Esa noche acudimos al velatorio de Nicasio Ganzúa. Pero antes dediqué un rato a cierto asunto personal que me traía alterados los pulsos. En realidad apenas saqué nada en limpio de ello; pero sirvió, al menos, para entretener mi desazón por el papel que Angélica de Alquézar había jugado en el episodio de la Alameda. Lleváronme así mis pasos a rondar de nuevo los Alcázares, cuyos muros recorrí de parte a parte sin olvidar el arco de la judería y la puerta del palacio, donde estuve un rato entre los curiosos, de centinela. Esa vez no se encargaba de la vigilancia la guardia amarilla, sino la de arqueros borgoñones, con sus vistosos uniformes ajedrezados en rojo y sus picas cortas; de modo que me tranquilizó comprobar que el sargento gordo no andaba por allí, y que íbamos a tener la fiesta en paz. La plaza frente a palacio bullía de gente, pues sus majestades los reyes iban a asistir a un rosario solemne en la Iglesia Mayor, y luego recibirían a una representación de la ciudad de Jerez. Lo de Jerez tiene su miga, y no estará de más acotar a vuestras mercedes que por esos días, igual que lo había hecho Galicia, los notables jerezanos pretendían comprar con dinero una representación en las Cortes de la Corona, a fin de no seguir sujetos a la influencia de Sevilla. En aquella España austríaca convertida en patio de mercaderes, lo de comprar plaza en las Cortes era trato muy al uso —también la ciudad de Palencia, entre otras, andaba en esos afanes—, y la cantidad ofrecida por los de Jerez ascendía a la respetable suma de 85.000 ducados, que irían a parar a las arcas del Rey. El trato no siguió adelante porque Sevilla contraatacó sobornando al Consejo de Hacienda, y el dictamen final fue que se aceptaba la solicitud si el dinero no salía de las contribuciones de los ciudadanos, sino del peculio particular de los veinticuatro magistrados municipales que pretendían el escaño. Pero lo de rascarse el propio bolsillo era ya harina de otro costal, así que la corporación jerezana terminó por retirar la solicitud. Todo ello explica bien el papel que las Cortes tuvieron en esa época, la sumisión de las de Castilla y la actitud de las otras; que, fueros y privilegios locales aparte, sólo eran tomadas en cuenta a la hora de pedirles que votaran nuevos impuestos o subsidios para la hacienda real, la guerra o los gastos generales de una monarquía que el conde duque de Olivares soñaba unitaria y poderosa. A diferencia de Francia o Inglaterra, donde los reyes habían triturado el poder de los señores feudales y pactado con los intereses de mercaderes y comerciantes —ni la zorra bermeja de Isabel I ni el gabacho Richelieu anduvieron allí con paños calientes—, en España los nobles y los poderosos se dividían en dos grupos: los que acataban de modo manso, y casi abyecto, la autoridad real, mayormente castellanos arruinados que no gozaban de otro valimiento que el del Rey, y los de la periferia, escudados en fueros locales y antiguos privilegios, que ponían el grito en el cielo cuando les pedían que sufragasen gastos o armasen ejércitos. Eso sin contar que la Iglesia iba a su aire. De modo que la mayor parte de la actividad política consistía en un tira y afloja con el dinero como fondo; y todas las crisis que más tarde habíamos de vivir bajo el cuarto Felipe, las conjuraciones de Medina Sidonia en Andalucía y la del duque de Híjar en Aragón, la secesión de Portugal y la guerra de Cataluña, estuvieron motivadas, de una parte, por la rapacidad de la hacienda real; y de la otra, por la resistencia de los nobles, los eclesiásticos y los grandes comerciantes locales a aflojar la mosca. Precisamente la visita realizada por el Rey a Sevilla el año veinticuatro, y la que ahora llevaba a cabo, no tenían otro objeto que anular la oposición local a votar nuevos impuestos. En aquella desventurada España no existía más obsesión que la del dinero, y de ahí la importancia de la carrera de Indias. En cuanto a lo que la justicia y la decencia tenían que ver en todo esto, baste señalar que dos o tres años antes las Cortes habían rechazado un impuesto de lujo que gravaba especialmente los cargos, mercedes, juros y censos. Es decir, a los ricos. De manera que se hacía triste verdad aquello que el embajador Contarini, veneciano, escribía en la época: «La mayor guerra que se les puede hacer a los españoles es dejarlos consumir y acabarse con su mal gobierno».
