —respondió Guadalmedina—. Pero hay órdenes que no se pueden discutir —guiñó un ojo, familiar—… Mucho menos un veterano como tú, Alatriste. Y ésta es una orden.

El capitán no decía nada. Miraba en torno, incómodo, y a veces se tentaba la ropa como si no supiera qué hacer con las manos. A su lado, Guadalmedina sonreía al paso de éste o aquél, saludaba con un gesto a un conocido, con una inclinación de cabeza a la mujer de un mercader o a la de un leguleyo, que se curaban el pudor con golpes de abanico.

—Te diré, capitán, que el paquete llegó a su destinatario, y que todo el mundo se huelga mucho de ello —interrumpióse, con una risa, y bajó la voz—… A decir verdad, unos se huelgan menos que otros… Al duque de Medina Sidonia le ha dado un ataque que casi se muere del disgusto. Y cuando Olivares regrese a Madrid, tu amigo el secretario real Luis de Alquézar tendrá que dar unas cuantas explicaciones.

Guadalmedina seguía riendo bajito, muy puesto en chanza, sin dejar los saludos, haciendo gala de una impecable apariencia de cortesano.

—El conde duque está en la gloria —prosiguió—. Más feliz que si Cristo fulminase a Richelieu… Por eso quiere que estés hoy aquí: para saludarte, aunque sea de lejos, cuando pase con los reyes… No me digas que no es un honor. Invitación personal del privado.

—Nuestro capitán —dijo Quevedo— opina que el mejor honor que podría hacérsele es olvidar por completo este asunto.

—No le falta razón —opinó el aristócrata—. Que a menudo el favor de los grandes es más peligroso y mezquino que su desfavor… De cualquier modo, tienes suerte de ser soldado, Alatriste, porque como cortesano serías un desastre… A veces me pregunto si mi oficio no es más difícil que el tuyo.

—Cada cual —dijo el capitán— se las arregla como puede.

—Y que lo digas. Pero volviendo a lo de aquí, te diré que el Rey mismo le pidió ayer a Olivares que le contara la historia. Yo estaba delante, y el privado pintó un cuadro bastante vivo… Y aunque ya sabes que nuestra católica majestad no es hombre que exteriorice sus emociones, que me ahorquen como a un villano si no lo vi parpadear seis o siete veces durante el relato; lo que en él es el colmo.

—¿Eso va a traducirse en algo? —preguntó Quevedo, práctico.

—Si os referís a algo que suene y tenga cara y cruz, no lo creo. Ya sabéis que en deshilar lana, si Olivares es tacaño, su majestad nos sale tacaño y medio… Consideran que el negocio quedó pagado en su momento, y bien pagado además.

—Eso es verdad —concedió Alatriste.

—Así será, si tú lo dices —Álvaro de la Marca encogía los hombros—. Lo de hoy es, digamos, un colofón honorífico… Al Rey le han picado la curiosidad, recordándole que fuiste tú el de las estocadas del príncipe de Gales en el corral del Príncipe hace un par de años. Así que tiene antojo de verte la cara —el aristócrata hizo una pausa cargada de intención—… La otra noche, la orilla de Triana estaba demasiado oscura.

Dicho eso calló de nuevo, atento al rostro impasible de Alatriste.

—¿Has oído lo que acabo de decir?

Mi amo sostuvo aquello sin responder, como si lo que planteaba Álvaro de la Marca fuese algo que ni le importaba ni deseaba recordar. Algo de lo que prefería mantenerse al margen. Tras un instante el aristócrata pareció entenderlo; porque sin dejar de observarlo movió lentamente la cabeza mientras sonreía a medias, el aire comprensivo y amistoso. Después ojeó alrededor y se detuvo en mí.

—Cuentan que el chico estuvo bien —dijo, cambiando de tecla—… Y que hasta se llevó un lindo recuerdo.

—Estuvo muy bien —confirmó Alatriste, haciéndome ruborizar de arrogancia.

—En cuanto a lo de esta tarde, conocéis el protocolo —Guadalmedina indicó las grandes puertas que comunicaban los jardines con el palacio—… Aparecerán por ese lado sus majestades, se inclinarán todos estos palurdos, y los reyes desparecerán por esa otra parte. Visto y no visto. En cuanto a ti, Alatriste, no tendrás más que descubrirte e inclinar por una vez en tu maldita vida esa cabezota de soldado… El Rey, que pasará oteando las alturas como acostumbra, te mirará un momento. Olivares hará lo mismo. Tú saludas, y en paz.

