V. EL DESAFÍO

Las columnas de Hércules, altas de dos alabardas y recortadas en la claridad lunar, destacaban frente a la Alameda. Las copas de los olmos se extendían detrás hasta perderse de vista, oscureciendo la noche bajo sus enramadas. A esa hora no paseaban carruajes con damas elegantes, ni los caballeros sevillanos hacían caracolear sus caballos entre los setos, las fuentes y los estanques. Sólo se oía el sonido del agua en los caños, y a veces, en la distancia, un perro aullaba inquieto hacia la Cruz del Rodeo.

Me detuve junto a una de las gruesas columnas de piedra y escuché, contenido el aliento. Tenía la boca tan seca como si la hubiesen espolvoreado con arena, y los pulsos me latían con tal fuerza en las muñecas y las sienes, que si en ese momento hubieran abierto mi corazón, no habrían hallado dentro una gota. Observando con aprensión la Alameda, aparté el herreruelo de bayeta que llevaba sobre los hombros, para desembarazar la empuñadura de la espada metida en el cinto de cuero. Su peso, junto al de la daga, me aportaba un singular consuelo en aquella soledad. Luego fui repasando las presillas del coleto de piel de búfalo que me cubría el torso. Era del capitán Alatriste, y lo había sacado con mucho sigilo aprovechando que él estaba abajo con Don Francisco de Quevedo y con Sebastián Copons, y que los tres cenaban, bebían y hablaban de Flandes. Había fingido una indisposición retirándome pronto para hacer los preparativos que tenía ingeniados tras pasar todo el día discurriendo. De ese modo me lavé bien la cara y el pelo, poniéndome una camisa limpia por si al acabar la jornada algún trozo de esa camisa terminaba dentro de mi carne. El coleto del capitán me venía grande, así que colmé la diferencia colocando debajo mi viejo juboncillo de mochilero, relleno de estopa. Completé el atavío con unas remendadas calzas de gamuza que habían sobrevivido al sitio de Breda —buenas para proteger los muslos de posibles cuchilladas—, borceguíes de suela de esparto, polainas y montera. No era traza aquella de galantear damas, pensé mirándome en el reflejo de una olla de cobre. Pero más vale parecer un rufián vivo que terminar siendo un lindo muerto.

Había salido con mucho tiento, el coleto y la espada disimulados en el herreruelo. Sólo Don Francisco me había visto de lejos un momento, dirigiéndome una sonrisa mientras proseguía la charla con el capitán y Copons, que por suerte se hallaban de espaldas a la puerta. Una vez en la calle me aderecé de modo conveniente mientras caminaba hasta la plaza de San Francisco; y de allí, esquivando las vías más transitadas, seguí lo mejor que pude las inmediaciones de la calle de las Sierpes y la del Puerco hasta desembocar en la desierta Alameda.

Aunque no tan desierta, después de todo. Una mula relinchó bajo los olmos. Busqué, sobrecogido, y cuando mis ojos se acostumbraron a la oscuridad del bosquecillo, advertí la forma de un coche detenido junto a una de las fuentes de piedra. Anduve muy cauto, la mano en el puño de la espada, hasta percibir la amortiguada claridad de un farol tapado que iluminaba el interior del carruaje. Y paso a paso, cada vez más despacio, llegué junto al estribo.

—Buenas noches, soldado.

Aquella voz me privó de la mía e hizo que temblase la mano que apoyaba en el puño de la espada. Quizá no era una trampa, después de todo. Quizá era cierto que ella me amaba y que estaba allí, aguardándome según su promesa. Había una sombra masculina arriba, en el pescante, y otra en la trasera del coche: dos criados silenciosos velaban por la menina de la reina.

—Celebro comprobar que no sois un cobarde —susurró Angélica.

Me quité la montera. La luz del farol tapado apenas permitía distinguir los contornos en la penumbra, pero bastaba para alumbrar el tapizado interior, los reflejos de oro en sus cabellos, el raso del vestido cuando se movía en el asiento. Abandoné toda precaución. La portezuela estaba abierta, y fui a apoyarme en el estribo. Un perfume delicioso me envolvió como una caricia. Ese aroma, pensé, lo lleva ella sobre la piel, y la dicha de aspirarlo merece aventurar la vida.

—¿Venís solo?

—Sí.

Hubo un largo silencio. Cuando habló de nuevo, su tono parecía admirado.

—Sois muy estúpido —dijo— o sois muy hidalgo.

Callé. Era demasiado feliz para estropear ese momento con palabras. La penumbra permitía adivinar el reflejo de sus ojos. Seguía mirándome sin decir nada. Yo rozaba el raso de su falda.

—Dijisteis que me amabais —murmuré por fin.

Hubo otro larguísimo silencio, interrumpido por el relincho impaciente de las mulas. Oí cómo el cochero se agitaba en el pescante, serenándolas con un chasquido de las riendas. El postillón de la trasera seguía siendo un borrón inmóvil.

—¿Eso dije?