Volvamos a mis afanes. El caso es que por allí anduve aquella tarde, como decía, y al cabo mi tesón se vio recompensado, aunque sólo en parte, pues terminaron por abrirse las puertas, la guardia borgoñona formó un pasillo de honor, y los reyes en persona, acompañados por nobles y autoridades sevillanas, recorrieron a pie la poca distancia que los separaba de la catedral. Me fue imposible asistir en primera fila, pero entre las cabezas de la muchedumbre que aclamaba a sus majestades pude presenciar su paso solemne. La reina Isabel, joven y bellísima, saludaba con graciosos movimientos de cabeza. A veces sonreía, con aquel peculiar encanto francés que no siempre encajó en la rígida etiqueta de la Corte. Vestía a la española, de raso azul acuchillado con fondo de tela de plata y bordado en oro de canutillo, rosario de oro y librito de oraciones de nácar en las manos, y una hermosa mantilla blanca de encaje orlado de perlas sobre el peinado y los hombros. Le daba el brazo, galante en su misma juventud, el Rey Don Felipe Cuarto, rubio, pálido, hierático e impenetrable como solía. Iba vestido de rico terciopelo gris argentado, con valona corta de Flandes, un agnusdei de oro y diamantes al cuello, espada dorada y sombrero con plumas blancas. Contrastaba con la simpatía y la amable sonrisa de la reina el aire solemne de su augusto esposo, sujeto siempre al grave protocolo borgoñón que había traído de Flandes el emperador Carlos; de manera que, salvo al caminar, no movía nunca pie, mano ni cabeza, siempre mirando hacia arriba como si no tuviera que dar cuentas sino a Dios. Nadie le había visto antes, ni lo vería jamás, perder su flema extraordinaria en público ni en privado. Y yo mismo —aunque no podía ni soñarlo aquella tarde—, a quien más adelante la vida puso en trance de servirlo y escoltarlo en momentos difíciles para él y para España, puedo asegurar que siempre mantuvo aquella imperturbable sangre fría que terminó haciéndose legendaria. No era un Rey antipático, sin embargo; nos salió muy aficionado a la poesía, las comedias y los esparcimientos literarios, las artes y los usos caballerescos. Tenía valor personal, aunque nunca pisó un campo de batalla salvo muy de lejos y más adelante, cuando la guerra de Cataluña; pero en la caza, que era su pasión, corría riesgos más que razonables, y llegó a matar jabalís en solitario. Era consumado jinete; y una vez, como ya conté a vuestras mercedes, ganó la admiración popular despachando a un toro en la Plaza Mayor de Madrid con certero arcabuzazo. Sus puntos flacos fueron una cierta debilidad de carácter que lo llevó a dejar en manos del conde duque de Olivares los negocios de la monarquía, y la afición desmedida a las mujeres; que en alguna ocasión —como contaré en un próximo episodio— estuvo a punto de costarle la vida. Por lo demás, nunca tuvo la grandeza ni la energía de su bisabuelo el emperador, ni la tenaz inteligencia de su abuelo el segundo Felipe; pero, aunque se divirtió siempre más de lo debido, ajeno al clamor del pueblo hambriento, al disgusto de los territorios y reinos mal gobernados, a la fragmentación del imperio que heredó y a la ruina militar y marítima, justo es decir que su bondadosa índole nunca despertó odios personales, y hasta el final fue amado por el pueblo, que atribuía la mayor parte de las desdichas a sus validos, ministros y consejeros, en aquella España demasiado extensa, con demasiados enemigos, tan sujeta a la vil condición humana, que no habría sido capaz de conservarla intacta ni el propio Cristo redivivo.
Pude ver en el cortejo al conde duque de Olivares, imponente en su apariencia física y en el poder omnímodo que se traslucía en cada uno de sus gestos y miradas; y también al joven hijo del duque de Medina Sidonia, el conde de Niebla, que muy elegante y con la flor de la nobleza sevillana acompañaba a sus majestades. Contaba a la sazón el de Niebla veintipocos años, muy lejos todavía del tiempo en que, ya noveno duque de su casa, perseguido por la enemistad y la envidia de Olivares y harto de la rapacidad real sobre sus prósperos estados —revalorizados por el papel de Sanlúcar de Barrameda en la carrera de Indias—, cayó en la tentación pactando con Portugal el intento de secesión de Andalucía de la corona de España, en la famosa conspiración que terminó siendo causa de su deshonor, su ruina y su desgracia. Venía tras él gran séquito de damas y caballeros, incluidas las azafatas de la reina. Y al mirar entre ellas sentí un vuelco en el corazón, porque Angélica de Alquézar estaba allí. Vestía hermosísima, de terciopelo amarillo con pasaduras de oro, y sostenía con gracia el ruedo de la falda realzada por el amplio guardainfante. Bajo su mantilla, de encaje finísimo, relucían al sol de la tarde aquellos tirabuzones dorados que sólo unas horas antes habían rozado mi rostro. Fuera de mí, intenté abrirme paso entre la gente, acercándome a ella; pero me impidió ir más allá la ancha espalda de un guardia borgoñón. Angélica cruzó así a pocos pasos, sin verme. Busqué sus ojos azules, pero éstos se alejaron sin leer el reproche y el desdén y el amor y la locura que se agitaban en mi cabeza.
Pero cambiemos de registro, pues prometí contar a vuestras mercedes la visita a la cárcel real y el velatorio de Nicasio Ganzúa. Era el tal Ganzúa bravo notorio del barrio de La Heria, flor de la antana y primoroso ejemplar de la jacaranda sevillana, muy apreciado entre los de su oficio. Al día siguiente iban a sacarlo con tambores destemplados y una cruz delante para entorpecerle el resuello con esparto; de manera que a su última cena acudía lo más ilustre de la cofradía de la hoja, y lo hacía con la gravedad, la resignación profesional y la cara de circunstancias que el caso reclamaba. A tan singular modo de despedir al camarada se le llamaba, en jerga germanesca, echar tajada. Y era trámite habitual, pues el que más y el que menos sabía que el oficio de valentía y el andar en trabajos, como se llamaba entonces a buscarse la vida con un acero o de mala manera, solía terminar rascando golfos en galeras, bien estiradas las palmas en el pescuezo de un remo bajo el látigo del cómitre, o en el más solvente mal de soga o enfermedad de cordel, muy contagioso entre la gente de la carda.
