Diego Alatriste aguardaba recostado en la pared, a la sombra de un zaguán de la calle del Mesón del Moro, entre macetas de geranios y albahaca. Iba sin capa, con el sombrero puesto, la espada y la daga al cinto, abierto el jubón de paño sobre una camisa bien zurcida y limpia, y ponía mucha atención en vigilar la casa del genovés Garaffa. El sitio estaba casi a las puertas de la antigua judería de Sevilla, próximo a las Descalzas y al viejo corral de comedias de Doña Elvira; y a esas horas permanecía tranquilo, con pocos transeúntes y alguna mujer que barría y regaba los portales y las plantas. En otro tiempo, cuando servía al Rey como soldado de sus galeras, Alatriste había pisado muchas veces aquel barrio sin imaginar que más adelante, cuando regresó de Italia en el año dieciséis del siglo, iba a habitarlo una larga temporada, casi toda acogido entre jaques y gente ligera de espada en el famoso corral de los Naranjos, asilo de lo más florido de la valentía y la picaresca sevillana. Como tal vez recuerden vuestras mercedes, tras la represión contra los moriscos en Valencia el capitán había pedido licencia de su tercio para alistarse como soldado en Nápoles —«puesto a degollar infieles, al menos que puedan defenderse», fueron sus razones—, permaneciendo embarcado hasta la almogavaría naval del año quince, cuando después de asolar con cinco galeras y más de un millar de camaradas la costa turca, todos regresaron a Italia con ricos botines, y él diose muy buena vida en Nápoles. Todo eso terminó como en la juventud suelen terminar tales cosas: una mujer, un tercero, una marca en la cara para la mujer, una estocada para el hombre, y Diego Alatriste fugitivo de Nápoles gracias a su vieja amistad con el capitán Don Alonso de Contreras, que lo metió bajo mano en una galera con destino a Sanlúcar y Sevilla. Y de ese modo, antes de pasar a Madrid, el antiguo soldado había acabado ganándose la vida como espadachín a sueldo en una ciudad que era Babilonia y semillero de todos los vicios, entre bravos y rufianes, viviendo de día acogido al sagrado del famoso patio de la Iglesia Mayor, y saliendo de noche a hacer su oficio donde un hombre de hígados con buen acero, si tenía la suerte y la destreza suficientes, podía ganarse el pan con mucha holgura. Bravos legendarios como Gonzalo Xeniz, Gayoso, Ahumada y el gran Pedro Vázquez de Escamilla, que sólo llamaban majestad al Rey de la baraja, ya se habían ido por la posta, descosidos a cuchilladas o muertos por enfermedad de soga —que en tales trabajos, verse añudado el gaznate era achaque contagioso—. Pero en el corral de los Naranjos y en la cárcel real, que también habitó con regular frecuencia, Alatriste había conocido a muy dignos sucesores de tan históricos rufos, expertos en mojadas, tajos y chirlos, sin que él mismo, diestro en la estocada de Gayona y en muchas otras propias de su arte, quedase corto en méritos a la hora de hacerse un nombre en tan ilustre cofradía.
Recordaba todo eso ahora, con un punto de nostalgia que tal vez no era del pasado, sino de su perdida juventud; y lo hacía a poca distancia del mismo corral de comedias de Doña Elvira, donde en aquel momento de mocedad se había aficionado a las representaciones de Lope, Tirso de Molina y otros —allí vio por vez primera El perro del hortelano y El vergonzoso en palacio—, en noches que empezaban con versos y lances fingidos sobre el tablado, y terminaban de veras entre tabernas, vino, coimas complacientes, alegres compadres y cuchilladas. Aquella Sevilla peligrosa y fascinante seguía viva, y la diferencia no había que buscarla fuera, sino dentro de él mismo. El tiempo no pasa en vano, reflexionaba apoyado a la sombra del zaguán. Y los hombres envejecen también por dentro, a medida que lo hace su corazón.
—Cagüenlostia, capitán Alatriste… Qué pequeño es el mundo.
Se volvió, desconcertado, mirando al que acababa de pronunciar su nombre. Resultaba extraño ver a Sebastián Copons tan lejos de una trinchera flamenca y en el acto de pronunciar ocho palabras seguidas. Tardó unos instantes en situarlo en el presente: el viaje por mar, la reciente despedida del aragonés en Cádiz, su licencia e intención de viajar a Sevilla, camino del norte.
—Me alegro de verte, Sebastián.
Era cierto y no lo era del todo. En realidad no se alegraba de verlo allí en ese momento; y mientras ambos se agarraban por los brazos, con sobrio afecto de viejos camaradas, miró sobre el hombro del recién llegado hacia el extremo de la calle. Por suerte Copons era de confianza. Podía quitárselo de encima sin desairarlo, seguro de que entendería. A fin de cuentas, lo bueno de un verdadero amigo era que siempre te dejaba dar las cartas sin preocuparse de la baraja.
