El sol nos alumbró vertical ya más abajo de la venta de Tarfia, donde el Guadalquivir tuerce a poniente y empiezan a adivinarse las marismas de Doña Ana en la margen derecha. Los fértiles campos del Aljarafe y las orillas frondosas de Coria y Puebla fueron dejando paso a dunas de arena, pinares y arbustos entre los que a veces asomaban gamos, o jabalís. El calor se hizo más intenso y húmedo, y en la barca los hombres liaron sus mantas, desabrochando capas, coletos y jubones. Apretados como arenques en barril, la luz del día dejaba ver ahora sus rostros mal afeitados, las cicatrices, barbas y mostachos cuyo aire fiero no desmentían los montones de armas con pretinas y tahalís de cuero, espadas, vizcaínas, terciados y pistolas, que todos tenían cerca. Sus ropas sucias y sus pieles grasientas por la intemperie, el mal dormir y el viaje, emanaban un olor crudo, áspero, que yo conocía bien de Flandes. Olor a hombres en campaña. Olor a guerra.
Hice un poco de rancho aparte con Sebastián Copons y con el contador Olmedilla; al que, pese a seguir tan antipático como de costumbre, me creía en la obligación moral de cuidar un poco entre semejante parroquia. Compartíamos el vino de la bota y las provisiones, y aunque ni el soldado viejo de Huesca ni el funcionario de la hacienda real eran hombres de muchas —ni de pocas— palabras, yo me mantenía cerca de ellos por un sentimiento de lealtad. Con Copons, por lo vivido juntos en Flandes; y con Olmedilla, por las circunstancias. En cuanto al capitán Alatriste, estuvo las doce leguas de viaje a lo suyo, siempre sentado a popa junto al patrón, dormitando sólo durante breves intervalos —cuando lo hacía cubría su rostro con el sombrero, como en guardia para que no lo viesen dormido—, y sin apenas quitar ojo a los hombres. Los estudiaba con detenimiento uno por uno, cual si de ese modo penetrase sus cualidades y sus vicios para conocerlos mejor. Permanecía atento a su forma de comer, de bostezar, de dormir; a las voces que daban manoseando las cartas en corro, jugándose lo que aún no tenían con la baraja de Guzmán Ramírez. Se fijaba en el que bebía mucho y en el que bebía poco; en el locuaz, en el fanfarrón y en el callado: en los juramentos de Enríquez el Zurdo, la risa atronadora del mulato Campuzano o la inmovilidad de Saramago el Portugués, que leyó durante todo el viaje tumbado sobre su capa con la mayor flema del mundo. Los había silenciosos o discretos como el Caballero de Illescas, el marinero Suárez o el vizcaíno Mascarúa, y también torpes y desplazados como Bartolo Cagafuego, que no conocía a nadie, y cuyos intentos de conversación fracasaban uno tras otro. No faltaban ocurrentes y graciosos en la parla, como era el caso de Pencho Bullas, o del escarramán Juan Eslava, siempre de humor excelente, que detallaba a sus cofrades con todo lujo de detalles las propiedades propicias a la virilidad —probadas en él mismo, afirmaba— de la limadura de cuerno de rinoceronte. También se daban esquinados como Ginesillo el Lindo con su aire pulcro, la sonrisa equívoca y la mirada peligrosa, Andresito el de los Cincuenta y su forma de escupir por el colmillo, o ruines a la manera del Bravo de los Galeones, con la cara persignada de chirlos que no eran precisamente de barbero. Y así, mientras nuestra barca navegaba río abajo, el de allá contaba lances de hembras o dineros, el otro maldecía en corro tirando los dados para matar el tiempo, y el de acá refería anécdotas reales o fingidas de una hipotética vida soldadesca que, a poco, incluía Roncesvalles y hasta un par de campañas con Viriato. Todo, por supuesto, con los naturales pardieces, peses a tal, rodomontadas e hipérboles.
—Porque voto a Cristo que soy cristiano viejo, tan limpio de sangre y tan hidalgo como el mismo Rey —oí decir a uno.
—Pues yo lo soy más, rediós —repuso otro—. Que a fin de cuentas, el Rey es medio flamenco.
Y así, oyéndolos, uno habría dicho que la barca estaba ocupada por una hueste de lo mejor y más granado del reino de Aragón, Navarra y las dos Castillas. Era aquello moneda común a cada bolsa; e incluso en tan reducido espacio y menguada tropa como la nuestra, hacíanse fieros y distingos entre unas tierras y otras, juntándose éstos lejos de ésos, picados de reproches el extremeño, el andaluz, el vizcaíno o el valenciano, esgrimiendo los vicios y desgracias de sus provincias cada uno para sí, y uniéndose todos solamente en el odio común contra los castellanos, con pesadas zumbas y chacotas, no dándose ninguno que no figurase ser cien veces más de lo que era. Que aquella germanía allí hilvanada representaba, al cabo, una España en miniatura; y toda la gravedad y honra y orgullo nacional que Lope, Tirso y los otros ponían en escena en los corrales de comedias, se había ido con el siglo viejo y no existía ya más que en el teatro. Tan sólo nos quedaban la arrogancia y la crueldad; de modo que cuando uno consideraba el aprecio que todos teníamos de nuestras particulares personas, la violencia de costumbres y el desprecio a las otras provincias y naciones, se explicaba que con buen derecho los españoles fuésemos odiados de la Europa toda y de medio mundo.