Los años todo lo mascan,
poco duran los valientes,
mucho el verdugo los gasta.
Había una docena de vozarrones aguardentosos cantando aquello por lo bajini cuando, a hora de prima modorra, un alguacil al que Alatriste había engrasado las manos y el ánimo con uno de a ocho nos condujo hasta la enfermería, que era donde solía ponerse a los presos en capilla. El resto de la cárcel, las tres puertas famosas, las rejas, los corredores y el pintoresco ambiente que en ella se vivía fue contado ya por mejores péñolas que la mía, y a Don Miguel de Cervantes, a Mateo Alemán o a Cristóbal de Chaves puede acudir el curioso. Yo me limitaré a referir lo que vi en nuestra visita, a esa hora en que ya se habían cerrado las puertas, y los presos que gozaban del favor del alcaide o de los carceleros para salir y entrar del talego como Pedro por su casa se hallaban puntuales en sus calabozos, salvo los privilegiados de posición o dinero, que dormían donde les salía de la bolsa. Todas las mujeres, coimas y familiares de presos habían abandonado también el recinto, y las cuatro tabernas y bodegones —vino del alcaide y agua del bodegonero— de que gozaba la parroquia carcelaria estaban cerrados hasta el día siguiente, lo mismo que las tablas de juego del patio y los puestos de comida y verdura. En resumen, aquella España en pequeño que era la prisión real sevillana se había ido a dormir, con sus chinches en las paredes y sus pulgas en las mantas incluso en los mejores calabozos, que los presos con posibles alquilaban por seis reales al mes al sotalcaide, quien había comprado su cargo por cuatrocientos ducados al alcaide, tan bellaco como el que más, que a su vez se enriquecía con sobornos y contrabandos de todo jaez. También allí, como en el resto de la nación, todo se compraba y se vendía, y era más desahogado gozar de dinero que de justicia. Con lo que se confirmaba muy en su punto el viejo refrán español de a qué pasar hambre, si es de noche y hay higueras.
De camino al velatorio habíamos tenido un encuentro inesperado. Acabábamos de dejar atrás el pasillo de la reja grande y la cárcel de mujeres, que quedaba al entrar a mano izquierda, y junto al rancho donde paraban los que iban rematados a galeras, unos parroquianos de conversación tras los barrotes se asomaron a mirarnos. Había un hachón encendido en la pared, que iluminaba aquella parte del corredor, y a su luz uno de los de adentro reconoció a mi amo.
—O estoy ciego de uvas —dijo— o es el capitán Alatriste.
Nos paramos ante la reja. El fulano era un jayán muy grande, con unas cejas tan negras y espesas que parecían una. Vestía una camisa sucia y calzones de paño basto.
—Pardiez, Cagafuego —dijo el capitán—. ¿Qué hace vuestra merced en Sevilla?
El grandullón sonreía de oreja a oreja con una boca enorme, encantado con la sorpresa. En lugar de los incisivos de arriba tenía un agujero negro.
—Pues ya puede verlo voacé. Camino de gurapas, me tienen. Hay por delante seis años vareando peces en el charco.
—La última vez os vi retraído en San Ginés.
—Eso fue hace mucho —Bartolo Cagafuego encogía los hombros, con resignación profesional—. Ya sabe voacé lo que es la vida.
—¿Qué se come esta vez vuestra merced?
—Me como lo mío y lo de otros. Dicen que desvalijé aquí con los camaradas —al oírse mentar, los camaradas sonrieron feroces desde el fondo de la celda— unos cuantos mesones de la Cava Baja y unos cuantos viajeros en la venta de Bubillos, cerca del puerto de la Fuenfría…
—¿Y?
—Y nada. Que faltó sonante para templar al escribano, me pusieron clavijas y cuerdas sin ser guitarra, y aquí me tiene voacé. Preparando el espinazo.
—¿Cuándo llegasteis?
—Hace seis días. Un lindo paseo de setenta y cinco leguas, voto a Dios. Engrilletado en recua y a pinrel, cercado de guardias y pasando frío… En Adamuz quisimos abrirnos aprovechando que llovía a espuertas, pero la zarzamora nos madrugó, y aquí nos trajo. Nos bajan el lunes al Puerto de Santa María.
—Lo siento.
—No lo sienta uced, señor capitán. Yo no soy hombre de cotufas, y éstos son gajes de la carda. Podría haber sido peor, porque a algún que otro camarada le cambiaron las gurapas por las minas de azogue de Almadén, que eso ya es el finibusterre. Y de ahí salen pocos.
—¿Puedo ayudaros en algo?
Cagafuego bajó la voz.
