—Habrá que matar —dijo Don Francisco de Quevedo—. Y puede que mucho.
—Sólo tengo dos manos —respondió Alatriste.
—Cuatro —apunté yo.
El capitán no apartaba los ojos de la jarra de vino. Don Francisco se ajustó los espejuelos y me miró reflexivo, antes de volverse hacia el hombre sentado junto a una mesa al otro extremo, en un rincón discreto de la hostería. Ya estaba allí cuando llegamos, y nuestro amigo el poeta lo había llamado micer Olmedilla, sin presentaciones ni detalles, salvo que al cabo añadió la palabra contador: el contador Olmedilla. Era hombre pequeño, flaco, calvo y muy pálido. Su aspecto resultaba tímido, ratonil, pese a la indumentaria negra y al bigotito curvado en las puntas rematando una barba corta y rala. Tenía manchas de tinta en los dedos: parecía un leguleyo, o un funcionario que viviera a la luz de las velas, entre legajos y papeles. Ahora lo vimos asentir, prudente, a la pregunta muda que le hacía Don Francisco.
—El negocio tiene dos partes —confirmó Quevedo al capitán—. En la primera, lo asistiréis en ciertas gestiones —indicó al hombrecillo, que se mantenía impasible ante nuestro escrutinio—… Para la segunda, podréis reclutar la gente necesaria.
—La gente necesaria cobra una señal por adelantado.
—Dios proveerá.
—¿Desde cuándo metéis a Dios en estos lances, Don Francisco?
—Tenéis razón. De cualquier modo, con o sin él, no es oro lo que falta.
Bajaba la voz, no sé si al mencionar el oro o a Dios. Los dos años largos transcurridos desde nuestra aventura con la Inquisición, cuando Don Francisco de Quevedo rescató mi vida en pleno auto de fe a fuerza de picar espuelas, habían puesto un par de arrugas más en su frente. También tenía el aire cansado mientras daba vueltas a la inevitable jarra de vino, esta vez blanco y añejo de la Fuente del Maestre. El rayo de sol de la ventana iluminaba el pomo dorado de su espada, mi mano apoyada en la mesa, el perfil en contraluz del capitán Alatriste. La hostería de Enrique Becerra, famosa por su cordero a la miel y por el guiso de carrillada de puerco, estaba cerca de la mancebía del Compás de la Laguna, junto a la puerta del Arenal; y desde el piso alto podían verse, detrás de las murallas y la ropa blanca que las putas colgaban en la terraza para secarla al sol, los mástiles y los gallardetes de las galeras amarradas al otro lado del río, en la orilla de Triana.
—Ya lo veis, capitán —añadió el poeta—. Una vez más, no queda sino batirse… Aunque esta vez yo no os acompañe.
Ahora sonreía amistoso y tranquilizador, con aquel afecto singular que siempre había reservado para nosotros.
—Cada cual —murmuró Alatriste— tiene su sombra.
Vestía de pardo, con jubón de gamuza, valona lisa, gregüescos de lienzo y polainas, a lo militar. Sus últimas botas se habían quedado con las suelas llenas de agujeros a bordo de la Levantina, cambiadas al sotacómitre por unas huevas secas de mújol, habas cocidas y un pellejo de vino para sostenernos en el viaje río arriba. Por esa, entre otras razones, mi amo no parecía lamentar demasiado que el primer lance apenas pisada tierra española fuese una invitación para volver a su antiguo oficio. Quizá porque el encargo venía de un amigo, o porque el amigo decía transmitir ese encargo de más arriba y más alto; y sobre todo, imagino, porque la bolsa que traíamos de Flandes no sonaba al agitarla. De vez en cuando el capitán me miraba pensativo, preguntándose en qué lugar exacto de todo aquello me situaban los dieciséis años por los que yo andaba en sazón, y la destreza que él mismo me había enseñado. Yo no ceñía espada, por supuesto, y sólo mi buena daga de misericordia colgaba del cinto a la altura de los riñones; pero ya era mochilero probado en la guerra, listo, rápido, valiente y listo para hacer buen avío cuando se terciara. La cuestión para Alatriste, imagino, era dejarme dentro o dejarme fuera. Aunque tal y como estaban las cosas él ya no era dueño de decidirlo solo; para lo bueno o para lo malo, nuestras vidas estaban enlazadas. Y además, como él mismo acababa de decir, cada hombre tiene su propia sombra. En cuanto a Don Francisco, por el modo en que me observaba, admirando el estirón de la juventud y el bozo en mi labio superior y en mis mejillas, deduje que pensaba igual: estaba en la edad en que un mozo es tan capaz de dar estocadas como de recibirlas.
—Íñigo también —apuntó el poeta.
Yo conocía lo bastante a mi amo para saber callar; y así lo hice, contemplando con fijeza, como él, la jarra de vino —también en eso había crecido— que estaba ante mí sobre la mesa. La de Don Francisco no era una pregunta, sino una reflexión sobre algo que resultaba obvio; y Alatriste asintió resignado, despacio, tras un silencio. Lo hizo sin llegar a mirarme siquiera, y yo sentí un júbilo interior, muy luminoso y fuerte, que disimulé acercando la jarra a mis labios. El vino me supo a gloria, y a madurez. A aventura.