—¿Paras en Sevilla? —preguntó.
—Algo.
Copons, pequeño, enjuto y duro como de costumbre, vestía de su natural a lo soldado, con coleto, tahalí, espada y botas. Bajo el sombrero, en la sien izquierda, asomaba la cicatriz de la brecha que el propio Alatriste le había vendado un año atrás, durante la batalla del molino Ruyter.
—Habrá que remojarlo, Diego.
—Después.
Copons lo observó con sorpresa y mucha atención, antes de volverse a medias para seguir la dirección de su mirada.
—Estás ocupado.
—Algo así.
Copons inspeccionó de nuevo la calle, buscando indicios de lo que entretenía a su camarada. Luego tocó maquinalmente el puño de la espada.
—¿Me necesitas? —preguntó con mucha flema.
—No, por ahora —la sonrisa afectuosa de Alatriste agolpaba arrugas curtidas en su cara—… Pero tal vez haya algo para ti, antes de que dejes Sevilla. ¿Te acomoda?
El aragonés encogió los hombros, estoico: el mismo gesto que cuando el capitán Bragado ordenaba entrar daga en mano en las caponeras o asaltar un baluarte holandés.
—¿Tú estás dentro?
—Sí. Y además hay sonante.
—Aunque no lo haya.
En ese momento Alatriste vio aparecer al contador Olmedilla por el extremo de la calle. Vestía de negro, como siempre, abotonado hasta la gola, con su sombrero de ala corta y su aire de funcionario anónimo que parecía directamente salido de un despacho de la Real Audiencia.
—Tengo que dejarte… Nos vemos en la hostería de Becerra.
Puso la mano en el hombro de su camarada, y despidiéndose sin más palabras abandonó el apostadero. Cruzó la calle con aire casual, para converger con el contador ante la casa de la esquina: un edificio de ladrillo, dos plantas y un zaguán discreto con reja que daba acceso al patio interior. Entraron juntos sin llamar y sin dirigirse la palabra; sólo una breve mirada de inteligencia. Alatriste, con una mano en el puño de la espada; Olmedilla, tan avinagrado el semblante como solía. Apareció un criado de edad que se limpiaba las manos en un delantal, el semblante inquisitivo y preocupado.
—Ténganse al Santo Oficio —dijo Olmedilla con toda la frialdad del mundo.
Se demudó el sirviente; que en casa de un genovés y en Sevilla, aquellas eran palabras de mucha trastienda. Así que no dijo esta boca es mía mientras Alatriste, sin apartar la mano del puño de su toledana, indicaba una habitación donde el otro entró como un lechal, dejándose maniatar, amordazar y cerrar con llave. Cuando Alatriste salió de nuevo al patio, Olmedilla aguardaba disimulado tras una enorme maceta con un helecho, las manos juntas y moviendo los pulgares con aire impaciente. Hubo otro silencioso intercambio de miradas, y los dos hombres cruzaron el patio hasta una puerta cerrada. Entonces Alatriste sacó la espada, abrió de golpe y entró en un gabinete espacioso, amueblado con una mesa, un armario, un brasero de cobre y algunas sillas de cuero. La luz de una ventana alta y enrejada, medio cubierta con postigos de celosía, dibujaba innumerables cuadritos de luz sobre la cabeza y los hombros de un individuo de mediana edad, más grueso que corpulento, vestido con bata de seda y pantuflas, que se había puesto de pie, sobresaltado. Esta vez el contador Olmedilla no apeló al Santo Oficio ni a ninguna otra cosa, limitándose a entrar en pos de Alatriste y echar un vistazo alrededor hasta detenerse, con satisfacción profesional, en el armario abierto y atestado de papeles. Un gato, pensó el capitán, se habría relamido del mismo modo a la vista de una sardina a media pulgada de sus bigotes. En cuanto al dueño de la casa, la sangre parecía habérsele retirado del rostro: el tal Jerónimo Garaffa estaba muy callado, la boca abierta con estupor, ambas manos todavía en la mesa donde ardía una palmatoria con vela para fundir lacre. Al levantarse había derramado medio tintero sobre el papel en el que escribía cuando aparecieron los intrusos. Tenía el pelo —lo usaba teñido— en una redecilla, y una bigotera sobre el mostacho engomado. Sostenía la pluma entre los dedos como si la hubiese olvidado allí, y miraba espantado la espada que el capitán Alatriste le apoyaba en la garganta.
—Así que no sabéis de qué os estamos hablando.
El contador Olmedilla, sentado tras la mesa como si estuviera en su propio despacho, alzó la vista de los papeles para ver cómo Jerónimo Garaffa movía angustiado la cabeza, aún con su redecilla puesta. El genovés estaba en una silla, maniatado al respaldo. Pese a que la temperatura era razonable, gruesas gotas de sudor le corrían desde el pelo, por las patillas y la cara que olía a gomas, colirios y ungüento de barbero.