—Si tuviera voacé algún sonante que le sobrara, le quedaría muy reconocido. Aquí un servidor y los amigos no tenemos con qué socorrernos.
Alatriste sacó la bolsa y puso en las manazas del jayán cuatro escudos de plata.
—¿Cómo anda Blasa Pizorra?
—Murió, la pobre —Cagafuego se guardaba discretamente los treinta y dos reales, mirando de reojo a sus compañeros—. La recogieron enferma en el hospital de Atocha. Llena de bubas y sin pelo, que daba lástima verla, a la pobreta.
—¿Os dejó algo?
—Alivio. Por su oficio tenía el mal francés, y no me lo contagió de milagro.
—Acompaño a vuestra merced en el sentimiento.
—Se agradece.
Alatriste sonrió a medias.
—A lo mejor —dijo— sale el naipe bueno, y vuestra galera la capturan los turcos, y os place renegar, e igual termináis en Constantinopla dueño de un harén…
—No diga uced eso —el jayán parecía de veras ofendido—. Que una cosa es una cosa, y otra cosa es otra cosa. Y ni el Rey ni Cristo tienen la culpa de que me vea como ahora me veo.
—Tenéis razón, Cagafuego. Os deseo suerte.
—Y yo a voacé, capitán Alatriste.
Se quedó apoyado en las rejas, mirándonos ir corredor adelante. Cantaban, como dije antes, las voces de los valentones en la enfermería, entre notas de guitarra que algún preso de los calabozos próximos acompañaba con repicar de cuchillos en los barrotes, música de cañas rotas o alguna palma suelta. La sala del velatorio tenía un par de bancos y un altarcillo con un Cristo y una vela, y en el centro se le había instalado para la ocasión una mesa con candelas de sebo encima y varios taburetes, ocupados en ese momento, como los bancos, por un muestrario bien granado de lo que la jacaranda local daba de sí. Habían ido llegando desde el anochecer y seguían haciéndolo, serios, con cara de circunstancias, capas fajadas por los lomos, coletos viejos, jubonazos de estopa más agujereados que la Méndez, sombreros con las faldillas altas por delante, bigotazos a lo cuerno, cicatrices, parches, corazones con el nombre de sus coimas y otras marcas tatuadas con cardenillo en la mano o en el brazo, barbas turcas, medallas de vírgenes y santos, rosarios de cuentas negras al cuello y herrerías completas como guarnición de dagas y espadas, con cuchillos jiferos de cachas amarillas en las cañas de polainas y botas. Aquella peligrosa jáega de marrajos menudeaba en los jarros de vino dispuestos sobre la mesa con aceitunas gordales, alcaparras, queso de Flandes y tajadas de tocino frito; se apellidaban unos a otros de uced, vuacé, señor compadre y señor camarada, y pronunciaban las haches y las ges y las jotas muy a lo jácaro, diciendo gerida, aliherarse, jumo, mohar, harro y ajogarse. Se brindaba por el alma de Escamilla, por la de Escarramán y por la de Nicasio Ganzúa, esta última allí presente y todavía dentro de su pescuezo. También se brindaba por la honra del jaque en capilla —«A vuestra honra, señor camarada», decían los bravos—, y cada vez todos los presentes se llevaban muy serios los vasos a la boca para hacer la razón; que no se viera igual en un velorio de Vizcaya ni en una boda flamenca. Y me maravillaba, en aquello de la mentada honra de Ganzúa, al verlos beber, que fuera tanta.
El que quisiere triunfar
con esta baraja
salga de oros
que salir siempre de espadas
es de locos.
Seguían los cantos y el sorbo y la conversación, y seguían llegando compadres del velado. Era el tal Ganzúa mocetón que frisaba la cuarentena como el filo de una daga frisa el esmeril: cetrino, peligroso, ancho de manos y de cara, con un mostacho de a cuarta cuyas feroces puntas engomadas se le alzaban casi hasta los ojos. Para la ocasión se había aderezado de rúa y domingo: jubón de paño morado con algún remiendo, mangas acuchilladas, calzones de lienzo verde, zapatos de paseo y cinto de cuatro pulgadas con hebilla de plata, que era un primor verlo tan puesto y grave, en buena compaña, asistido y animado por sus cofrades, todos con el sombrero encajado como los grandes de España, dándole tientos al vino del que habían caído ya varios azumbres y aguardaban otros tantos, que no faltaba porque —al no ser de confianza el que vendía el alcaide—, habían mandado traer muchas jarras y limetas de una taberna de la calle Cordoneros. En cuanto a Ganzúa, no parecía tomarse muy a pecho la cita de la mañana siguiente, y hacía su papel con hígados, solemnidad y decencia.
—Morir es un trámite, señores —repetía de vez en cuando, con mucho cuajo.