En cuanto a nuestra expedición, participaba naturalmente de todos esos vicios, y la virtud le era tan natural como al diablo un arpa, un aura y unas alas blancas. Pero al menos, aunque mezquinos, crueles y fanfarrones, los hombres que viajaban en nuestra barca tenían algo en común: iban ligados por la codicia del oro prometido, sus tahalís, cintos y vainas estaban engrasados con esmero profesional, y las armas relucían bien bruñidas cuando las sacaban para afilarlas o limpiarlas bajo los rayos del sol. Y sin duda, en su cabeza fría, acostumbrada a tal tipo de gentes y de vida, el capitán Alatriste barajaba a todos aquellos hombres con los que había conocido en otros lugares; y de esa forma adivinaba, o preveía, lo que cada uno daría de sí al llegar la noche. O, dicho de otra forma, de quiénes podría fiarse, y de quiénes no.
Todavía quedaba buena luz cuando doblamos el último gran recodo del río, en cuyas orillas se alzaban las montañas blancas de las salinas. Entre los densos arenales y los pinares vimos el puerto de Bonanza, con su ensenada donde había ya numerosas galeras y otras naves; y más lejos, bien definida en la claridad de la tarde, la torre de la Iglesia Mayor y las casas más altas de Sanlúcar de Barrameda. Entonces el marinero bajó la vela, y el patrón llevó la barca hacia la orilla opuesta, buscando el margen derecho de la anchísima corriente que se vertía legua y media más allá, en el océano.
Desembarcamos mojándonos los pies, al amparo de una duna grande que prolongaba su lengua de arena en la corriente. Tres hombres al acecho bajo un bosquecillo de pinos vinieron a nuestro encuentro. Vestían de pardo, con ropas de cazadores; pero al acercarse observamos que sus armas y pistolas no eran de las que se usan para abatir conejos. El que parecía el jefe, un individuo de bigote bermejo y ademanes militares mal disimulados bajo la rústica indumentaria, fue reconocido por el contador Olmedilla; y ambos se retiraron a hablar aparte mientras nuestra tropa se congregaba a la sombra de los pinos. Estuvimos así un rato tumbados en la arena alfombrada de agujas secas, mirando a Olmedilla, que seguía su parla con el otro y de vez en cuando asentía impasible. En ocasiones, los dos observaban una gran elevación que se alzaba más abajo, a quinientos pasos siguiendo la orilla misma del río; y el del bigote bermejo parecía referirse al lugar con muchas explicaciones y mucho detalle. Al cabo Olmedilla se despidió de los supuestos cazadores, que tras dirigirnos una ojeada inquisitiva se marcharon a través del pinar, y el contador vino hasta nosotros, moviéndose en el paisaje arenoso como un insólito borrón negro.
—Todo está donde debe estar —dijo.
Luego llevó aparte a mi amo, y estuvieron hablando otro rato en voz baja. Y a veces, mientras lo hacía, Alatriste dejaba de mirar entre sus botas para observarnos. Al cabo se calló Olmedilla, y vi como el capitán hacía dos preguntas y el otro afirmaba dos veces. Entonces se pusieron en cuclillas, y Alatriste sacó la daga y estuvo haciendo con ella dibujos en el suelo; y cada vez que alzaba el rostro para interrogar al contador, éste afirmaba de nuevo. Tras estar así mucho rato, el capitán se quedó un espacio inmóvil, pensando. Después vino y nos dijo cómo íbamos a asaltar el Niklaasbergen. Lo explicó en pocas palabras, sin comentarios superfluos ni adornos.
—Dos grupos, en botes. Uno atacará primero la parte del alcázar, procurando hacer ruido. Pero no quiero tiros. Dejaremos las pistolas aquí.
Hubo un murmullo, y algunos hombres cambiaron vistazos insatisfechos. Un pistoletazo a tiempo permitía despachar por la posta, con más diligencia que el arma blanca, y de lejos.
—Reñiremos —dijo el capitán—, a oscuras y muy revueltos, y no quiero que nos abrasemos unos a otros… Además, si a alguien se le escapa un tiro, desde el galeón nos arcabucearán antes de que subamos a bordo.
Se detuvo, observándolos con mucho sosiego.
—¿Quiénes de vuestras mercedes han servido al Rey?
Casi todos levantaron la mano. Con los pulgares en el cinto, muy serio, Alatriste los estudió uno por uno. Su voz era tan helada como sus ojos.
—Me refiero a los que han sido soldados de verdad.