—Le juro a vuestra merced…
Olmedilla interrumpió la protesta con un gesto seco de la mano, y volvió a sumirse en el estudio de los documentos que tenía delante. Sobre la bigotera que les daba un aire grotesco de máscara en Carnaval, los ojos de Garaffa fueron a posarse en Diego Alatriste, que escuchaba en silencio, la toledana de nuevo en la vaina, cruzados los brazos y la espalda en la pared. La expresión helada de sus ojos debió de inquietarlo todavía más que la adustez de Olmedilla, pues se volvió al contador como quien escoge el menor entre dos males sin remedio. Al cabo de un largo y opresivo silencio, el contador dejó los documentos que estudiaba, se echó hacia atrás en la silla y miró al genovés con las manos juntas ante sí, haciendo girar los pulgares. Seguía pareciendo un ratón gris de covachuela, apreció Alatriste. Pero ahora su expresión era la de un ratón que acabase de hacer una mala digestión y paladeara bilis.
—Vamos a poner las cosas claras —dijo Olmedilla, muy deliberado y muy frío—… Vuestra merced sabe de qué le estoy hablando, y nosotros sabemos que lo sabe. Todo lo demás es perder el tiempo.
El genovés tenía la boca tan seca que no pudo articular palabra hasta el tercer intento.
—Juro por Cristo Nuestro Señor —aseguró con voz ronca, cuyo acento extranjero resultaba más intenso a causa del miedo— que no sé nada de ese barco flamenco.
—Cristo no tiene nada que ver con este negocio.
—Esto es un desafuero… Exijo que la Justicia…
El último intento de Garaffa por dar firmeza a su protesta se quebró en un sollozo. Bastaba verle la cara a Diego Alatriste para comprender que la Justicia a la que se refería el genovés, la que estaba sin duda acostumbrado a comprar con lindos reales de a ocho, residía demasiado lejos de aquella habitación, y no había quien le echara un galgo.
—¿Dónde fondeará el Virgen de Regla? —volvió a preguntar Olmedilla con mucha calma.
—No sé… Virgen Santa… No sé de qué me habláis.
El contador se rascó la nariz como quien oye llover. Miraba a Alatriste de modo significativo, y éste se dijo que era en verdad la viva estampa del funcionario de aquella España austríaca, siempre minuciosa e implacable con los desdichados. Podía haber sido perfectamente un juez, un escribano, un alguacil, un abogado; cualquiera de las sabandijas que vivían y medraban al amparo de la monarquía. Guadalmedina y Quevedo habían dicho que Olmedilla era honrado, y Alatriste lo creía. Pero en cuanto al resto de su talante y actitudes, nada había de diferente, decidió, con aquella escoria de negras urracas despiadadas y avarientas que poblaban las audiencias y las procuradurías y los juzgados de las Españas, de manera que ni en sueños halláranse Luzbeles tan soberbios, ni Cacos tan ladrones, ni Tántalos tan sedientos de honores, ni hubo nunca blasfemia de infiel que se igualara a sus textos, siempre a gusto del poderoso y nefastos para el humilde. Sanguijuelas infames en quienes faltaban la caridad y el decoro, y sobraban la intemperancia, la rapiña y el fanático celo de la hipocresía; de manera que quienes debían amparar a los pobres y a los míseros, esos precisamente los despedazaban entre sus ávidas garras. Aunque el que tenían hoy entre manos no fuera precisamente el caso. Ni pobre ni mísero, se dijo. Aunque sin duda miserable.
—En fin —concluyó Olmedilla.
Ordenaba los papeles sobre la mesa sin apartar sus ojos de Alatriste, con gesto de estar ya todo dicho, al menos por su parte. Transcurrieron así unos instantes, en los que Olmedilla y el capitán siguieron observándose en silencio. Luego éste descruzó los brazos y se apartó de la pared, acercándose a Garaffa. Cuando llegó a su lado, la expresión aterrorizada del genovés era indescriptible. Alatriste se puso frente a él, inclinándose un poco hasta mirarle los ojos con mucha intensidad y mucha fijeza. Aquel individuo y lo que representaba no movían en lo más mínimo sus reservas de piedad. Bajo la redecilla, el pelo teñido del mercader dejaba regueros de sudor oscuro en su frente y a lo largo del cuello. Ahora, pese a los afeites y pomadas, olía agrio. A transpiración y a miedo.
—Jerónimo… —susurró Alatriste.
Al oír su nombre, pronunciado a tres pulgadas escasas de la cara, Garaffa se sobresaltó como si acabase de recibir una bofetada. El capitán, sin apartar el rostro, se mantuvo unos instantes inmóvil y callado, mirándolo desde esa distancia. Su mostacho casi rozaba la nariz del prisionero.