—Gran honor —dijo Quevedo, irónico. Y luego recitó, en voz muy baja, haciéndonos acercar en corro las cabezas:

¿Veslos arder en púrpura, y sus manos

en diamantes y piedras diferentes?

Pues asco dentro son, tierra y gusanos.

Guadalmedina, que aquella tarde estaba muy puesto en vena cortesana, dio un respingo. Volvíase en torno, molesto, acallando al poeta con gestos para que fuese más comedido.

—A fe, Don Francisco. Reportaos, que no está el horno para bollos… Además, hay quien se dejaría arrancar una mano por una simple mirada del Rey —se volvió al capitán, persuasivo—… De cualquier modo, bueno es que también Olivares te recuerde, y bueno es que desee verte aquí. En Madrid tienes unos cuantos enemigos, y no es baladí contar al privado entre los amigos… Ya es tiempo de que deje de seguirte la miseria como la sombra al cuerpo. Y como tú mismo le dijiste una vez al propio Don Gaspar en mi presencia, nunca se sabe.

—Es cierto —repitió Alatriste—. Nunca se sabe.

Sonó un redoble de tambor al extremo del patio, seguido de un toque corto de corneta, y las conversaciones se apagaron mientras los abanicos interrumpían su aleteo, algunos sombreros se abatían, y todo el mundo atendía hacia el otro lado de las fuentes, los setos recortados y las amenas rosaledas. Allí había unas grandes colgaduras y tapices, y bajo ellas acababan de aparecer los reyes y su séquito.

—Debo reunirme con ellos —se despidió Guadalmedina—. Hasta luego, Alatriste. Y si es posible, intenta sonreír un poco cuando te vea el privado… Aunque pensándolo bien, mejor quédate serio… ¡Una sonrisa tuya hace temer una estocada!

Se alejó y quedamos donde nos había dispuesto, en la orilla misma del camino de albero que cruzaba por la mitad del jardín, mientras la gente abría plaza a uno y otro lado, todos pendientes de la comitiva que avanzaba despacio por la avenida. Iban delante dos oficiales y cuatro arqueros de la guardia, y detrás una elegante muestra del séquito real: gentiles hombres y azafatas de los reyes, ellas con sombreros y mantellinas con plumas, joyeles, puntillas y ricas telas; y ellos vestidos de buenos paños con diamantes, cadenas de oro y espadas de corte con empuñaduras doradas.

—Ahí la tienes, chico —susurró Quevedo.

No hacía falta que lo dijera, porque yo estaba atento, mudo e inmóvil. Entre las meninas de la reina venía Angélica de Alquézar, por supuesto, con una mantilla blanca finísima, casi transparente, sobre los hombros que rozaban sus tirabuzones rubios. Lucía tan bella como de costumbre, con el detalle de un gracioso pistolete de plata y piedras preciosas sujeto a la cintura, que parecía de veras capaz de disparar una bala, y que portaba en forma de joya o adorno sobre la amplia falda de raso de aguas rojo. Un abanico de Nápoles pendía de su muñeca, pero el cabello iba sin tocado ninguno, excepto una delicada peineta de nácar.

Me vio, al fin. Sus ojos azules, que mantenía indiferentes ante sí, volviéronse de pronto cual si adivinaran mi presencia o como si, por alguna extraña brujería, esperasen encontrarme precisamente allí. De ese modo Angélica me observó con mucho espacio y mucha fijeza, sin volver la cara ni descomponer su continente. Y de pronto, cuando ya estaba a punto de rebasarme y no podía seguir mirando sin volver el rostro, sonrió. Y la suya fue una sonrisa espléndida, luminosa como el sol que doraba las almenas de los Alcázares. Después pasó de largo, alejándose por la avenida, y quedé boquiabierto como un perfecto menguado; sometidas sin cuartel, a su amor, mis tres potencias: memoria, entendimiento y voluntad. Pensando que, sólo por verla mirarme así de nuevo, habría regresado a la Alameda de Hércules o a bordo del Niklaasbergen, una y mil veces, dispuesto a hacerme matar en el acto. Y fue tan intenso el latido de mi corazón y de mis venas, que noté una suave punzada y una humedad tibia en el costado, bajo el vendaje, donde acababa de abrirse otra vez la herida.

—Ah, chico —murmuró Don Francisco de Quevedo, poniéndome una mano afectuosa en un hombro—… Así es y será siempre: mil veces morirás, y nunca acabarán con la vida tus congojas.