Muchos titubearon, incómodos, ojeándose de soslayo. Un par bajaron la mano, y otros la dejaron en alto hasta que Alatriste se los quedó mirando y algunos terminaron bajándola también. Además de Copons, la mantenían en alto Juan Jaqueta, Sangonera, Enríquez el Zurdo y Andresito el de los Cincuenta. Alatriste señaló también a Eslava, a Saramago el Portugués, a Ginesillo el Lindo y al marinero Suárez.
—Esos nueve hombres formarán el grupo de proa. Subirán sólo cuando los de popa ya estén riñendo en el alcázar, para coger a la tripulación desprevenida y por la espalda. La idea es que aborden muy a la sorda por el ancla, empujen cubierta adelante y nos encontremos todos a popa.
—¿Hay cabos para cada grupo? —preguntó Pencho Bullas.
—Los hay; Sebastián Copons a proa, y yo mismo a popa con vuestra merced y los señores Cagafuego, Campuzano, Guzmán Ramírez, Mascarúa, el Caballero de Illescas y el Bravo de los Galeones.
Miré a unos y a otros, desconcertado al principio. En cuanto a calidad de hombres, la desproporción era poco sutil. Al cabo comprendí que Alatriste ponía a los mejores bajo el mando de Copons, reservándose para sí los más indisciplinados o menos de fiar, salvo alguna excepción como el mulato Campuzano, y tal vez Bartolo Cagafuego, que pese a ser más valentón que valiente, por vergüenza pelearía bien a la vista del capitán. Eso significaba que el grupo de proa era el que iba a decidir la partida; mientras los de popa, carne de matadero, soportarían lo peor del combate. Y si algo salía mal o los de proa se retrasaban mucho, a popa tendrían también el mayor número de bajas.
—El plan —prosiguió Alatriste— es cortar el cable del ancla para que el barco derive hacia la costa y embarranque en una de las lenguas de arena que están frente a la punta de San Jacinto. El grupo de proa llevará dos hachas para eso… Todos permaneceremos a bordo hasta que el barco toque fondo en la barra… Entonces iremos a tierra, que desde allí puede alcanzarse con el agua por el pecho, dejando el asunto en manos de otra gente que está prevenida.
Los hombres se miraron. Del bosquecillo de pinos llegaba el chirrido monótono de las cigarras. Con el zumbido de las moscas que nos acosaban en enjambres, ese fue el único sonido que se oyó mientras cada cual meditaba para sí.
—¿Habrá resistencia fuerte? —preguntó Juan Jaqueta, que se mordía pensativo las patillas.
—No lo sé. Por lo menos, esperémosla razonable.
—¿Cuántos herejes hay a bordo?
—No son herejes sino flamencos católicos, pero da lo mismo. Calculamos entre veinte y treinta, aunque muchos saltarán por la borda… Y hay algo importante: mientras queden tripulantes vivos, ninguno de nosotros pronunciará una palabra en español —Alatriste miró a Saramago el Portugués, que escuchaba atento con su grave aspecto de hidalgo flaco, el libro de costumbre asomándole por un bolsillo del jubón—. Vendría bien que este caballero grite algo en su lengua, y que quienes conozcan palabras inglesas o flamencas dejen también caer alguna —el capitán se permitió una ligera sonrisa bajo el mostacho—… La idea es que somos piratas.
Aquello distendió el ambiente. Hubo risas y los hombres se miraron entre sí, divertidos. Entre semejante parroquia, eso tampoco estaba demasiado lejos de la realidad.
—¿Y qué pasa con los que no se tiren al agua? —quiso saber Mascarúa.
—Ningún tripulante llegará vivo al banco de arena… Cuantos más asustemos al principio, menos habrá que matar.
—¿Y los heridos, o los que pidan cuartel?
—Esta noche no hay cuartel.
Algunos silbaron entre dientes. Hubo palmadas guasonas y risas en voz baja.
—¿Y qué hay de nuestros heridos? —preguntó Ginesillo el Lindo.
—Bajarán con nosotros y serán atendidos en tierra. Allí cobraremos todos, y cada mochuelo a su olivo.
—¿Y si hay muertos? —el Bravo de los Galeones sonreía con su cara acuchillada—… ¿Se cobra suma fija, o repartimos al final?
—Ya veremos.
El jaque observó a sus camaradas y después acentuó la sonrisa.
—Sería bueno verlo ahora —dijo con mala fe.
Alatriste se quitó con mucha pausa el sombrero, pasándose una mano por el pelo. Luego se lo puso de nuevo. La forma en que miraba al otro no daba lugar al menor equívoco.
—¿Bueno, para quién?
Había hablado arrastrando las palabras y en voz muy baja; con una consideración en la que ni un niño de teta habría confiado lo más mínimo. Tampoco el Bravo de los Galeones, pues captó el mensaje, apartó la vista, y no dijo más. El contador Olmedilla se había acercado un poco al capitán, y deslizó unas frases en su oído. Mi amo asintió.
—Queda algo importante que acaba de recordarme el caballero… Nadie, bajo ningún concepto —Alatriste paseaba sus ojos de escarcha por la concurrencia—, absolutamente nadie, bajará a las bodegas del barco, ni habrá botines personales, ni nada de nada.