El capitán Alatriste, que entendía bien de la tecla, fue a presentarse a Ganzúa y la compaña con mucha política, transmitiendo saludos de Juan Jaqueta, a quien su situación en el corral de los Naranjos, dijo, impedía darse el gusto de acompañar esa noche al camarada. Le correspondió con la misma cortesía el escarramán, invitándonos a tomar asiento entre la concurrencia, lo que hizo Alatriste tras saludar a algunos conocidos que allí pastaban. Ginesillo el Lindo, un atildado jaque rubio de mirada afable y sonrisa peligrosa, que llevaba el pelo a la milanesa, largo y sedoso hasta los hombros, lo acogió con mucha amistad, holgándose de verlo bueno y por Sevilla. Como todos sabían, el tal Ginesillo era ahembrado —quiero decir con poca afición al acto venéreo—; pero en cuestión de hígados no tenía que envidiar a nadie, y resultaba tan peligroso como un alacrán doctorado en esgrima. Otros de su misma condición no tenían tanta suerte, eran detenidos por la Justicia al menor pretexto, y tratados por todos, hasta por los demás presos de las cárceles, con una crueldad extrema que sólo concluía en la leña del quemadero. Que en aquella España tan a menudo hipócrita y ruin, podía uno yacer con su hermana, con sus hijas o con su abuela, y nada pasaba; pero el pecado nefando aparejaba la hoguera. Matar, robar, corromper, sobornar, no era grave. Lo otro, sí. Como lo era blasfemar, o la herejía.
El caso es que ocupé un taburete, caté la jarra, comí unas alcaparras y estuve atento a la conversación, y a las graves razones que unos y otros aportaban a modo de consuelo o de ánimo a Nicasio Ganzúa. Más matan los médicos que el verdugo, dijo alguien. Un compadre apuntó que, a pleito malo, por amiga la lima sorda, es decir el escribano. Otro, que morir era enojoso pero inevitable incluso para los duques y para los papas. El de más allá maldecía de la casta de los abogados, cuya ralea no se viera, afirmaba, ni entre turcos o luteranos. Dénos Dios favor de juez, decía otro, y al menguado que la quisiere, justicia. Y el de más allá lamentaba sentencia como aquélla, que privaba al mundo de tan ilustre punto de la germanía.
—Pesadumbre me da —dijo un preso que también acompañaba al velado— que no esté firmada mi sentencia, que la espero de un día para otro… Y malhaya el diablo que no me llegue hoy mismo, porque con gusto acompañaría mañana a voacé.
Todos encontraron muy en sazón de buen camarada el apunte, alabando lo oportuno y haciendo ver a Ganzúa lo apreciado que era de sus amigos y lo muy honrados que estaban de hacerle corro en el trance, como se lo harían al día siguiente, los que pudieran pasear sin recaudo de alguaciles, en la plaza de San Francisco. Que hoy por uno y mañana por todos, y a bravo que padece, amigos le quedan.
—Bien hace uced de encarar el trago con las mismas asaduras con que encaró la vida —opinó un cariacuchillado de guedejas tan grasientas como el cuello de su valona, al que llamaban el Bravo de los Galeones y era fino bellaco, tinto en lana, y de Chipiona.
—Por el siglo de mi abuelo, que gran verdad es ésa —repuso Ganzúa, sereno—. Que ninguno me la hizo que no me la pagase. Y si alguno queda, el día de la resurrección de la carne, cuando yo pise de nuevo tierra, darésela a él hasta el ánima.
Asintieron solemnes los germanes, que así hablaban los hidalgos, y todos sabían que en el trance del día siguiente no había de volver el rostro ni predicar; que para algo era muchísimo hombre y vástago de Sevilla, resultaba público que La Heria no paría cobardes, y otros antes que él gustaron sin ascos aquella conserva. Con acento lusitano argumentó otro, como consuelo, que al menos era la justicia real, o como quien dice el Rey en persona, quien sacaba del mundo a Ganzúa, y no un cualquiera. Que en tan ilustre bravo fuera deshonra verse despachado por un Don nadie. Esta última filosofía resultó muy celebrada por la concurrencia, y el propio interesado se atusó el bigote, complacido por tan justa consideración del asunto. El concepto correspondía a un valentón con coleto hasta las rodillas, escurrido de carnes y de pelo, que era cano, abundante y rizado en torno a un respetable cráneo tostado por el sol. Había sido teólogo en Coimbra, se contaba, hasta que un mal lance púsolo en el camino de la jacarandina. Todos lo tenían por hombre de leyes y letras amén de toledana, era conocido como Saramago el Portugués, tenía el aire hidalgo y mesurado, y se decía de él que despachaba almas por necesidad, ahorrando como un hebreo para imprimir, a su costa, un interminable poema épico en el que trabajaba desde hacía veinte años, contando cómo la península Ibérica se separaba de Europa y quedaba flotando a la deriva como una balsa en el océano, tripulada por ciegos. O algo así.
—Sólo lo siento por mi Maripizca —dijo Ganzúa, entre vino y vino.