—He visto torturar a muchos hombres —dijo al fin, lentamente—. Los he visto con los brazos y las piernas descoyuntados por la mancuerda, delatando a sus propios hijos. He visto a renegados desollados vivos, suplicando entre alaridos que los mataran… En Valencia vi quemar los pies a infelices moriscos para que descubrieran el oro escondido, mientras oían los gritos de sus hijas de doce años forzadas por los soldados…
Se calló de pronto, como si hubiera podido seguir contando casos como aquellos indefinidamente, y fuera absurdo continuar. En cuanto al rostro de Garaffa, parecía que acabara de pasarle por encima la mano de la muerte. De pronto había dejado de sudar; como si bajo su piel, amarilla de terror, no quedase gota de líquido.
—Te aseguro que todos hablan tarde o temprano —concluyó el capitán—. O casi todos. A veces, si el verdugo es torpe, alguno muere antes… Pero tú no eres de ésos.
Todavía lo estuvo contemplando un poco más de ese modo, muy cerca, y luego se dirigió a la mesa. De pie frente a ella y vuelto de espaldas al prisionero, se remangó el puño y la manga de la camisa sobre el brazo izquierdo. Mientras lo hacía, su mirada se cruzó con la de Olmedilla, que lo observaba con atención, un poco desconcertado. Después cogió la palmatoria con la vela para fundir lacre y volvió junto al genovés. Al mostrársela, alzándola un poco, la luz de la llama arrancó reflejos verdigrises a sus ojos, de nuevo fijos en Garaffa. Parecían dos inmóviles placas de escarcha.
—Mira —dijo.
Le mostraba el antebrazo, donde una cicatriz delgada y larga subía entre el vello por la piel curtida, hasta el codo. Y luego, ante la nariz del espantado genovés, el capitán Alatriste acercó la llama de la vela a su propia carne desnuda. La llama crepitó entre olor a piel quemada, mientras apretaba las mandíbulas y el puño, y los tendones y músculos del antebrazo se endurecían como sarmientos de vid tallados en piedra. Frente a sus ojos, que seguían mirando glaucos e impasibles, los del genovés estaban desorbitados por el horror. Aquello duró un momento que pareció interminable. Después, con mucha flema, Alatriste dejó la palmatoria sobre la mesa, volvió a ponerse ante el prisionero y le mostró el brazo. Una atroz quemadura, del tamaño de un real de a ocho, enrojecía la piel abrasada en los bordes de la llaga.
—Jerónimo… —repitió.
Había acercado otra vez su cara a la del otro, y de nuevo le hablaba en voz baja, casi confidencial:
—Si esto me lo hago yo, imagina lo que soy capaz de hacerte a ti.
Un charco amarillento se extendía bajo las patas de la silla, piernas abajo del prisionero. Garaffa empezó a gemir y a estremecerse, y continuó así por un espacio muy largo. Al fin recobró el uso de la palabra, y entonces comenzó a hablar de un modo atropellado y prodigioso, torrencial, mientras el contador Olmedilla, diligente, mojaba la pluma en el tintero, tomando las notas oportunas. Alatriste fue a la cocina en busca de manteca, sebo o aceite para ponerse en la quemadura. Cuando regresó, vendándose el antebrazo con un lienzo limpio, Olmedilla le dirigió una mirada que en individuos de otros humores equivaldría a grande y manifiesto respeto. En cuanto a Garaffa, ajeno a todo salvo a su propio terror, continuaba hablando por los codos: nombres, lugares, fechas, bancos portugueses, oro en barras. Y siguió haciéndolo durante un buen rato.
A esa misma hora yo caminaba bajo el prolongado arco que se abre al fondo del patio de banderas, en el callejón de la antigua Aljama. Y tampoco, aunque por motivos distintos a los de Jerónimo Garaffa, a mí me quedaba gota de sangre en el cuerpo. Me detuve en el sitio indicado y puse una mano en la pared porque temí que me flaqueasen las piernas. Pero al fin y al cabo mi instinto de conservación se había desarrollado en los últimos años, de modo que, pese a todo, tuve lucidez para estudiar por lo menudo el sitio, sus dos salidas y las inquietantes puertecillas que se abrían en los muros. Rocé el mango de la daga que llevaba, como siempre, atravesada al cinto en los riñones, y luego, maquinalmente, palpé la faltriquera donde llevaba el billete que me había conducido hasta allí. Lo cierto es que era digno de cualquier lance de comedia de Tirso o de Lope:
Si aún me tenéis afecto, es momento de averiguarlo. Me holgaré de veros a las once de la mañana, en el arco de la judería.
El billete me había llegado a las nueve, con un mozo que pasó por la posada de la calle Tintores, donde yo aguardaba el regreso del capitán sentado en un poyete de la puerta, viendo pasar gente. Venía sin firma, pero el nombre de su remitente estaba tan claro como las heridas profundas que se mantenían en mi corazón y en mi memoria. Juzguen vuestras mercedes los sentimientos encontrados que me venían turbando desde que recibí ese papel, y la deliciosa angustia que guiaba mis pasos. Ahorraré entrar en detalles sobre zozobras de enamorado, que me avergonzarían a mí y causarían tedio al lector. Diré tan sólo que yo entonces tenía dieciséis años y nunca había amado a una niña, o a una mujer —tampoco después amé nunca de tal modo— como en ese tiempo amaba a Angélica de Alquézar.