Sangonera alzó una mano, curioso.
—¿Y si algún tripulante se embanasta dentro?
—Si eso pasa, yo diré quién baja a buscarlo.
El Bravo de los Galeones se acariciaba reflexivo el pelo grasiento, recogido en una coleta. Al cabo terminó diciendo lo que todos pensaban.
—¿Y qué es lo que hay en ese tabernáculo, que no puede verse?
—No es asunto vuestro. En realidad ni siquiera es asunto mío. Espero no tener que recordárselo a nadie.
El otro soltó una risa grosera.
—Ni que fuera la vida en ello.
Alatriste lo miró con mucha fijeza.
—Es que va.
—Pardiez, que es tallar demasiado —el jaque se apoyaba en una pierna, bravucón, y luego en la otra—… A fe de quien soy, recuerde vuacé que no trata con hombres mansos que sufran tanta amenaza. Entre yo y los camaradas, el que más y el que menos…
—Lo que sufra o no sufra vuestra merced, se me da un ardite —lo interrumpió muy seco Alatriste—. Es lo que hay, se previno a todos, y nadie puede volverse atrás.
—¿Y si ahora no nos place?
—Muy bellacos suenan esos plurales —el capitán se pasó despacio dos dedos por el mostacho, y luego hizo un gesto indicando el pinar —… En cuanto al singular de vuestra merced, con mucho gusto podemos discutirlo los dos en aquel bosquecillo.
El bravonel apeló en silencio a sus camaradas. Unos lo observaban con remota solidaridad, y otros no. Por su parte, con el espeso ceño fruncido, Bartolo Cagafuego se había incorporado, acercándose amenazador para respaldar al capitán; y yo mismo llevé la mano a la espalda tanteando mi daga. La mayor parte de los hombres desviaba los ojos, sonreía a medias o miraba cómo Alatriste rozaba fríamente la cazoleta de su espada. A nadie parecía incomodarle asistir a una buena riña, con el capitán a cargo de las lecciones de esgrima. Cuantos estaban al tanto de su currículo ya habían tenido ocasión de ilustrar a los demás; y el Bravo de los Galeones, con su bajuna arrogancia y sus aires exagerados de matasiete —que ya era exagerar, entre aquella jábega— no gozaba de simpatías.
—Ya hablaremos otro día —dijo por fin el jaque.
Se lo había pensado mucho, pero no deseaba perder la faz. Algunos de los germanes hicieron muecas decepcionadas, o se dieron con el codo. Lástima. No habría bosquecillo aquella tarde.
—Lo hablaremos —respondió suavemente Alatriste— cuando queráis.
Nadie discutió más, ni sostuvo el envite, ni hizo semblante de pretenderlo. Todo quedó sereno, Cagafuego desarrugó el ceño, y cada cual fue a sus ocupaciones. Entonces observé que Sebastián Copons retiraba la mano de la empuñadura de su pistola.
Zumbaban las moscas posándose en nuestras caras cuando asomamos con precaución la cabeza por la cresta de la duna grande. Ante nosotros, la barra de Sanlúcar estaba muy bien iluminada por la luz del atardecer. Entre la ensenada de Bonanza y la punta de Chipiona, donde el Guadalquivir abríase en el mar cosa de una legua, la boca del río era un bosque de mástiles empavesados y velas de barcos, urcas, galeazas, carabelas, naves pequeñas y grandes, embarcaciones oceánicas y costeras fondeadas entre los bancos de arena o en movimiento por todas partes, y prolongándose todavía el panorama por la costa hacia levante, en dirección a Rota y a la bahía de Cádiz. Algunos aguardaban la marea ascendente para subir hasta Sevilla, otros descargaban las mercancías en embarcaciones auxiliares, o aparejaban para rendir viaje en Cádiz después que los funcionarios reales subieran para comprobar su carga. En la otra orilla podíamos ver a lo lejos la próspera Sanlúcar extendida sobre la margen izquierda, con sus casas nuevas bajando hasta el borde mismo del agua y el enclave antiguo y amurallado sobre la colina, donde destacaban las torres del castillo, el palacio de los duques, la Iglesia Mayor y el edificio de la aduana vieja, que a tanta gente enriquecía en jornadas como aquélla. Dorada por la luz del sol, con la arena de su marina salpicada de barquitas de pescadores varadas, la ciudad baja hervía de gente y de pequeños botes con velas yendo y viniendo hacia los barcos.
—Ahí está el Virgen de Regla —dijo el contador Olmedilla.
Hablaba bajando la voz, como si pudieran oírnos al otro lado del río, y se enjugaba el sudor del rostro con un pañizuelo empapado. Estaba más pálido que nunca. No era hombre de caminatas ni de arrastrarse tras dunas ni arbustos, y el esfuerzo y el calor empezaban a hacerle mella. Su índice manchado de tinta indicaba un galeón grande, fondeado entre Bonanza y Sanlúcar, al resguardo de una lengua de arena que la bajamar empezaba a descubrir. Tenía la proa en dirección al vientecillo del sur que rizaba la superficie del agua.