Maripizca la Aliviosa era la coima del jaque, a la que su ejecución dejaba sola en el mundo, a juicio del velado. Había estado a visitarlo por la tarde con mucho grito y alboroto: a ver la luz de mis ojos y el sentenciado de mi alma, etcétera, desmayándose cada cinco pasos en los brazos de veinte bergantes camaradas del reo; y según se contaba en tierno coloquio póstumo, Ganzúa le había encomendado el alma, es decir unas misas —confesarse no lo hacía un bravo ni camino del patíbulo, por tener a poca honra berrearle a Dios lo que no soltaba en el potro— y concertarse de obra o dineros con el verdugo para que al día siguiente todo fuera honorable y bien llevado, y él no diera mala estampa luego de verse con la canal maestra anudada en San Francisco, donde iba a estar mucho conocido mirando. Habíase despedido al fin la cantonera con mucho garbo, encareciendo los hígados de su jayán, y con un «tan sano y tan gallardo le quiero ver en el otro mundo, valeroso». Era la Aliviosa, dijo Ganzúa a sus contertulios, mujer buena y diligente trabajadora, muy limpia en aseo y en ganancias, a la que sólo había que sacudirle la estera de vez en cuando, y no era menester encarecerla más por ser bien conocida de los presentes, de toda Sevilla y de media España. Y en cuanto a la marca de navaja de la cara, precisó, eso era algo que no la afeaba demasiado y que tampoco debía tenerse muy en cuenta, porque el día que se la hizo, Ganzúa andaba cargado delantero con oloroso de Sanlúcar. Y además, pardiez, también las parejas solían tener sus más y sus menos sin que eso fuese otra cosa que lo corriente. Amén que un jiferazo a tiempo en la cara también era saludable muestra de cariño; y la prueba era que a él mismo se le arrasaban de lágrimas los ojos cada vez que se veía en la obligación de molerla a palos. Encima, la Aliviosa había demostrado ser piadosa mujer y fiel hembra socorriéndolo en la cárcel con buenos dineros ganados con unos trabajos que iban en descuento de sus pecados, si es que pecado era velar por que nada faltase al hombre de sus entretelas. Y no había que decir más. Emocionóse un poco, aunque a lo viril, en ese punto el rufo; sorbióse los mocos disimulando dignamente con otro tiento al jarro, y terciaron varias voces tranquilizándolo. Esté sosegado voacé, que nadie le dará pesadumbre y de mi cuenta corre, dijo uno. O de la mía, apuntó otro. Para eso están los camaradas, sugirió un tercero. Templado por dejarla en tan buenas manos, seguía menudeando del jarro Ganzúa mientras Ginesillo el Lindo acompañaba con seguidillas el recuerdo de la coima.
—En cuanto al fuelle de mi fragua —dijo en ésas Ganzúa—, tampoco digo a vuacedes más.
Otro coro de protestas acogió sus palabras. Por descontado que el soplón que había puesto al señor Ganzúa en tan mal trance sería aligerado de su resuello en la primera ocasión; que eso y mucho más debían al reo sus amigos. Amén que el peor delito entre la gente profesa en germanía era alargar lengua sobre los camaradas; que todo jaque de hígados, incluso aunque mediase ofensa o daño, tenía a infamia delatar ante la Justicia, y prefería callar y vengarse.
—A ser posible, y si no es mucha molestia, despachen también al corchete Mojarrilla, que me puso mano con muy malos modos y poca consideración.
Podía contar Ganzúa con ello, lo tranquilizaron los jaques. Pese a diez y a Dios que Mojarrilla podía irse dando por sacramentado.
—Tampoco estaría de más —se acordó el rufián tras pensar un rato— saludar de mi parte al platero.
Quedó incluido el platero en la relación. Y ya puestos, se convino que si al día siguiente el verdugo no resultaba lo bastante bien templado por la Aliviosa y se propasaba al hacer su oficio, no dándole las vueltas del garrote con la limpieza y decoro requeridos, también tocaría su astilla en el reparto. Que una cosa era ajusticiar —y cada cual a fin de cuentas hacía su oficio—, y otra muy distinta, de traidores y ahembrados, no guardarle las formas a un hombre de honra, etcétera. Hubo un sinfín de razones más sobre la materia, de modo que Ganzúa quedó muy satisfecho y confortado. Al cabo miró a Alatriste, con gratitud para quien de tal modo le hacía buena compaña.
—No tengo el gusto de conocer a vuacé.
—Algunos de estos señores sí me conocen —respondió el capitán en su mismo tono—. Y me huelga mucho acompañar a vuestra merced en nombre de los amigos que no pueden hacerlo.
—No se diga más —Ganzúa me observaba, amable, tras sus enormes bigotazos—. ¿Os acompaña el mozo?
El capitán dijo que sí, y yo asentí a mi vez, con un saludo de cabeza que me salió muy cortés y motivó gestos de aprobación de los asistentes; que nadie aprecia tanto la modestia y la buena crianza en los jóvenes como la gente de la carda.
—Buena planta tiene —dijo el jaque—. Que tarde mucho en verse en éstas.
—Amén —rubricó Alatriste.
Terció Saramago el Portugués para alabar mi presencia allí. Que es edificante para la mocedad, dijo arrastrando mucho las eses con su acento lusitano, ver cómo se despide de este mundo la gente de hígados y de honra, y más en estos tiempos cuitados en que todo son desvergüenza y malas costumbres. Pues dejando aparte la fortuna de nacer en Portugal —que no estaba al alcance de todos, por desgracia— nada instruía tanto como ver bien morir, tratar a hombres sabios, conocer tierras y la lección continua de buenos libros.
