VÍSPERAS
Donde Ubertino se larga, Bencio empieza a observar las leyes y Guillermo hace algunas reflexiones sobre los diferentes tipos de lujuria encontrados aquel día.
Mientras la sala capitular se iba vaciando lentamente, Michele se acercó a Guillermo, y después se les unió Ubertino. Juntos salimos de allí para dirigirnos al claustro y poder conversar protegidos por la niebla, que no daba señas de disiparse y que, incluso, parecía aún más densa ahora que estaba oscureciendo.
—No creo que sea necesario comentar lo que acaba de suceder —dijo Guillermo—. Bernardo nos ha derrotado. No me preguntéis si ese dulciniano imbécil es realmente culpable de todos estos crímenes. Por mi parte, estoy convencido de que no lo es. En todo caso, estamos como al principio. Juan quiere que vayas solo a Aviñón, Michele, y este encuentro no ha servido para obtener las garantías que deseábamos. Al contrario, ha sido una muestra de cómo allí podrá torcerse todo lo que digas. De donde se deduce, creo, que no debes ir.
Michele movió la cabeza:
—Pero iré. No quiero un cisma. Tú, Guillermo, hoy has hablado claro, has dicho qué es lo que quieres. Pues bien, no es eso lo que yo quiero: me doy cuenta de que las resoluciones del capítulo de Perusa han sido utilizadas por los teólogos imperiales para decir más de lo que nosotros quisimos decir. Quiero que la orden franciscana sea aceptada, con sus ideales de pobreza, por el papa. Y el papa tendrá que comprender que, sólo si la orden adopta la idea de pobreza, podrá reabsorber sus ramificaciones heréticas. No pienso en la asamblea del pueblo ni en el derecho de gentes. Debo impedir que la orden se disuelva en una pluralidad de fraticelli. Iré a Aviñón y si es necesario haré acto de sumisión ante Juan. Transigiré en todo, menos en el principio de pobreza.
—¿Sabes que arriesgas la vida? —intervino Ubertino.
—Que así sea —respondió Michele—, peor es arriesgar el alma.
Arriesgó seriamente la vida y, si Juan estaba en lo justo (de lo cual aún no termino de convencerme), perdió también el alma. Como ya todos saben, una semana después de los hechos que estoy relatando, Michele fue a ver al papa. Se mantuvo firme durante cuatro meses, hasta que en abril del año siguiente Juan convocó un consistorio donde lo trató de loco, temerario, testarudo, tirano, cómplice de los herejes, víbora que anidaba en el propio seno de la iglesia. Y cabe pensar que a aquellas alturas, y desde su punto de vista, Juan tenía razón, porque durante aquellos cuatro meses Michele se había hecho amigo del amigo de mi maestro, el otro Guillermo, el de Occam, y había llegado a compartir sus ideas, no muy distintas, salvo que aún más radicales, de las que mi maestro compartía con Marsilio y había expuesto aquella mañana. La vida de estos disidentes se volvió precaria en Aviñón, y a finales de mayo Michele, Guillermo de Occam, Bonagrazia da Bergamo, Francesco d’Ascoli y Henri de Talheim decidieron huir. Los hombres del papa los persiguieron hasta Niza, Tolón, Marsella y Aigues Mortes, donde los alcanzó el cardenal Pierre de Arrablay, quien en vano intentó persuadirlos de que regresaran, incapaz de vencer sus resistencias, su odio por el pontífice, su miedo. En junio llegaron a Pisa, donde los imperiales les brindaron una acogida triunfal, y en los meses que siguieron Michele denunció públicamente a Juan. Pero ya era demasiado tarde. La suerte del emperador estaba declinando. Desde Aviñón, Juan tramaba una maniobra para reemplazar al general de los franciscanos, y acabó consiguiéndolo. Mejor habría hecho Michele aquel día decidiendo no ir a ver al papa: habría podido ocuparse en persona de la resistencia de los franciscanos, en lugar de perder tantos meses poniéndose a merced de su enemigo, mientras su posición se iba debilitando… Pero quizá así lo había dispuesto la omnipotencia divina… Por otra parte, ahora ya no sé quién de ellos estaba en lo justo: cuando han pasado muchos años, el fuego de las pasiones se extingue, y con él lo que creíamos que era la luz de la verdad. ¿Quién de nosotros es todavía capaz de decir si tenía razón Héctor o Aquiles, Agamenón o Príamo, cuando luchaban por la belleza de una mujer que ahora es ceniza de cenizas?