—Entonces bebamos por Íñigo —dijo Quevedo.
Bebimos, y el contador Olmedilla, aquel fulano enlutado, menudo y pálido, nos acompañó desde su mesa sin tocar la jarra, con una seca inclinación de cabeza. En cuanto al capitán, a Don Francisco y a mí, ése no era el primer brindis de la jornada, tras el encuentro que nos unió a los tres en un abrazo en el puente de barcas que comunicaba Triana con el Arenal, apenas desembarcamos de la Levantina. Habíamos recorrido la costa desde El Puerto de Santa María, pasando frente a Rota antes de remontar por la barra de Sanlúcar hacia Sevilla, primero entre los grandes pinares de los arenales, y luego entre las arboledas, huertas y florestas que río arriba espesaban las márgenes del cauce famoso que los árabes llamaron Uad el Quevir, o río grande. Por contraste, de aquel viaje recuerdo sobre todo el silbato del cómitre marcando el ritmo de boga a la chusma, el olor a suciedad y sudor, el resuello de los forzados acompasándose con el tintineo de sus cadenas mientras los remos entraban y salían del agua con rítmica precisión, impulsando la galera contra la corriente. El cómitre, el sotacómitre y el alguacil paseaban por la crujía atentos a sus parroquianos; y de vez en cuando el rebenque se abatía sobre la espalda desnuda de algún remolón para tejerle un jubón de azotes. Era penoso contemplar a los remeros, ciento veinte hombres repartidos en veinticuatro bancos, cinco por cada remo, cabezas rapadas y rostros hirsutos, relucientes sus torsos de sudor mientras se incorporaban y volvían a dejarse caer atrás impulsando los largos maderos de los costados. Había allí esclavos moriscos, antiguos piratas turcos y renegados, pero también cristianos que remaban como forzados, cumpliendo condenas de una Justicia que no habían tenido oro suficiente para comprar a su gusto.
—Nunca —me dijo Diego Alatriste en un aparte— dejes que te traigan aquí vivo.
Sus ojos claros y fríos, inexpresivos, miraban bogar a aquellos desgraciados. Ya dije que mi amo conocía bien ese mundo, pues había servido como soldado en las galeras del tercio de Nápoles cuando La Goleta y las Querquenes, y tras luchar contra venecianos y berberiscos él mismo estuvo, en el año trece, a punto de verse encadenado en una galera turca. Más tarde, cuando fui soldado del Rey, yo también navegué a bordo de esas naves por el Mediterráneo; y puedo asegurar que pocas cosas se inventaron sobre el mar tan semejantes al infierno. Que para señalar cuán cruel era la vida al remo, baste decir que aun los peores crímenes castigados a bogallas no purgaban más allá de diez años, pues se calculaba lo máximo que un hombre podía soportar sin dejar la salud, la razón o la existencia entre penalidades y azotes:
Si la camisa les quitas
y lavas sus carnes bellas,
verás las firmas en ellas
de letra tan larga escritas.
El caso es que de ese modo, a golpe de silbato y remo, Guadalquivir arriba, habíamos llegado a la ciudad que era la más fascinante urbe, casa de contratación y mercado del mundo, galeón de oro y de plata anclado entre la gloria y la miseria, la opulencia y el derroche, capital de la mar océana y de las riquezas que por ella entraban con las flotas anuales de Indias, ciudad poblada por nobles, comerciantes, clérigos, pícaros y mujeres hermosas, tan rica, pudiente y bella que ni Tiro ni Alejandría en sus días la igualaron. Patria común, dehesa franca, globo sin fin, madre de huérfanos y capa de pecadores, como la misma España de aquel tiempo magnífico y miserable a la vez, donde todo era necesidad, y sin embargo ninguno que supiera buscarse la vida la sufría. Donde todo era riqueza, y —también como la vida misma— a poco que uno se descuidara, la perdía.