Quedó callada un instante, cual si realmente hiciera memoria de lo conversado por la mañana, en los Alcázares.

—Tal vez sea cierto —concluyó.

—Yo os amo a vos —declaré.

—¿Por eso estáis aquí?

—Sí.

Inclinaba su rostro hacia el mío. Juro por Dios que podía sentir el roce de sus cabellos en mi cara.

—En tal caso —susurró— eso merece su recompensa.

Posó una mano en mi cara con dulzura infinita, y de pronto sentí sus labios oprimir los míos. Los tuve en la boca, suaves y frescos, por un momento. Luego ella se retiró al fondo del coche.

—Es sólo un adelanto de mi deuda —dijo—. Si sois capaz de manteneros vivo, podréis reclamar el resto.

Dio una orden al cochero y éste hizo chasquear el látigo. El carruaje se puso en marcha, alejándose. Y yo me quedé estupefacto, la montera en una mano, los dedos de la otra tocando incrédulos la boca que Angélica de Alquézar había besado. El universo giraba enloquecido en torno a mi cabeza, y tardé un rato largo en recobrar la cordura.

Entonces miré alrededor y vi las sombras.

Salían de la oscuridad, entre los árboles. Siete bultos oscuros, hombres embozados con capas y sombreros. Se acercaron tan despacio como si dispusieran de todo el tiempo del mundo, y yo sentí que bajo el coleto de búfalo se me erizaba la piel.

—Voto a Dios, que sólo es el rapaz —dijo una voz.

Esta vez no hacía tirurí-ta-ta, pero reconocí en el acto su metal chirriante, ronco y roto. Provenía de la sombra más cercana, que me pareció muy alta y muy negra. Todos se habían detenido a mi alrededor, cual si no supieran qué hacer conmigo.

—Tanta red —añadió la voz— para pescar una sardina.

Aquel desdén obró la virtud de calentar mi sangre y devolverme el aplomo. El pánico que empezaba a invadirme desapareció de golpe. Tal vez aquellos embozados no sabían qué hacer con la sardina, pero ésta llevaba todo el día entre cavilaciones, preparándose por si ocurría exactamente lo que acababa de ocurrir. Cualquier desenlace, incluso el peor de ellos, había sido pesado, sopesado y asumido cien veces en mi imaginación, y yo estaba listo. Sólo me habría gustado disponer de tiempo para un acto de contricción en regla, mas para eso no quedaba espacio. Así que solté el fiador del herreruelo, inspiré profundamente, me persigné y saqué la espada. Lástima, pensaba entristecido, que el capitán Alatriste no pueda verme ahora. Le habría gustado saber que el hijo de su amigo Lope Balboa también sabe morir.

—Vaya —dijo Malatesta.

Su comentario se quebró en un sobresalto cuando afirmé los pies y le tiré una estocada que le pasó la capa, y no se lo llevó a él por delante a cuenta de una pulgada. Saltó atrás para esquivarme, y todavía pude largarle otra cuchillada de revés, con los filos, antes de que empuñara su espada. Salió ésta con siniestro siseo de la vaina, y vi relucir su hoja mientras el italiano tomaba distancia para darse tiempo a soltar la capa y afirmarse en guardia. Sintiendo que se me escapaba entre los dedos la última oportunidad, metí pies con decisión, cerrándole de nuevo; y a punto de perder la compostura, pero todavía dueño de mí, alcé el brazo con violencia para asestarle un golpe falso a la cabeza, pasé al otro lado, y con el mismo revés volví a donde comencé, de tajo, con tan afortunada mano que, de no llevar puesto el sombrero, mi enemigo habría despachado su alma para el infierno.

Gualterio Malatesta retrocedió dando traspiés mientras mascullaba sonoras blasfemias en italiano. Y entonces yo, cierto de que allí concluía mi ventaja, giré alrededor, la punta de la espada describiendo círculo, para dar cara a los otros que, sorprendidos al principio, habían al fin metido mano a sus herreruzas y me cercaban sin consideración ninguna. Aquello estaba visto para sentencia, tan claro como la luz del día que yo no iba a ver nunca más. Pero no era mal modo de acabar para uno de Oñate, pensé atropelladamente mientras sacaba la daga, cubriéndome también con ella en la mano zurda. Uno contra siete.

—Para mí —los detuvo Malatesta.

Venía rehecho y firme, la espada por delante, y supe que apenas me quedaban unos instantes de vida. Así que en vez de esperarlo afirmado en guardia, que era lo impuesto por la verdadera destreza, hice como que me retiraba, y de pronto me agaché a medias, saltando a matar como una liebre y buscándole el vientre. Cuando reparé al fin, mi acero no había perforado más que aire, Malatesta estaba inexplicablemente a mi espalda, y yo tenía una cuchillada en un hombro, en la juntura del coleto, por la que asomaba la estopa del juboncillo que llevaba debajo.

—Te vas como un hombre, rapaz —dijo Malatesta.