Pero me pierdo en divagaciones melancólicas, en vez de decir cómo concluyó aquella triste conversación. Michele estaba decidido, y no hubo manera de hacer que desistiese. Y ahora se planteaba otro problema, y Guillermo lo expuso sin ambages: el propio Ubertino ya no estaba seguro. Las frases que le había dirigido Bernardo, el odio que ya le tenía al papa, el hecho de que, mientras Michele aún representaba un poder con el que debía pactarse, Ubertino, en cambio, se hubiera quedado solo…
—Juan quiere a Michele en la corte y a Ubertino en el infierno. Si conozco bien a Bernardo, de aquí a mañana, y con la complicidad de la niebla, Ubertino habrá sido asesinado. Y si alguien preguntase quién ha sido, la abadía podría cargar muy bien con otro crimen… Se dirá que han sido unos diablos evocados por Remigio con sus gatos negros, o algún otro dulciniano que aún queda en este recinto…
Ubertino se veía preocupado.
—¿Y entonces? —preguntó.
—Entonces —dijo Guillermo—, ve a hablar con el Abad. Pídele una cabalgadura, provisiones, y una carta para alguna abadía lejana, al otro lado de los Alpes. Y aprovecha la niebla y la oscuridad para salir en seguida.
—¿Pero acaso los arqueros no vigilan las puertas?
—La abadía tiene otras salidas; el Abad las conoce. Bastará con que un sirviente te espere un poco más abajo, con una cabalgadura. Tú saldrás por algún punto de la muralla, cruzarás un trecho de bosque y te pondrás en camino. Pero hazlo en seguida, antes de que Bernardo se recobre del éxtasis de su triunfo. Yo he de ocuparme de otro asunto. Tenía dos misiones: una ha fracasado, que al menos no fracase la otra. Quiero echar mano a un libro, y a un hombre. Si todo va bien, estarás fuera antes de que pueda inquietarme por ti. De modo que adiós.
Abrió los brazos. Conmovido, Ubertino lo estrechó entre los suyos:
—Adiós, Guillermo, eres un inglés loco y arrogante, pero tienes un gran corazón. ¿Volveremos a vernos?
—Sin duda —lo tranquilizó Guillermo—, Dios lo querrá.
Pero Dios no lo quiso. Como ya he dicho, Ubertino murió asesinado misteriosamente dos años más tarde. Vida dura y aventurera la de aquel viejo combativo y apasionado. Quizá no fuera un santo, pero confío en que Dios haya premiado la inconmovible seguridad con que creyó serlo. Cuanto más viejo me vuelvo, más me abandono a la voluntad de Dios, y menos aprecio la inteligencia, que quiere saber, y la voluntad, que quiere hacer; y el único medio de salvación que reconozco es la fe, que sabe esperar con paciencia sin preguntar más de lo debido. Y, sin duda, Ubertino tuvo mucha fe en la sangre y la agonía de Nuestro Señor crucificado.
Quizá también pensé en ello entonces, y el viejo místico lo percibió, o adivinó que alguna vez pensaría así. Me sonrió con ternura y me abrazó, sin la pasión con que a veces me había cogido en los días precedentes. Me abrazó como un abuelo abraza a su nieto, y la misma actitud tuve yo al responderle. Después se alejó con Michele para buscar al Abad.
—¿Y ahora? —le pregunté a Guillermo.
—Ahora volvamos a nuestros crímenes.
—Maestro, hoy han sucedido cosas muy graves para la cristiandad, y vuestra misión ha fracasado. Sin embargo, parece interesaros más la solución de este misterio que el conflicto entre el papa y el emperador.
—Los locos y los niños siempre dicen la verdad, Adso. Quizá sea porque como consejero imperial mi amigo Marsilio es mejor que yo, pero como inquisidor valgo más yo. Incluso más que Bernardo, y que Dios me perdone. Porque a Bernardo no le interesa descubrir a los culpables, sino quemar a los acusados. A mí, en cambio, lo que más placer me proporciona es desenredar una madeja bien intrincada. O tal vez sea también porque en un momento en que, como filósofo, dudo de que el mundo tenga algún orden, me consuela descubrir, si no un orden, al menos una serie de relaciones en pequeñas parcelas del conjunto de los hechos que suceden en el mundo. Además, es probable que exista otra razón: el hecho de que en esta historia se jueguen cosas más grandes y más importantes que la lucha entre Juan y Ludovico…
—¡Pero si es una historia de robos y venganzas entre monjes de poca virtud! —exclamé perplejo.
—Alrededor de un libro prohibido, Adso, alrededor de un libro prohibido —respondió Guillermo.
Los monjes ya estaban yendo a cenar. Michele da Cesena llegó en mitad de la comida, se sentó a nuestro lado y nos comunicó que Ubertino había partido. Guillermo lanzó un suspiro de alivio.
Cuando acabó la cena, evitamos al Abad, que estaba conversando con Bernardo, y localizamos a Bencio, que nos saludó con una media sonrisa, mientras intentaba ganar la salida. Guillermo lo alcanzó y lo obligó a seguirnos hasta un rincón de la cocina.
—Bencio —le dijo—, ¿dónde está el libro?
—¿Qué libro?
—Bencio, ni tú ni yo somos tontos. Hablo del libro que buscábamos hoy en el laboratorio de Severino, y que yo no reconocí pero tú sí, de modo que luego fuiste a cogerlo…
—¿Por qué pensáis que lo he cogido?