Seguimos largo rato de parla en la hostería, sin cambiar palabra con el contador Olmedilla; pero cuando éste se levantó, Quevedo dijo de ir tras él, acompañándolo de lejos. Era bueno, apuntó, que el capitán Alatriste se familiarizara con el personaje. Salimos por la calle de Tintores, admirando la cantidad de extranjeros que frecuentaban sus posadas; tomamos luego el camino de la plaza de San Francisco y la Iglesia Mayor, y de allí por la calle del Aceite nos llegamos a la Casa de la Moneda, cercana a la Torre del Oro, donde Olmedilla tenía ciertas diligencias. Yo, como pueden suponer vuestras mercedes, iba mirándolo todo con los ojos muy abiertos: los portales recién barridos donde las mujeres echaban agua de los lebrillos y aderezaban macetas, las tiendas de jabón, de especias, de joyas, de espadas, los cajones de las fruteras, las relucientes bacías colgadas en el dintel de cada barbería, los regatones que vendían por las esquinas, las señoras acompañadas de sus dueñas, los hombres que discutían negocios, los graves canónigos montados en sus mulas, los esclavos moros y negros, las casas pintadas de almagre y cal, las iglesias con tejados de azulejos, los palacios, los naranjos, los limoneros, las cruces en las calles para recordar alguna muerte violenta o impedir que los transeúntes hicieran sus necesidades en los rincones… Y todo aquello, pese a ser invierno, relucía bajo un sol espléndido que hacía a mi amo y a Don Francisco llevar la capa doblada en tercio al hombro o el herreruelo recogido, sueltas las presillas y botones del jubón. A la natural belleza de tan famosa urbe se añadía que los reyes estaban allí, y Sevilla y sus más de cien mil habitantes bullían de animación y festejos. Ese año, de modo excepcional, nuestro señor Don Felipe Cuarto se disponía a celebrar con su augusta presencia la llegada de la flota de Indias, cuyo arribo suponía un caudal de oro y de plata que desde allí se distribuía —más por nuestra desgracia que por nuestra ventura— al resto de la Europa y al mundo. El imperio ultramarino creado un siglo antes por Cortés, Pizarro y otros aventureros de pocos escrúpulos y muchos hígados, sin nada que perder salvo la vida y con todo por ganar, era ahora un flujo de riquezas que permitía a España sostener las guerras que, por defender su hegemonía militar y la verdadera religión, la empeñaban contra medio orbe; dinero más necesario aún, si cabe, en una tierra como la nuestra, donde —como ya apunté alguna vez— todo cristo se daba aires, el trabajo estaba mal visto, el comercio carecía de buena fama, y el sueño del último villano era conseguir una ejecutoria de hidalgo, vivir sin pagar impuestos y no trabajar nunca; de modo que los jóvenes preferían probar fortuna en las Indias o Flandes a languidecer en campos yermos a merced de un clero ocioso, de una aristocracia ignorante y envilecida, y de unos funcionarios corruptos que chupaban la sangre y la vida: que muy cierta llega la asolación de la república el día que los vicios se vuelven costumbre; pues deja de tenerse por infame al vicioso y toda bajeza se vuelve natural. Así, gracias a los ricos yacimientos americanos, España mantuvo durante mucho tiempo un imperio basado en la abundancia de oro y plata, y en la calidad de su moneda, que servía lo mismo para pagar ejércitos —cuando se les pagaba— que para importar mercancías y manufacturas ajenas. Porque si bien podíamos enviar a las Indias harina, aceite, vinagre y vino, en todo lo demás se dependía del extranjero. Eso obligaba a buscar fuera los abastos, y para ello nuestros doblones de oro y los famosos reales de a ocho de plata, que eran muy apreciados, jugaron la carta principal. Nos sosteníamos así gracias a la ingente cantidad de monedas y barras que de Méjico y el Perú viajaba a Sevilla, desde donde se esparcía luego a todos los países de Europa e incluso a Oriente, para acabar hasta en la India y China. Pero lo cierto es que aquella riqueza terminó aprovechando a todo el mundo menos a los españoles: con una Corona siempre endeudada, se gastaba antes de llegar; de manera que apenas desembarcado, el oro salía de España para dilapidarse en las zonas de guerra, en los bancos genoveses y portugueses que eran nuestros acreedores, e incluso en manos de los enemigos, como bien contó el propio Don Francisco de Quevedo en su inmortal letrilla:
Nace en las Indias honrado
donde el mundo le acompaña;
viene a morir en España,
y es en Génova enterrado.
Y pues quien le trae al lado
es hermoso, aunque sea fiero,
poderoso caballero
es Don Dinero.
El cordón umbilical que mantenía el aliento de la pobre España —paradójicamente rica— era la flota de la carrera de Indias, tan amenazada en el mar por los huracanes como por los piratas. Por eso su llegada a Sevilla era una fiesta indescriptible, ya que además del oro y la plata del Rey y de los particulares venían con ella la cochinilla, el añil, el palo campeche, el palo brasil, lana, algodón, cueros, azúcar, tabaco y especias, sin olvidar el ají, el jengibre y la seda china traída de Filipinas por Acapulco. De ese modo, nuestros galeones navegaban en convoy desde Nueva España y Tierra Firme, tras reunirse en Cuba hasta formar una flota gigantesca. Y ha de reconocerse, pese a las carencias y los problemas y los desastres, que durante todo ese tiempo los marinos españoles hicieron con mucho pundonor su trabajo. Incluso en los peores momentos —sólo una vez los holandeses nos tomaron una flota completa —, nuestras naves siguieron cruzando el mar con mucho esfuerzo y sacrificio; y siempre pudo tenerse a raya, salvo en ciertas ocasiones desgraciadas, la amenaza de los piratas franceses, holandeses e ingleses, en aquella lucha que España libró sola contra tres poderosas naciones resueltas a repartirse sus despojos.