Había cólera y también admiración en su voz; pero yo había pasado aquel punto sin retorno en que huelgan las palabras, y se me daba una higa su admiración, su cólera o su desprecio. Así que me revolví sin decir nada, como había visto hacer tantas veces al capitán Alatriste: flexionadas las piernas, la daga en una mano y la espada en la otra, reservando el aliento para la última acometida. Lo que más ayuda a bien morir, le había oído decir una vez al capitán, es saber que has hecho cuanto está en tu mano para evitarlo.

Entonces, detrás de las sombras que me cercaban, sonó un pistoletazo, y el resplandor de un tiro iluminó el contorno de mis enemigos. Aún no caía uno de ellos al suelo cuando otro fogonazo alumbró la Alameda, y a su luz pude ver al capitán Alatriste, a Copons y a Don Francisco de Quevedo, que espadas en mano cerraban sobre nosotros como si salieran de las entrañas de la tierra.

Vive Cristo que fue lo que fue. La noche se volvió torbellino de cuchilladas, repicar de aceros, chispazos y gritos. Había dos cuerpos en el suelo y ocho hombres batiéndose a mi alrededor, sombras confusas que se reconocían a ratos y por la voz, y se daban estocadas entre empujones, traspiés y revuelo de capas. Afirmé mi acero en la diestra y fui sin rodeos contra el que me pareció más próximo; y en aquella confusión, con una facilidad de la que yo era el primer sorprendido, le metí muy resuelto una buena cuarta de hoja por la espalda. Clavé, desclavé, revolvióse el herido con un aullido —supe así que no era Malatesta—, y tiróme un tajo feroz que pude parar con la daga, aunque rompió las guardas de ella y me lastimó los dedos de la zurda. Fui sobre él echando atrás el brazo, la punta por delante, sentí una cuchillada en el coleto, y, sin hacer reparo, trabé su hoja entre el codo y el costado para sujetarla mientras le clavaba otra vez la espada, entrándosela bien adentro esta vez, de suerte que se fue al suelo y yo con él. Alcé la daga para acabarlo allí mismo, pero ya no se movía y su garganta soltaba el estertor rauco de quien se ahoga en su propia sangre. Así que, de rodillas sobre su pecho, desclavé el acero y volví a la pelea.

Todo estaba ahora más parejo. Copons, al que conocí por su baja estatura, estrechaba a un adversario al que oí jurar de modo atroz entre tajo y tajo, y que de pronto cambió los juramentos por gemidos de dolor. Don Francisco de Quevedo cojeaba de aquí para allá entre dos adversarios que no le daban la talla, batiéndose tan bien como solía. Y el capitán Alatriste, que había buscado a Malatesta en mitad de la refriega, se enfrentaba con éste algo más lejos, junto a una de las fuentes de piedra. El espejeo de la luna en el agua recortaba sus siluetas y sus aceros, metiendo pies y rompiendo distancia, con tretas y fintas y espantosas estocadas. Observé que el italiano había dejado a un lado su locuacidad y su maldito silbido. La noche no estaba para perder resuello en gollerías.

Una sombra se interpuso. El brazo me dolía de tanto moverlo, y empezaba a acusar la fatiga. Comenzaron a llover estocadas de punta y de tajo, y retrocedí cubriéndome lo mejor que supe, que no fue malo. Mi recelo era dar con los pies en uno de los estanques que yo sabía cerca y a mi espalda, aunque siempre era más saludable un remojón que una mojada. Pero me vi desembarazado del dilema cuando Sebastián Copons, libre de su adversario, se vino sobre el mío, obligándolo a atender dos frentes a la vez. El aragonés se batía como una máquina, estrechando al otro y forzándolo a prestarle más atención que a mí. Eso me resolvió a deslizarme a su costado e intentar acuchillarlo con el siguiente golpe de Copons. E iba a hacerlo, cuando por el hospital del Amor de Dios, más allá de las columnas de piedra, asomaron luces y voces de ténganse a fe, ténganse a la Justicia del Rey.

—¡Gurullada habemos! —masculló Quevedo entre dos estocadas.

El primero que puso pies en polvorosa fue el acosado por Copons y por mí, y en un ite misa est también Don Francisco se vio solo. De los contrarios quedaban tres en el suelo, y un cuarto se alejaba gimiendo dolorido, arrastrándose entre los arbustos. Fuimos hacia el capitán, y al llegar junto a la fuente lo vimos inmóvil, el acero todavía en la mano, mirando las sombras por donde se había desvanecido Gualterio Malatesta.

—Vámonos —dijo Quevedo.

Las luces y las voces de los alguaciles estaban cada vez más cerca. Seguían apellidando al Rey y a la Justicia; pero venían sin prisas, recelando de malos encuentros.

—¿E Íñigo? —preguntó el capitán, aún vuelto hacia donde había huido su enemigo.

—Íñigo está bien.

Fue entonces cuando Alatriste se giró a mirarme. Creí advertir sus ojos fijos en mí con el tenue resplandor de la luna.

—Nunca más hagas eso —dijo.