Es singular, pardiez. Sabía que aquel billete no podía ser sino otro episodio del peligroso juego que Angélica llevaba conmigo desde que nos habíamos conocido frente a la taberna del Turco, en Madrid. Un juego que había estado a punto de costarme la honra y la vida, y que todavía muchas veces, con el paso de los años, me haría caminar siempre al borde del abismo, por el filo mortal de la más deliciosa navaja que una mujer fue capaz de crear para el hombre que durante toda su vida, y hasta en el momento mismo de su temprana muerte, habría de ser al tiempo su amante y su enemigo. Pero ese momento aún estaba lejos, y era el caso que allí andaba yo aquella tibia mañana de invierno, en Sevilla, con todo el vigor y la audacia de mi mocedad, acudiendo a la cita de la niña —quizá, me decía, ya no lo sea tanto— que una vez, casi tres años atrás y en la fuente del Acero, al decirle yo: «Moriría por vos», había respondido, sonriendo dulce y enigmática: «Tal vez mueras».
El arco de la Aljama estaba desierto. Dejando a la espalda la torre de la Iglesia Mayor recortada en el cielo sobre las copas de los naranjos, me interné más por él, hasta doblar el codo y asomarme al otro lado, donde el agua canturreaba en una fuente y gruesas ramas de enredadera colgaban desde las almenas de los Alcázares. Tampoco allí vi a nadie. Tal vez se trata de una burla, me dije, volviendo sobre mis pasos hasta penetrar de nuevo en la penumbra del pasadizo. Fue entonces cuando oí un ruido a mi espalda, y volví el rostro mientras llevaba la mano al puño de la daga. Una de las puertas estaba abierta, y un soldado de la guardia tudesca, fuerte y rubio, me observaba en silencio. Hizo al cabo una seña, y me acerqué con mucha prevención, recelando un mal lance. Pero el tudesco no parecía hostil. Me examinaba con curiosidad profesional, y al llegar a su altura hizo un gesto para que le entregara mi daga. Sonreía bonachón entre las enormes patillas rubias que se le juntaban al mostacho. Luego dijo algo así como komensi herein, que yo —me había hartado de ver tudescos vivos y muertos en Flandes— sabía que significaba anda, pasa dentro, o algo por el estilo. No tenía elección, de modo que le entregué la daga, y crucé la puerta.
—Hola, soldado.
Quienes conozcan el retrato de Angélica de Alquézar pintado por Diego Velázquez pueden imaginarla fácilmente con sólo unos pocos años menos. La sobrina del secretario real, menina de la reina nuestra señora, tenía cumplidos ya los quince y su belleza era mucho más que una promesa. Había madurado mucho desde la última vez que la vi: su corpiño de cordones pasados con buenas guarniciones de plata y coral, a juego con el amplio brial de brocado que el guardainfante sostenía graciosamente en torno a sus caderas, dejaba adivinar formas que antes no estaban allí. Tirabuzones rubios, como no los vio el Arauco en sus minas, seguían enmarcando los ojos azules, no desmentidos por una piel tersa y blanquísima que me pareció —en el futuro supe que así era— de la textura de la seda.
—Ha pasado mucho tiempo.
Estaba tan hermosa que dolía mirarla. En la habitación de columnas moriscas, abierta a un pequeño jardín de los Reales Alcázares, el sol volvía blanco el contorno de su cabello al contraluz. Sonreía como sonrió siempre: misteriosa y sugerente, con un punto de ironía, o de maldad, en su boca perfecta.
—Mucho tiempo —pude articular por fin.
El tudesco se había retirado al jardín, por donde paseaban las tocas de una dueña. Angélica fue a sentarse en un sillón de madera labrada, y me indicó un escabel situado frente a ella. Ocupé el asiento sin saber muy bien qué hacía. Me miraba con mucha atención, las manos cruzadas sobre el regazo; bajo el ruedo de su guardapiés asomaba un fino zapato de raso, y de pronto fui consciente de mi tosco jubón sin mangas sobre la camisa remendada, mis calzas de paño burdo y mis polainas militares. Por la sangre de Cristo, maldije para mis adentros. Imaginaba lindos y pisaverdes de buena sangre y mejor bolsa, vestidos de calidad, requebrando a Angélica en fiestas y saraos de la Corte. Un escalofrío de celos me traspasó el alma.
—Espero —dijo en tono muy suave— que no me guardéis rencor.
Recordé, y no necesitaba mucho para rememorar tanta vergüenza, las cárceles de la Inquisición en Toledo, el auto de fe de la Plaza Mayor, el papel que la sobrina de Luis de Alquézar había jugado en mi desgracia. Ese pensamiento tuvo la virtud de devolverme la frialdad que tanto necesitaba.
