También la mano y el brazo se cansan de matar. Diego Alatriste habría dado lo que le quedaba de vida —que tal vez era muy poco— por bajar las armas y tumbarse en un rincón durante un rato. A esas alturas del combate seguía luchando por fatalismo y por oficio; y tal vez la indiferencia respecto al resultado lo mantenía paradójicamente vivo en medio de la confusa refriega. Peleaba tan sereno como de costumbre, fiado en su golpe de vista y en la respuesta de sus músculos, sin reflexionar. En hombres como él, y en tales lances, dejar a un lado la imaginación y encomendar la piel al instinto, era el modo más eficaz de tener a raya al destino.
Arrancó su espada del hombre que acababa de atravesar y lo empujó de una patada, para ayudarse a liberar la hoja. A su alrededor todo eran gritos, maldiciones y gemidos; y de vez en cuando un pistoletazo o un tiro de arcabuz flamenco iluminaban la penumbra, dejando entrever los grupos de hombres que se acuchillaban en tropel, y los charcos rojos que el oscilar de la cubierta encaminaba hacia los imbornales.
Sintiéndose dueño de una singular lucidez, paró un golpe de alfanje, hurtó el cuerpo, y respondió con una estocada en el vacío que apenas le importó no lograr. El otro se puso en cobro, y fue a empeñarse con alguien que lo acosaba por detrás. Alatriste aprovechó el respiro para apoyar la espalda en un mamparo y descansar. La escala del alcázar estaba ante él, iluminada desde arriba por el fanal, franca en apariencia. Había tenido que abatir a tres hombres para llegar allí, y nadie lo previno de que encontrarían tantos. El alto castillo de popa era un buen baluarte para resistir hasta que Copons llegase con los suyos; pero cuando Alatriste miró en torno, comprobó que la mayor parte de la gente propia se hallaba trabada a vida o muerte, y que casi todos luchaban y morían en el mismo sitio donde pisaran la cubierta.
Resignado, olvidó el alcázar y volvió sobre sus pasos. Encontró una espalda, tal vez la del mismo hombre que lo había esquivado antes; así que le hundió la daga en los riñones, movió la muñeca para que la hoja describiera dentro un círculo con el máximo destrozo posible, y la sacó mientras el otro caía al suelo aullando como un condenado. Un tiro a bocajarro lo deslumbró muy de cerca; y sabiendo que ninguno de los suyos llevaba pistola, cerró contra el sitio de donde venía el resplandor, dando tajos a ciegas. Topó con alguien, fue a trabarse de brazos, y cayó a la cubierta ensangrentada mientras golpeaba al otro con cabezazos en la cara, una y otra vez, hasta que pudo manejar la daga e introducirla entre ambos. Chilló el flamenco al sentirse herido, y escapó a gatas; revolvióse Alatriste, y un cuerpo le vino encima murmurando en español: «Madre Santísima, Jesús, Madre Santísima». No supo quién era ni tuvo tiempo de averiguarlo. Se desembarazó del caído, poniéndose en pie con la espada en una mano y la daga en la zurda, sintiendo que la oscuridad se volvía roja a su alrededor. Los hombres gritaban de forma espantosa y era imposible dar tres pasos por la cubierta sin resbalar en la sangre.
Cling, clang. Todo parecía transcurrir tan despacio que le sorprendió que entre cada estocada suya no le colaran diez o doce los otros. Sintió un golpe en la cara, muy fuerte, y la boca se le llenó con el gusto metálico y familiar de la sangre. Alzó la espada con la guarda hasta la frente para descargar un tajo de revés contra un rostro cercano: una mancha muy pálida, borrosa, que se desvaneció con un alarido. El flujo y reflujo de la lucha llevaban de nuevo a Alatriste hasta la escala del alcázar, donde había más luz. Entonces comprobó que entre la axila y el codo del brazo izquierdo sostenía la espada arrebatada a alguien, hacía siglos. La dejó caer, revolviéndose a punta de daga porque creía tener enemigos detrás, y en ese instante, cuando iba a dar un contragolpe con la toledana, reconoció el rostro barbudo y feroz de Bartolo Cagafuego, que daba tajos a todas partes sin conocer a nadie, echando espumarajos por la boca. Giró Alatriste en otra dirección, buscando adversarios, justo a tiempo para hacer frente a una pica de abordaje cuya moharra le buscaba la cara. Esquivó, paró, tajó y luego clavó, haciéndose daño en los dedos cuando, al ir a fondo, la punta de la toledana se detuvo en seco con un chasquido, topando en hueso. Retiró el codo para liberar el arma, y al dar un paso atrás tropezó con unos rollos de cordaje y fue a dar de espaldas contra la escalera. Cloc. Ay. Creyó que se había roto el espinazo allí mismo. Alguien le asestaba ahora golpes con la culata de un arcabuz, así que hurtó la cabeza, agachándose. Dio con otro, e incapaz de saber si era amigo o enemigo, dudó, acuchilló y dejó de acuchillar, por si acaso.La espalda le dolía mucho; quiso gemir, para aliviarse —gemir largo, entre dientes, era buena forma de engañar el dolor, desahogándolo—, pero de su garganta no brotó sonido alguno. La cabeza le zumbaba, seguía notando sangre dentro de la boca, y los dedos estaban entumecidos de apretar espada y daga. Por un momento lo invadió el deseo de saltar por la borda. Ya estoy, pensó desolado, demasiado viejo para soportar esto.