Juré que nunca más lo haría. Luego recogimos nuestros sombreros y capas, y echamos a correr bajo los olmos.

Han pasado muchos años desde entonces. Con el tiempo, cada vez que vuelvo a Sevilla encamino mis pasos a aquella Alameda —que permanece casi igual a como la conocí—, y allí me dejo, una y otra vez, envolver por los recuerdos. Hay lugares que marcan la geografía de la vida de un hombre; y ése fue uno de ellos, como lo fueron el portillo de las Ánimas, las cárceles de Toledo, las llanuras de Breda o los campos de Rocroi. Entre todos, la Alameda de Hércules ocupa un lugar especial. Sin advertirlo, yo había cuajado en Flandes; pero no lo supe hasta aquella noche, en Sevilla, cuando me vi solo frente al italiano y sus esbirros, empuñando una espada. Angélica de Alquézar y Gualterio Malatesta, sin proponérselo, me hicieron la merced de que tomara conciencia de eso. Y de tal modo aprendí que es fácil batirse cuando están cerca los camaradas, o cuando te observan los ojos de la mujer a la que amas, dándote vigor y coraje. Lo difícil es pelear solo en la oscuridad, sin más testigo que tu honra y tu conciencia. Sin premio y sin esperanza.

Ha sido un largo camino, pardiez. Todos los personajes de esta historia, el capitán, Quevedo, Gualterio Malatesta, Angélica de Alquézar, murieron hace mucho; y sólo en estas páginas puedo hacerlos vivir de nuevo, recobrándolos tal y como fueron. Sus sombras, entrañables unas y destestadas otras, permanecen intactas en mi memoria, con aquella época bronca, violenta y fascinante que para mí será siempre la España de mi mocedad, y la España del capitán Alatriste. Ahora tengo el pelo gris, y una memoria tan agridulce como lo es toda memoria lúcida, y comparto el singular cansancio que todos ellos parecían arrastrar consigo. Con el paso de los años también yo aprendí que la lucidez se paga con la desesperanza, y que la vida del español fue siempre un lento camino hacia ninguna parte. Recorriendo mi espacio de ese camino perdí muchas cosas, y gané algunas otras. Ahora, en este viaje que para mí sigue siendo interminable —a veces rozo la sospecha de que Íñigo Balboa no morirá nunca—, poseo la resignación de los recuerdos y los silencios. Y al fin comprendo por qué todos los héroes que admiré en aquel tiempo eran héroes cansados.

Apenas dormí esa noche. Tumbado en mi jergón, oía la respiración pausada del capitán mientras veía la luna ocultarse en un ángulo de la ventana abierta. La frente me ardía como si tuviera cuartanas, y el sudor empapaba las sábanas alrededor de mi cuerpo. De la mancebía cercana llegaba a veces una risa de mujer o las notas sueltas de una guitarra.

Destemplado, incapaz de conciliar el sueño, me levanté descalzo y fui hasta la ventana, acodándome en el alféizar. La luna daba a los tejados una apariencia irreal, y la ropa tendida en las terrazas pendía inmóvil como blancos sudarios. Naturalmente, pensaba en Angélica.

No oí al capitán Alatriste hasta que estuvo a mi lado. Iba en camisa, descalzo como yo. Se quedó también mirando la noche sin decir nada, y observé de soslayo su nariz aquilina, los ojos claros absortos en la extraña luz de afuera, el frondoso mostacho que acentuaba su perfil formidable de soldado.

—Ella es fiel a los suyos —dijo al fin.

Ese ella en su boca me hizo estremecer. Luego asentí sin decir palabra. Con mis pocos años, habría discutido cualquier concepto sobre el particular, pero no aquel, tan inesperado. Yo podía comprender eso.

—Es natural —añadió.

No supe si se refería a Angélica o a mis propios y encontrados sentimientos. De pronto sentí una desazón que me subía por el pecho. Una extraña congoja.

—La amo —murmuré.

Tuve una intensa vergüenza apenas lo dije. Pero el capitán ni se burló de mí, ni hizo comentarios ociosos. Permanecía inmóvil, contemplando la noche.

—Todos amamos alguna vez —dijo—. O varias veces.

—¿Varias?

Mi pregunta pareció cogerlo a contrapié. Calló un momento, cual si considerase que era su obligación añadir algo más, pero no supiera muy bien qué. Carraspeó. Lo notaba moverse cerca, incómodo.

—Un día deja de ocurrir —añadió al fin—. Eso es todo.

—Yo la amaré siempre.

El capitán tardó un instante en responder.

—Claro —dijo.

Se quedó un rato callado y luego lo repitió en voz muy baja:

—Claro.

Sentí que alzaba la mano para ponérmela en el hombro, del mismo modo que había ocurrido en Flandes el día que Sebastián Copons degolló al holandés herido tras el combate del molino Ruyter. Pero esta vez dejó sin acabar el gesto.