—¿Qué queréis de mí? —pregunté.
Tardó en responder un instante más de lo necesario. Me observaba intensamente, la misma sonrisa en la boca. Parecía complacida de lo que veía ante ella.
—No quiero nada —dijo—. Tenía curiosidad por encontraros de nuevo… Os reconocí en la plaza.
Se calló un momento. Miraba mis manos, y otra vez mi rostro.
—Habéis crecido, caballero.
—También vos.
Se mordió levemente el labio inferior mientras asentía muy despacio con la cabeza. Los tirabuzones le rozaban con suavidad la piel pálida de las mejillas, y yo la adoraba.
—Habéis luchado en Flandes.
No era afirmación ni pregunta. Parecía reflexionar en voz alta.
—Creo que os amo —dijo de pronto.
Me levanté del escabel, con un respingo. Angélica ya no sonreía. Me miraba desde su asiento, alzados hacia mí sus ojos azules como el cielo, como el mar y como la vida. Que el diablo me lleve si no estaba enloquecedoramente bella.
—Cristo —murmuré.
Yo temblaba como las hojas de un árbol. Ella permaneció inmóvil, callada durante un largo rato. Al fin encogió un poco los hombros.
—Quiero que sepáis —dijo— que tenéis amigos incómodos. Como ese capitán Batiste, o Triste, o como se llame… Amigos que son enemigos de los míos… Y quiero que sepáis que eso tal vez os cueste la vida.
—Ya estuvo a punto de ocurrir —respondí.
—Y pronto ocurrirá de nuevo.
Había vuelto a sonreír del mismo modo que antes, reflexiva y enigmática.
—Esta tarde —prosiguió— hay una velada que ofrecen los duques de Medina Sidonia a los reyes… De regreso, mi carruaje se detendrá un rato en la Alameda. Hay hermosas fuentes y jardines, y el lugar es delicioso para pasear.
Arrugué el entrecejo. Aquello era demasiado bueno. Demasiado fácil.
—Un poco a deshora, me parece.
—Estamos en Sevilla. Las noches aquí son templadas.
No se me escapó la singular ironía de sus palabras. Miré hacia el patio, a la dueña que seguía por allí. Angélica interpretó mi gesto.
—Es otra distinta a la que me guardaba en la fuente del Acero… Ésta se vuelve, cuando yo quiero, muda y ciega. Y he pensado que tal vez os plazca estar hoy sobre las diez de la noche en la Alameda, Íñigo Balboa.
Me quedé estupefacto, analizándolo todo.
—Es una trampa —concluí—. Una emboscada como las otras.
—Tal vez —sostenía mi mirada, inescrutable—. De vuestro valor depende acudir o no a ella.
—El capitán… —dije, y callé de pronto. Angélica me estudió con una lucidez infernal. Era como si leyera mis pensamientos.
—Ese capitán es vuestro amigo. Sin duda tendréis que confiarle este pequeño secreto… Y ningún amigo os dejaría acudir solo a una emboscada.
Guardó un breve silencio para dejar que la idea penetrase bien en mí.
—Dicen —añadió al fin— que también él es un hombre valiente.
—¿Quién lo dice?
No respondió, limitándose a acentuar la sonrisa. Y yo terminé de comprender cuanto acababa de decirme. La certeza llegó con tan espantosa claridad que me estremecí ante el cálculo con que ella me lanzaba a la cara semejante desafío. La silueta negra de Gualterio Malatesta se interpuso con sus trazas de oscuro fantasma. Todo era obvio y terrible al mismo tiempo: la vieja pendencia ya no sólo incluía a Alatriste. Yo tenía edad suficiente para responder de las consecuencias de mis actos, sabía demasiadas cosas, y para nuestros enemigos era un adversario tan molesto como el propio capitán. Instrumento de la cita misma, diabólicamente avisado del peligro cierto, por una parte no podía ir a donde Angélica me pedía que fuera, y tampoco podía dejar de hacerlo. Aquel «habéis luchado en Flandes», que ella había dicho un momento antes, resultaba ahora una cruel ironía. Pero en última instancia el mensaje estaba dirigido al capitán. Yo no debía ocultárselo a él. Y en tal caso, o iba a prohibirme acudir esa noche a la Alameda, o no me dejaría ir solo. El cartel de desafío nos incluía a ambos, sin remedio. Todo se concretaba en elegir entre mi vergüenza o un peligro cierto. Y mi conciencia se debatía como un pez atrapado en una red. De pronto, las palabras de Gualterio Malatesta volvieron a mi memoria con siniestros significados. La honra, había dicho, es peligrosa de llevar.
—Quiero saber —dijo Angélica— si todavía seguís dispuesto a morir por mí.
La contemplé confuso, incapaz de articular palabra. Era como si su mirada se paseara con toda libertad por mi interior.
—Si no acudís —añadió—, sabré que pese a Flandes sois un cobarde… En caso contrario, ocurra lo que ocurra, quiero que recordéis lo que antes os dije.