Suspiré, pues era incapaz de articular palabra. Y oí recitar muy quedamente al poeta:

Aquella hermosa fiera

en una reja dice que me espera…

Llegaban ya a nuestra altura sus majestades los reyes con mucha pausa y protocolo: Felipe Cuarto, joven, rubio, de buen talle, muy erguido y mirando hacia arriba como solía, vestido de terciopelo azul con guarnición de negro y plata, el Toisón con una cinta negra y una cadena de oro sobre el pecho. La reina doña Isabel de Borbón vestía en argentina con vueltas de tafetán anaranjado, y un tocado de plumas y joyas que acentuaba la expresión juvenil, simpática, de su rostro. Ella sí sonreía con donaire a todo el mundo, a diferencia de su marido; y era grato espectáculo el paso de aquella hermosa reina española de nación francesa, hija, hermana y esposa de reyes, cuya alegre naturaleza alegró la sobria Corte durante dos décadas, despertó suspiros y pasiones que contaré en otro episodio a vuestras mercedes, y se negó siempre a vivir en El Escorial: el impresionante, oscuro y austero palacio construido por el abuelo de su esposo, hasta que —paradojas de la vida, que a nadie excluyen— la pobrecilla terminó morando en él a perpetuidad, enterrada allí a su muerte con el resto de las reinas de España.

Pero todo eso estaba muy lejos, en aquella festiva tarde sevillana. Los reyes eran jóvenes y apuestos, y a su paso se destocaban las cabezas inclinándose ante la majestad de la realeza. Venía con ellos el conde duque de Olivares, corpulento e imponente, viva estampa del poder en traje de tafetán negro, con aquella recia espalda que, a modo de Atlante, sostenía el arduo peso de la monarquía inmensa de las Españas; tarea imposible que el talento de Don Francisco de Quevedo pudo, años más tarde, resumir en sólo tres versos:

Y es más fácil, ¡oh España!, en muchos modos,

que lo que a todos les quitaste sola,

te puedan a ti sola quitar todos.

Llevaba Don Gaspar de Guzmán, conde duque de Olivares y ministro del Rey nuestro señor, rica valona de Bruselas y la cruz de Calatrava bordada en el pecho; y sobre el enorme mostacho que le subía fiero hasta casi los ojos, éstos, penetrantes y avisados, iban de un lado a otro, identificando, estableciendo, conociendo siempre, sin tregua. Muy pocas veces se detenían sus majestades, siempre a indicación del conde duque; y en tal caso el Rey, la reina o ambos a la vez, miraban a algún afortunado que por razones, servicios o influencias era acreedor de tal honor. En tales casos, las mujeres hacían reverencias hasta el suelo, y los hombres se doblaban por la cintura, bien descubiertos como es natural desde el principio; y luego, tras concederles el privilegio de esa contemplación y un instante de silencio, los reyes proseguían su solemne marcha. Iban detrás nobles escogidos y grandes de España, entre los que se contaba el conde de Guadalmedina; y al llegar cerca de nosotros, mientras Alatriste y Quevedo se quitaban los sombreros como el resto de la gente, Álvaro de la Marca dijo unas palabras al oído de Olivares y éste dirigió a nuestro grupo una de sus ojeadas feroces, implacables como sentencias. Vimos entonces que el privado deslizaba a su vez unas palabras al oído del Rey, y cómo Felipe Cuarto, bajando la vista de las alturas, la fijaba en nosotros, deteniéndose. El conde duque seguía hablándole al oído, y mientras el Austria, adelantado el labio prognático, escuchaba impasible, sus ojos de un azul desvaído se posaron en el capitán Alatriste.

—Hablan de vuestra merced —susurró Quevedo.

Observé al capitán. Permanecía erguido, el sombrero en una mano y la otra en el puño de la espada, con su recio perfil mostachudo y la cabeza serena de soldado, mirando a la cara de su Rey; al monarca cuyo nombre había voceado en los campos de batalla, y por cuyo oro había reñido tres noches atrás, a vida o muerte. Observé que el capitán no parecía impresionado, ni tímido. Toda su incomodidad ante el protocolo había desaparecido, y sólo quedaba allí su mirada digna y franca que sostenía la de Felipe Cuarto con la equidad de quien nada debe y nada espera. Recordé en ese momento el motín del tercio viejo de Cartagena frente a Breda, cuando yo estuve a punto de unirme a los revoltosos, y las banderas salían de las filas para no verse deshonradas por la revuelta, y Alatriste me dio un pescozón para obligarme a ir tras ellas, con las palabras: «Tu Rey es tu Rey». Y era allí, en el patio de los Reales Alcázares de Sevilla, donde yo empezaba a penetrar por fin la enjundia de aquel singular dogma que no supe entender en su momento: la lealtad que el capitán Alatriste profesaba, no al joven rubio que ahora estaba ante él, ni a su majestad católica, ni a la verdadera religión, ni a la idea que uno y otras representaban sobre la tierra; sino a la simple norma personal, libremente elegida a falta de otra mejor, resto del naufragio de ideas más generales y entusiastas, desvanecidas con la inocencia y con la juventud. La regla que, fuera cual fuese, cierta o errada, lógica o no, justa o injusta, con razón o sin ella, los hombres como Diego Alatriste necesitaron siempre para ordenar —y soportar — el aparente caos de la vida. Y de ese modo, paradójicamente, mi amo se descubría con escrupuloso respeto ante su Rey, no por resignación ni por disciplina, sino por desesperanza. A fin de cuentas, a falta de viejos dioses en los que confiar, y de grandes palabras que vocear en el combate, siempre era bueno para la honra de cada cual, o al menos mejor que nada, tener a mano un Rey por quien luchar y ante el que descubrirse, incluso aunque no se creyera en él. De manera que el capitán Alatriste se atenía escrupulosamente a ese principio; de igual modo que tal vez, de haber profesado una lealtad distinta, habría sido capaz de abrirse paso entre la multitud y acuchillar a ese mismo Rey, sin dársele un ardite las consecuencias.