—Y aquél —añadió señalando otro más próximo— es el Niklaasbergen.
Seguí la mirada de Alatriste. Con el ala del sombrero sobre los ojos para protegérselos del sol, el capitán observó cuidadosamente el galeón holandés. Estaba fondeado aparte, cerca de nuestra orilla, hacia la punta de San Jacinto y la torre vigía que allí se levantaba para prevenir incursiones de los piratas berberiscos, holandeses e ingleses. El Niklaasbergen era una urca negra de brea, con tres palos en cuyas gavias estaban aferradas las velas. Era corto y feo, de apariencia torpe, con la popa muy alta pintada bajo el fanal en colores blancos, rojos y amarillos: un barco de lo más común, dedicado al transporte, que no llamaba la atención. También apuntaba su proa al sur, y tenía las portas de los cañones abiertas para ventilar las cubiertas bajas. Veíamos poco movimiento a bordo.
—Estuvo fondeado junto al Virgen de Regla hasta que se hizo de día —explicó Olmedilla—. Luego vino a echar el ancla ahí.
El capitán estudiaba cada detalle del paisaje, como un ave rapaz que debiera lanzarse luego a oscuras sobre su presa.
—¿Tienen todo el oro a bordo? —preguntó.
—Falta una parte. No han querido quedarse junto al otro barco para no despertar sospechas… El resto lo traen al anochecer, en botes.
—¿De cuánto tiempo disponemos?
—No zarpa hasta mañana, con la pleamar.
Olmedilla indicó las piedras de un viejo cobertizo de almadraba en ruinas que había en la orilla. Más allá podía verse un banco arenoso que la bajamar dejaba al descubierto.
—Aquél es el sitio —dijo—. Incluso con marea alta, puede llegarse a pie hasta la orilla.
Alatriste entornó más los ojos. Observaba con prevención unas rocas negras que velaban en el agua, algo más adentro.
—Ahí está el bajo que llaman del Cabo —dijo—. Lo recuerdo bien… Las galeras procuraban evitarlo siempre.
—No creo que deba preocuparnos —respondió Olmedilla—. A esa hora nos favorecerán la marea, la brisa y la corriente del río.
—Más vale. Porque si en vez de dar con la quilla en la arena damos en esas piedras, nos iremos al fondo… Y el oro también.
A rastras, procurando no alzar las cabezas, retrocedimos hasta reunirnos con el resto de los hombres. Estaban tumbados sobre capas y gabanes, aguardando con la estolidez propia de su oficio; y sin que nadie hubiese dicho nada al respecto, por instinto se habían juntado unos a otros hasta agruparse en la misma compaña que tendrían durante el abordaje.
El sol desaparecía tras el bosquecillo de pinos. Alatriste fue a sentarse en su capa, cogió la bota de vino y bebió un trago. Yo extendí mi manta en el suelo, al lado de Sebastián Copons; el aragonés dormitaba boca arriba, un pañuelo sobre la cara para protegerse de las moscas, las manos cruzadas sobre el mango de su daga. Olmedilla vino junto al capitán. Tenía los dedos entrelazados y giraba los pulgares.
—Yo también voy —dijo en voz baja.
Observé cómo Alatriste, con la bota a medio camino, lo miraba atento.
—No es buena idea —dijo tras un instante.
Al contador, la piel pálida, el bigotillo, la barbita descuidada por el viaje, le daban un aspecto frágil; pero apretaba los labios, obstinado.
—Es mi obligación —insistió—. Soy funcionario del rey.
El capitán estuvo un rato pensativo, secándose el vino del mostacho con el dorso de la mano. Al fin dejó la bota y se recostó en la arena.
—Como gustéis —dijo de pronto—. Yo en cuestiones de obligación nunca me meto.
Aún se quedó un poco callado, caviloso. Luego encogió los hombros.
—Iréis con el grupo de proa —dijo al cabo.
—¿Por qué no con vuestra merced?
—No pongamos todos los huevos en el mismo cesto.
Olmedilla me dirigió un vistazo, que sostuve sin pestañear.
—¿Y el mozo?
Alatriste me miró como al descuido, y luego soltó la hebilla del cinto con la espada y la daga, enrollando la pretina en torno a las armas. Después lo puso todo bajo la manta doblada que le servía de almohada, y se desabrochó el jubón.
—Íñigo viene conmigo.
Se tumbó con el sombrero echado sobre la cara, dispuesto a descansar. Olmedilla cruzaba los dedos, observaba al capitán y volvía a juguetear con las manos. Su impasibilidad parecía menos firme que otras veces; como si una idea que no se atreviese a expresar le rondara la cabeza.
—¿Y qué pasará —se decidió por fin— si el grupo de proa se retrasa, o no consigue limpiar a tiempo la cubierta?… Quiero decir si… Bueno… Si a vuestra merced, capitán, le pasa algo.
Alatriste no se movió bajo el chapeo que le ocultaba las facciones.
—En tal caso —dijo— el Niklaasbergen ya no será asunto mío.