Crujió el brocado de su falda al ponerse en pie. Ahora estaba cerca. Muy cerca.
—Y que tal vez os ame siempre.
Miró hacia el jardín por donde paseaba la dueña. Luego aún se acercó un poco más.
—Recordadlo hasta el final… Llegue cuando llegue.
—Mentís —dije.
La sangre parecía haberse retirado de golpe de mi corazón y de mis venas. Angélica siguió observándome con renovada atención durante un espacio de tiempo que pareció eterno. Y entonces hizo algo inesperado. Quiero decir que alzó una mano blanca, menuda y perfecta, y apoyó sus dedos en mis labios con la suavidad de un beso.
—Marchaos —dijo.
Dio media vuelta y salió al jardín. Y yo, fuera de mí, di unos pasos tras ella, cual si pretendiera seguirla hasta los aposentos reales y los salones mismos de la reina. Me cortó el paso el tudesco de las patillas grandes, que sonreía señalándome la puerta al tiempo que me devolvía mi daga.
Fui a sentarme en los escalones de la Lonja, junto a la Iglesia Mayor, y permanecí allí largo rato, sumido en fúnebres reflexiones. En mi interior se debatían sentimientos encontrados, y la pasión por Angélica, reavivada por tan inquietante entrevista, luchaba con la certeza de la trama siniestra que nos envolvía. Al principio pensé en callar, escabullirme de noche con cualquier excusa, y acudir a la cita solo, afrontando de ese modo mi destino, con la daga de misericordia y la toledana del alguacil —un buen acero con las marcas del espadero Juanes que guardaba envuelto en trapos viejos, escondido en la posada— como única compañía. Pero aquel iba a ser, de cualquier modo, un lance sin esperanza. La figura sombría de Malatesta se perfilaba en mi imaginación como un oscuro presagio. Frente a él, yo no tenía ninguna posibilidad. Eso, además, en el improbable caso de que el italiano, o quien fuese, acudiera a la cita solo.
Sentí deseos de llorar de rabia y de impotencia. Yo era vascongado e hidalgo, hijo del soldado Lope Balboa, muerto por su Rey y por la verdadera religión en Flandes. Mi honra y la vida del hombre al que más respetaba en el mundo estaban en el alero. También lo estaba mi propia vida; pero a tales alturas de la existencia, educado desde los doce años en el áspero mundo de la germanía y de la guerra, yo había puesto demasiadas veces mi existencia al albur de una tabla, y poseía el fatalismo de quien respira sabiendo lo fácil que es dejar de hacerlo. Demasiados se habían ido ante mis ojos por la posta entre blasfemias, llantos, oraciones o silencios, desesperados unos y resignados otros, como para que morir se me antojara algo extraordinario, o terrible. Además, yo pensaba que existía otra vida más allá de ésta, donde Dios, mi buen padre y los viejos camaradas estarían aguardándome con los brazos abiertos. En cualquier caso, con otra existencia o sin ella, había aprendido que la muerte es el acontecimiento que a hombres como el capitán Alatriste termina siempre por darles la razón.
Ésas eran mis reflexiones sentado en los escalones de la Lonja, cuando vi pasar a lo lejos al capitán en compañía del contador Olmedilla. Caminaban junto a la muralla de los Alcázares, hacia la Casa de Contratación. Mi primer impulso fue correr a su encuentro; pero me contuve, limitándome a observar la delgada figura de mi amo, que iba silencioso, las anchas alas del chapeo sobre el rostro, la espada balanceándose al costado, junto a la presencia enlutada del funcionario.
Los vi perderse tras una esquina y seguí sentado donde estaba, inmóvil, los brazos en torno a las rodillas. Después de todo, concluí, la cuestión era simple. Aquella noche tocaba decidir entre hacerme matar solo, o hacerme matar junto al capitán Alatriste.
Fue el contador Olmedilla quien propuso detenerse en una taberna, y Diego Alatriste asintió no sin sorpresa. Era la primera vez que Olmedilla se mostraba locuaz, o sociable. Pararon en la taberna del Seisdedos, detrás de las Atarazanas, y descansaron en una mesa a la puerta, bajo el soportal y el toldo que protegía del sol. Alatriste se destocó, dejando su fieltro sobre un taburete. Una moza les sirvió un cuartillo de vino de Cazalla de la Sierra y un plato de aceitunas moradas, y Olmedilla bebió con el capitán. Cierto es que apenas probó el vino, dando a su jarra sólo un breve tiento, pero antes de hacerlo miró largamente al hombre que tenía a su lado. Su ceño parecía aclararse un poco.
—Bien jugado —dijo.
El capitán estudió las facciones secas del contador, su barbita, la piel apergaminada y amarillenta que parecía contaminada por las velas con que se alumbraba en los despachos. No respondió, limitándose a llevarse el vino a los labios y beber, él sí, un largo trago que vació la jarra. Su acompañante seguía mirándolo con curiosidad.