Descansó lo preciso para recobrar aliento, y volvió resignado a la pelea. Aquí mueres, se dijo. Y en ese instante, cuando se hallaba al pie de la escala y en el círculo de luz del fanal, alguien gritó su nombre. Lo hizo con una exclamación que era al mismo tiempo de rencor y de sorpresa. Desconcertado, Alatriste se volvió hacia aquella voz, la espada por delante. Y entonces hizo un esfuerzo para tragar saliva y sangre, incrédulo. Que me crucifiquen en el Gólgota, pensó, si no tengo delante a Gualterio Malatesta.
Pencho Bullas murió a mi lado. El murciano estaba batiéndose a cuchilladas con un flamenco, y de pronto el otro le pegó un pistoletazo en la cabeza, tan de cerca que se la arrancó de quijada arriba, plaf, rociándome con los fragmentos. De cualquier modo, antes siquiera de que el flamenco bajara la pistola, yo le había pasado el filo de mi espada por el cuello, muy rápido y seco y apretando fuerte, y el adversario se fue encima de Bullas gorgoteando en su lengua. Hice molinetes alrededor para mantener lejos a quien pretendiera acercarse. La escala del alcázar distaba demasiado para alcanzarla, así que procuré lo que todos: mantenerme vivo el tiempo necesario para que Sebastián Copons nos sacara de allí. Ya no me quedaba resuello para pronunciar el nombre de Angélica ni el de Cristo bendito: reservaba todo el aliento para mi pellejo. Durante un buen rato esquivé estocadas y golpes, devolviendo cuantos pude. A veces, entre la confusión del asalto, creía ver de lejos al capitán Alatriste; pero mis intentos por acercarme resultaron inútiles. Había demasiada gente matándose entre él y yo.
Los nuestros aguantaban el tipo con mucho oficio, peleando con la resolución profesional de quien lo pone todo a la sota de espadas; pero los del galeón eran más de los que esperábamos, y poco a poco nos empujaban hacia la borda por la que habíamos subido. Al menos, me dije, yo sé nadar. El suelo estaba lleno de cuerpos inmóviles o que se arrastraban entre quejidos, haciéndonos tropezar a cada paso. Y empecé a tener miedo. Un miedo que no era exactamente a la muerte —morir es un trámite, había dicho Nicasio Ganzúa en la cárcel de Sevilla—, sino a la vergüenza. A la mutilación, a la derrota y al fracaso.
Alguien atacó. No parecía grande y rubio como la mayor parte de los flamencos, sino cetrino y barbudo. Tiróme varios tajos con los filos, a modo de mandobles, con muy escasa fortuna; pero yo no perdí la cabeza, sino que reparé bien, asenté los pies con buena destreza, y al tercer o cuarto viaje en que el otro apartó el brazo, le entré por los pechos con la rapidez de un gamo, hasta la guarnición misma. Casi choqué con su cara al hacerlo —sentí su aliento en la mía—, fuime con él al suelo sin soltar el puño, y oí quebrarse en su espalda, contra las tablas de cubierta, la hoja de mi toledana. Allí, tal como estaba, le di cinco o seis buenas puñaladas en la barriga. A las primeras me sorprendió oírlo gritar en español, y por un momento pensé que me había equivocado, y que acababa de despachar a un camarada. Pero la luz del combés alumbró a medias un rostro desconocido. Había españoles a bordo, comprendí. Y por el aspecto y el coleto de aquel pájaro, gente de armas.
Me incorporé, confuso. Eso alteraba la situación, pardiez, y no para mejorarla. Quise pensar en lo que significaba; pero el hervor de la refriega era demasiado intenso como para darle vueltas al caletre. Busqué un arma mejor que mi daga, y di con un alfanje de abordaje: hoja ancha, corta, y enorme cazoleta en la empuñadura. Su peso en la mano diome cumplido consuelo. A diferencia de la espada, de filos más sutiles y punta necesaria para herir, aquél permitía abrirse camino a tajos. Así lo hice, chaf, chaf, impresionado yo mismo del chasquido que producía al golpear. Acabé junto a un pequeño grupo formado por el mulato Campuzano, que peleaba con la frente abierta por una brecha sangrante, y el Caballero de Illescas, quien ya se batía con poca resolución, agotado, buscando a ojos vistas un hueco para tirarse al mar.