Me dormí. Como muchas veces había ocurrido en Flandes antes de una marcha o de un combate, cerré los párpados y aproveché el espacio que tenía por delante para reponer fuerzas. Al principio fue una duermevela indecisa, abriendo de vez en cuando los ojos para percibir las últimas luces del día, los cuerpos tumbados a mi alrededor, sus respiraciones y ronquidos, las charlas en voz baja y la figura inmóvil del capitán con el sombrero encima. Luego el sopor se hizo más profundo, y me dejé flotar en las aguas negras y mansas, a la deriva por un mar inmenso surcado por velas innumerables que lo llenaban hasta el horizonte. Angélica de Alquézar apareció al fin, como tantas otras veces. Y esta vez me ahogué en sus ojos y sentí de nuevo en mis labios la dulce presión de los suyos. Busqué a mi alrededor, en demanda de alguien a quien gritar mi felicidad; y allí estaban, inmóviles entre la bruma de un canal flamenco, las sombras de mi padre y del capitán Alatriste. Me uní a ellos chapoteando en el barro, a punto para desenvainar la espada frente a un ejército inmenso de espectros que salían de sus tumbas, soldados muertos, con petos y morriones oxidados, que empuñaban armas en sus manos huesudas, mirándonos desde los abismos de sus calaveras. Y abrí la boca para gritar en silencio palabras viejas que ya carecían de sentido, porque el tiempo me las iba arrancando una por una.
Desperté con la mano del capitán Alatriste en mi hombro. «Ya es la hora», susurró en voz muy baja, casi rozándome la oreja con el mostacho. Abrí los ojos a la noche. Nadie había encendido fuegos, ni se veían luces. La luna, menguante y muy escasa, apenas iluminaba ya; pero su claridad aún daba vagos perfiles a las siluetas negras que se movían a mi alrededor. Oí deslizar de aceros en sus vainas, hebillas de cintos y corchetes al abrocharse, frases cortas dichas en murmullos. Los hombres se ajustaban las ropas, cambiaban los sombreros por lienzos y pañizuelos anudados en torno a la frente, y envolvían las armas con trapos para que el entrechocar de hierro no los delatase. Como había ordenado el capitán, las pistolas se dejaban allí, con el resto de la impedimenta. El Niklaasbergen iba a ser abordado al arma blanca.
Deshice a tientas el fardo de nuestra ropa y me enfundé mi coleto nuevo de ante, todavía lo bastante rígido y grueso para protegerme el torso de las cuchilladas. Luego me até bien las esparteñas, aseguré mi daga en el cinto para no perderla, con un cordel atado a la guarnición, y me colgué de un tahalí de cuero la espada del alguacil. A mi alrededor los hombres bebían un último trago de sus pellejos de vino, orinaban para aliviarse antes de la acción, cuchicheaban. Alatriste y Copons tenían las cabezas próximas mientras el aragonés recibía las últimas instrucciones. Al retroceder un paso topé con el contador Olmedilla, que me reconoció, dándome una corta y seca palmadita en la espalda; lo que en tan agrio personaje podía considerarse razonable expresión de afecto. Advertí que también llevaba espada al cinto.
—Vámonos —dijo Alatriste.
Echamos a andar, hundiendo los pies en la arena. Reconocí algunas de las sombras que pasaban a mi lado: la alta y delgada figura de Saramago el Portugués, el corpachón de Bartolo Cagafuego, la menuda silueta de Sebastián Copons. Alguien dijo una chanza en susurros, y oí, apagada, la risa del mulato Campuzano. Tronó entonces la voz del capitán ordenando silencio, y nadie volvió a abrir la boca.
Al pasar junto al bosquecillo de pinos resonó el rebuzno de una mula, y miré hacia allá, curioso. Había caballerías ocultas entre los árboles, y confusas figuras humanas junto a ellas. Sin duda se trataba de la gente que más tarde, cuando el galeón estuviese varado en la barra, se encargaría de transbordar el oro. Para confirmar mis sospechas, tres siluetas negras se destacaron del pinar, y Olmedilla y el capitán se detuvieron con ellas, de conciliábulo. Creí reconocer a los falsos cazadores que habíamos visto por la tarde. Luego desaparecieron, Alatriste dio una orden, y reanudamos la marcha.
Ahora ascendíamos por la ladera empinada de una duna, hundiéndonos en ella hasta los tobillos, y la claridad de la arena recortaba con más nitidez nuestras figuras. En la cima, el rumor del mar llegó hasta nosotros y la brisa nos acarició la cara. Había una mancha oscura y extensa en la que brillaban, hasta el horizonte negro como el cielo, los puntitos luminosos de los fanales de los barcos fondeados, de manera que las estrellas parecían reflejadas en el mar. A lo lejos, en la otra orilla, veíamos las luces de Sanlúcar.