—No me engañaron sobre vuestra merced —dijo al fin.
—Lo del genovés era fácil —repuso Alatriste, sombrío.
Luego calló. He hecho otras cosas menos limpias, decía aquel silencio. Olmedilla parecía interpretarlo de forma adecuada, porque asintió despacio, con el gesto grave de quien se hace cargo y por delicadeza no pretende ir más allá de lo dicho. En cuanto al genovés y su criado, por lo que sabía Alatriste, en ese momento se hallaban maniatados y amordazados dentro de un coche que los conducía fuera de Sevilla, con destino desconocido para el capitán —ni lo sabía ni tenía interés por averiguarlo—, con una escolta de alguaciles de aspecto patibulario que Olmedilla debía de tener prevenidos muy de antemano, pues aparecieron en la calle del Mesón del Moro como por arte de magia, acallada la curiosidad de los vecinos con las palabras mágicas Santo Oficio, antes de esfumarse muy discretamente con sus presas en dirección a la puerta de Carmona.
Olmedilla se desabotonó el jubón y extrajo un papel doblado, con sello de lacre. Tras mantenerlo un momento en la mano, como si venciera sus últimos escrúpulos, lo puso al fin sobre la mesa, ante el capitán.
—Es una orden de pago —dijo—. Vale al portador por cincuenta doblones viejos de oro, de dos caras… Puede hacerse efectiva en casa de Don Joseph Arenzana, en la plaza de San Salvador. Nadie hará preguntas.
Alatriste miró el papel, sin tocarlo. Los doblones de dos caras eran la más codiciada moneda que podía encontrarse en ese tiempo. Habían sido batidos en oro fino hacía más de un siglo, cuando los Reyes Católicos, y nadie discutía su valor al hacerlos sonar sobre una mesa. Conocía a hombres capaces de acuchillar a su madre por una de aquellas piezas.
—Habrá seis veces esa suma —añadió Olmedilla— cuando todo haya terminado.
—Bueno es saberlo.
El contador contempló pensativo su jarra de vino. Una mosca nadaba en ella, haciendo ímprobos esfuerzos por liberarse.
—La flota llega dentro de tres días —dijo, atento a la agonía de la mosca.
—¿Cuántos hombres hacen falta?
Olmedilla señaló con un dedo manchado de tinta la orden de pago.
—Eso lo decide vuestra merced. Según el genovés, el Niklaasbergen lleva veintitantos marineros, capitán y piloto… Todos flamencos y holandeses, excepto el piloto. Puede que en Sanlúcar suban algunos españoles con la carga. Y sólo disponemos de una noche.
Alatriste hizo un cálculo rápido.
—Doce, o quince. Los que puedo conseguir con este oro harán de sobras el avío.
Olmedilla movió la mano, evasivo, dando a entender que el avío de Alatriste no era asunto suyo.
—Deberéis —dijo— tenerlos listos la noche anterior. El plan consiste en bajar por el río, llegando a Sanlúcar al atardecer siguiente —hundió el mentón en la golilla, como para considerar si olvidaba algo—… Yo iré también.
—¿Hasta dónde?
—Ya veremos.
El capitán lo miró sin ocultar su sorpresa.
—No será un lance de tinta y papel.
—Da lo mismo. Tengo obligación de comprobar la carga y organizar su traslado, una vez el barco esté en nuestras manos.
Ahora Alatriste disimuló una sonrisa. No imaginaba al contador entre gente de la calaña que pensaba reclutar; pero comprendía que desconfiara en negocio como aquel. Tanto oro de por medio resultaba una tentación, y era fácil que algún lingote pudiera distraerse en el camino.
—Excuso decir —apuntó el contador— que cualquier desvarío significa la horca.
—¿También para vuestra merced?
—Puede que también para mí.
Alatriste se pasó un dedo por el mostacho.
—Barrunto que vuestro salario —dijo con ironía— no incluye esa clase de sobresaltos.
—Mi salario incluye cumplir con mi obligación.
La mosca había dejado de moverse, y Olmedilla continuaba mirándola. El capitán se puso más vino en la jarra. Mientras bebía, vio que el otro levantaba de nuevo los ojos hacia él para contemplar, interesado, las dos cicatrices de su frente, y luego su brazo izquierdo, donde la manga de la camisa ocultaba la quemadura bajo el vendaje. Que por cierto, dolía como mil diablos. Al fin Olmedilla frunció otra vez el entrecejo, cual si llevara rato dándole vueltas a un pensamiento que dudaba formular en voz alta.
—Me pregunto —dijo— qué habría hecho vuestra merced si el genovés no se hubiera dejado impresionar.
Alatriste paseó la vista por la calle; el sol que reverberaba en la pared frontera le hacía entornar los ojos, acentuando su expresión inescrutable. Después miró la mosca ahogada en el vino de Olmedilla, siguió bebiendo del suyo, y no dijo nada.