Una espada enemiga relució ante mí. Alcé el alfanje para desviar el golpe, y aún no había acabado el movimiento cuando, con súbita sensación de pánico, comprendí el error. Pero ya era tarde: en ese instante, por abajo y hacia el costado, algo punzante y metálico perforó el coleto, adentrándose en la carne; y me estremecí hasta la médula cuando sentí el acero deslizarse, rechinando, entre los huesos de mis costillas.
Todo encajaba, pensó fugazmente Diego Alatriste mientras se ponía en guardia. El oro, Luis de Alquézar, la presencia de Gualterio Malatesta en Sevilla y luego allí, a bordo del galeón flamenco. El italiano escoltaba el cargamento, y por eso habían encontrado una resistencia tan inesperada a bordo del Niklaasbergen: la mayor parte de los que les hacían frente no eran marineros sino mercenarios españoles, como ellos. En realidad, aquella era una escabechina entre perros de la misma jauría.
No tuvo tiempo de meditar nada más, porque tras la sorpresa inicial —a Malatesta se le veía tan desconcertado como lo estaba él mismo— el italiano ya le venía encima, negro y amenazador, con la espada por delante. De pronto al capitán se le esfumó la fatiga como por ensalmo. Nada tonifica tanto los humores de la sangre como el viejo odio; y el suyo ardió como era debido, bien reavivado y candente. De modo que el deseo de matar resultó más poderoso que el instinto de supervivencia. Alatriste fue incluso más rápido que su adversario, porque cuando llegó la primera estocada, él ya se había afirmado, desviándola con un golpe seco, y la punta de su espada llegó a una pulgada del rostro del otro, que se fue dando traspiés para evitarla. Esa vez, advirtió el capitán yéndole encima, al muy hideputa se le habían quitado las ganas de silbar tirurí-ta-ta o alguna otra maldita cosa.
Antes de que se rehiciera el italiano, Alatriste metió pies acosándolo muy de cerca, con los medios de la espada y el tiento de la vizcaína, de manera que a Malatesta no le quedó otra que retroceder, buscando espacio para dar su herida. Chocaron de nuevo, bien recio, bajo la misma escala del alcázar, y siguieron luego de cerca con las dagas y golpeándose con las guarniciones de las toledanas hasta la obencadura de la otra borda. Entonces el italiano dio contra el cascabel de uno de los cañones de bronce que allí estaban, desequilibrándose, y Alatriste gozó viéndole el miedo en los ojos cuando él se volvió de medio lado, le tiró de zurda y luego de diestra, a punta y a revés, con la mala suerte de que en ese último tajo se le volvió al capitán la espada de plano. Aquello bastó al otro para lanzar una exclamación de alegría feroz; y con la eficacia de una serpiente dio tan recia cuchillada, que si Alatriste no llega a saltar atrás, del todo descompuesto, allí mismo habría entregado el ánima.
—Qué pequeño es el mundo —murmuró Malatesta, entrecortado el aliento.
Aún parecía sorprendido de ver allí al viejo enemigo. Por su parte el capitán no dijo nada, limitándose a afirmar de nuevo los pies, muy en guardia. Se quedaron así estudiándose, espadas y dagas en las manos, encorvados y dispuestos a arremeter. En torno continuaba la refriega, y la gente de Alatriste seguía llevando la peor parte. Malatesta echó un vistazo.
—Esta vez pierdes, capitán… Era demasiado ambicioso el mordisco.
Sonreía el italiano con mucho aplomo, negro como la Parca, la luz sucia del fanal ahondándole las cicatrices y las marcas de viruela en la cara.
—Espero —añadió— que no hayas traído al rapaz a este escabeche.
Ése era uno de los puntos débiles de Malatesta, consideró Alatriste mientras le tiraba una estocada alta: hablaba demasiado, y eso abría huecos en su defensa. La punta de la espada tocó al italiano en el brazo izquierdo, haciéndole soltar la daga con un juramento. Le fue encima entonces el capitán por ese hueco, fiando en la suya, largando tan atroz puñalada baja que la destrozó al errar y golpearse con el cañón. Por un instante Malatesta y él se miraron muy de cerca, casi abrazados. Después retiraron las espadas con presteza, para ganar espacio y acuchillar el uno antes que el otro; la diferencia fue que, apoyándose con la mano libre —y dolorida— sobre el cañón, el capitán dio al italiano una patada bien bellaca que lo empujó contra la borda y los obenques. En ese momento hubo un fuerte griterío en el combés, a sus espaldas, y el fragor de nuevos aceros se extendió por la cubierta del barco. Alatriste no se volvió, pendiente como estaba de su enemigo; pero en la expresión de éste, de pronto fúnebre y desesperada, pudo leer que Sebastián Copons acababa de abordar el Niklaasbergen por la proa. Y para confirmarlo, el italiano abrió la boca soltando una espantosa blasfemia en su lengua materna. Algo sobre el cazzo di Cristo y la sporca Madonna.