Bajamos a la playa, con la arena amortiguando el ruido de los pasos. A mi espalda oí la voz de Saramago el Portugués, recitando bajito:
Porrea eu cos pilotos na arenosa
praia, por vermos em que parte estou,
me detenho em tomar do sol a altura
e compassar a universal pintura…
Alguien preguntó qué diablos era aquello, y el Portugués, sin alterarse, respondió con su educado acento y sus eses prolongadas que era Camoens, que no todo iban a ser malditos Lopes y Cervantes, que él antes de batirse recitaba lo que le salía de los hígados, y que si a alguien incomodaba Os Lusíadas tendría mucho gusto en acuchillarse con él y con su santa madre.
—Éramos pocos y parió el Tajo —dijo alguien.
No hubo más comentarios, el Portugués continuó entre dientes con sus versos, y seguimos camino. Junto a las estacas de una vieja encañizada de pescadores vimos dos barcas esperando, con un hombre en cada una. Nos agrupamos en la orilla, expectantes.
—Conmigo los míos —dijo Alatriste.
Iba sin sombrero, con el coleto de piel de búfalo, la espada y la vizcaína al cinto. A su orden los hombres se dividieron en los grupos previstos. Oíanse despedidas y deseos de buena suerte, alguna broma y las naturales fanfarronadas sobre las almas que pensaba aliviar cada uno. No faltaban los nervios disimulados, los tropezones en la oscuridad ni los pardieces. Sebastián Copons pasó cerca, seguido de su gente.
—Dame un rato —le dijo en voz baja el capitán—. Pero no mucho.
El otro asintió en silencio, como solía, y se quedó allí mientras sus hombres embarcaban. El último era el contador Olmedilla. Su ropa negra lo hacía parecer más oscuro aún. Chapoteó heroicamente torpe en el agua mientras lo ayudaban a subir al bote, porque se había trabado las piernas con su propia espada.
—También cuídalo, si puedes —le dijo Alatriste a Copons.
—Cagüendiela, Diego —respondió el aragonés, que se anudaba el cachirulo en torno a la cabeza—. Demasiados encargos para una noche.
Alatriste emitió una risa queda, entre dientes.
—Quién nos lo iba a decir, ¿verdad?… Degollar flamencos en Sanlúcar.
Copons soltó un gruñido.
—Cuenta. Puestos a degollar, igual da un sitio que otro.
El grupo de popa ya embarcaba también. Fui con ellos, me mojé los pies, pasé la pierna sobre la regala y me acomodé en un banco. Un momento más tarde, el capitán se reunió con nosotros.
—A los remos —dijo.
Pusimos los cordeles de los maderos en los escálamos y empezamos a bogar, alejándonos de la orilla, mientras el marinero del bote dirigía el timón hacia una luz cercana que rielaba en el agua rizada por la brisa. El otro bote se mantenía cerca, silencioso, metiendo y sacando con mucho tiento los remos en el agua.
—Despacio —dijo Alatriste—… Despacio.
Con los pies apoyados en el banco de delante, sentado junto a Bartolo Cagafuego, yo doblaba el espinazo en las paladas, antes de echar el cuerpo hacia atrás tirando fuerte del remo. Al final de cada movimiento quedaba mirando hacia arriba, a las estrellas que se dibujaban nítidas en la bóveda del cielo. Al inclinarme hacia adelante, a veces me volvía observando a mi espalda, entre las cabezas de los camaradas. La luz de popa del galeón estaba cada vez más cerca.
—A la postre —murmuraba Cagafuego, rezongante sobre el remo— no me libré de bogallas.
El otro bote empezó a alejarse del nuestro, con la pequeña silueta de Copons erguida en la proa. Pronto desapareció en la oscuridad y sólo se oyó el rumor apagado de sus remos. Después, ni eso. Ahora la brisa era un poco más fresca y el agua se movía en una marejadilla suave que balanceaba la embarcación, obligándonos a estar más atentos al ritmo de la boga. A medio camino el capitán ordenó relevarnos, para que todo el mundo estuviese en condiciones a la hora de subir a bordo. Pencho Bullas se hizo cargo de mi puesto, y Mascarúa ocupó el de Cagafuego.
—Silencio y mucho cuidado —dijo Alatriste.
Estábamos muy cerca del galeón. Yo podía observar con más detalle su oscura y maciza silueta, los palos recortados en el cielo nocturno. El fanal encendido en el alcázar nos indicaba la popa con toda exactitud. Había otro farol en cubierta, iluminando obenques, cordajes y la base del palo mayor, y una luz se filtraba por dos de las portas de los cañones abiertas en el costado. No se veía a nadie.
—¡Quietos los remos! —susurró Alatriste.
Los hombres dejaron de bogar, y el bote quedó balanceándose en la marejadilla. Estábamos a menos de veinte varas de la enorme popa. La luz del fanal se reflejaba en el agua, casi ante nuestras narices. Al costado del galeón, hacia la aleta, había amarrado un chinchorro sobre el que pendía una escala.
—Preparen los arpeos.
Los hombres sacaron de bajo los bancos cuatro ganchos de abordaje que llevaban atadas cuerdas con nudos.
—A los remos otra vez… En silencio y muy despacio.