—Hay poca gurullada —observó Alatriste.
Era cierto. La flota estaba a punto de llegar, el Rey en persona honraba Sevilla, se preparaban actos religiosos y celebraciones públicas, y sin embargo apenas se veían alguaciles ni corchetes por las calles. Los pocos que cruzamos iban todos en grupo, con más hierro encima que una fundición vizcaína, armados hasta los dientes y recelando de su sombra.
—Hubo un incidente hace cuatro días —explicó Quevedo—. La Justicia quiso prender a un soldado de las galeras que están amarradas en Triana, acudieron soldados y mozos en su socorro, y hubo cuchilladas hasta para la sota de copas… Al fin los corchetes pudieron traérselo, pero los soldados cercaron la cárcel y amenazaron pegarle fuego si no les devolvían al camarada.
—¿Y cómo terminó la cosa?
—El preso había despachado a un alguacil, así que lo ahorcaron en la reja antes de entregarlo —el poeta se reía bajito al contar aquello —… De modo que ahora los soldados quieren hacer montería de corchetes, y la Justicia sólo se atreve a salir en cuadrilla y con mucho tiento.
—¿Y qué dice el Rey de todo eso?
Estábamos a la sombra del postigo del Carbón, justo debajo de la Torre de la Plata, mientras el tal Olmedilla resolvía sus asuntos en la Casa de la Moneda. Quevedo señaló las murallas del antiguo castillo árabe que se prolongaban hacia el altísimo campanario de la Iglesia Mayor. Los uniformes amarillos y rojos de la guardia española —no podíamos imaginar que muchos años después iba a vestirlo yo mismo— animaban sus almenas adornadas con las armas de Su Majestad. Otros centinelas con alabardas y arcabuces vigilaban la puerta principal.
—La católica, sacra y real majestad no se entera sino de lo que le cuentan —dijo Quevedo—. El gran Philipo está alojado en el Alcázar, y sólo sale de allí para ir de caza, de fiestas o para visitar de noche algún convento… Nuestro amigo Guadalmedina, por cierto, le hace de escolta. Se han vuelto íntimos.
Pronunciada de aquel modo, la palabra convento me traía funestos recuerdos; y no pude evitar un escalofrío acordándome de la pobre Elvira de la Cruz y de lo cerca que yo mismo había estado de tostarme en una hoguera. Ahora Don Francisco observaba a una señora de buen ver, seguida por su dueña y una esclava morisca cargada con cestas y paquetes, que descubría los chapines al recogerse el ruedo de la falda para eludir un enorme rastro de boñigas de caballerías que alfombraba la calle. Cuando la dama pasó por nuestro lado, camino de un coche con dos mulas que aguardaba algo más lejos, el poeta se ajustó los espejuelos y después quitóse el sombrero, muy cortés. «Lisi», murmuró con sonrisa melancólica. La dama correspondió con una leve inclinación de cabeza antes de cubrirse un poco más con el manto. Detrás, la dueña, añeja y enlutada con sus tocas de cuervo y el rosario largo de quince dieces, lo fulminó con la mirada, y Quevedo le sacó la lengua. Viéndolas irse, sonrió con tristeza y volvióse a nosotros sin decir nada. Vestía el poeta con la sobriedad de siempre: zapatos con hebilla de plata y medias de seda negra, traje gris muy oscuro y sombrero de lo mismo con pluma blanca, la cruz de Santiago bordada en rojo bajo el herreruelo recogido en un hombro.
—Los conventos son su especialidad —añadió tras aquella breve pausa, soñador, los ojos aún fijos en la dama y su cortejo.
—¿De Guadalmedina o del Rey?
Ahora era Alatriste quien sonreía bajo su mostacho soldadesco. Quevedo tardó en responder, y antes suspiró hondo.
—De los dos.
Me puse al lado del poeta, sin mirarlo.
—¿Y la reina?
Lo pregunté en tono casual, respetuoso e irreprochable. La curiosidad de un chico. Don Francisco se volvió a observarme con mucha penetración.
—Tan bella como siempre —repuso—. Ya habla un poco mejor la lengua de España —miró a Alatriste, y volvió a mirarme a mí; sus ojos chispeaban divertidos tras los cristales de los lentes—. Practica con sus damas, y sus azafatas… Y sus meninas.
El corazón me latió tan fuerte que temí no poder ocultarlo.
—¿Todas la acompañan en el viaje?
—Todas.