—Tu padre…

También dejó esa frase en el aire, sin concluirla. Tal vez, pensé, buscaba decirme que a Lope Balboa, su amigo, le habría gustado verme aquella noche espada y daga en mano, solo frente a siete hombres, con dieciséis años apenas cumplidos. O escuchar a su hijo diciendo que estaba enamorado de una mujer.

—Estuviste bien antes, en la Alameda.

Me sonrojé de orgullo. En boca del capitán Alastriste, aquellas palabras valían el rescate de un genovés. El cubríos de un Rey.

—Sabía que era una trampa —dije.

Por nada del mundo estaba dispuesto a que creyera que había ido a meterme en la celada como un mochilero pardillo. El capitán movió la cabeza, tranquilizándome.

—Sé que lo sabías. Y sé que la trampa no era para ti.

—Angélica de Alquézar —dije, con cuanta firmeza pude— sólo es asunto mío.

Ahora se quedó callado mucho rato. Yo miraba por la ventana, el aire obstinado, y el capitán me observaba en silencio.

—Claro —volvió a decir al fin.

Las escenas recientes de aquella jornada se agolpaban en mi cabeza. Me toqué la boca, donde ella había apoyado sus labios. Podrás cobrar el resto de la deuda, había dicho. Si sobrevives. Luego palidecí al recordar las siete sombras saliendo de la oscuridad, bajo los árboles. Aún me dolía el hombro de la cuchillada que habían parado el coleto del capitán y mi juboncillo de estopa.

—Algún día —murmuré, casi pensando en voz alta— mataré a Gualterio Malatesta.

Oí reír a mi lado al capitán. No había burla de por medio, ni desdén por mi arrogancia de mozo. Era una risa contenida, en voz baja. Afectuosa y suave.

—Es posible —dijo—. Pero antes debo intentar matarlo yo.

Al día siguiente plantamos nuestra bandera imaginaria y empezamos la recluta. Lo hicimos sin enseñas ni redoble de cajas ni sargentos, sino con la mayor discreción del mundo. Y para el tipo de gente que el lance requería, Sevilla era lugar que ni pintado. Si hacemos cuenta que del hombre el primer padre fue ladrón, la primera madre mentirosa y el primer hijo asesino —¿qué hay ahora que antes no hubo?—, todo ello se confirmaba en aquella ciudad rica y turbulenta, donde de los diez mandamientos, el que no se quebrantaba era hendido a cuchilladas. Allí, en tabernas, mancebías y garitos, en el corral de los Naranjos de la Iglesia Mayor y en la misma cárcel real, que era con justo título capital del hampa de las Españas, abundaban los tratantes en pescuezos y mercaderes de estocadas; lo que resultaba cosa natural en una urbe poblada de gentilhombres de fortuna, hidalgos de rapiña y caballeros que vivían del milagro sin cuidado de abril ni recelo de mayo, profesos en la regla de Monipodio, donde jueces y alguaciles se acallaban con mordaza de plata. Un aula magna, en fin, de los mayores bellacos que Dios crió, llena de iglesias para acogerse en sagrado, donde se mataba al fiado por un ochavo, por una mujer o por una palabra.

Quien vio a Gonzalo Xeniz,

y a Gayoso y a Ahumada,

hendedores de personas

y pautadores de caras…

La cuestión era que en una Sevilla de aquella España donde todo se llevaba con fieros y poca vergüenza, entre tanto matarife profeso no pocos lo eran de boquilla, de esos mancebos de la carda que menudeaban en juramentos de valentía, y entre brindis y brindis despachaban de parola a veinte o treinta a caballo; voceadores de hombres que no mataron y de guerras donde no sirvieron, que alardeaban de liquidar lo mismo al natural que de cuchillada o de tajo, pavoneándose con sombreros injertos de guardasol, coletos de ante, zambos de piernas, mirar negro, barbas de gancho y bigotazos como gavilanes de daga, pero que a la hora de la verdad no eran capaces de afufar entre veinte a un corchete metido en uvas, y se derrotaban en el potro a la primera vuelta de cordel. De manera que resultaba preciso conocer el paño, como lo conocía el capitán Alatriste, para no dejarse encandilar por la flor de tanta sota de espadas. Así empezó la leva fiado en su buen ojo, por las tabernas del barrio de La Heria y de Triana, a la busca de viejos conocidos con pronta mano y poca lengua, bravos de verdad y no de entremés de comedia; de esos que mataban sin dar tiempo a confesión, para que no terciase soplo a la Justicia. Y que, puestos a las ansias del digan cuántos, apretados por el verdugo, daban por fiadores su garganta o sus espaldas, tornábanse mudos salvo para decir nones o Iglesia me llamo, y no daban información ni para recibir un hábito de Calatrava:

Maestro era de esgrima Alonso Fierro,

de espada y daga y diestro a maravilla;

rebanaba pescuezos en Sevilla

tarifando a doblón por cada entierro.

Precisamente en lo de llamarse a iglesia, o antana, para quedar a salvo de la Justicia, Sevilla contaba con el más famoso refugio del mundo en el corral de los Naranjos de la catedral, cuyo renombre y utilidad quedan meridianos con aquello otro de:

Salí de Córdoba huyendo,

llegué a Sevilla cansado.