Avanzamos de nuevo, mientras el marinero nos dirigía hacia el chinchorro y la escala. Pasamos así bajo la altísima y negra popa, buscando los sitios que la luz del fanal dejaba en sombras. Todos mirábamos hacia arriba conteniendo el resuello, con la aprensión de ver aparecer allí un rostro en cualquier momento, seguido de un grito de alerta y una granizada de balas o un cañonazo de metralla. Por fin los remos cayeron al fondo del bote, y éste se deslizó hasta dar con las tablas del costado, junto al chinchorro y exactamente bajo la escala. El ruido del golpe, pensé, habrá despertado a toda la bahía. Pero lo cierto es que nadie gritó dentro, ni hubo alarma alguna. Un estremecimiento de tensión recorrió el bote mientras los hombres liberaban de trapos las armas y se disponían a subir. Me ajusté bien las presillas del coleto. Por un instante, el rostro del capitán Alatriste quedó muy cerca del mío. No podía ver sus ojos, pero supe que me estaba observando.
—Cada cual para sí, zagal —me dijo en voz baja.
Asentí a sabiendas de que no podía ver mi gesto. Luego noté su mano posarse en mi hombro, muy firme y breve. Alcé la vista a lo alto y tragué saliva. La cubierta estaba a cinco o seis codos sobre nuestras cabezas.
—¡Arriba! —susurró el capitán.
Al fin pude ver su rostro a la luz distante del fanal, el perfil de halcón sobre el mostacho cuando empezó a trepar por la escala, mirando hacia lo alto, con la espada y la daga tintineándole al cinto. Fui tras él sin pensarlo mientras oía a los hombres, ya sin disimulo, arrojar los ganchos de abordaje, que resonaron sobre las tablas de cubierta y al encajarse en la regala. Ahora todo era esfuerzo por trepar, y prisas, y una tensión casi dolorosa que laceraba mis músculos y mi estómago mientras agarraba las cuerdas de la escala y subía a tirones, peldaño a peldaño, resbalando en la tablazón húmeda del costado del barco.
—Mierda de Dios —dijo alguien abajo.
Entonces sonó un grito de alarma sobre nuestras cabezas, y al mirar vi asomarse un rostro iluminado a medias por el fanal. Tenía expresión espantada, y nos veía trepar como si no diera crédito a lo que pasaba. Y tal vez murió sin llegar a creerlo del todo, porque el capitán Alatriste, que ya alcanzaba su altura, le metió la daga por la gola hasta el puño, y el otro desapareció de nuestra vista. Ahora sonaban más voces arriba, y carreras por las entrañas del barco. Algunas cabezas aparecieron cautas por las portas de los cañones y volvieron a meterse dentro, gritando en flamenco. Las botas del capitán me golpearon la cara cuando llegó arriba, saltando a cubierta. En ese momento otro rostro asomó por la borda algo más arriba, sobre el alcázar; vimos una mecha encendida, un tiro de arcabuz resonó con el fogonazo, y algo zurreó rápido y fuerte entre nosotros, dando en un chasquido de carne y huesos rotos. Alguien que estaba subiendo desde el bote, a mi lado, cayó de espaldas al mar con un chapuzón y sin decir esta boca es mía.
—¡Arriba!… ¡Arriba! —apremiaban los hombres tras de mí, empujándose unos a otros para subir.
Apretados los dientes, encogida la cabeza como si pudiera ocultarla entre los hombros, trepé lo que me quedaba tan aprisa como pude, fui al otro lado de la borda, pisé la cubierta, y nada más hacerlo resbalé sobre un enorme charco de sangre. Me incorporé pringoso y aturdido, apoyándome sobre el cuerpo inmóvil del marinero degollado, y detrás de mí apareció en la borda la cara barbuda de Bartolo Cagafuego, los ojos desorbitados por la tensión, acentuada la mueca mellada y feroz por el machete enorme que traía sujeto entre los dientes. Estábamos justo al pie del palo de mesana, junto a la escala que conducía al alcázar. Había ahora más de los nuestros llegando a cubierta por las cuerdas de los arpeos, y era un milagro que no estuviese allí todo el galeón despierto para darnos una linda bienvenida, con el tiro de arcabuz y todo aquel escándalo de pasos y ruidos y carreras y chirriar de aceros al salir de las vainas.
Saqué la espada con la diestra y eché mano con la zurda a la daga, mirando alrededor, confuso, en busca de un enemigo. Y entonces vi que un tropel de hombres armados salía a cubierta desde el interior del barco, y que muchos eran grandes y rubios como los que conocíamos de Flandes, y que había otros a popa y en el combés, y que eran demasiados, y que el capitán Alatriste ya estaba dando tajos como un diablo para abrirse paso hacia la escala del alcázar. Acudí en socorro de mi amo, sin comprobar si Cagafuego y los otros nos seguían o no. Lo hice musitando el nombre de Angélica como postrera oración; y con la última sensatez, mientras me lanzaba al asalto aullando enloquecido, comprendí que si Sebastián Copons no llegaba a tiempo, la del Niklaasbergen iba a ser nuestra última aventura.