Me arrastré mientras oprimía la herida con las manos, hasta apoyar la espalda en unos cabos adujados en el suelo, junto a la borda. Allí desabroché mis ropas buscándome el tajo, que estaba en el costado derecho; pero no pude verlo en la oscuridad. Apenas dolía, salvo en las costillas que el acero había tocado. Sentí cómo la sangre se derramaba dulcemente entre mis dedos, corriéndome cintura abajo, por los muslos, hasta mezclarse con la que ya empapaba las tablas de la cubierta. Debo hacer algo, pensé, o me desangro aquí como un verraco. La idea me hizo desfallecer, y aspiré aire en boqueadas luchando por seguir consciente; un desvanecimiento era el modo más cierto de vaciarme por la herida. Alrededor seguía la pelea, y todos estaban harto ocupados para que yo pidiese ayuda; con el agravante de que podía acudir un enemigo que me rebanase lindamente el pescuezo. Así que resolví cerrar la boca y apañármelas solo. Dejándome caer despacio sobre el costado sano, metí un dedo en la herida para comprobar lo honda que era. No pasaba de dos pulgadas, calculé: el coleto de ante había amortizado de sobra los veinte escudos del precio. Podía respirar bien y el pulmón parecía indemne; pero la sangre seguía fluyendo y me debilitaba cada vez más. Tengo que atajar esto, me dije, o encargar misas. En otro sitio habría bastado un puñado de tierra para formar el coágulo, pero allí no había nada de eso. Ni siquiera un pañuelo limpio. De algún modo había arrastrado mi daga conmigo, porque la tenía entre las piernas. Corté un trozo del faldón de la camisa, y me lo apreté en la herida. Aquello escoció de veras. Dolió muchísimo, y tuve que morderme los labios para no gritar.
Empezaba a perder el sentido. Hice lo que pude, me dije, intentando consolarme antes de caer en el pozo negro que se abría a mis pies. No pensaba en Angélica ni pensaba en nada. Cada vez más débil, apoyé la cabeza en la borda, y entonces me pareció que ésta se movía. Sin duda es mi cabeza que da vueltas, concluí. Pero entonces reparé en que el ruido del combate había amainado allí, que ahora había muchas voces y escándalo algo más lejos en cubierta, hacia el combés y la proa. Algunos hombres me pasaron por encima, casi pateándome en sus prisas, y se arrojaron al agua. Oía sus chapoteos y sus gritos de pánico. Miré hacia arriba, aturdido, y me pareció que alguien había trepado a la gavia de la vela mayor y cortaba los matafiones, porque ésta se desplegó de pronto, cayendo medio hinchada por la brisa. Entonces torcí la boca en una mueca estúpida y feliz. Una mueca que debía de ser una sonrisa, pues comprendí que habíamos vencido, que el grupo de proa había logrado cortar el cabo del ancla, y que el galeón derivaba en la noche, hacia los bancos de arena de San Jacinto.
Espero que tenga lo que hay que tener y no se rinda, pensó Diego Alatriste, afirmándose de nuevo con la espada. Confío en que este perro siciliano tenga la decencia de no pedir cuartel, porque voy a matarlo de cualquier manera, y no quiero hacerlo cuando esté desarmado. Con ese pensamiento, espoleando por la urgencia de zanjar aquello y no cometer errores de última hora mientras lo intentaba, reunió cuantas fuerzas le quedaban para asestarle a Gualterio Malatesta una furiosa serie de estocadas, tan rápidas y brutales que ni el mejor esgrimista del mundo las habría encajado sin sacar pies. El otro retrocedió cubriéndose a duras penas; pero tuvo la frialdad suficiente, cuando el capitán apuró el último golpe, de meter una cuchillada oblicua, alta, que no le tajó la cara por el grueso de un cabello. La pausa bastó a Malatesta para echar un rápido vistazo alrededor, comprobar el estado de las cosas en cubierta y advertir que el galeón derivaba hacia la costa.
—Rectifico, Alatriste. Esta vez ganas tú.
No había terminado de hablar cuando el capitán le dio un piquete con la punta, en un ojo; y el italiano apretó los dientes y soltó un quejido, llevándose el dorso de la mano libre a la cara, por donde le corría un reguero de sangre. Todavía así, con mucho cuajo, compuso una estocada furiosa, a ciegas, que casi traspasó el coleto de Alatriste, haciéndolo retroceder tres pasos.
—Al infierno —masculló Malatesta—. Tú y el oro.
Entonces le tiró la espada, intentando acertarle en el rostro, se encaramó a los obenques y saltó como una sombra en la oscuridad. Corrió Alatriste a la borda, tajando el aire, pero sólo pudo oír el chapuzón en las aguas negras. Y se quedó allí inmóvil, exhausto, mirando estúpidamente el mar en tinieblas.
—Siento el retraso, Diego —dijo una voz a su espalda.
Sebastián Copons estaba a su lado, resoplando de fatiga, con su cachirulo en torno a la frente y la espada en la mano, cubierto de sangre como por una máscara. Alatriste asintió con la cabeza, el aire todavía ausente.