Híceme allí jardinero

del corral de los Naranjos.

Era el patio de la Iglesia Mayor el de la antigua mezquita árabe, del mismo modo que la torre de la Giralda correspondía al antiguo minarete de los moros. Espacioso y ameno por su fuente central y los naranjos que lo poblaban y le daban nombre, el famoso corral se abría por su puerta principal al embaldosado de mármol que, cerrado con cadenas, se alzaba en gradas alrededor del templo, y que durante el día era lugar de paseo para la vida ociosa y malandrina, y mentidero de la ciudad al modo de las gradas de San Felipe de Madrid. El corral, por su carácter de recinto sagrado, era lugar elegido como asilo por rufianes, valentones y malhechores retraídos de la Justicia, que allí hacían vida libre campando a sus anchas, visitados por sus coimas y camaradas tanto de día como de noche, y no aventurándose por la ciudad los más reclamados sino en cuadrilla numerosa, de manera que ni los mismos alguaciles osaban hacerles frente. El lugar fue descrito por las plumas mejor cortadas de las letras españolas, desde el gran Don Miguel de Cervantes al mismo Don Francisco de Quevedo; así que excuso abundar en la materia. No hay novela de pícaros, relación de soldado ni jácara que no mencione Sevilla y el corral de los Naranjos. Sólo traten de imaginar vuestras mercedes el ambiente que se barajaba en ese lugar legendario, tan próximo a las Alcaicerías y a la Lonja, con los retraídos, y el mundo del hampa que allí se amontonaba como chinches en costura.

Acompañé al capitán en su recluta, y nos llegamos al corral de día y con buena luz, cuando era fácil reconocer las caras. En las gradas de la entrada principal latía el pulso de aquella Sevilla variopinta y a ratos feroz. A esa hora las gradas hormigueaban de ociosos, mercaderes de baratillo, paseantes, pícaros, tapadas de medio ojo, niñas del agarro encubiertas con vieja y pajecillo, murciadores diestros en la presa, mendigos y oficiales de la hoja. Entre la gente, un ciego vendía pliegos de cordel voceando la relación de la muerte de Escamilla:

Era el bravo Escamilla

prez y honra de Sevilla…

Media docena de valentones congregados bajo el arco de la puerta principal asentían aprobadores al oír los turbulentos detalles sobre el legendario matachín, nata de la jácara local. Pasamos junto a ellos al entrar al patio, y no se me escapó la mirada curiosa que el grupo dirigió al capitán Alatriste. En el interior, la sombra de los naranjos y la amena fuente cobijaban a una treintena de prójimos calcados a los de la puerta. Era aquélla lonja de aceros donde se descartaban hombres de palabra y se daban pólizas de vida al quitar. Allí, el que menos estaba retraído por abrirle a alguien una zanja de a palmo en la cara, o por aliviar almas de su corrupta materia. Cargaban más hierro que un espadero toledano, y todo eran coletos de cordobán, botas vueltas y sombreros de mucha falda, bigotazos y andares zambos. Por lo demás parecía campamento de gitanos, con fueguecillos para calentar pucheros, mantas por el suelo, hatillos, esteras donde dormitaban algunos, y un par de tablas de juego, una de naipes y otra de Juan Tarafe, donde varios menudeaban de un jarro mientras se jugaban hasta el alma que ya tenían empeñada al diablo cuando los destetaron. Algunos rufos se hallaban en estrecha conversación con sus hembras, jóvenes unas y otras no tanto, pero todas cortadas por el patrón del medio manto, carihartas y gananciosas que allí daban razón de los reales ganados con tantos trabajos por las esquinas sevillanas.

Alatriste se detuvo junto a la fuente y echó un vistazo. Yo estaba tras él, fascinado por cuanto veía. Una daifa de aire bravo, con el manto terciado al hombro como para acuchillar, lo saludó de buen mozo con desenfado y desvergüenza; y al oírla, dos jaques que tiraban los dados en una de las tablas se levantaron despacio, mirándonos atravesados. Vestían de natural a lo valentón, con cuellos muy abiertos de valona, medias de color y tahalís de un palmo de ancho con descomunales herreruzas. El más joven llevaba un pistolete en lugar de daga y una rodela de corcho colgada de la pretina.

—¿En qué podemos servir a vuacé? —preguntó uno.

El capitán los encaraba muy tranquilo, los pulgares en el cinto, el sombrero arriscado sobre la cara.

—Vuestras mercedes, en nada —dijo—. Busco a un amigo.

—A lo mejor lo conocemos —dijo el otro jaque.

—Puede —repuso el capitán, y dio una ojeada en torno.

Los dos fulanos se miraron el uno al otro. Un tercero que rondaba cerca se aproximó, curioso. Observé de reojo al capitán, pero lo vi muy frío y muy sereno. Aquel era también su mundo, a fin de cuentas. Tocaba la cuerda como el que más.