La calle me daba vueltas. Ella estaba en esa ciudad fascinante. Miré alrededor, hacia el descampado Arenal que se extendía entre la ciudad y el Guadalquivir, y era uno de los lugares más pintorescos de la ciudad, con Triana al otro lado, las velas de las carabelas de la sardina y los camaroneros, y toda clase de barquitos yendo y viniendo entre las orillas, las galeras del Rey atracadas en la banda trianera, cubriéndola hasta el puente de barcas, el Altozano y el siniestro castillo de la Inquisición que allí se alzaba, y la gran copia de grandes naos en el lado de acá: un bosque de mástiles, vergas, antenas, velas y banderas, con el gentío, los puestos de comerciantes, los fardos de mercancías, el martilleo de los carpinteros de ribera, el humo de los calafates y las poleas de la machina naval con la que se despalmaban naves en la boca del Tagarete:
Hierro trae el vizcaíno,
el cuartón, el tiro, el pino,
el indiano, el ámbar gris,
la perla, el oro, la plata,
palo de Campeche, cueros.
Toda esta arena es dineros.
El recuerdo de la comedia El arenal de Sevilla, que había visto en el corral del Príncipe cuando apenas era un niño, con Alatriste, el día famoso en que Buckingham y el príncipe de Gales se batieron a su lado, permanecía grabado en mi memoria. Y de pronto, aquel lugar, aquella ciudad que ya era de natural espléndida, se tornaba mágica, maravillosa. Angélica de Alquézar estaba allí, y tal vez podría verla. Miré de soslayo a mi amo, temeroso de que la turbulencia que me estallaba dentro quedase a la vista. Por suerte, otras inquietudes ocupaban los pensamientos de Diego Alatriste. Observaba al contador Olmedilla, que había concluido su negocio y caminaba hacia nosotros con la misma cordialidad que si le lleváramos la extremaunción: serio, enlutado hasta la gola, sombrero negro de ala corta y sin plumas, y aquella curiosa barbita rala que acentuaba su aspecto ratonil y gris; su aire antipático, de humores ácidos y mala digestión.
—¿Para qué nos necesita semejante estafermo? —murmuró el capitán, mirándolo acercarse.
Quevedo encogió los hombros.
—Está aquí con una misión… El propio conde duque mueve los hilos. Y su trabajo incomodará a más de uno.
Saludó Olmedilla con una seca inclinación de cabeza y echamos a andar tras él hacia la puerta de Triana. Alatriste le hablaba a Quevedo a media voz:
—¿Cuál es su trabajo?
El poeta respondió en el mismo tono.
—Pues eso: contador. Experto en llevar cuentas… Un sujeto que sabe mucho de números, y de aranceles aduaneros, y cosas de ésas. Da sopas con honda a Juan de Leganés.
—¿Alguien ha robado más de lo normal?
—Siempre hay alguien que roba más de lo normal.
El ala ancha le arrojaba a Alatriste un antifaz de sombra en la cara; eso acentuaba la claridad de sus ojos, con la luz y el paisaje del Arenal reflejados en ellos.
—¿Y qué pintamos nosotros en estos naipes?
—Yo sólo hago de intermediario. Estoy bien en la Corte, el Rey me pide agudezas, la reina me sonríe… Al privado le hago algún pequeño favor, y él corresponde.
—Celebro que la Fortuna os halague por fin.
—No lo digáis muy alto. Tantas tretas me ha jugado, que la miro con desconfianza.
Alatriste observaba al poeta, divertido.
—De cualquier modo, muy cortesano os veo, Don Francisco.
—No me jodáis, señor capitán —Quevedo se rascaba la golilla, incómodo—. En raras ocasiones las musas son compatibles con comer caliente. Ahora estoy en buena racha, soy popular, mis versos se leen en todas partes… Hasta me atribuyen, como siempre, los que no son míos; incluidos algunos engendros de ese Góngora bujarra, babilón y sodomita, cuyos abuelos no se hartaron de aborrecer tocino y clavetear zapatos en Córdoba, donde tienen ejecutoria en el techo de la Iglesia Mayor. Y cuyos últimos poemas publicados acabo de saludar, por cierto, con unas finas décimas que concluyen así:
Dejad las ventosidades:
mirad que sois en tal caso
albañal por do el Parnaso
purga sus bascosidades.
… Pero volviendo a asuntos más serios, os decía que al conde duque le place tenerme de su parte. Me adula y me utiliza… En cuanto a vuestra merced, capitán, se trata de un capricho personal del privado: por algún motivo os recuerda. Tratándose de Olivares, eso puede ser bueno o puede ser malo. Quizá sea bueno. Además, en cierta ocasión le ofrecisteis vuestra espada si ayudaba a salvar a Íñigo.
Alatriste me dirigió una rápida mirada, y luego asintió despacio, reflexionando.
—Tiene una maldita buena memoria, el privado —dijo.
—Sí. Para lo que le interesa.
Estudió mi amo al contador Olmedilla, que caminaba unos pasos adelante, las manos cruzadas a la espalda y el aire antipático, entre el bullicio de la marina.
—No parece muy hablador —comentó.
—No —Quevedo reía, guasón—. En eso vuestra merced y él se llevarán bien.
—¿Es alguien de fuste?
—Ya lo he dicho: sólo un funcionario. Pero se encargó de todo el papeleo en el proceso por malversación contra Don Rodrigo Calderón… ¿Os convence el dato?