En ese momento ocurrió algo insólito que interrumpió mis reflexiones. El conde duque de Olivares concluyó su breve relación, y los ojos por lo común impasibles del monarca, que ahora adoptaban una expresión de curiosidad, se mantuvieron fijos en el capitán mientras aquel hacía un levísimo gesto de aprobación con la cabeza.

Y entonces, llevando muy pausadamente la mano a su augusto pecho, el cuarto Felipe descolgó la cadena de oro que en él lucía, y se la pasó al conde duque. Sopesóla en la mano el privado, con una sonrisa pensativa; y luego, para asombro general, vino hasta nosotros.

—A su majestad le place tengáis esta cadena —dijo.

Había hablado con aquel tono recio y arrogante que era tan suyo, asaeteándolo con las puntas negras y duras de sus ojos, la sonrisa todavía visible bajo el fiero mostacho.

—Oro de las Indias —añadió el privado con manifiesta ironía.

Alatriste había palidecido. Estaba inmóvil como una estatua de piedra, y atendía al conde duque cual si no alcanzase sus palabras. Olivares seguía mostrando la cadena en la palma de la mano.

—No me tendréis así toda la tarde —se impacientó.

El capitán pareció despertar por fin. Y al cabo, rehechos la serenidad y el gesto, tomó la joya, y murmurando unas confusas palabras de agradecimiento miró de nuevo al Rey. El monarca seguía observándolo con la misma curiosidad mientras Olivares regresaba a su lado, Guadalmedina sonreía entre los asombrados cortesanos, y la comitiva se dispuso a continuar camino. Entonces el capitán Alatriste inclinó la cabeza con respeto, el Rey asintió de nuevo, casi imperceptiblemente, y todos reanudaron la marcha.

Paseé la vista alrededor, desafiante, orgulloso de mi amo, por los rostros curiosos que contemplaban con asombro al capitán, preguntándose quién diablos era ese afortunado a quien el conde duque en persona entregaba un presente del Rey. Don Francisco de Quevedo reía en voz baja, encantado con aquello, haciendo castañetas con los dedos, y hablaba de ir a remojar en el acto el gaznate y la palabra a la hostería de Becerra, donde urgía poner en un papel ciertos versos que se le acababan de ocurrir, voto a Dios, allí mismo:

Si no temo perder lo que poseo,

ni deseo tener lo que no gozo,

poco de la Fortuna en mí el destrozo

valdrá, cuando me elija actor o reo.

… Recitó en nuestro obsequio, feliz como siempre que daba con una buena rima, una buena riña o una buena jarra de vino:

Vive Alatriste solo, si pudieres,

pues sólo para ti, si mueres, mueres.

En cuanto al capitán, permanecía inmóvil en el sitio, entre la gente, todavía con el sombrero en la mano, mirando alejarse la comitiva por los jardines del Alcázar. Y para mi sorpresa vi ensombrecido su rostro, como si cuanto acababa de ocurrir lo atase de pronto, simbólicamente, más de lo que él mismo deseaba. El hombre es libre cuanto menos debe; y en la naturaleza de mi amo, capaz de matar por un doblón o una palabra, había cosas nunca escritas, nunca dichas, que vinculaban igual que una amistad, una disciplina o un juramento. Y mientras a mi lado Don Francisco de Quevedo seguía improvisando los versos de su nuevo soneto, yo supe, o intuí, que al capitán Alatriste aquella cadena del Rey le pesaba como si fuera de hierro.

Madrid, octubre 2000