—A lo mejor vuacé desea… —empezó a decir uno.

Sin hacerle más caso, Alatriste siguió adelante. Le fui detrás sin perder de vista a los rufos, que cuchicheaban en voz baja decidiendo si aquello era desaire, y si como tal convenía darle o no a mi amo unas pocas puñaladas por la espalda. No debieron ponerse de acuerdo, pues así quedó la cosa. El capitán miraba ahora hacia un grupo sentado a la sombra junto al muro, donde tres hombres y dos mujeres parecían en animada conversación echándole tientos a una bota de cuero de por lo menos dos arrobas. Entonces vi que sonreía.

Se acercó al grupo, y fui con él. Según nos veían llegar fueron cesando los otros en su conversación, el aire receloso. Uno de los bravos era muy moreno de tez y pelo, con enormes patillas que le llegaban hasta las quijadas. Tenía un par de marcas en la cara que no eran precisamente de nacimiento, y manos gordas de uñas negras y remachadas. Vestía de mucho cuero, con una espada ancha y corta a modo de las del perrillo, y adornaba sus gregüescos de lienzo basto con unos insólitos lazos verdes y amarillos. Se quedó mirando a mi amo según éste llegaba, sentado como estaba, a la mitad de unas palabras.

—Que me cuelguen en la ele de palo —dijo al fin, boquiabierto—si no es el capitán Alatriste.

—Lo que me extraña, señor Don Juan Jaqueta, es que no os hayan colgado todavía.

El bravo soltó dos blasfemias y una carcajada y se puso en pie sacudiéndose los calzones.

—¿De dónde sale vuesa merced? —preguntó, estrechando la mano que el capitán le tendía.

—De por ahí.

—¿También andáis retraído?

—De visita.

—Por la sangre de Cristo, que me huelgo de veros.

Requirió alegremente el tal Jaqueta el cuero de vino a sus compadres, corrió éste como era debido, e incluso yo caté mi parte. Tras cambiar recuerdos de amigos comunes y algún lance compartido —supe así que el bravonel había sido soldado en Nápoles, y no de los malos, y que el propio Alatriste había estado acogido en ese mismo corral tiempo atrás—, nos alejamos un poco aparte. Sin rodeos, el capitán le dijo al otro que había un asunto para él. De lo suyo y con oro por delante.

—¿Aquí?

—En Sanlúcar.

Desolado, el bravo hizo un gesto de impotencia.

—Si fuera algo fácil y de noche, no hay problema —explicó—. Pero no puedo pasearme mucho, porque hace una semana le di una hurgonada a un mercader, cuñado de un canónigo de la catedral, y tengo a la gura encima.

—Eso puede arreglarse.

Jaqueta miró a mi amo con mucha atención.

—Rediós. Ni que tuvieseis bula del arzobispo.

—Tengo algo mejor —el capitán se palpó el jubón—. Un documento que me autoriza a reclutar amigos poniéndolos en salvo de la Justicia.

—¿Así, por las buenas?

—Como os lo cuento.

—No os va mal, por lo que veo —la atención del jaque se había trocado en respeto—… El negocio es de mover las manos, imagino.

—Imagináis bien.

—¿Vuesa merced y yo?

—Y algunos más.

El bravo se rascaba las patillas. Dirigió una ojeada hacia el corro de sus compadres y bajó la voz.

—¿Hay pecunia?

—Mucha.

—¿Con señal?

—Cinco piezas de a dos caras.

Silbó el otro entre dientes, admirado.

—Vive Dios que me acomoda; porque los precios de nuestro oficio, señor capitán, están por los suelos… Ayer mismo vino a verme alguien que pretendía una mojada al querido de su legítima por sólo treinta ducados… ¿Qué os parece?

—Una vergüenza.

—Y que lo digáis —el valentón se contoneaba, el puño en la cadera, muy puesto en bravo—. Así que le respondí que por esa tarifa lo más que cuadraba era un tajo de diez puntos en la cara, o como mucho de doce… Discutimos, no hubo arreglo, y a pique estuve de darle el hurgón al cliente, pero gratis.

Alatriste miraba alrededor.

—Para lo nuestro necesito gente de fiar… No matachines de pastel, sino espadas de las buenas. Poco amigos de cantarle coplas a un escribano.

Jaqueta movió afirmativo la cabeza, el aire entendido.

—¿Cuántos?

—Me cuadra la docena larga.

—Negocio grande, parece.

—No pretenderá vuestra merced que busque semejante jábega de marrajos para acuchillar a una vieja.

—Me hago cargo… ¿Hay mucho riesgo?

—Razonable.

El bravo arrugaba la frente, pensativo.