—¿Muchas bajas?…
—La mitad.
—¿Íñigo?
—Regular. Un tajo pequeño en el pecho… Pero no le sale aire.
Alatriste asintió de nuevo, y siguió mirando la siniestra mancha negra del mar. A su espalda resonaban los gritos de triunfo de sus hombres, y los alaridos de los últimos defensores del Niklaasbergen al ser degollados mientras se rendían.
Me sentí mejor cuando dejó de fluir la sangre, y mis piernas recobraron las fuerzas. Sebastián Copons había hecho un vendaje de fortuna sobre la herida, y con ayuda de Bartolo Cagafuego fui a reunirme con los otros al pie de la escalera del alcázar. Los nuestros desalojaban la cubierta arrojando cadáveres por la borda, tras despojarlos de cuanto objeto de valor les encontraban encima. Caían con siniestras zambullidas, y nunca llegué a saber cuántos del barco, flamencos y españoles, murieron aquella noche. Doce o quince; tal vez más. El resto se había arrojado al mar durante el combate y ahora nadaba o se ahogaba atrás, en la estela que el galeón, favorecido por la brisa del nordeste, iba dejando en el agua oscura, en su deriva de través hacia los bancos de arena.
En la cubierta, aún resbaladiza de sangre, yacían a la luz del farol los cuerpos de nuestros muertos. Los del grupo de popa habíamos llevado la peor parte. Estaban allí inmóviles, el pelo revuelto, los ojos abiertos o cerrados, en las actitudes que tenían al sorprenderlos la Parca: Sangonera, Mascarúa, el Caballero de Illescas y el murciano Pencho Bullas. Guzmán Ramírez se había perdido en el mar, y Andresito el de los Cincuenta agonizaba gimiendo en voz baja, encogido junto a la cureña de un cañón, cubierto por el jubón que alguien le había echado encima para taparle las tripas que se derramaban hasta las rodillas. Salían heridos de menos consideración Enríquez el Zurdo, el mulato Campuzano y Saramago el Portugués. Había otro cadáver tendido en la cubierta, y lo estuve mirando un rato sorprendido, pues semejante posibilidad no me había pasado por la imaginación: el contador Olmedilla conservaba los párpados medio abiertos, como si hasta el último instante hubiese velado por que todo fuera en cumplimiento de lo debido a quienes pagaban su estipendio de funcionario. Estaba algo más pálido que de costumbre, impreso el rictus malhumorado bajo su bigotito de ratón cual si lamentara no disponer de tiempo para reseñarlo todo con tinta, papel y buena letra, en el acostumbrado documento oficial. La máscara de la muerte hacía más insignificante su aspecto, estaba muy quieto y parecía muy solo. Y me contaron que había subido al abordaje con el grupo de proa, trepando con enternecedora torpeza por los cordajes, dando ciegos mandobles con la espada que apenas sabía manejar, y que había caído enseguida, sin gritar ni quejarse, por un oro que no era suyo. Por un Rey al que apenas vio alguna vez de lejos, que ignoraba su nombre, y que de haberse cruzado con él en cualquier despacho, ni siquiera le habría dirigido la palabra.
Cuando me vio, Alatriste vino, palpó con suavidad la herida, y luego me puso una mano en el hombro. A la luz del farol pude ver que sus ojos mantenían la expresión absorta de la lucha, más allá de cuanto nos rodeaba.
—Celebro verte, zagal —dijo.
Pero yo supe que no era cierto. Que tal vez lo celebrara más tarde, cuando los pulsos recobrasen el ritmo habitual y todo encajara de nuevo en su sitio; pero en ese momento las palabras no eran más que palabras. Sus pensamientos estaban todavía pendientes de Gualterio Malatesta, y también de la deriva del galeón hacia los bancos de San Jacinto. Apenas miró los cadáveres de los nuestros, e incluso a Olmedilla dedicó sólo una breve ojeada. Nada parecía sorprenderle, ni alterar el hecho de que él seguía vivo y quedaban cosas por hacer. Mandó al Galán Eslava a la banda de sotavento para que avisara si dábamos en la barra de arena o en el bajo del Cabo, ordenó a Juan Jaqueta que mantuviese la vigilancia por si quedaba algún enemigo escondido, y recordó que nadie bajaría a las cubiertas inferiores con ningún pretexto. Pena de vida, repitó sombrío; y Jaqueta, tras observarlo fijamente, asintió con la cabeza. Luego, acompañado por Sebastián Copons, Alatriste descendió a las entrañas del barco. Por nada del mundo me habría perdido aquello, de modo que aproveché los privilegios de mi situación para irles a la zaga, pese al dolor de mi herida, procurando no hacer movimientos bruscos que la hicieran sangrar más.