Dejó correr un silencio para que el capitán captase las implicaciones del asunto. Alatriste silbó entre dientes. La ejecución pública del poderoso Calderón había conmocionado años atrás a toda España.
—¿Y a quién sigue el rastro ahora?
El poeta negó dos veces y dio unos pasos en silencio.
—Alguien os lo contará esta noche —concedió al fin—. En cuanto a la misión de Olmedilla, y de rebote la vuestra, digamos que el encargo es del privado, y el impulso soberano.
Alatriste movió la cabeza, incrédulo.
—Os chanceáis, Don Francisco.
—A fe mía que no. Que me lleve el diablo, en tal caso… O que el talento me lo sorba del seso el corcovilla Ruiz de Alarcón.
—Pardiez.
—Eso dije yo cuando me pidieron oficiar de tercero: pardiez. Lo positivo es que si sale bien tendréis unos escudos por gastar.
—¿Y si sale mal?
—Pues me temo que añoraréis las trincheras de Breda —Quevedo suspiró, volviéndose en torno como quien busca cambiar de conversación
—… Lamento no poder contaros más, por ahora.
—No necesito mucho más —a mi amo le bailaban la ironía y la resignación en la mirada glauca—. Sólo quiero saber de dónde vendrán las estocadas.
Quevedo encogió los hombros.
—De cualquier sitio, como suelen —seguía ojeando alrededor, indiferente—. Ya no estáis en Flandes… Esto es España, capitán Alatriste.
Quedaron en verse por la noche, en la hostería de Becerra. El contador Olmedilla, siempre más triste que una carnicería en Cuaresma, se retiró a descansar a la posada donde se alojaba, en la calle de Tintores, que también disponía de un cuarto para nosotros. Mi amo pasó la tarde ocupándose de sus asuntos, certificando su licencia militar y en procura de ropa blanca y bastimentos —también unas botas nuevas— con el dinero que Don Francisco había adelantado a crédito del trabajo. En cuanto a mí, estuve libre por un buen rato; y mis pasos me llevaron a dar un bureo por el corazón de la ciudad, disfrutando del ambiente de sus calles y adarves, todo angosto y lleno de arquillos, piedras blasonadas, cruces, retablos con cristos, vírgenes y santos, entorpecido por los carruajes y las caballerías, a la vez sucio y opulento, ahíto de vida, con corrillos de gente a la puerta de las tabernas y los corrales de vecindad, y mujeres —a las que miraba con interés desde mis experiencias flamencas— trigueñas, aseadas y desenvueltas, cuyo peculiar acento daba a su conversación un metal dulcísimo. Admiré así palacios con patios magníficos tras sus cancelas, con cadenas en la puerta para mostrar que eran inmunes a la justicia ordinaria, y observé que mientras en Castilla los nobles llevaban su estoicismo hasta la ruina misma con tal de no trabajar, la aristocracia sevillana se daba más manga ancha, acercando en muchas ocasiones las palabras hidalgo y mercader; de manera que el aristócrata no desdeñaba los negocios si daban dinero, y el mercader estaba dispuesto a gastar un Potosí con tal de ser tenido por hidalgo —hasta los sastres exigían limpieza de sangre para entrar en su gremio—. Eso daba lugar, por una parte, al espectáculo de nobles envilecidos que usaban sus influencias y privilegios para medrar bajo mano; y de la otra, que el trabajo y la mercadería tan útiles a las naciones siguieran mal vistos, y quedaran en manos de extranjeros. Así, la mayor parte de los nobles sevillanos eran plebeyos ricos que compraban su acceso al estamento superior con dinero y matrimonios ventajosos, avergonzándose de sus dignos oficios. Se pasaba pues de una generación de mercaderes a otra de mayorazgos parásitos y ahidalgados que renegaba del origen de su fortuna, y la dilapidaba sin escrúpulos. Con lo que se cumplía aquello de que, en España, abuelo mercader, padre caballero, hijo garitero y nieto pordiosero.
Visité también la Alcaicería de la seda, cuyo recinto cerrado estaba lleno de tiendas con ricas mercaderías y joyas. Yo vestía calzas negras con polainas de soldado, cinto de cuero con la daga atravesada en los riñones, una almilla de corte militar sobre la camisa remendada, y me tocaba con una gorra de terciopelo flamenco muy elegante, botín de guerra de los que ya empezaban a ser viejos tiempos. Eso y mi juventud me pintaban buena estampa, creo; y me holgué dándome aires de veterano entendido ante las tiendas de espaderos de la calle de la Mar y la de Vizcaínos, o en la rúa de valentones, daifas y gente de la carda que se formaba en la calle de las Sierpes, ante la cárcel famosa entre cuyas negras paredes estuvo preso Mateo Alemán, y donde hasta el buen Don Miguel de Cervantes había dado con sus infelices huesos. También anduve pavoneándome junto a esa cátedra de picardía que eran las legendarias gradas de la Iglesia Mayor, hormigueantes de vendedores, ociosos y mendigos con su tablilla al cuello que mostraban llagas y deformidades más falsas que el beso de Judas, o mancos del potro que se lo decían de Flandes: amputaciones reales o fingidas lo mismo a cuenta de Amberes que de la Mamora, como podían haberlo sido de Roncesvalles o Numancia; pues bastaba mirarles la cara a ciertos sedicentes mutilados por la verdadera religión, el Rey y la patria, para comprender que la única vez que habían visto a un hereje o un turco era de lejos y en un corral de comedias.