—Aquí casi todo es carroña —dijo—. La mayor parte sólo vale para desorejar mancos o darle cintarazos a sus hembras cuanto traen cuatro reales menos de jornal —señaló con disimulo a uno de su grupo—… Ése de ahí nos puede valer. Se llama Sangonera y también fue soldado. Crudo, con buena mano y mejores pies… También conozco a un mulato que está acogido en San Salvador: un tal Campuzano, fuerte y muy discreto, al que hace seis meses quisieron colocarle una muerte, que por cierto era suya y de algún otro, y aguantó cuatro tratos de cuerda como un hidalgo, porque es de los que saben que cualquier desliz de la lengua lo paga la gorja.

—Sabia prudencia —apuntó Alatriste.

—Además —prosiguió Jaqueta, filosófico—, las mismas letras tiene un no que un sí.

—Las mismas.

Alatriste miró al del corrillo sentado junto al muro. Reflexionaba.

—Valga por el tal Sangonera —dijo al cabo— si vuestra merced lo avala y a mí me convence su conversación… También le echaré un ojo al mulato, pero necesito más gente.

Jaqueta puso cara de hacer memoria.

—Hay algunos buenos camaradas más por Sevilla, como Ginesillo el Lindo o Guzmán Ramírez, que son gente de mucho cuajo… De Ginesillo os acordaréis seguro, porque despachó a un corchete que lo llamó puto en público hará cosa de diez o quince años, estando aquí vuesa merced.

—Me acuerdo del Lindo —confirmó Alatriste.

—Pues recordaréis también que se comió tres ansias sin pestañear ni dar el bramo.

—Es raro que aún no lo hayan asado, como suelen.

Jaqueta se echó a reír.

—Amén de mudo se ha vuelto muy peligroso, y no hay zarza con hígados para ponerle la mano encima… No sé dónde vive, pero seguro que estará velando esta noche a Nicasio Ganzúa en la cárcel real.

—No conozco al dicho Ganzúa.

En pocas palabras, Jaqueta puso al capitán al corriente. Ganzúa era uno de los más famosos bravos de Sevilla, terror de porquerones y lustre de tabernas, garitos y mancebías. Yendo por una calle estrecha, el coche del conde de Niebla lo había salpicado de barro. El conde iba con sus criados y con unos amigos jóvenes como él, hubo trabazón de palabras, metióse mano a las temerarias, Ganzúa despachó por la posta a un criado y a un amigo, y el de Niebla se había librado de milagro con una cuchillada en el muslo. Hubo tercio de alguaciles y corchetes, y en la instrucción, aunque Ganzúa no dijo esta boca es mía, alguien choteó un par de asuntillos más que tenía pendientes, incluido otro par de muertes y un sonado robo de alhajas en la calle Platería. Resumiendo: a Ganzúa le daban garrote al día siguiente en la plaza de San Francisco.

—Habría ido de perlas para nuestro negocio —se lamentó Jaqueta—, pero lo de mañana es cosa hecha. Ganzúa está en capilla, y esta noche lo acompañarán los camaradas para echar tajada y aliviarle el trance, como se acostumbra en tales casos. El Lindo y Ramírez le son muy afectos, así que podréis encontrarlos allí, sin duda.

—Iré a la cárcel —dijo Alatriste.

—Entonces saludad a Ganzúa de mi parte. Los deudos están para las ocasiones, y yo iría a velarlo con mucho gusto de no verme en tales trabajos —Jaqueta me examinó con mucho detenimiento—… ¿Quién es el mozo?

—Un amigo.

—Algo tierno parece —el bravo seguía estudiándome curioso, sin que le pasara inadvertida la vizcaína que yo llevaba atravesada al cinto—. ¿También anda en esto?

—A ratos.

—Bonita vaciadora, la que carga.

—Pues ahí donde lo veis, sabe usarla.

—Pronto empieza el perillán.

Prosiguió sin más novedad la conversación, de modo que todo quedó ajustado para el día siguiente, con la promesa de Alatriste de que la Justicia sería avisada y Jaqueta podría salir del corral muy a salvo. Nos despedimos así, empleando el resto de la jornada en proseguir la recluta, que nos llevó a La Heria y a Triana, y después a San Salvador, donde el mulato Campuzano —un negrazo enorme con una espada que parecía un alfanje— resultó del agrado del capitán. De ese modo, al atardecer, mi amo contaba ya con media docena de buenas firmas en su bandera: Jaqueta, Sangonera, el mulato, un murciano muy peludo y muy recomendado por la jacaranda al que decían Pencho Bullas, y dos antiguos soldados de galeras conocidos por Enríquez el Zurdo y Andresito el de los Cincuenta: este último llamado así porque una vez le habían tejido un jubón de azotes que encajó con mucho cuajo; y a la semana el sargento que recetó el rebenque fue visto muy lindamente degollado en la puerta de la Carne, sin que nadie pudiera nunca probar —suponerlo era otra cosa— quién le había tajado la gorja.

Faltaban otros tantos pares de manos; y para completar nuestra singular y bien herrada compañía, Diego Alatriste decidió acudir aquella misma noche a la vela del bravo Ganzúa, en la cárcel real. Pero eso lo contaré por lo menudo, pues aseguro a vuestras mercedes que la cárcel de Sevilla merece capítulo aparte.