Copons llevaba un farol y una pistola que había cogido de cubierta; y Alatriste, la espada desnuda. Recorrimos así las cámaras y las bodegas sin encontrar a nadie —vimos una mesa puesta, con la comida intacta en una docena de platos—, y al fin llegamos a una escala que se hundía en la oscuridad. Al final había una puerta cerrada con una gruesa barra de hierro y dos candados. Copons me entregó el farol, fue en busca de un hacha de abordaje, y al cabo de unos cuantos golpes quedó derribada la puerta. Alumbré dentro.
—Cagüenlostia —murmuró el aragonés.
Allí estaban el oro y la plata por los que nos habíamos matado en cubierta. Estibado a modo de lastre en la bodega, el tesoro venía apilado en barriles y cajas bien amarradas unas a otras. Los lingotes y barras de oro relucían como un increíble sueño dorado, empedrando la cala. En las minas lejanas del Perú y Méjico, lejos de la luz del sol, bajo el látigo de los capataces, miles de esclavos indios habían dejado la salud y la vida para que ese metal precioso llegara hasta allí y fuese a pagar las deudas del imperio, los ejércitos y las guerras que España libraba contra media Europa, o aumentara la fortuna de banqueros, funcionarios, nobles sin escrúpulos, y en este caso la bolsa del mismo Rey. Las barras de oro reflejaban su brillo en las pupilas del capitán Alatriste, en los ojos muy abiertos de Copons. Y yo asistía al espectáculo, fascinado.
—Somos idiotas, Diego —dijo el aragonés.
Lo éramos, sin duda. Y vi que el capitán asentía lentamente a las palabras de su camarada. Lo éramos por no izar todas las velas, si hubiéramos sabido cómo hacerlo, y seguir navegando, no hacia los bancos de arena, sino hacia el mar abierto, hacia las aguas que bañaban tierras habitadas por hombres libres sin amo, sin dios y sin Rey.
—Virgen santa —dijo una voz a nuestra espalda.
Nos volvimos. El Bravo de los Galeones y el marinero Suárez estaban en la escalera, mirando el tesoro con las caras desencajadas. Traían sus armas en las manos, y talegos a la espalda donde habían ido metiendo cuanto de valor encontraban a su paso.
—¿Qué hacen aquí? —preguntó Alatriste.
Cualquiera que lo hubiese conocido habría tenido mucho tiento con el tono de su voz. Pero aquellos dos no lo conocían demasiado.
—Dar un paseo —repuso el Bravo de los Galeones con mucha desvergüenza.
El capitán se pasó dos dedos por el mostacho. Sus ojos estaban inmóviles como cuentas de vidrio.
—Ordené que no bajara nadie.
—Ya —el Bravo chasqueó la lengua. Sonreía codicioso, con una mueca feroz en el rostro lleno de marcas y puntos—. Y ahora vemos por qué.
Seguía contemplando con ojos de insania el tesoro que centelleaba en la bodega. Luego cambió una mirada con Suárez, que había dejado su talego en los escalones y se rascaba la cabeza incrédulo, aturdido por el descubrimiento.
—Me parece, compañero —le dijo el Bravo de los Galeones—, que habrá que hablar de esto con los otros… Sería linda chanza que…
Las palabras se ahogaron en su garganta cuando Alatriste, sin más preámbulos, le pasó el pecho con la espada, y con tanta rapidez que cuando el jaque se miró el golpe, estupefacto, el acero ya estaba otra vez fuera de la herida. Cayó con la boca abierta y un suspiro desesperado, primero sobre el capitán, que se apartó, y luego rodando por los escalones, hasta el pie mismo de un barril lleno de plata. Al ver aquello, Suárez soltó un horrorizado voto a Cristo y levantó el alfanje que llevaba en la mano; pero pareció pensarlo mejor, pues en el acto giró sobre sus talones y empezó a subir por la escalera a toda prisa, ahogando un chillido de angustia. Y siguió chillando hasta que Sebastián Copons, que había desenvainado la daga, corrióle al alcance, atrapándolo por un pie, y tras hacerlo caer, le fue encima, lo asió por el pelo, y echándole hacia atrás con violencia la cabeza, lo degolló en un Jesús.
Yo asistí a la escena paralizado por el estupor. Inmóvil y sin atreverme a mover un dedo, vi que Alatriste limpiaba la espada en el cuerpo del Bravo de los Galeones, cuya sangre se derramaba hasta manchar los lingotes de oro apilados en el suelo. Luego hizo algo extraño: escupió, cual si tuviera algo sucio en la boca. Escupió al aire como para sí mismo, o como quien suelta una blasfemia silenciosa; y al encontrarse mis ojos con los suyos me estremecí, porque miraba igual que si no me conociera, y por un instante llegué a temer que también me clavara a mí la espada.
—Vigila la escalera —le dijo a Copons.