—Pienso que es así, y tú también lo piensas. ¿Dónde está?
—No puedo decirlo.
—Bencio, si no me lo dices hablaré con el Abad.
—No puedo decirlo por orden del Abad —dijo Bencio en tono virtuoso—. Después de que nos vimos sucedió algo que debéis saber. Al morir Berengario, quedó vacante el puesto de ayudante del bibliotecario. Esta tarde Malaquías me ha pedido que ocupe este puesto. Hace justo media hora el Abad ha dado su autorización, y a partir de mañana por la mañana, espero, seré iniciado en los secretos de la biblioteca. Es cierto que esta mañana he cogido el libro; lo había escondido en mi celda, bajo el jergón, sin echarle ni siquiera una ojeada, porque sabía que Malaquías me estaba vigilando. En determinado momento, él me propuso lo que acabo de contaros. Entonces hice lo que debe hacer un ayudante del bibliotecario: le entregué el libro.
No pude contenerme e intervine, con violencia:
—Pero Bencio, ayer, y anteayer, tú… vos decíais que ardíais de curiosidad por conocer, que no deseabais que la biblioteca siguiese ocultando misterios, que un estudioso debe saber…
Bencio no decía nada, y se ruborizó, pero Guillermo me detuvo:
—Adso, desde hace unas horas Bencio se ha pasado a la otra parte. Ahora es él el guardián de esos secretos que quería conocer, y como tal dispondrá de todo el tiempo que desee para conocerlos.
—Pero ¿y los otros? —pregunté—, ¡Bencio hablaba en nombre de todos los sabios!
—Eso era antes —dijo Guillermo, y me arrastró fuera, dejando a Bencio sumido en la confusión.
—Bencio —me dijo luego Guillermo— es víctima de una gran lujuria, que no es la de Berengario ni la del cillerero, sino la de muchos estudiosos, la lujuria del saber. Del saber por sí mismo. Se encontraba excluido de una parte de ese saber, y deseaba apoderarse de ella. Ahora lo ha hecho. Malaquías sabía con quién trataba, y se valió del recurso más idóneo para recuperar el libro y sellar los labios de Bencio. Me preguntarás de qué sirve dominar toda esa reserva de saber si se acata la regla que impide ponerlo a disposición de todos los demás. Pero por eso he hablado de lujuria. No era lujuria la sed de conocimiento que sentía Roger Bacon, pues quería utilizar la ciencia para hacer más feliz al pueblo de Dios y, por tanto, no buscaba el saber por el saber. En cambio, la curiosidad de Bencio es insaciable, es orgullo del intelecto, un medio como cualquiera de los otros de que dispone un monje para transformar y calmar los deseos de su carne, o el ardor que lleva a otros a convertirse en guerreros de la fe, o de la herejía. No sólo es lujuria la de la carne. También lo es la de Bernardo Gui: perversa lujuria de justicia, que se identifica con la lujuria del poder. Es lujuria de riqueza la de nuestro santo y ya no romano pontífice. Era lujuria de testimonio, de transformación, de penitencia y de muerte la del cillerero en su juventud. Y es lujuria de libros la de Bencio. Como todas las lujurias, como la de Onán, que derramaba su semen en la tierra, es lujuria estéril, y nada tiene que ver con el amor, ni siquiera con el amor carnal…
—Lo sé —murmuré sin querer.
Guillermo fingió no haber escuchado. Pero, como continuando con lo que iba diciendo, añadió:
—El amor bueno quiere el bien del amado.
—¿Acaso Bencio no querrá el bien de sus libros (pues ahora también son suyos) y no pensará que su bien consiste precisamente en permanecer lejos de manos rapaces? —pregunté.
—El bien de un libro consiste en ser leído. Un libro está hecho de signos que hablan de otros signos, que, a su vez, hablan de las cosas. Sin unos ojos que lo lean, un libro contiene signos que no producen conceptos. Y por tanto, es mudo. Quizá esta biblioteca haya nacido para salvar los libros que contiene, pero ahora vive para mantenerlos sepultados. Por eso se ha convertido en pábulo de impiedad. El cillerero ha dicho que traicionó. Lo mismo ha hecho Bencio. Ha traicionado. ¡Oh, querido Adso, qué día más feo! ¡Lleno de sangre y destrucción! Por hoy tengo bastante. Vayamos también nosotros a completas, y después a dormir.
Al salir de la cocina encontramos a Aymaro. Nos preguntó si era cierto lo que se murmuraba: que Malaquías había propuesto a Bencio para el cargo de ayudante. No pudimos hacer otra cosa que confirmárselo.
—Este Malaquías ha hecho muchas cosas finas, hoy —dijo Aymaro con su habitual sonrisa de desprecio e indulgencia—. Si hubiese justicia, el diablo vendría a llevárselo esta noche.