—Así —concluyó, poético— con Virgilio dirá el rapaciño Arma virumque cano, y Plus quam civilia campos con Lucano.
Hubo luego prolija parla y buen menudeo del jarro. Antojósele en ésas un rentoy a Ganzúa, a modo de últimas manos con los camaradas; y Guzmán Ramírez, un jaque silencioso y de cara sombría, extrajo una grasienta desencuadernada del jubón y la puso en la mesa. Diéronse hojas del libro real, jugaron unos ocho, miraron otros y bebimos todos. Echábanse dineros y, fuese por suerte o porque los camaradas le daban cuartel, Ganzúa fue teniendo buenas rachas.
—Seis granos juego, y va mi vida.
—Alce vuacé por la mano.
—Yo la doy.
—Matantes tengo.
—Pues a mí, que las vendo.
En ésas andaban cuando oyéronse pasos en el corredor, y entraron, negros como cuervos, el escribano de la Justicia, el alcaide con alguaciles y el capellán de la cárcel para leer la última sentencia. Y salvo que Ginesillo el Lindo dejó de tocar la guitarra, nadie hizo ademán de apercibirse, ni el reo principal mudó el semblante; sino que más bien siguieron todos menudeando alpiste, cada uno con sus tres cartas en la mano y atentos a la muestra, que era el dos de oros. Se aclaró la garganta el escribano y leyó que por justicia del Rey a tantos de tantos y por tal y cual, denegada la apelación, el llamado Nicasio Ganzúa sería ejecutado mañana, etcétera. Oíalo recitar el mentado sin inmutarse, atento a sus naipes, y sólo cuando acabó de leerse la sentencia despegó los labios para mirar al compañero de juego y hacer un gesto con las cejas.
—Envido —dijo.
Siguió el juego como si tal cosa. Saramago el Portugués jugó una sota de bastos, otro camarada jugó un Rey, y otro un as de copas.
—La puta de oros —anunció uno al que llamaban el Rojo Carmona, poniendo su sota en la mesa.
—Malilla —dijo otro, jugándola.
Ganzúa estaba de mucha suerte aquella noche, porque dijo tener borrego, que ganaba a la malilla, y lo probó con hechos tirando el cuatro de oros sobre la mesa con una sola mano y el otro brazo en jarra, apoyada la mano sobre la cadera con mucho garbo. Y sólo entonces, mientras recogía las monedas juntándolas en su montón, levantó la vista al escribano.
—¿Podría vuacé repetirme lo último, que no estaba muy atento?
Picóse el escribano, diciendo que las cosas sólo se leían una vez, y que allá Ganzúa si apagaba candela sin enterarse muy bien de qué trataba el negocio.
—A un hombre de mis hígados —repondió el reo con mucha flema—, que nunca derrotó más que para comulgar, y eso de mozo, y luego ha tenido quinientos desafíos, dado otros tantos antuviones y reñido mil veces en ayunas, los pormenores se le dan lo que a vuacé un pastel de a cuatro… Lo que quiero saber es si hay esparto, o no.
—Lo hay. A las ocho en punto.
—¿Y quién firma esa sentencia?
—El juez Fonseca.
Miró el reo a sus compañeros de modo significativo, y le respondió un círculo de guiños y mudos asentimientos. A ser posible, el soplón, el corchete y el platero no iban a hacer el viaje solos.
—Bien puede el mentado juez —dijo Ganzúa al escribano, el aire filosófico— darme sentencia como lo que es, y quitarme la vida con ella… Pero que él sea tan honrado que salga a reñir conmigo espada en mano, y veremos quién le quita la vida a quién.
Hubo más asentimientos solemnes en el corro de jaques. Aquello estaba muy puesto en razón y era el Evangelio. El escribano se encogió de hombros. El fraile, un agustino de aire manso y uñas sucias, se acercó a Ganzúa.
—¿Quieres confesión?
El reo lo observó mientras barajaba los naipes.
—No querrá su paternidad que lo que no bramé en las primeras ansias vaya a pregonarlo en la postrera.
—Me refería a tu alma.
El rufo se tocó el rosario y las medallas que llevaba al cuello.
—De mi alma me ocupo yo —dijo con mucha pausa—. Ya tendré mañana en el otro barrio unas palabras con quien sea menester.
Los marrajos del corro movieron cabezas, aprobando las palabras del bravo. Algunos habían conocido a Gonzalo Barba, un famoso valentón que al iniciar confesión con ocho muertos de un golpe y escandalizarse el cura, que era joven y chapetón, levantóse diciendo: «Comenzaba yo por lo menudillo, y ya pone ascos… Si de los primeros ocho hace tamaño espanto, ni yo soy para su reverencia ni su reverencia es para mí»… Y al insistirle el sacerdote, remató: «Quédese con Dios, padre, que anteayer lo hicieron cura, y ya quiere confesar a un hombre que ha matado a medio mundo».
El caso es que tornáronse a barajar los naipes mientras el agustino y los otros se dirigían a la puerta. Y cuando estaban a medio camino, Ganzúa recordó algo y los llamó.