Asintió el aragonés, que también limpiaba su daga arrodillado junto al cuerpo inerte de Suárez. Después Alatriste pasó a su lado sin mirar apenas el cadáver del marinero, y subió a cubierta. Lo seguí, aliviado por dejar atrás el paisaje atroz de la bodega, y una vez arriba vi que Alatriste se detenía respirando hondo, como en busca del aire que le hubiera faltado abajo. Entonces el Galán Eslava gritó desde la borda, y casi al mismo tiempo sentimos rechinar la arena bajo la quilla del galeón. Cesó el movimiento, la cubierta quedó inclinada de través, y los hombres señalaron las luces que se movían en tierra, viniendo a nuestro encuentro. El Niklaasbergenb había embarrancado en los bajos de San Jacinto.
Fuimos a la borda. Había barcas remando en la oscuridad, y una fila de luces se adelantaba despacio, al extremo de la lengua de arena que, al iluminarla con faroles, clareaba el agua bajo el galeón. Alatriste echó una ojeada a la cubierta.
—Nos vamos —le dijo a Juan Jaqueta.
El otro dudó un momento.
—¿Dónde están Suárez y el Bravo? —preguntó, inquieto—. Lo siento, capitán, pero no pude evitar… —se interrumpió de pronto, observando con mucha atención a mi amo bajo la luz del combés —. Disculpad… Habría tenido que matarlos, para impedir que bajaran.
Se calló un instante.
—Matarlos —repitió en voz baja, confuso.
Sonó más a interrogación que a otra cosa. Pero no hubo respuesta. Alatriste seguía mirando alrededor.
—Abandonamos el barco —dijo, dirigiéndose a los hombres de la cubierta—. Socorran a los heridos.
Jaqueta continuaba observándolo. Aún parecía aguardar una respuesta.
—¿Qué ha pasado? —preguntó sombrío.
—Ellos no vienen.
Habíase vuelto al fin a encararlo, con mucha frialdad y mucha calma. Abrió la boca el otro, pero al cabo no dijo nada. Se quedó así un momento y luego terminó por volverse a los hombres, apremiándolos a obedecer. Las barcas y las luces se acercaban más, y los nuestros empezaron a descender por la escala hasta la lengua de arena que la bajamar descubría bajo el galeón. Sosteniendo con cuidado a Enríquez el Zurdo, que sangraba mucho por la nariz rota y tenía un par de feos tajos en los brazos, bajaron Bartolo Cagafuego y el mulato Campuzano, que llevaba la frente vendada como si luciera un turbante. Por su parte, Ginesillo el Lindo ayudaba a Saramago, que se dolía cojeando de una cuchillada de palmo y medio en un muslo.
—Casi me llevan los aparejos —se lamentaba el Portugués.
Los últimos fueron Jaqueta, que antes cerró los ojos de su compadre Sangonera, y el Galán Eslava. En cuanto a Andresito el de los Cincuenta, nadie tuvo que ocuparse de él porque hacía rato que estaba muerto. Copons apareció por la escala de la bodega, y sin reparar en nadie se dirigió a la borda. En ese momento asomó por ella un hombre, en el que reconocí al del bigote bermejo que por la tarde había estado conferenciando con el contador Olmedilla. Venía con las mismas ropas de cazador, armado hasta las encías, y tras él subieron varios más. Pese al disfraz, todos tenían aspecto de soldados. Repasaron con curiosidad profesional los cuerpos muertos de los nuestros, la cubierta manchada de sangre, y el del bigote bermejo se quedó observando un rato el cadáver de Olmedilla. Luego vino hasta el capitán.
—¿Cómo pasó? —quiso saber, señalando el cuerpo del contador.
—Pasó —dijo Alatriste, lacónico.
El otro se lo quedó mirando con mucha atención.
—Buen trabajo —dijo por fin, ecuánime.
Alatriste no respondió. Por la borda seguían subiendo hombres muy bien armados. Algunos traían arcabuces con las mechas encendidas.
—Me hago cargo del barco —dijo el del bigote bermejo— en nombre del Rey.
Vi que mi amo asentía, y lo seguí al dirigirse a la borda por donde Sebastián Copons se descolgaba ya. Entonces Alatriste se volvió hacia mí, el aire todavía ausente, y me pasó un brazo por detrás, para ayudarme. Fui a apoyarme en él, sintiendo en sus ropas el olor del cuero y el hierro mezclado con la sangre de los hombres que había matado aquella noche. Bajó así por la escala sosteniéndome con cuidado, hasta que pusimos pie en la arena. El agua nos llegaba por los tobillos. Después nos mojamos algo más al caminar hacia la playa, hundiéndonos hasta la cintura, de modo que llegó a escocerme mucho la herida. Y a poco, sosteniéndome siempre el capitán, salimos a tierra firme donde los nuestros se congregaban en la oscuridad. Había alrededor más sombras de hombres armados, y también las formas confusas de muchas mulas y carros listos para cargar lo que había en las bodegas del barco.
—A fe mía —dijo alguien— que nos hemos ganado el jornal.