Terminé ante los Reales Alcázares, mirando el estandarte de los Austrias ondear sobre las almenas, y los imponentes soldados de la guardia con sus alabardas ante la puerta principal. Anduve por allí un rato, entre los grupos de sevillanos que esperaban por si sus majestades se dejaban ver al entrar o salir. Y ocurrió que, con motivo de haberse acercado demasiado la gente, y yo con ella, al camino de acceso, un sargento de la guardia española vino a decir con malos modos que desalojáramos el sitio. Obedecieron los curiosos con presteza; pero el hijo de mi padre, picado por los modales del militar, remoloneó con poca diligencia y un aire altanero que puso mostaza en las narices del otro. Me empujó sin cortesía; y yo, a quien mi edad y el reciente pasado flamenco hacían poco sufrido en esa materia, lo tuve a gran bellaquería y revolvíme como galgo joven, la mano en el mango de la daga. El sargento, un tipo corpulento y mostachudo, soltó una risotada.
—Vaya. Matamoros tenemos —dijo, recorriéndome de arriba abajo—. Demasiado pronto galleas, galán.
Le sostuve los ojos por derecho, sin vergüenza de hacer desvergüenza, con el desprecio del veterano que, pese a mi mocedad, realmente era. Aquel gordinflón había estado los dos últimos años comiendo caliente, paseándose por los palacios reales y los alcázares con su vistoso uniforme de escaques amarillos y rojos, mientras yo peleaba junto al capitán Alatriste y veía morir a los camaradas en Oudkerk, en el molino Ruyter, en Terheyden y en las caponeras de Breda, o me buscaba la vida forrajeando en campo enemigo con la caballería holandesa pegada al cogote. Qué injusto es, pensé de pronto, que los seres humanos no puedan llevar la hoja de servicios de su vida escrita en la cara. Luego me acordé del capitán Alatriste y me dije, a modo de consuelo, que algunos sí la llevan. Tal vez un día, reflexioné, también la gente sepa lo que yo hice, o lo intuya, con sólo mirarme; y a los sargentos gordos o flacos que nunca tuvieron su alma en el filo de un acero, se les muera el sarcasmo en la garganta.
—La que gallea es mi daga, animal —dije, firme.
Parpadeó el otro, que no esperaba tal. Vi que me examinaba de nuevo. Esta vez advirtió el ademán de mi mano, echada hacia atrás para apoyarse en el mango damasquinado que me sobresalía del cinto. Luego se detuvo en mis ojos con expresión estúpida, incapaz de leer lo que había en ellos.
—Voto a Cristo que voy a…
Echaba mantas el sargento, y no de lana. Alzó una mano para abofetearme, que es la más insufrible de las ofensas —en tiempo de nuestros abuelos sólo podía abofetearse a un hombre sin yelmo ni cota de malla, lo que significaba que no era caballero—, y me dije: ya está. Quien todo lo quiere vengar, presto se puede acabar; y yo acabo de meterme en un lío sin salida, porque me llamo Íñigo Balboa Aguirre y soy de Oñate, y además vengo de Flandes, y mi amo es el capitán Alatriste, y no puedo tener por cara ninguna feria donde se compre la honra con la vida. Me guste o no me guste, me tienen tomadas las veredas; así que cuando baje esa mano no tendré otra que darle a cambio a este gordinflón una puñalada en el vientre, toma y daca, y después correr como un gamo a ponerme en cobro, confiando en que nadie me alcance. Lo que dicho en corto —como habría apuntado Don Francisco de Quevedo— era que, para variar, no quedaba sino batirse. Así que contuve el aliento y me dispuse a ello con la resignación fatalista de veterano que debía a mi pasado reciente. Pero Dios debe de ocupar sus ratos libres en proteger a los mozos arrogantes, porque en ese momento sonó una corneta, se abrieron las puertas y hasta nosotros llegó el sonido de ruedas y cascos sobre la gravilla. El sargento, atento a su negocio, olvidóme en el acto y corrió a formar a sus hombres; y yo me quedé allí, aliviado, pensando que acababa de escapar a una buena.