—Una cosa, señor escribano. El mes pasado, cuando le anudaron el gaznate a mi compadre Lucas Ortega, uno de los escalones del patíbulo estaba flojo, y Lucas estuvo a punto de caerse cuando subía… A mí me da lo mismo, pero háganme la merced de componerlo para quien venga después, porque no todos tienen mi cuajo.
—Tomo nota —lo tranquilizó el escribano.
—Pues no digo más.
Retiráronse los de la Justicia y el fraile, y prosiguieron el rentoy y el vino mientras Ginesillo el Lindo volvía a tañer su guitarra:
Mató a su padre y su madre
y a su hermanito mayor,
dos hermanas que tenía
puso al oficio trotón.
Y en Sevilla, al árbol seco
le anudaron el tragar
porque le afufó la vida
a unos cuantos nada más.
Caían los naipes sobre la mesa, a la luz grasienta de las candelas de sebo. Bebían y jugaban los valientes, solemnes, velando al camarada con mucho pardiez, a fe mía y yo lo digo.
—No ha sido una mala vida —dijo de pronto el jaque, pensativo—. Perra, pero no mala.
Por la ventana llegaron las campanadas cercanas de San Salvador. Respetuoso, Ginesillo el Lindo cesó en la canción y la música. Todos, incluido Ganzúa, se descubrieron, interrumpiendo el juego para persignarse en silencio. Era la hora de las Ánimas.
El día siguiente amaneció con un cielo como para que lo pintara Diego Velázquez, y en la plaza de San Francisco Nicasio Ganzúa subió al patíbulo con mucha flema. Acudí a verlo con Alatriste y algunos compañeros de la noche, con tiempo para coger sitio, porque la plaza estaba de bote en bote desde la embocadura de Sierpes a las Gradas, con gente agolpada alrededor del tablado y en los balcones, y se decía que hasta en una ventana con celosías de la Audiencia estaban los reyes mirando. En todo caso, allí había lo mismo gente del pueblo que personas principales; y los sitios mejores, alquilados, rebosaban con mucho relumbre de calidad, mantellinas y sayas de buenas telas las damas, y paños finos, fieltros con plumas y cadenas doradas los caballeros. Entre la muchedumbre de abajo se contaba el natural número de ociosos, pícaros y maleantes, y los diestros en la esgrima de Cortadillo hacían su agosto metiendo el dos de bastos en las faltriqueras ajenas para sacar el as de oros. Se nos juntó entre la gente Don Francisco de Quevedo, que seguía el espectáculo con vivísimo interés porque, según dijo, estaba a punto de sacar su Vida del buscón llamado Don Pablos; y para cierto pasaje que en él tenía a medio escribir aquel lance iba que ni pintado.
—No siempre se inspira uno en Séneca y Tácito —dijo, acomodándose los anteojos para ver mejor.
A Ganzúa debían de haberle contado lo de los reyes, porque cuando lo sacaron de la cárcel vestido con el sayo, maniatado y a lomos de una mula, se aderezó los bigotes llevándose las manos a la cara, y hasta saludó mirando los balcones. Estaba el valentón todo repeinado, limpio, muy gallardo y tranquilo, y la resaca de la víspera apenas se le notaba en el blanco de los ojos. Al paso, cuando topaba una cara conocida entre la gente, saludaba con mucha parsimonia, como si lo llevaran de romería al prado de Santa Justa. Iba, en fin, con tanto decoro que viéndolo daban ganas de hacerse ajusticiar.
El verdugo aguardaba junto al garrote. Cuando Ganzúa subió muy sosegado los escalones del patíbulo —el escalón seguía suelto, y eso le valió al escribano, que andaba por allí, una mirada severa del jaque—, todo el mundo se hizo lenguas de sus buenas maneras y de sus hígados. Saludó con un gesto a los camaradas y a la Aliviosa, confortada en primera fila por una docena de rufianes, y que lloraba con mucho duelo pero alabándose, eso sí, de lo bien plantado que iba su hombre camino de lo que iba; y luego se dejó predicar un poco por el agustino de la noche anterior, asintiendo con la cabeza, solemne, cuando el fraile decía alguna cosa bien dicha o de su agrado. Se impacientaba un poco el verdugo, con mal semblante, a lo que díjole Ganzúa: «Luego estoy con vuaced y no meta prisa, que ni se va el mundo ni nos corren moros». Rezó luego su Credo de pé a pá con buena voz y sin una nota en falso, besó la cruz con mucho garbo, y le pidió al verdugo que hiciera la merced de limpiarle luego el mostacho de babas y ponerle la caperuza bien arriscada y derecha, por no dar mala estampa. Y cuando el otro dijo la fórmula habitual de «perdóneme hermano, que sólo hago mi oficio», le contestó que estaba perdonado de allí a Lima, pero que lo hiciera de perlas porque en la otra vida veríanse de nuevo las caras, y a esas alturas a él iban a darle igual ocho que ochenta. Sentóse luego sin parpadear ni hacer visajes cuando le pusieron el garrote en el pescuezo, el aire como aburrido; atusóse por última vez los bigotes, y a la segunda vuelta de cordel se quedó tan sereno y bien compuesto que no había más que pedir. No parecía sino que estuviera pensando.