Aquellas palabras, dichas en tono festivo, rompieron el silencio y la tensión que aún quedaba del combate. Como siempre después de la acción —eso lo había visto repetirse una y otra vez en Flandes—, poco a poco los hombres empezaron a hablar, primero de modo aislado, con frases breves, quejidos y suspiros. Luego de modo más abierto. Llegaron al fin los pardieces, las risas y las fanfarronadas, el vive Dios y pese a Cristo que yo hice tal, o fulano hizo cual. Algunos reconstruían los lances del abordaje o se interesaban por el modo en que habían muerto este o aquel compañero. No oí lamentar la pérdida del contador Olmedilla: aquel tipo seco y vestido de negro nunca les fue simpático, y además saltaba a la vista que no era hombre de tales menesteres. Nadie le había dado vela en su propio entierro.
—¿Qué fue del Bravo de los Galeones? —preguntó uno—. No lo vi reventar.
—Estaba vivo a lo último —dijo otro.
—El marinero —añadió un tercero— tampoco bajó del barco.
Nadie supo dar razón, o los que podían darla se callaron. Hubo algunos comentarios a media voz; pero a fin de cuentas el marinero Suárez no tenía amigos en aquella balumba, y el Bravo era detestado por la mayoría. En realidad nadie lamentaba su ausencia.
—A más tocamos, supongo —apuntó uno.
Alguien se rió, grosero, dando por zanjado el asunto. Y me pregunté —sin muchas dudas en la respuesta— si en caso de estar yo mismo tirado en la cubierta, frío y tieso como la mojama, habría merecido el mismo epitafio. Veía cerca la sombra callada de Juan Jaqueta; y aunque era imposible distinguir su cara, supe que miraba al capitán Alatriste.
Seguimos camino hasta una venta cercana, que ya estaba dispuesta para que pasáramos la noche. Al ventero —gente bellaca donde las haya— le bastó vernos las caras, los vendajes y los hierros para volverse tan diligente y obsequioso como si fuésemos grandes de España. De modo que allí hubo vino de Jerez y Sanlúcar para todos, fuego para secar las ropas y comida abundante de la que no perdonamos letra, pues con la sarracina teníamos bien mochos los estómagos. Se entregaron jarras y cabrito asado al brazo secular, y terminamos haciendo la razón por los camaradas muertos y por las relucientes monedas de oro que cada cual vio apilar ante sí sobre la mesa, traídas antes del amanecer por el hombre del bigote bermejo, al que acompañaba un cirujano que atendió a nuestros heridos, limpió el roto de mi costado, cosióme dos puntos en la herida, y puso en ella ungüento y un vendaje nuevo y limpio. Poco a poco los hombres se fueron quedando dormidos entre los vapores del vino. De vez en cuando el Zurdo o el Portugués se quejaban de sus heridas, o resonaban los ronquidos de Copons, que dormía tirado sobre una estera con la misma flema que yo le había visto en el fango de las trincheras de Flandes.
A mí, el malestar de la herida me impidió conciliar el sueño. Era la primera que sufría, y mentiría si negase que su dolor me hacía experimentar un nuevo e indecible orgullo. Ahora, con el paso del tiempo, tengo otras marcas en el cuerpo y en la memoria: aquélla es sólo un trazo casi imperceptible sobre mi piel, minúscula en comparación con la de Rocroi, o con la que me hizo la daga de Angélica de Alquézar; pero a veces paso los dedos por encima y recuerdo como si fuera ayer la noche en la barra de Sanlúcar, el combate en la cubierta del Niklaasbergen y la sangre del Bravo de los Galeones manchando de rojo el oro del Rey.
Tampoco olvido al capitán Alatriste como lo vi esa madrugada en que el dolor no me dejaba dormir, sentado aparte en un taburete, la espalda contra la pared, viendo el alba penetrar grisácea por la ventana, bebiendo vino lenta y metódicamente, como tantas veces lo vi hacerlo, hasta que sus ojos parecieron de vidrio opaco y su perfil aquilino se inclinó despacio sobre el pecho, y el sueño, un letargo semejante a la muerte, se adueñó de su cuerpo y su conciencia. Y yo había vivido junto a él tiempo suficiente para conocer que, incluso en sueños, Diego Alatriste seguía moviéndose a través de aquel páramo personal que era su vida, callado, solitario y egoísta, cerrado a todo lo que no fuese la indiferencia lúcida de quien conoce el escaso trecho que media entre estar vivo y estar muerto. De quien mata por oficio para conservar el resuello, para comer caliente. Para cumplir, resignado, las reglas del extraño juego: el viejo ritual a que hombres como él se veían abocados desde que existía el mundo. Lo demás, el odio, las pasiones, las banderas, nada tenía que ver con aquello. Habría sido más llevadero, sin duda, que en lugar de la amarga lucidez que impregnaba cada uno de sus actos y pensamientos, el capitán Alatriste hubiera gozado de los dones magníficos de la estupidez, el fanatismo o la maldad. Porque sólo los estúpidos, los fanáticos o los canallas viven libres de fantasmas, o de remordimientos.