Salían carruajes de los Alcázares, y por los emblemas de los coches y la escolta a caballo comprendí que era nuestra señora la reina, con sus damas y azafatas. Entonces mi corazón, que durante el lance con el sargento había permanecido acompasado y firme, se desbocó cual si acabaran de soltarle rienda. Todo me dio vueltas. Pasaban los carruajes entre saludos y vítores de la gente que corría para agolparse a su paso, y una mano real, blanca, bella y enjoyada, se agitaba con elegancia en una de las ventanillas, correspondiendo gentil al homenaje. Pero yo estaba pendiente de otra cosa, y busqué afanoso, en el interior de los otros carruajes que pasaban, el objeto de mi desazón. Mientras lo hacía me quité la gorra y erguí el cuerpo, descubierto y muy quieto ante la visión fugaz de cabezas femeninas peinadas con moños y tirabuzones, abanicos cubriendo rostros, manos movidas en saludos, encajes, rasos y puntillas. Fue en el último coche donde vislumbré un cabello rubio sobre unos ojos azules que me observaron al pasar, reconociéndome con intensidad y sorpresa, antes de que la visión se alejara y yo permaneciese mirando, sobrecogido, la espalda del postillón encaramado en la trasera del carruaje y la polvareda que cubría las grupas de los caballos de la escolta.
Entonces oí el silbido a mi espalda. Un silbido que habría sido capaz de reconocer hasta en el infierno. Sonaba exactamente tirurí-ta-ta. Y al volver el rostro me encontré con un fantasma.
—Has crecido, rapaz.
Gualterio Malatesta me miraba a los ojos, y tuve la certeza de que él sí sabía leer en ellos. Vestía de negro, como siempre, con el sombrero del mismo color y ala muy ancha, y la amenazadora espada con largos gavilanes colgada de su tahalí de cuero. No llevaba capa ni herreruelo. Seguía siendo alto y flaco, con aquella cara devastada por la viruela y por las cicatrices que le daba un aspecto cadavérico y atormentado, que la sonrisa que en ese momento me dirigía, en vez de atenuar, acentuaba.
—Has crecido —repitió, reflexivo.
Pareció a punto de añadir «desde la última vez», pero no lo hizo. La última vez había sido en el camino de Toledo, el día que me condujo en un coche cerrado hasta los calabozos de la Inquisición. Por diferentes motivos, el recuerdo de aquella aventura era tan ingrato para él como para mí.
—¿Cómo anda el capitán Alatriste?
No respondí, limitándome a sostener su mirada, oscura y fija como la de una serpiente. Al pronunciar el nombre de mi amo, la sonrisa se había hecho más peligrosa bajo el fino bigote recortado del italiano.
—Veo que sigues siendo mozo de pocas palabras.
Apoyaba la mano izquierda, enguantada de negro, en la cazoleta de su espada, y se volvía a un lado y a otro, el aire distraído. Lo oí suspirar levemente. Casi con fastidio.
—Así que también Sevilla —dijo, y luego se quedó callado sin que llegase a penetrar a qué se refería. A poco le dirigió una ojeada al sargento de la guardia española, que andaba lejos, ocupado con sus hombres junto a la puerta, e hizo un gesto con el mentón, señalándolo.
—Asistí a tu incidente con ése. Yo estaba detrás, entre la gente —me estudiaba reflexivo, como si calculara los cambios que se habían operado en mí desde la última vez—… Veo que sigues siendo puntilloso en asuntos de honra.
—He estado en Flandes —no pude menos que decir—. Con el capitán.
Movió la cabeza. Ahora había unas pocas canas, observé, en su bigote y en las patillas que asomaban bajo las alas negras del sombrero. También arrugas nuevas, o cicatrices, en su cara. Los años pasan para todos, pensé. Incluso para los espadachines malvados.
—Sé dónde estuviste —dijo—. Pero Flandes mediante o no, sería bueno que recordaras algo: la honra siempre resulta complicada de adquirir, difícil de conservar y peligrosa de llevar… Pregúntaselo, si no, a tu amigo Alatriste.
Lo encaré con cuanta dureza pude mostrar.
—Vaya y pregúnteselo vuestra merced, si tiene hígados.
A Malatesta le resbaló el sarcasmo sobre la expresión imperturbable.
—Yo conozco ya la respuesta —dijo, ecuánime—. Son otros negocios menos retóricos los que tengo pendientes con él.
Seguía mirando pensativo en dirección a los guardias de la puerta. Al cabo rió muy entre dientes, como de una broma que no estuviese dispuesto a compartir con nadie.
—Hay menguados —dijo de pronto— que no aprenden nada; como ese imbécil que levantaba su mano sin cuidarse de las tuyas —los ojos de serpiente, negros y duros, volvieron a clavarse en mí—… Yo nunca te habría dado ocasión de sacar esa daga, rapaz.
Me volví a observar al sargento de la guardia. Se pavoneaba entre sus soldados mientras volvían a cerrarse las puertas de los Reales Alcázares. Y era cierto: aquel tipo ignoraba lo cerca que había estado de que le metieran un palmo de hierro en las entrañas. Y de que a mí me ahorcaran por su culpa.
—Recuérdalo la próxima vez —dijo el italiano.
Cuando me giré de nuevo, Gualterio Malatesta ya no estaba allí. Había desaparecido entre la gente y sólo pude ver una sombra negra alejándose entre los naranjos, bajo el campanario de la catedral.